POR UN CINE DEMOLEDOR
Por Santiago Andrés Gómez Sánchez*
En un artículo sobre el cine silente norteamericano, publicado por la revista Cine, de Focine, a principios de los ochenta, el difunto crítico bogotano Hernando Salcedo Silva se quejaba de cierto tipo de personas que creían que el cine nació cuando ellos vieron una película por primera vez. Esa forma de arrogancia a la que alude Salcedo no es poco común, pero lo que uno debería preguntarse es por qué la queja, en qué podría perjudicar tal ceguera a quienes vemos las cosas de otro modo, o a cualquiera. Entonces nos responderíamos tal vez que no hay razón para la molestia, que no puede haber otro más afectado que quien se mantiene en su error. La cosa, sin embargo, es distinta. Usualmente, y no es de ahora, los medios de comunicación son manejados por personas del corte expuesto por Salcedo, personas que jamás se tomarán el trabajo, o no tendrán la dignidad, de someter sus criterios bajo la lupa no de otra sino de su propia inteligencia.
De ese modo, entre la permeable juventud sobre todo, pero en general en el discurso corriente de la sociedad, se instaura una mentalidad que confunde o más bien equipara la información sobre cine (los datos) con el enjuiciamiento caprichoso de las películas, según parámetros incorporados automáticamente como los normales y que, sin embargo, son como hojas al viento, dentro de los cuales el más en boga es aquel del cinéfilo «todo-terreno». Nunca hay en los textos de estos comentaristas, no diré el más mínimo razonamiento, sino una verdadera claridad sobre lo que afirman: todo lo dan por sentado. Sus frases suelen ser redondas y tajantes, y ellos creen ser espontáneos, cuando solo repiten en cada reseña una o dos de las escasas muletillas con que suelen despachar el asunto. Este tipo de personas es lo que abunda, no solo en los periódicos de mayor tiraje, sino en colegios, oficinas y universidades, aunque los «comunicadores» se llevan la palma.
Por eso el perjuicio que provocan es colectivo, pero tampoco cabe culparlos. Sucede que la mayoría piensa que su época y su modo de ser son «lo que debían ser», y por más que sueñen con una era o con un sitio más «adelantados» tienen del pasado o de lo desconocido la idea de algo incompleto, que nunca fue actual ni es normal. Aceptan a Chaplin, pero juzgan que vivió en una época «atrasada», y a cualquier cine distinto al de Hollywood lo toman por un género exótico, raro. Todo hace eco de esa forma de ver el mundo, no necesariamente eurocéntrica, según la cual lo propio es un ámbito fijo y privilegiado. Así, para quien crezca en estos tiempos, los de Boyle y Tarantino, le será muy difícil entender, como lo fue para mí en tiempos de Spielberg, por qué habría de venir alguien a decirnos de pronto que lo que más nos marcó, lo que definió nuestro gusto, lo hizo ni siquiera por costumbre, sino por azar, y que ese azar es un tirano que nos ciega.
Recuerdo cuando Luis Alberto Álvarez, ante mi pedido de educarme en la historia del cine, me mostró antes que nada el primer gran largometraje de todos los tiempos: El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, Griffith, 1915). El aburrimiento fue mortal, el cansancio, la desesperación… Pero verlo de nuevo, acompañado por los comentarios de Luis, fue un asombro ante lo que significaba ese primer gran ordenamiento de imágenes filmadas según una intencionalidad precisa, y como se hacía ya notorio, visionaria, genial… Y saber que el fenómeno desatado por esa película perdura aún, y que el éxito que cosechó en taquilla no ha sido superado ni de lejos, si se hace proporción entre la población de hoy con la de entonces; todo esto me hacía pensar que este asunto del cine, como diría Cassavetes, lo trasciende a uno, y que cada vez será más apasionante, porque ya en esos tiempos de mi adolescencia, la frase de Caicedo sobre la posibilidad real de ver «todo lo bueno» («todo lo que vale la pena»), no podía seguir siendo cierta.
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Yo no aspiro a creer que sea uno el cine valioso, el bueno, el que hay que ver, o incluso el verdadero (el demoledor). Pienso, con Robert Stam —y tampoco soy el único—, que, como dice él, en Teorías del cine, «el ‘verdadero’ cine se presenta en muchas formas: ficción y no ficción, realismo y no realismo, mayoritario y de vanguardia» [1]. Y no es necesario lamentarse de que algunos alimenten la ignorancia de muchos. Vale por encima de todo la actitud de otros, también muchos, y más de los que uno pueda imaginar, que prefieren guardar cierta cautela ante la inmensidad que saben desconocer. En mi caso, y este es el origen de este libro, cuyo segundo volumen ahora presento, siento que desconozco más que nada lo que ya he visto, lo que he creído conocer, o lo que conozco y no entiendo ni logro descifrar con más de un vistazo. Como crítico a veces alucino con mi propia ignorancia y caigo en el necesario juego del sabedor. Sin embargo, siempre intento, y es mi mayor vanidad, ser un sigiloso guía en ese laberinto fantasmal de cosas imborrables, que se nombran y se pierden, se ven y se olvidan.
