Escritor invitado

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PRIMERA SEMANA DE CURA

Por Manuel Fernando Jiménez García*

Al día siguiente mi madre me llevó en un taxi al barrio Palermo de Manizales, al pie del Morro Sancancio, donde está la Clínica Psiquiátrica Sancancio, que parece un motel de tierra fría con begonias en el antejardín y que es famosa desde 1951 cuando Monseñor Luis Concha escondió allí los primeros 300 orates que andaban libremente por las calles de la ciudad.

Arriba, en las montañas, brillaban las nieves del volcán del Ruiz, que ese año de 1985 ya no era un león dormido, como lo llamaban los poetas bucólicos, sino una fiera que resoplaba y olía a mierda.

Chavarriagas estaba en la puerta de la clínica esperando para saludarnos, pero mamá lo dejó con la mano extendida. Nunca tocaba la mano derecha de un hombre, aunque fuera un cura. Con esa mano se lo cogen cuando van a orinar, decía.

—Miguel de Cervantes siempre ha sido un niño muy mimado —mi madre no era amiga de preámbulos—. ¡Es hora de tratarlo con energía, padre!

El cura pensó en la energía eléctrica. ¿Qué otra terapia podría aplicársele a un marica de 33 años que se hacía llamar Miguel de Cervantes y a quien su madre todavía llamaba niño? Mamá me había bautizado así porque no quería que yo fuera un simple comerciante de abarrotes como mi padre, sino un hombre de letras famoso como el autor del Quijote. Y no me puso Gabriel porque en los años 50 no había en Colombia un escritor de mostrar. Ningún colombiano era el mejor del mundo, ni en el comercio de abarrotes, ni en el de estupefacientes.

El psiquiatra se tragó sus pensamientos y con voz profesional le explicó a mi madre que el alcoholismo crónico puede producir sicosis, parálisis, alucinación aguda (más conocida como delirium tremens) y depresión alcohólica como en mi caso. Pero que después de 12 semanas de sus famosas terapias por hipnosis, acompañadas con naltrexona 50 mg/día, saldría más fresco que una lechuga.

Para no confesar que yo era un puto borracho, mamá les dijo a sus vecinas que mi reclusión en la clínica se debía a una fatiga en el cerebro por causa de las muchas lecturas, pero a Chavarriagas le dijo francamente que era por las muchas borracheras. Ninguna de las dos explicaciones era cierta. La verdad es que en Bogotá leí muy poco y, aunque me bebí todos los tragos del mundo (incluyendo los amargos), no fueron muchas las borracheras. Fue solo una, que duró 10 años. Bebí todos los días para no dejarme alcanzar del guayabo. Pero el guayabo me dio alcance en la clínica y no tuve para dónde correr.

Fui abstemio hasta los 22. Me topé con el alcohol cuando llegué a Bogotá buscando a otros como yo, derrotados, disidentes o expulsados de la izquierda, y descubrí que todos bebían. Se reunían por las noches en El goce pagano a discutir de política y a beber. Bebían, discutían y miraban bailar a los negros: Ay como bailan, ay como sudan, ay como mueven, ay la cintura. La salsa estaba de moda y hasta Dios creía en Richie Ray, no como ahora que es al revés. En las madrugadas, ya borrachos, también salíamos a bailar. Era mejor que salir a marchar.

 

Mi primer trago fue una copa de champaña. Un brindis por haber escapado de la policía, de los camaradas, de mi madre, de Manizales… Me quedó gustando la embriaguez ligera de ese licor frío burbujeando en cristalina copa y poco después, aprovechándome del dinero que mamá enviaba para mis estudios, probé otras ambrosías.

 

Mi propósito era hacer degustaciones solamente y empecé, como los curas, levantando en altos cálices la sangre que corre por las venas de las pródigas uvas argentinas, pero pronto escancié en copa barrigona el coñac caliente y en vaso corto el escocés bien seco y el añejo ron Caldas con rocas ambarinas, y con limón la suave caipiriña. De la ginebra inglesa (la Chamberlain es criolla), tan olorosa ella, mezclada en agua tónica, me abrevé en vaso largo y al día subsiguiente en El goce pagano para calmar guayabo bogué pintas y litros de la bávara amarga en gordos jarros. Luego vinieron profusas libaciones de arak, de ajenjo y de otras tantas mixturas sibilinas… el díctamo, el nepente. Era dulce olvidar. Nada quedar en el cerebro debe, dijo De Greiff.

