POST–TRAVEL STRESS DISORDER
Por Catalina Rincón–Bisbey*
Supongamos que migraste de un país del Sur a los Estados Unidos hace más de una década y que acá has logrado hacer una familia y una profesión estables y apasionantes. Sin embargo, cuando viajas al extranjero, sobre todo a países de habla hispana y/o poscoloniales, vuelves a tu casa en los suburbios de alguna ciudad fría sintiendo un malestar. Malestar que se expresa como una suerte de PTSD de Post–Travel Stress Disorder, de periodo de readaptación a la vida real de la rutina laboral; de los quehaceres domésticos; de horas en el carro quemando gasolina para que tu hijo acceda a todas las clases extracurriculares que tiene (que son un exceso, como todo en este país); de temor y alivio por tener la buena suerte de no haber estado todavía en un mass–shooting; de recordar que mirar a alguien a los ojos por más de dos segundos es como una violación a su derecho a la privacidad; de confusión seguida por la irritación de ver cómo el uno por ciento sigue acumulando tanto mientras que la gente de verdad sigue lidiando con la angustia de la inflación, el desempleo, las adicciones, las enfermedades mentales, el racismo y el sexismo sistémico. Desigualdad constante y sonante por donde se mire en la época más democrática, en el país más liberal de Occidente. Tu malestar se expresa como un PTSD pasajero porque en un par de semanas estarás enchufado de nuevo en la cultura, comprando un par de zapatos más que no necesitas, planeando la fiesta de cumpleaños de tu hijo a lo grande, mirando diseños para la remodelación de tu cocina o anhelando un carro eléctrico —por el bien del planeta, te dices, pero sabes que es para callar al vecino que no intima porque no puede hablar con la mirada, solo sonríe condescendientemente cuando te ve salir en tu Prius a tu trabajo cada mañana mientras él se va en su Tesla, en medio de una llamada importantísima, a comprar un café hecho en frío porque el muy cabrón trabaja desde casa y puede ir por su café «local» a cualquier hora del día, aun cuando en su cocina reposa el café más políticamente correcto y caro que su mujer le consiguió en Whole Foods—. Piensas que ese PTSD también se manifiesta mirando vuelos a donde sea, con la compulsión de la urgencia de quien quiere salir huyendo porque sabe que hay algo de lo que hay que huir. El malestar.
Supongamos que por tu trabajo viajas a países de habla hispana con frecuencia y terminas yendo a Uruguay porque hay algo que aprender: el 100% de sus energías son renovables. Mientras vas de un lugar a otro (de la ciudad a los pueblos a las estancias, al mar) aprendiendo sobre energías renovables, arquitectura y construcción sostenibles, reutilización de materiales y reciclaje, te llama la atención lo progresista de su proyecto de energías limpias. Pero sabes que eso no es lo más interesante del país, al fin y al cabo, Uruguay ha demostrado, con la legalización de la marihuana y el aborto y con la figura medio proletaria y medio heroica de Pepe Mujica, ser un país progre. Progre de a deveras, no como te lo han vendido en EEUU con cafecitos hípsters y una sostenibilidad insostenible. Lo que más te impresiona es la forma en que la gente vive su sostenibilidad: como un proyecto colectivo que está por encima de los intereses o deseos individuales. Aunque sospechas que, para llegar acá, las carencias del país seguramente jugaron un papel determinante. Por sus limitaciones financieras, por su falta de acceso al petróleo, por los precios excesivamente altos de los productos es que su sostenibilidad aterriza bien convirtiéndose en parte de su identidad cultural y por lo tanto individual. Piensas, después de una semana en el país, que tal vez la carencia sea la razón por la que muchos estancieros no anden en la camioneta más narco del mercado, así puedan pagarla; por la que la clase media siga usando los carros que todavía funcionan, aunque tengan más de veinte años, y sus vacaciones sean al campo o al mar o a Buenos Aires y no a Miami; por la que los vagabundos en Montevideo no sean temidos sino considerados ciudadanos; por la que la clase alta, aunque muy de Punta del Este, hable con la informalidad de la clase media. ¿Por qué tu país, también del Sur, no resultó en esto?, piensas con desazón. Ahora sabes que estás idealizando Uruguay, al fin y al cabo, eres un turista y no has visto el lado oscuro de su hospitalidad y sostenibilidad. No que te interese verlo. A estas alturas lo que necesitas es una verdad que explique tu malestar y tus observaciones te vienen bien construyendo una narrativa más o menos lógica. Como, por ejemplo, darte cuenta de que el malestar que sientes cuando vuelves de viaje no es simplemente un momento transicional de adaptación a las dinámicas del consumo e individualismo desmedido. Sabes que tu PTSD es el mismísimo malestar de la cultura. Lo sabes, aunque no planees ningún cambio radical con ese conocimiento.