Con todo, mientras escribía este libro era bien claro para mí que, pese a no ser uno solo el cine verdadero, o más bien, aunque «se presente en muchas formas», eso no quiere decir que no exista como tal, sino al contrario, y ya he señalado que, en mi criterio, se trata justamente del cine que llamo «demoledor»: ese que descoyunta y al mismo tiempo emancipa nuestra percepción. Tarea difícil es identificarlo entre la plétora de filmes que se precipita a nuestro alrededor, e imposible definirlo de manera unívoca y concluyente: este cine se abre conforme se abre nuestro intelecto, y solo un espíritu libre, hasta donde le sea posible, de prejuicios, puede calibrar hasta qué niveles de comprensión y asombro lo lleva o lo puede llevar una película. Lo único permanente en el gran cine es el hecho de que el conocimiento y el placer que nos procura van de la mano de un acto de conciencia estremecedor ante nuestra ignorancia y ante la precariedad e incluso virtualidad de nuestra condición. Pero nuestra virtualidad no es necesariamente la de la realidad.
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En otras partes hemos dicho que desde el momento en que nació, y quizá desde antes, el cine pasó muy pronto de ser una cosa a ser muchas. Las múltiples influencias de la fotografía, del teatro, de la narrativa escrita, de la pintura e incluso de las apenas por entonces nacientes ciencias sociales, mostraron que innumerables deseos silenciosos latían en busca de una expresión unitaria, de una lente convergente como la del cine, que podía en sí misma dar cabida, en apariencia, al propio mundo, al misterio inasible de la vida en su somnífero caos, en la fecha perdida de sus noches, de sus paisajes y símbolos, en sus costumbres y relatos, en la lógica oculta de sus ruinas, su pompa y sus anhelos.
Así pues, cada quien veía en el cine mucho de lo que buscaba, y desde ese momento empezaron a surgir preceptivas o normas en cuanto a lo que el cine debía hacer, postulados estéticos sobre lo que el cine era, sobre lo que lo diferenciaba de otras artes al tiempo que lo emparentaba o lo elevaba a la dignidad de ser una de ellas, y también empezaron a surgir lecturas o interpretaciones políticas y sociológicas, no solo en cuanto a las películas como tales sino además en cuanto a su impacto, malévolo según muchos, benigno y redentor para otros, en la comunidad, o a veces ambas cosas.
La apreciación cinematográfica puede significar, primero que todo, un acto de conciencia sobre nuestras propias sensaciones y perspectivas en el momento de ver el cine. El aporte que el cine nos hace es, justamente, el peculiar aporte que solo nosotros podemos ofrecer en su disfrute colectivo. Esta visión, este elemento de «aporte» no es una ilusión ingenua ni un moralismo, es un hecho que descubre para otros cosas que acaso quedarían sin ver, o en todo caso demorarían en verse —y se verían distinto—, si no hubieran sido advertidas y compartidas, digamos, por un André Bazin o una Pauline Kael.
Tales comentarios, y aun a veces los que por un tiempo son menos notorios pero luego se suman a un acervo histórico periódicamente revisado, tienen una eventual incidencia transformadora que surge de lo que se vio y de cómo se vio, es decir, provienen tanto de hechos objetivos como de sensibilidades personales que los descifran. Pero lo más importante es esa significación personal, pues quien abre los ojos ante nuevos mundos y nuevas formas de ver la vida en el cine, puede experimentar cambios radicales que, a su vez, influyen en las relaciones interpersonales, íntimas y sociales.
Los cambios individuales debidos a los aportes que puede hacer en nosotros el cine (digamos una cierta forma de tolerancia o de apertura mental al ver Todo sobre mi madre [1999] o Hable con ella [2002] de Pedro Almodóvar; o una mayor valoración de nuestros propios sentimientos, incluidos los resquemores y odios, al ver Dogville [von Trier, 2003]), pueden llevarnos, si son asumidos de modo conciente, y ya sean o no expresados a los demás, a un segundo paso fundamental en la apreciación cinematográfica: el consecuente respeto por la diversidad de formas, e incluso la consideración de manifestaciones que se consideran inválidas, divergentes o espurias.
Lo audiovisual, en últimas, es cada vez más un universo como las nubes, imposible de predecir, y, sin embargo, su impacto sobre la sociedad y sobre la vida pública y privada es total. Saber apreciar el cine puede tener que ver, más de lo que uno cree, con saber pensar la vida, con incrementar el poder de la conciencia y aprender a percibir al otro, a conocer ese otro que también somos, y que nos altera o que alteramos.
Por algo, ejemplos edificantes en Hable con ella o Rosetta (Jean-Pierre & Luc Dardenne, 1999) o El niño (L’enfant, Jean-Pierre & Luc Dardenne, 2005) de que lo que llamamos y sentimos más hondamente como «humano» se da de los modos más inesperados, en los confines de lo posible, en la transgresión a lo convenido… E incluso, de que a veces «lo humano» no es siempre propiamente lo ideal, ni lo deseable, son cosas que nos pueden hacer superiores a nosotros mismos, pues nos enfrentan con una realidad tan nuestra como inaceptable, sin más posibilidad de identificación que con una conciencia trascendente, como en El viento que agita la cebada (The Wind that Shakes the Barley, Loach, 2006)… Hablando allá Bazin, el cine demoledor es como Jesús echando a los mercaderes del Templo y haciendo el amor en sábado: entregándose así a un sacrificio más victorioso, para él y para nosotros, los gentiles, que la destrucción del Templo de Jerusalén.
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