 

Perdidos los escrúpulos, y acabada la plata, bajé las exigencias y me allané a los tragos que toma el populacho. Primero me atreví con el anís de caña, del que se bebe en copa aguardientera, y luego besé el pico a la botella donde vienen los néctares baratos de ingrata borrachera y después… lo que hubiera. En totuma el guarapo de Sipirra, y la chicha tan chibcha en desechable vaso. Y ya al final, se dice que me vieron, perdido del totazo y en malas compañías, apurando Bay-Rum con gaseosa en ponchera de plástico.

 

Y bogando bogando, como los negros en el río, conocí por fin la famosa ginebra Chamberlain. Un elixir (que otros llaman pipo), fabricado con alcohol Gaviotas, gaseosa Premio Roja y esencia de vainilla, mezclados en proporciones sabias, que solo conocen allá en el País de las maravillas, nombre literario con que bautizaron los piperos a la olla de Alicia.

El tema preferido de mis borracheras era la novela que pensaba escribir. No quiero escribir un panfleto, dizque le decía a todo aquel que por un trago quisiera escucharme. Voy a escribir la verdad sobre la muerte de Bernardo, agregaba con voz arrastrada sin que salieran de mi mano mucho más que poemas crípticos en servilletas sucias. Y así, entre copa y copa, se fue asomando la azul locura pálida que permanecía asilada en algún rincón de mi cerebro solitario, hasta que esa madrugada en la fuente del Parque Santander me miró fijamente a los ojos.

—Manéjese bien, Miguel, y aguante como un macho.

Eso fue todo lo que dijo mi madre desde la ventanilla del taxi. Ni siquiera un beso tiró con la mano, aunque dos gotitas de dolor alcanzaron a brillar en sus ojos de águila. Mamá pensaba que los mimos y caricias, prodigados con exceso en la infancia, eran los culpables de mi flojo carácter y mis maneras delicadas.

 

Casi de inmediato me empeparon y caí fundido hasta el día siguiente. Me levanté más confundido que un caballo en un balcón. Había llevado la pequeña Olivetti Lettera 22 para escribir, por fin, aprovechando la tranquilidad de la clínica. Pero mirar la maquinita me daba náuseas y tuve que meterla al clóset. Era como ver a Bernardo sangrando sobre la mesa. Escribir es recordar y no quería.

 

Todos mis recuerdos se resumían en uno solo: salí de Manizales lleno de ilusiones a dar una vuelta por el mundo, y el mundo me dio tres vueltas. Como en la fábula de la lechera, llevé sobre los hombros un cántaro al mercado, un cántaro de sueños: mi cabeza. Y por andar soñando tropecé y el cántaro quebró. Y sin embargo seguía soñando con llevar los pedazos al mercado.

 

Bajé a desayunar al comedor (el comierdor, lo llaman los pacientes más antiguos) y junto con el desayuno me dieron una pepa roja, pero en vez del agua de la llave me trajeron agua embotellada. El enfermero explicó que el acueducto estaba contaminado por ceniza del volcán. Me hizo gracia la idea de una ciudad cubierta de ceniza gris. Los ricos ya no serían tan blancos, como los llamaba la gente.

 

Toda mi actividad intelectual, después de desayunar y empeparme, se redujo a la de leer las obras completas de Condorito en cinco tomos finamente encuadernados. Con el almuerzo me dieron otra pepa, que fue suficiente para jugar parqués con un profesor de filosofía, al que internaban cuando se pasaba de rones. Al crepúsculo sentí un impulso místico y me fui a la capilla a mirar un cuadro del crucificado muy original, que no está pintado de frente como todos los demás sino desde arriba. Tal vez el pintor se sentía por encima de la cruz y del propio Cristo. No me extraña: era Dalí. Mi madre odiaba ese Cristo porque no podía verle el rostro adolorido. No tiene por dónde rezarle, decía la vieja.

