Literatura Cronopio

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QUE NOS ENCIERREN EN EL MANICOMIO

Por Sebastián David Trujillo Sanclemente*

Liam estaba siempre escupiendo por toda la casa y eso ya tenía hasta la mierda a su mujer, Kerstin.

—No lo entiendo, Liam ¿Por qué lo haces? Es realmente asqueroso. No me gusta. Es grosero.

Liam bebía una limonada en la mecedora rosada y observaba la primavera a través de la ventana. Había pasado el año anterior en varios centros de rehabilitación de Berlín, pero en especial ese de Prenzlauer Berg, tratando de superar su alcoholismo y depresión.

Consiguió solo lo primero. Seguía jodido con ese montón de basura en su cabeza y se sorprendía de no haber dado nunca una paliza a su mujer. De no haber sido encerrado para siempre en otra jaula que no fuese él mismo. De no haber destapado la botella durante trescientos sesenta y cinco días.

No le harían ceremonia de reconocimientos. Ni le darían un medallón en Alcohólicos Anónimos. Y eso le importaba una mierda. No soportaba las reuniones con los otros borrachos. Se ausentó con su plancito de los Doce Pasos escrito sobre un papel amarillo y metido en el ojo del culo.

No necesitaba reconocimiento. Ni decir quién había sido. Ni que lo vieran o lo aprobaran cada vez que hacía lo que la multitud de pacotilla consideraba correcto. No era payaso de nadie. Al menos, ya no, y eso se sentía estupendo. Soledad. Fuerza de voluntad.

Soledad. Fuerza de voluntad. A veces besos. A veces viejas promesas. A veces una pequeña y bonita sonrisa de Ker. Nadie puede decirme cómo vivir. Todos están equivocados. Lo haré a mi manera. A la mierda los gobiernos. A la mierda el sistema. A la mierda tanto sin sentido. Esos fueron sus Doce Pasos.

Rozó la locura y ahora estaba allí, otra vez más, meciéndose en la mecedora. Resistiendo con su túnica de toalla. Con su cráneo afeitado. Con sus Ray–Ban de sol para apagar el brillo de la inmundicia quemando sus ojos rojos.

Allí, como si nunca hubiera hecho lo que hizo y se hizo. Como una imagen que no dice nada. Como una vida destrozada y remendada cien mil veces al mismo tiempo.

Dio un sorbo a la limonada. Dios, qué duro recorrer el camino así. Pero, qué duro, igualmente, recorrerlo borracho.

Para algunos no existía término medio. Todo o nada. Tosió. Su boca se inundó de flema y, entonces, la dejó caer verde y pegajosa a los pies de Kerstin.

—¡Carajo! —gritó su mujer —¿Lo has hecho apropósito, hijo de puta?

—Estabas en el medio, Ker. Discúlpame. Es la limonada. Lo sabes. Pasaste por aquí. Conoces cómo nos jode la garganta.

—¿De qué demonios estás hablando? Siempre escupes. Yo nunca lo hice. ¡Maldito! ¡Algún día te voy a matar!

Y continuó. Pero ahora con un tono suave, sereno. Como si nunca hubiera gritado. Como si nunca hubiera querido rebanarle el cuello con el cuchillo de la cocina:

—Deberías aprender del marido de Marion. Él sí es un hombre.

—¿Un hombre? ¿Acaso existen? —preguntó Liam, frotándose las uñas en la cabeza por culpa de esos molestos pelitos que recién salían y picaban como un demonio.

Ese hijo de perra —prosiguió— ya sé que se la chuparías. Te he visto mirarlo. Pero me importa una mierda. El marica de Peter no se pinta ni el culo en sus cuadros.

—Tú y los cuadros de Peter…

Kerstin encendió un cigarrillo y sintió sus entrañas removerse. Pronto se arreglaría para largarse a celebrar las Bodas de Papel de su amiga Marion con Peter. Se iba a emborrachar y eso la tenía entusiasmada. Soltó un pedo ligero y sonrió a nadie.

—Tú, ni siquiera, escribes un buen libro ni de tu mierda. Peter es un artista incomprendido.

—¡Es un pervertido! —gritó Liam quien empezó a incrementar la velocidad de sus escupitajos. —¡Vete! ¡Lárgate a su fiesta de porquería!

Kerstin dio media vuelta y se metió al baño. Liam se levantó de la mecedora. Caminó al balcón e inclinó su cuerpo sobre las barandas. Como si fuera a escurrirse por el vacío.

Pero no. Lo hizo para observar mejor a su vecina del apartamento inferior. La chica estaba tumbada en un colchón inflable. Medio camuflada entre las flores que se suelen sembrar en los balcones de la ciudad durante la primavera. Comía un paquete de Kartoffel–Chips de setenta y nueve centavos mientras se bronceaba con el cielo limpio y leía Berlín Alexanderplatz, de Döblin.