En el malestar de la cultura no suprimes tus pulsiones sexuales y mortales para adaptarte socialmente, sino que has moldeado la cultura como una fuerte cuyo objetivo principal es satisfacer tus deseos individuales. Gratificación inmediata. Pero como ser humano, tu satisfacción es un proyecto irrealizable. De ahí que el valor cultural, social y político más preciado del «país de las oportunidades» sea tu capacidad de adquisición. Sabes que no es un estereotipo que los estadounidenses tengan más que los demás y esta realidad, que ha venido devastando al mundo medioambiental y sociopolíticamente, tiene menos que ver con las narrativas de la libertad y la meritocracia como con la falta absoluta de un proyecto en común, de y para la comunidad. Ya Uruguay te lo demostró. El consumo desmedido es posible por el derecho inviolable que crees tener a tu individualidad. Y la quieres expresar teniendo la casa más grande, el carro más nuevo, la comida más rápida, mal sana y grande, las cientos de cajas de Amazon esperando en la puerta de tu casa a ser abiertas y devueltas porque no te gustó lo que venía en ellas; llenando tu carrito de Costco con paquetes y paquetes de agua envasada en botellitas de plástico para tu consumo individual, como si no existieran filtros de agua o botellas de agua reutilizables; comprando dulces y más dulces en las islas de treats cada vez más grandes de Seven Eleven y que comes como si no hubiera mañana… ni diabetes. Eres la expresión más ominosa y latente de lo mucho que amas tu propia comodidad. Pero, sobre todo, eres la expresión más diciente de la fe ciega que tienes en que el vecino está ahí para recordarte lo que te falta, el Tesla que todavía no tienes, y no para decirte con la mirada que quiere trabajar contigo en pro de una sociedad menos auto complaciente, más significativa y crítica, menos consumista y más ecológica. Como Maluma, te crees con el derecho absoluto a tu propio placer y disfrute porque, según tú (o él) no tienes control sobre nada de lo que pasa. ¿No? Como los TikToks de superación personal, te crees con el derecho absoluto a tu propia opinión, por muy desinformado que estés, por muy errado que estés, porque esa es la verdadera democracia. ¿No?
Pero no quieres ser tan cínico, así que recuerdas que cuando viajas ves algo que te lanza a viajar más y es que el mundo puede ser más humano, aunque con menos, mucho menos de lo que tienes. Piensas de nuevo que la carencia puede resultar en proyectos solidarios y sostenibles, como en Uruguay. Y aunque no ha resultado en lo mismo en otras coordenadas, has visto relaciones más genuinas, más humanas, aunque complicadas, entre la gente de otros países más aterrizados que en el que vives. Una suerte de complicidad, de solidaridad que se trasmite en la mirada. Te preguntas si es su conciencia de clase, si es la carencia lo que los humaniza, porque la carencia usualmente deviene en conciencia de clase. Te preguntas si es el deseo colectivo de sobrellevar un trauma nacional lo que les da un propósito como cultura. No lo sabes, así que sigues mirando vuelos; y mientras lo haces, fantaseas con ir a un lugar en el que puedas mirar a los ojos a las personas sin temor a incomodar su intimidad, su fragilidad, porque ambos saben que esa mirada que habla es lo que toma ser lo que son. También fantaseas con conseguir un vuelo barato, porque el palo no está para cucharas.
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*Catalina Rincón-Bisbey tiene un pregrado en Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia, una maestría en Estudios Hispanos y un doctorado en Literatura y Cultura Latinoamericanas de Tulane University. Es profesora de español, literatura y cultura en North Shore Country Day School y Northeastern Illinois University. Ha publicado en revistas culturales como Contratiempo, El Beisman y Cronopio, así como en revistas literarias como Periodico de Libros y en revistas académicas como Chasqui y Catedral Tomada.