La clínica se veía tranquila en medio de sus lindos jardines de begonias, pero adentro era una olla de grillos. Por los pasillos me encontré un ángel desalado que me miró con odio, un zombi hambriento que me miró con ganas, un espectro que ni siquiera me miró. Había judíos errantes y estatuas de sal, muñecos de guiñol, homúnculos y mutantes deambulando algunos con una pregunta en los labios, pero la mayoría con una respuesta, respuesta monotemática. Callejón sin salida. Por fortuna mi madre había pagado pensión en el cuarto piso, y allá me refugié espantado.

Había ingresado un lunes y al viernes la pepa ya no me hizo efecto y pasé la noche tiritando. Bajé a la recepción en cuanto amaneció y llamé por teléfono, con manos temblorosas, a mis amigos. Les imploré, con voz temblorosa también, que me visitaran el domingo y me trajeran ron de contrabando. Todos se comprometieron. Calculé varias botellas y esperé con ilusión, pero nadie llegó. Las excusas sobraron, eso sí.

 

El Loco Rendón se había tenido que volver precipitadamente para el monte: encontraron sus huellas digitales en el detonador de la bomba. Mis antiguos camaradas maoístas de Manizales se abstuvieron de visitarme porque yo era un renegado, un borrachín y hasta un flojo de la cola.

 

María Cristina, que había regresado del exilio, se excusó diciendo que no soportaba verme así, que prefería quedarse con la imagen del buen revolucionario que un día fui. Mis compañeros de farra en Bogotá (los poetas y las putas) me llamaron por teléfono y brindaron ruidosamente por mi pronto regreso a las cantinas, pero no podían viajar por razones de peso. Mi madre fue la única que apareció, pero habló con Chavarriagas más que conmigo.

 

Ese domingo, en la noche, intenté provocar lástima en el portero para que me dejara salir a un bar, pero el hombre se mostró impasible. Intenté sobornarlo, pero mi madre lo había sobornado primero. Cuando intenté quitarle las llaves a la fuerza, me pusieron una inyección también a la fuerza, y me encerraron hasta que juré portarme bien. Esa noche hubiera vendido mi alma al diablo por un trago, pero recordé que ya se la había regalado 11 años atrás cuando me metí al Partido Maoísta. Me sentí como el protagonista de un tango:

Cuando uno está en condición

Tiene amigos a granel

Pero si el destino cruel

Hacia un abismo nos tira

Vemos que todo es mentira

Y que no hay amigo fiel.

LAS TERAPIAS DEL CURA

El lunes no fui capaz de levantarme. La depresión alcohólica duele como un mordisco en el ombligo y te paraliza. Parece que a ese punto me quería llevar el psiquiatra.

—Usted ha tocado fondo, y eso es bueno porque del fondo no pasa —me dijo—. La única opción es echar para arriba. Yo lo voy a ayudar, pero tenemos que buscar la causa de su alcoholismo en los traumas del pasado.

La primera sesión de hipnosis fue muy sencilla. No hubo un reloj que bailara frente a mis ojos, ni palabras sedantes, ni conteos regresivos. Chavarriagas solo me pidió que imaginara estar subido en unos zancos muy altos, y que caminara en ellos por la ciudad. Acepté de inmediato. Me pareció una manera poética de escaparme de la clínica y recorrer de nuevo las calles queridas. De pronto, en ese recorrido, me encontraba un bar abierto.

De un solo paso salí al centro de la ciudad, pasé por encima de la Catedral Basílica, cuyas agujas góticas me llegaban a los tobillos, y de pronto apareció el barrio donde viví de niño. Bajé a curiosear, me asomé por la ventana de la alcoba de mi madre, vi su armario de cedro negro con espejo de cuerpo entero en la mitad, y frente al espejo estaba yo bailando sin más ropas que las bragas de nailon de ella, que en ese momento me estaba espiando detrás la puerta y se santiguaba. Con eso fue suficiente para una primera sesión.

En la sesión siguiente bajé al patio de la casa. Era un domingo soleado, y me vi en cuclillas sobre el lavadero de ropas mientras mamá me restregaba con jabón Rey. Cuando dejó caer sobre mi cabeza la primera totuma de agua tibia, sentí un placer intenso. Luego me dejó desnudo, sentado sobre una toalla para que me calentara al sol… y me calenté demasiado. Cuando regresó con el desayuno, me encontró jugando con el capullo que había florecido entre mis piernas.

