PLEAMAR

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Por Martha Robles Becerra*

Las coordenadas apuntan al noroeste. La brújula, cada vez, va perdiendo su sentido norte.

En el vaivén de la embarcación, Efraín respira bocanadas de tabaco mezclado con la brisa del trópico norte. Descansa, exhala profundamente viendo cómo las totoras se deslizan, como éstas toman el curso de la batalla por la supervivencia. Silenciosamente, el viejo se toma una pausa al caer el Sol en el reino Naylamp. Él solo es un testigo parsimonioso, y observa detenidamente cómo los moradores van a cazar enjambres de Spondylus. La ruta es incierta, tanto como el mar impredecible, mas para Efraín, la barca es su vida, un naufragio de trabajo.

Mientras en el horizonte, las totoras van desapareciendo como se van también los ñains de sus nidos. En tanto; Efraín, el viejo marino, se acomoda ahora para tomar la siesta, contemplar la luna que cuelga sobre sus pupilas. Bajo el son de las olas, el canto de la mujer pez lo envuelve desde su soledad etílica. En el mar, los cantos de las medusas auguraron un destino perpetuo entre las ventanas de los corales. Ellas emitían sondas para anunciar la muerte indiscriminada de aquellos, pues en la tierra inventaron su reproducción in vitro. La vida de las naciones comenzó a enfermar de un polvillo viral. Luego de ensayos tras errores, en Occidente se convencieron de que la esperanza de vida estaba en el fondo del mar.

Con el pasar de los años, la cacería fue volviéndose inútil. Antes que recolectar frutos deliciosos de los arrecifes, de estos colgaban restos de látex de distintos tamaños, residuos de tejidos quirúrgicos en capas que se iban pulverizando en la arenilla salina. En el fondo marino, los montículos reactivos estaban desplazando a los arrecifes, y se fueron acumulando montes de guantes. Al caer la noche, los moradores volvían con las canastas vacías. Solo tuvieron fuerzas para inclinarse a Naylamp.

Pese a todo, la luna se mueve como un péndulo puntual en los misterios de alta mar. Por los ojos de la mujer pez, Efraín ve pasar sus mareas: su orfandad, los cumpleaños de cada hijo, cuatro veces cuatro, alejado de sus vidas. Así es cómo se vive en medio del mar. Él es un hombre a secas. En medio de su soledad convive bebiendo cañazo y prendiendo los Marlboro del día.

Efraín siente que ella le canta en su piel. «Eres el hombre que había perdido, pero la corriente te trajo a mí», susurra cautivadora. Por encima del mar, vislumbra una sombra contorneada, la que sus ojos pudieron proyectar, convertidos en spondylus, ciertamente fondeada.

A la mañana siguiente, luego de que volvieran los pescadores con sus totoras tan livianas como desde el principio de la rutina, lo único que quedó en la orilla fue su cama tendida, una barca abandonada, polvorienta, consumida por botellas y colillas.

De Efraín, no se supo más. Decían: «parece que el mar se lo ha tragado». El silencio de su barca abandonada sirvió de vivienda de las parihuanas y algún hombre solitario que por ahí deambula, abrazando su alma con el calor de un cañazo.

Nadie en el pueblo supo de qué huía Efraín. Tal vez, ya no le quedaban fuerzas para resistir el mal del siglo. A su edad, una cama hubiera sido su peor condena. Entonces sí fue necesario, «el mar se lo tragó» para huir de las enfermedades.

Lo cierto es que a veces, me detengo en los pasajes de El viejo y el mar, y siento que las líneas imaginarias vuelven a mis recuerdos. Traté de encontrar a quien decían que fue mi padre, luego de vastos intentos.

En mi presente, sola me pierdo en la verdad de tu paternidad, el hombre fornido que me rescató de las garras de esa ola impredecible. Entonces, me abrazaste y te vi gigante. El amor en medio de tu silencio es inexplicable. Contemplo tu barca abandonada y no puedo culparte, Efraín. Tus huellas sobre la arena son mi patrimonio. En tu corazón, un ancla se incrustó para siempre en nuestras vidas. Aún sigo con las dudas de tu ausencia. Tal vez, nunca las despeje, solo sé que llegué a este infinito puerto para saber algo de ti. De tu vida, paternalmente compleja.

Cuando llegue el ocaso, bastará esperarlo en el abandono de tu barca, el único patrimonio en esta historia.

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* Martha Beatriz Robles Becerra es Técnica en Ciencias de la Comunicación (2008). Estudió Literatura en la Universidad Nacional Federico Villarreal (Perú). Estudió Redacción Creativa (2011) en Instituto Raúl Porras Barrenechea (Universidad Nacional Mayor de San Marcos). Ha participado en el taller de Ortografía y Redacción (2016) en la Universidad Pontificia Católica del Perú y en el taller de Crónicas (2015) dictado por Juan Manuel Robles del Centro Cultural Pucp. Asimismo estudió Redacción Creativa Publicitaria en el Instituto Leo Design (2015). Ha publicado numerosos cuentos a través de los talleres de los que ha participado y de otras obras colectivas. A fines de 2019 lanzó por la plataforma Amazon.com su primer poemario titulado «Nobody knows my soul». Fue seleccionada en 2020 para la publicación «175 relatos de escritoras latinoamericanas» de la editorial Elipsis (Colombia). Fue ganadora del concurso literario «Al otro lado del verso» (2013) del grupo poético Parasomnia, por su poema «Silencio». Seleccionada para la categoría de microficción mundialista en «Cuenta Lima al Mundial: Historias de fútbol» (2018). Fue participante del taller «Secretos del arte narrativo» (2014) con la escritora Carmen Ollé. En 2023 participó en poesía para la publicación «Canto natural de algas y diamantes» con el poema Amor res, entre otros.

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