Escritor del mes Cronopio

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ESTE VOLUMEN

En esta segunda entrega de la serie que hemos llamado, siguiendo al psicólogo vienés Victor Frankl, El cine en busca de sentido, el lector podrá encontrar visiones diversas del cine en algunos de sus momentos más demoledores, o sea renovadores o, simplemente, inimitables. Una obra que niegue una vía distinta a la propia es, por definición, un callejón sin salida, pero en el cine esto solo afecta a su autor, aunque él siempre llega a tener sus discípulos; todos traidores, por demás. En esto el cine crea una disposición semejante a la que caracteriza el pensamiento de maestros como Sócrates o Emerson, para quienes el intelecto lo es todo, con lo que elevan al individuo y a sus mismas circunstancias a una autonomía de poderío inestimable, pero absoluto. El cine revela que las palabras de Jesús, como el instante en que escribo, tuvieron un origen histórico tal como lo lamentara Proust al hablar de su encuentro con las soñadas playas de Balbec: bajo una luz precaria, en torno de una fisonomía anodina de las cosas, casi vulgar, pero al final imborrable.

Nuestra perspectiva es la teoría del autor, no bajo las consignas de que el autor es el que hace el arte, sino de que hay algunos autores que merecen nuestra atención (esto está más explicitado en el artículo sobre Ozu). Si hoy se esgrime con frecuencia el argumento, del todo válido, por demás, de que el cine es un arte colectivo, la figura del director, al mismo tiempo, no desmerece en nada de su propia nomenclatura, y esto lo confirma la necesidad que tiene el sistema de «locos» que se vuelven «marca», como Tim Burton o Pedro Almodóvar, por ejemplo, y ni se diga de las estrellas del circuito de festivales. Que en nuestra selección no haya ninguna mujer, ningún cineasta africano, y pocos de Asia o América Latina, se debe más a cuestiones diversas de régimen que de convicción o gusto. Una cineasta entre diez directores no da para que hagas una selección justa jamás, y que te hayas educado viendo cine europeo y norteamericano no permite sino frustrar toda intención exhaustiva del lector. Esto no es un compendio de «los mejores».

En cualquier caso, hay que matizar el carácter del todo elogioso de este libro con respecto a los cineastas de quienes se ocupa y advertir, nada menos, que el sistema productivo del cine obedece a un conducto regular que privilegia al productor y en ocasiones da mayor libertad al director por simples conveniencias de orden práctico y no por el favor divino o unas especiales capacidades visionarias. Un director debe ser, primero que todo, alguien ordenado en la exposición de sus ideas y de un gran talento en las relaciones humanas. El director y dramaturgo David Mamet, un buen consejero del oficio, exige que el director sea alguien sencillo que planifique, nada más, visualmente la película, controle o contenga a los actores (que los haga «inintencionados») y mantenga el buen humor en el equipo. Bazin, por su parte, tenía su «teoría de la mostaza» según la cual una película cuaja o no, y a partir de la cual Truffaut desmitificó a los autores y desmintió su juvenil aserto de que la cinta mala de un autor era preferible a la mejor obra de un simple asalariado.

Eso sí, los autores que figuran en este volumen, tal como los que aparecen en el volumen anterior, dan cuenta del lugar en que la vida manifestó a plenitud su poder transformador. Ese lugar extenso, profuso, pleno de dobleces y, quizá como el cosmos, finito pero ilimitado, toca en un borde último el criterio del autor y se filtra entero en el espectador, quien advierte la alteridad, aun en un orden imaginario, como una entidad trascendente, y su persona como una condición previa para ello, latente, que ha adquirido peso despojándose de sus obligaciones y cobra libertad encarando un conocimiento, una nueva experiencia. Rainer Werner Fassbinder, Luis Buñuel, Nicholas Ray, Yasujiro Ozu y los demás cineastas que analizo con una pasión apenas un poco correspondiente a la que advierto en el paso de su labor creativa, reconocen en el cine una capacidad bien que maleable de dar forma a lo intangible, de hacer absoluto lo que no admite convención.

No es solo que el cine logre captar un instante de la vida de, digamos, Marcello Mastroianni como actor en Ocho y medio (Otto e mezzo, Fellini, 1962), haciendo gestos que el director como sujeto mortal alguna vez en sus andadas ideó, pero todo surge de allí. De la posibilidad de crear, de la vida en un momento y un lugar determinados, surge un encuentro del creador consigo mismo, que es la creación, y en ella participa todo, como supo decirlo Fellini en su majestuoso himno vital: participamos todos. He llamado Certeza de lo imborrable a esta entrega de El cine en busca de sentido porque nada de lo que nos ocurre se da sin nuestra presencia. El texto dedicado a Buñuel, al final del libro, así como el capítulo sobre Hitchock, intentan hacer un énfasis tácito, si bien mayor en el que trata al aragonés, acerca de la existencia viva de toda película en la mente del espectador, pues tanto Buñuel como Hitchcock fueron autores que hicieron su obra fundados en la idea del cine como forma artística análoga, si es que no idéntica al sueño.