Por encima del libro descubrió a Liam espiándola. Sonrieron. Liam escupió y se quedó en el balcón hasta que la saliva se estrelló en el techo de un carro estacionado en la calle.

La vecina lo despidió con unos agradables aplausos de felicitaciones y reconocimiento. Mejor que escupa y no que lance un televisor, libros, computadores, máquinas de escribir, botellas, una persona. Después retomó la lectura con total naturalidad.

Su mujer había terminado de arreglarse. Estaba en la puerta. Cogió las llaves, la tarjeta de estudiantes falsificada para no pagar el ticket del metro, los cigarrillos y echó todo dentro del bolso. Se acomodó las tetas en el vestido negro. Sus ojos azules se veían jóvenes, tristes y fantásticos debajo del maquillaje barato. Dio el último paso montada en sus tacones rojos y se largó.

Liam cruzó el pasillo hasta el baño. En el camino lo escupió todo: las paredes, el techo, el piso. En el espejo del lavamanos también lo hizo. El baño olía terrible. Subió las tapas de madera del retrete y encontró la mierda de su mujer estancada. Resistió la meada y regresó a la sala.

Por la ventana entraba una brisa fresca y amarilla que movía incesantemente la mecedora vacía. Liam intentó recordar la letra de aquella canción. ¿De quién era? ¿Cómo decía? Ah, sí: Hago casas de cartón. Ayer bebí hasta jurar. Pero hoy no me levanta ni Dios. ¡A ver qué me dicen después! So payaso…

Soledad. Fuerza de voluntad. Ahora las requería. Aunque fuese un instante. Se sentó en el escritorio. Abrió su libreta, porque ya no tenía computadora ni nada, y se puso a escribir sobre un hombre que deseaba ser vagabundo y ensayaba con su mujer sin que ella lo notara. Un pedazo de la historia iba así:

Esta peste no era como la de Camus cuando lograron vencerla. Porque esta peste, parecida más a una afección del alma que del cuerpo, cuando fue derrotada, había arrasado con todas las cosas del mundo que solían estimular el deseo de vivir de las personas.

Se había perdido demasiado ya, y, todos los hombres de la tierra, comprendieron que aquello por lo que alguna vez se comprometieron, al final nunca tuvo sentido.

Los gobiernos estaban tristes. Habían olvidado cómo funcionaban sus pésimas gestiones. Los ricos eran pobres y los que aún conservaban oro empezaron a odiarlo hasta enloquecerse con él.

Las nuevas preocupaciones de la humanidad eran asuntos de la índole a continuación: De dónde sacar fuerza. Cómo iniciar de nuevo. Cómo vivir distinto. Qué es lo correcto. Qué tiene sentido.

De manera que John, luego de hacerle el amor a su mujer, se sentó en la mitad de la cama. Sacó un vaso desechable de Starbucks que tenía bajo las cobijas y miró fugazmente a los ojos de su pareja.

Aquella compañía quebró y lo único que dejaron fue un montón de basura regada en las calles. John se había dejado la barba hasta el pecho. Afuera, en el cielo, colgaba una luna de medianoche, llena, que iluminaba bellamente la habitación a través de la ventana.

—Nena —dijo.

—Sí, John.

—¿Tienes un par de monedas?

—Bueno, sí —contestó ella.

—¿Es algo que te sobre?

John bajó la mirada como para inspirar la lástima precisa. E insistió.

—¿Puedes dármelas?

—Claro, cariño.

Entonces la mujer cogió su cartera que estaba en el nochero. Sacó dos monedas de cobre, pequeñitas y carentes de valor. Las dejó un ratito frente a su nariz, como para contemplar la opacidad del cobre bajo la luna de la medianoche, y las depositó en el vasito desechable de Starbucks que sujetaba su marido.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —dijo John entusiasmado.

Su mujer sonrió. Como si fuera un pedacito de alegría, en medio de tanto sinsentido, ver esa conducta de John.

—¿Qué? ¿Te gustan?

—Bueno, sí. Y Dios la bendiga, distinguida dama.

Al día siguiente John se levantó. Era la una de la tarde. Su mujer roncaría muchas horas más en la cama casi podrida. Se vistió con una camiseta sucia y rota, con un jean ancho, sujetado en la cintura por una cuerda para colgar hamacas, y un solo zapato de goma lleno de lodo.

No se había bañado. Cogió el vasito desechable, unos cartones de vagabundo y un carrito de supermercado que tenía en la sala. Se largó a la estación Pankstraße de la U8 a pedir monedas. A pedir lo que sea. A hacer cosas desagradables que incomodaban a los demás pasajeros que se dirigían a ninguna parte. Era su primer día transformado en lo que quiso.