—¿Qué es eso? —gritó sorprendida.

Se lo mostré con orgullo, como diciéndole que yo también estaba admirado con la mascota, y entonces dejó caer la bandeja y me pegó una palmada en la mano, que todavía me duele.

—Esa manguerita es solo para orinar —me dijo didácticamente—. Si lo vuelvo a ver jugando con ella… se la corto con las tijeras.

Chavarriagas, después de sacarme esos recuerdos sepultados en el inconsciente, se dejaba venir con crueles apuntes:

—Ese regaño era por su bien —me dijo—, pero en vez de aceptarlo y corregirse usted se rebeló contra su madre y por ahí derecho contra toda autoridad. Fue por eso que, apenas le salió el bozo, ingresó a las filas del comunismo que es donde van los resentidos, los reprimidos y los pajizos.

Era cierto. Ese primer levantamiento fue reprimido por mi madre, y a partir de ese momento me volví timorato y resentido. Mi manguerita tuvo que pasar a la clandestinidad. Mamá no volvió a verla nunca, ni siquiera el médico. Solo la volví a mostrar en sitios seguros, como saunas neblinosos, cinemas tres equis y mingitorios umbríos, cuyas paredes estaban llenas de grafitis filosóficos y avisos clasificados. (Por más berraco que sea, aquí se caga y se mea. El cantinero lo mama. El que escribió esto es marica. Deje aquí su teléfono…).

En la tercera sesión de zancos llegué al estadio de fútbol Palogrande. También era domingo, y me vi haciendo la fila para entrar gratis con los niños cuya estatura les permitía pasar, sin agacharse, debajo de un palo atravesado en la puerta. Nos llamaban gorriones, por no decirnos gorrones. Después del partido, los chicos nos agrupábamos a la entrada de los camerinos y pedíamos autógrafos a los futbolistas. Pero a mí no me bastaban las firmas. Yo me subía sobre los hombros de un amiguito y espiaba por los tragaluces para ver desnudos en las duchas a los astros argentinos. Me interesaba ya el cuerpo de los atletas cuando a los demás niños solo les interesaba el cuerpo de bomberos.

—Veo que usted nació aprendido, y cuando ingresó al colegio de los hermanos maristas no tuvieron mucho que enseñarle en materia de perversiones —interrumpió Chavarriagas con ironía—. Hágame el favor de montarse en los zancos y visitar ese colegio.

Hice entonces el recorrido de mi casa al colegio marista donde estudié el bachillerato, pero antes entré al Zulia con el pretexto de usar el orinal. En seis cuadras había seis bares: el Champion, el Central, el Bar Caldas, el Café Fundadores, La Macarena y el Zulia. Eran las siete y media de la mañana y los borrachos dormían con la cabeza sobre la mesa atiborrada de botellas, mientras los sobrevivientes abrazados se hablaban al oído.

La entrada fugaz al Zulia me permitió respirar su atmósfera intensamente masculina y decadente. En ese momento, alguien se puso en pie y caminó tambaleante hasta la pianola, metió un puñado de monedas y se sentó de nuevo a escuchar el mismo tango una y otra vez: El zurdo Cruz Medina, que a mis 12 años ya sabía de memoria.

En los baños del colegio me acosaba el hermoso Carlos Botero de los Ríos. Una mañana me arrinconó en un retrete, tratando de abrir los botones de mi bragueta con más pasión que pericia. En ese momento entró Eduardo García y me salvó del asedio. Le agradecí entonces, pero ahora no se lo perdono. Botero de los Ríos me trataba en público como a una niña y se burlaba de mis poemas. Para que me dejara en paz, tuve que desafiarlo poniendo el puño izquierdo sobre mi nariz, como se usaba en ese entonces. Pero esa noche, cuando recordé el apercollón en el baño, borré con la mano derecha lo que había hecho con la izquierda.