Al ver una película recordamos y olvidamos incesantemente su comienzo, los antecedentes de todo lo que se desenvuelve frente a nosotros, y nos adelantamos a su conclusión, pero en verdad estamos recordándonos y pensándonos a nosotros mismos, pues tal experiencia originaria es un hecho sensible. Al ver una película inolvidable, todo lo que ella logra es una apoteosis de nuestra individualidad, de nuestra sensibilidad y nuestro intelecto, removidos en sus fibras más profundas y sutiles y lanzados, literalmente, a una nueva vida en la que, más de lo que creemos, nada volverá a ser como antes. Accedemos entonces a una revelación demoledora, a la certeza absoluta de que lo que hemos vivido, de que todo lo que somos, lo que alguna vez fue nuestro y se perdió entre nuestros dedos, es imborrable, como nuestro sueño más remoto y profundo, como nuestra mirada anhelante a las estrellas, como nuestro inexorable porvenir.

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Se ha ordenado cronológicamente la exposición de los diez autores que se estudian en este libro, tomando como fecha inicial de sus obras la de sus primeras incursiones como realizadores (se sabe que en el caso de Hitchcock, como en el de Buñuel y Fellini, sus primeras películas fueron en dupla, pero no siempre esto significa una obra aceptada por sus autores o por la tradición). Se trata de diez varones de genio, o que se consideran de genio, lo cual conlleva cuestionamientos complejos. Como se dijo anteriormente, si no se incluye a ninguna mujer, esto se debe más que nada a la descompensación estadística, y desde luego conceptual, que ha obrado la división del trabajo de nuestro sistema patriarcal. Con todo, que en lugar de Alice Guy-Blaché, Ida Lupino o Chantal Akerman estén Robert Flaherty, Nicholas Ray o Glauber Rocha no es un desmérito de ellas, ni un desplante a la mujer cineasta, toda vez que esta selección no pretende incluir ni a los mejores ni a los más representativos cineastas de la historia.

Y se insiste en el siguiente punto: en cuanto a la genialidad, la perspectiva del cine de autor, que se adopta francamente, no sin reconocer sus limitaciones, tal como se señaló en el apartado dedicado a Jacques Tati del volumen anterior, y como se sugiere de algún modo en el capítulo sobre Ozu de este libro, permite identificar como un cineasta genial a quien está peculiarmente dotado para dar carácter a una obra extensa, y no propiamente por hacer mejor sus películas. Ahora bien, «dar carácter a una obra extensa» no es solo hacer un conjunto de películas únicas, sino ante todo animadas, o vitales. Pecando de romántico, reitero: un gran cineasta es alguien que sabe crecer con sus películas. Así que no se trata de ser un incondicional de Fellini, de Fassbinder o de David Griffith, no se trata de eximir de error todo lo que toquen o hayan tocado sus manos. Mi interés principal a lo largo de estos escritos solo ha sido rastrear una elusiva presencia.

El genio del cine, maligno a veces, y a veces errático, es un espíritu que no se deja asir, porque está en todo lo que se transmuta en sus películas. Los genios hacen suyo lo ajeno, y se disuelven en su creación, como quien decide morir en el mar; la autoridad que ellos cobran se debe más a la laxitud que al voluntarismo: es la asunción de un destino. Por eso se renuncia a explicar la obra y se prefiere indicar puntos de fuga: será común que yo diga cuán indescifrable permanece lo que si acaso me contentaría apenas con saber describir.

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El presente texto es la introducción del libro «Certeza de lo imborrable. El cine en busca de sentido, vol. 2» que fue publicado a finales de 2017 por la Editorial Universidad de Antioquia.

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NOTA

[1] Robert Stam, Teorías del cine. Una introducción, traducción de Carlos Roche Suárez, Barcelona, Paidós, 2001, p. 17. Stam ha sido fundamental en la hechura de este libro no solo por su defensa de lo que desde David Bordwell y Noël Carroll en Post-Theory: Reconstructing Film Studies (Madison, University of Winsonsin Press, 1996), se conoce como «teorización de nivel medio», una forrma de pensar el cine más abierta y aventurada, menos esquemática y determinista como fue la norma hasta los años ochenta, sino especialmente por su capacidad panorámica de acoger diversas y aun opuestas visiones del cine según una funcionalidad parcial de las mismas: «todo sistema tiene sus puntos ciegos y sus clarividencias; todo sistema requiere el ‘exceso de visión’ de los restantes sistemas […] el cine hace casi imprescindible el empleo de parámetros múltiples de interpretación». David Bordwell y Noël Carroll, Post-Theory: Reconstructing Film Studies, p. 14.

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* Santiago Andrés Gómez Sánchez. Periodista de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Valle (Colombia). Magíster en Literatura de la Universidad de Antioquia (Colombia). Ha publicado: Madera Salvaje (Ediciones B, 2009), El cine en busca de sentido (Universidad de Antioquia, 2010), Los deberes (Universidad de Antioquia, 2012), Todas las huellas. Tres novelas breves (Universidad de Antioquia, 2013), La caminata (EAFIT, 2015), El cuarto asesino (Universidad de Antioquia, 2016). Pronto la Editorial Universidad de Antioquia publicará Certeza de lo imborrable. El cine en busca de sentido, vol. 2, y La Musa asesinada. Conversación en la Catedral, de Vargas Llosa: novela marxista. Fue crítico de cine de Kinetoscopio y el periódico El Colombiano (Medellín) entre 1991 y 2011. Fundador de la Corporación Cultural de Video Independiente Madera Salvaje (1994), recibió el Premio Nacional de Video Documental (Colcultura, 1996) por Diario de viaje, reconocida como una de las obras pioneras en el cine de ensayo en Colombia. Ha dirigido más de una veintena de videos en los géneros de ficción, documental y video experimental de largo, medio y cortometraje. Publica usualmente en los blog https://santiagoandresgomez.wordpress.com/ y https://maderasalvaje2017.blogspot.com.co/

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