* * *

Kerstin bebía Cuba Libre con Florence y estaban borrachas cuando le dijo a Florence que sería capaz de chupársela a Peter si tan solo pudiera conseguir una oportunidad.

—Oh, carajo. Eres toda una puta, Ker. Desde niña lo mostraste.

Kerstin había estado en el baño. Mientras miraba la cara borracha, gorda y roja de Florence, pensó si empujó la palanca del retrete con la suficiente fuerza como para vaciarlo.

Soltó un pedo y su amiga protestó. Su pensamiento se esfumó.

—¿Te has tirado un pedo, hija de perra?

—Bueno, sí.

Y se cagaron de risa.

—¡Dios! ¡Qué terrible huele!

—Ja,ja,ja,ja,ja,ja.

—Cállate, estúpida. No quiero que la gente se entere de las cosas que llevo dentro. Escucha, ¿quieres darme un poco de hierba?

Florence sacó un porro y lo encendió. Duraron un rato largo riéndose del terrible pedo de Ker y de las cara que ponía Liam cuando los soltaba en la cama, debajo de las cobijas. O comiendo espaguetis con salsa boloñesa y dándose un maratón en Netlfix con The Big Bang Theory a cualquier hora del fin de semana.

Marion se acercaba a ellas. Venía camino del baño con un bonito vestido de lentejuelas. Tetas huesudas. Rostro de ojos azules. Del brazo, pálido, su marido se sujetaba. Arrastraba los pies y no tenía pinta de matar una mosca. Llevaba un trajecito gris con una pequeña corbata que lo ahorcaba.

Se movía lentamente con su botella de Berliner Kindl, con su cigarrillitos enrollados de tabaco Pepe Light en los labios, con su pelo rubio grasoso, con sus pupilas verdes dilatadas de Kokain, con su airecito de vagabundo, de pintorcito de alcantarilla.

Y sin embargo Kerstin: uff, qué hombre. Qué misterio. Qué lleva en el alma. Con él no me tiro pedos.

—Oh, chicas —dijo Marion— pasó algo terrible. Dios, realmente es una vergüenza.

—Oh, no —dijo Kerstin.

—Oh, no, querida. ¿Qué ocurrió? —repitió Florence.

Los cuatro hacían un grupito aparte de los demás invitados a la Boda de Papel. Peter leyó el afiche atado a dos vigas de madera redonda incrustadas en la grama. 365 días juntos.

Después vio a una niña correr detrás de un niño con una pelota. A uno de sus viejos amigos, Roger, meando detrás de unos arbustos en el bonito campo de la cabaña para eventos.

—Bien hecho, Roger.

—¿Qué? ¿Quién carajos dijo eso?, ¿dónde estás?, dame la cara para que pueda destrozártela a puños.

—Aquí, Roger —dijo Peter — solo tienes que mirar atrás.

—Oh, ¿eres tú, Peter?, felicidades. Siempre es un placer mear después de diez o doce cervezas.

— Sí.

Y Peter bebió la cerveza. Y volvió la vista a las tres mujeres. Y Roger sacudiéndosela para que las gotas no mojaran sus calzoncillos.

Bueno, oh, Dios —continuó Marion— alguien ha cagado en el baño. Ahora está atascado. Es una porquería. No baja. No puedo creer que alguien haya hecho semejante salvajada.

A Marión se le quebró la voz. Alguien se había cagado en su fiesta. Era increíble que la gente hiciera cosas como esa. Se puso a llorar. Peter no lo pudo evitar y comenzó a reír.

Querida —dijo con la garganta atascada de palabras— es terrible. Lo sé. Y lo siento. Pero es divertido. Ya sabes, le gente siempre anda cagándose por ahí. Encima de todo. Somos una plaga, una peste espantosa. Estamos llenos de mierda, mi amor. Pero, es gracioso. No es el fin del mundo.

Dio una última calada al tabaco y agregó:

—Eh, conejita, ¿te acuerdas de Max Müller?, tu exnovio, sí, antes de que muriera de esa maldita sobredosis de cocaína. Carajo, es muy bueno. ¿Te acuerdas de aquella vez que se cagó en el baúl del auto en ese viaje que hicimos a Hamburgo? Te divertiste mucho cuando veías a través del retrovisor su cabecita menearse burda y mediocremente de un lado al otro. Con su cuerpo en cuclillas, allá atrás, haciéndolo como todos lo hacen. Echando una plasta bien grande y hedionda dentro de una bolsa mientras íbamos a toda velocidad bajo la nieve. Recuérdalo ahora. Quizás sirva de algo.

—Carajo, Peter, estás enfermo.

Florence abrazó a Marion y maldijo a la persona que se atrevió a defecar así. Kerstin pensó en lo que hizo. Se sintió terrible. Necesitaba ayuda por enésima vez.