Lo mejor del colegio era la feliz despreocupación, la desobediencia, y los juegos en el patio. Y lo peor: la discriminación, el matoneo, y los despechos de los cuales creí que solo saldría muerto. Mi único amigo en ese cubil de niños caribonitos, en esa selva implacable que nos prepara para la vida adulta, fue precisamente Eduardo, un rebelde con caries y con barros que prefería encerrarse a leer a Sartre en vez de salir a gritar ¡Ole! en las corridas de toros.

Eduardo y yo fuimos los primeros nadaístas de Manizales. Nos dejamos crecer el pelo, hicimos versos para las putas y los suicidas, y no creíamos ni en Dios ni en María Santísima, ni en las ánimas del purgatorio. Ambos soñábamos con una Olivetti Lettera 22 para escribir la gran novela de la zona cafetera. Hicimos una apuesta a ver quién ganaba el Nobel. Yo estaba seguro de ganarlo primero, pero cuando lo recibiera de manos del rey de Suecia pensaba cedérselo a Eduardo ante las cámaras de la televisión mundial. Nos queríamos mucho, no sabíamos nada, teníamos 15 años. Un domingo nos metimos a la Catedral, escupimos las hostias y nos paramos en ellas. Nos echaron del colegio.

Para celebrar la expulsión nos fuimos a tomar vino en mi pieza. Fue mi primera borrachera y olvidé cerrar la puerta de atrás: la del inconsciente. Por allí se escaparon mi potente Ello y mi alocada Ella. Eduardo no me censuró nunca ese incidente, ni el de los baños, pero en adelante me siguió llamando cariñosamente maricón. Al día siguiente, enguayabado y arrepentido, encerré a míster Hyde en el cepo del Yo y me propuse no dejarlo escapar más, pero está escrito que vaca ladrona no olvida el portillo, y pasaba con mucha frecuencia que MiYo se convertía en MiMí.

Después de la sesión de zancos, Chavarriagas señaló que todas mis rebeldías contra la Iglesia y las buenas maneras se debían a mis pulsiones homosexuales. Que ya desde esa época estaba enamorado de Eduardo, pero como el joven amigo no correspondió a mis deseos busqué a otros hombres tan rebeldes como yo y los encontré en el Partido Comunista. En la siguiente sesión me obligó a recordar el episodio donde me inicié en las doctrinas de Marx y Engels.

* * *

Los presentes relatos hacen parte de la novela «Manizalados», publicada en 2018: https://www.panamericana.com.co/manizalados-578678/p

Sobre esta novela, el escritor tolimense Jaider Muñoz Londoño, en un artículo publicado en Quehacer Cultural, comentó: «muy generoso en risas y sonrisas a lo largo de sus 227 páginas (…). El lenguaje es uno de los grandes protagonistas de Manizalados. Siempre lúdico, siempre en tensión, siempre al servicio de la ironía, de la burla y el pensamiento mordaz».

El escritor Eduardo García Aguilar, en un artículo publicado en el diario La Patria, subrayó: «En 227 páginas cerradas y explosivas, Fernando Jiménez ratifica su talento y nos hace desternillar de risa en cada uno de sus episodios. (…) Manizalados es una novela inteligente, ágil, veloz, muy bien escrita, que confirma la gran pericia de un autor que ya antes se ha destacado por décadas como humorista y por ser uno de los mejores contadores de cuentos de Colombia».

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* Manuel Fernando Jiménez García (El Flaco Jiménez). Comediante y escritor humorista colombiano. Nació en 1951 en Manizales (Colombia). Graduado en Filosofía y Letras por la Universidad de Caldas en 1999. Ha trabajado con fundaciones culturales en su ciudad, como lector infantil de la Fundación Rafael Pombo de Manizales.

Ha escrito cuentos, obras de teatro, poemas y una novela. En 1992 publicó Amalia se fue a las nubes, un libro que abriga 7 cuentos. En 1993 obtuvo, con su relato «Tuluputu», la Flor de Oro del Café otorgada al primer puesto en el Concurso de Cuento en el marco de los Nuevos Juegos Florales de Manizales.

Durante 30 años lo más importante de su ejercicio artístico —tanto en la escena como en la literatura— ha sido recuperar, entender, difundir, preservar y enriquecer la tradición cultural de la cultura cafetera colombiana, en la cual el humor es un rasgo definitorio de dicha identidad cultural.

 

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