Pensó en conseguir otra mecedora, porque Liam ya tenía ocupada la única que había en el apartamento. Carajo, fue un regalo de mi madre y ese idiota me la robó. Lloró y se unió al abrazo. Después fumaron el porro de Florence en silencio hasta que se quemó por completo.

Un hombre guapo y bien vestido se dirigió a ellos. Era el hermano gemelo de Peter. Sorprendía ver una versión más grande, brillante y mejorada de Peter. Se llamaba Paul. Estaba furioso hasta la mierda y lo iba a demostrar.

Golpe seco en la cara. Estruendoso. Un hombre pálido en el suelo. Boca arriba. Aturdido, mira el cielo y no lo reconoce. Su rostro se derrama de sangre.

—¡Santo Dios, Paul! ¿Te has vuelto a enloquecer? no debiste abandonar el centro de rehabilitación tan pronto. Carajo, van solo tres días. Al tercero empiezan a sentirse mejor y se largan a la horrible calle creyéndose más cuerdos que el puto psiquiatra. Tienes un espantoso problema de furia.—dijo Marion.

—Dios mío, Peter, ¿cómo pudiste? —dijo Paul, que comenzó a llorar, pero seguía ardiendo de coraje.

Sabrina es la hija de Paul. Peter es el tío de Sabrina. Sabrina tiene doce años. Cuando crezca va a ser una mujer muy guapa porque ya tan jovencita es un bombón de azúcar con esas piernitas tan largas y esbeltas. Dios, cuántos corazones habrá de romper la pequeña bombón de azúcar.

Afuera de la cabaña para eventos, Sabrina llora con su mamá. Que se llama María. No entraron a la fiesta del tío Peter. Están paralizadas dentro del carro estacionado en la puerta de la cabaña. María es la jodida madre de Sabrina, unida convenientemente con Paul por el temita de la residencia, y quiere escuchar el maldito ruido. Pronto, pronto.

A Paul le gusta jugar al fútbol los domingos por la mañana. Por la tarde de los horribles domingos: emborracharse con latinoamericanos, alemanes y a veces africanos.

Es un mediocampista defensivo muy bravo que disfruta recuperando el balón después de la línea defensiva y solo si logra romperle las piernas al rival. Los árbitros nunca le muestran la roja y sus pantorrillas son como un par de rocas pesadas. Un partido de fútbol con Paul siempre termina a las trompadas.

Le coloca una buena patada en las costillas al hombre pálido. Y entonces se escucha que algo se ha quebrado. Algo así como un saco relleno con un montón de huesos rotos. Paul no escucha a esa estúpida y puta de Marion reclamándole por haberse largado del centro de rehabilitación antes de tiempo. Es una basura. Maldita ciega. Maldita alcahueta. Maldita víctima.

En los bolsillos de su traje, Paul se busca y rebusca algo importante. ¡No! ¡Ahí no! ¡Marica! ¡En el culo! La sintió. ¡Ahí fue donde te la metiste! Era un 38 plateado, helado a pesar de todo. Se parecía a Caín y Abel en un duelo de revancha. El aire huele a ojo de culo y sudor. O a ambos combinados.

Apunto a lo que quiero desaparecer. Fui asesino en Medellín. En el Caribe. Peter y yo somos blancos porque en Colombia hay blancos, porque en Alemania hay blancos, porque en todas partes hay blancos y somos una peste.

Dedo en el gatillo. Nadie se saca la verga para mearle las piernas a mi Sabrina. Cráneo destrozado. Humo de cañón. Charco de sangre. Gritos. Lamentos. Gente corriendo, escapando. Hermano muerto. Esposa llorando.

!Oh, Dios, cómo llora la gente! y esta mierda ocurre siempre. Aquí y allá. Entre blancos, negros, amarillos, indios, rojos, verdes, azules. Entre gordos y flacos. Entre maricas, lesbianas, putas, borrachos, drogadictos, adictos al juego, sobrios, violadores, musulmanes, cristianos, médicos, políticos. Entre alemanes y judíos.

Entre el del pelo largo y el que lo lleva corto. Hay tanta gente loca en cualquier rincón. Van y vienen sin sospechar del mal que les destruye por dentro. Que metan a la humanidad entera en un manicomio con sus psiquiatras y gobiernos y sistemas.

Ah, imposible, porque hay algunos que son normalitos, pero que se miren bien de cerca en un espejo para que descubran toda la mierda que les pudre la cara. Y el alma… ¿O no?

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* Sebastián David Trujillo Sanclemente. Es comunicador social y periodista con énfasis en prensa, egresado de la Universidad Sergio Arboleda de Santa Marta. Nació en Barranquilla. Trabajó en seguimiento.co, periódico virtual de Santa Marta. Está casado y actualmente vive entre Alemania y Colombia.

 

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