QUE YA MUERA ISABEL
Por Nadine Lacayo Renner*
Después de cincuenta años de casados, Isabel y Julio seguían viviendo en el barrio Santa Elena en la ciudad de San Juan. Él, un abogado jubilado de 76 años, alto, delgado, de buena salud y bien parecido. Isabel de 68 años, había sido dueña de una figura esbelta y en su rostro se apreciaban rasgos de su ahora menguada belleza. El matrimonio procreó dos hijos: Armando de 44 y Julio junior de 42 años, ambos casados, con hijos pequeños y viviendo en Miami.
A Isabel le extrajeron el seno derecho tres años antes de su muerte. Sufrió los efectos de decenas de sesiones de radioterapias, quimioterapias, transfusiones de sangre y hospitalizaciones. Aunque parecía ceder durante algunos meses, el cáncer retornaba y en sólo un año transitó a la tercera y cuarta etapa. Se propagó más allá del hueco del seno, alcanzó los ganglios linfáticos y huesos, hígado, pulmones, e incluso el cerebro. La metástasis trasformó a Isabel en una sombra lánguida de la encantadora mujer que había sido.
Después que los oncólogos confirmaron que no había nada que hacer, Julio rogaba al destino que, a su mujer, que tanto amaba y de la cual se enamoró por alegre, guapa y dinámica, falleciera lo más pronto posible. Para él, Isabel estaba más allá que aquí. ―Que ya muera Isabel ―se decía a sí mismo, sin culpa y con plena seguridad. Repetía la frase como el murmullo de una jaculatoria, pues temía que otras personas conocieran su íntimo deseo y que en un momento de desesperación saliera de su garganta como un grito exasperado: ―¡Que ya mueeera Isabeeel! ―Tenía plena conciencia que desearle la muerte rotundamente a alguien, aunque fuera por compasión al verla sufriendo a causa de una enfermedad terminal, se consideraba pecado para el común de las personas. Y hablar de eutanasia, muerte asistida o ayudar a morir, asuntos que estaban absolutamente prohibidos en San Juan, se prestaba a malas interpretaciones. Julio sabía que mucha gente, apelando como él mismo a la piedad, en su fuero interno deseaba la muerte a parientes en similar estado. Pero igual que él, lo ocultaban por temor a la tergiversación. A lo sumo se limitaban a expresar el conocido «que descanse en paz». Solamente cuando se duchaba, él se desahogaba a sus anchas, repitiendo aquellas palabras hasta las lágrimas, que se confundían con el agua cuando resbalaba sobre su rostro.
Ante sus terribles dolores, autorizada por el marido sin vacilación, a las 11 de la noche del cinco de enero, la enfermera le administró su última dosis de morfina, más recargada de lo usual. Con ojos cansados y en silencio, él observó cómo en cuestión de segundos, la respiración de Isabel se relajó hasta quedarse dormida con placidez. Julio, besó la frente aún cálida de su esposa y se fue a su habitación, pues desde que ella enfermó, él dormía en otro cuarto para dar espacio a la enfermera y a los objetos clínicos que fueron llegando.
No escuchó su último suspiro, pero se levantó de la cama ipso facto cuando, a la 1:20 de la madrugada, escuchó los golpecitos al otro lado de su puerta. ―Que sea Isabel, que ya muera Isabel ―se dijo mientras se puso de pie y salió atándose la bata detrás de la enfermera que caminaba en silencio, pues bastó un leve movimiento de sus manos al recién viudo, para que entendiera que había ocurrido la ansiada y al mismo tiempo, indeseable defunción. Entró a la habitación de la difunta con un dolor intenso en el centro del corazón, se le enrojecieron los ojos, se acercó a su rostro lívido, lo acarició con sus manos temblorosas, le dio un beso en los labios cerrados y no escuchó a la enfermera cuando, en vos muy baja dijo: ―Julio, Isabel ya descansa en paz.
Esa madrugada, él agradeció profundamente el deceso, al tiempo que, por su pérdida, reconoció un vacío oscuro que asociaba con un ave negra en su estómago. Con su rostro contrito, pero absolutamente sereno, se puso al frente de la operación fúnebre, encargada a la funeraria Reposo Eterno. Esa madrugada, además telefoneó a Miami y dio la noticia a sus hijos. Ellos tenían reservado su viaje a San Juan para despedir a su madre. Mientras tanto, la enfermera preparó sus maletas, anunció al recién viudo que al amanecer partiría y solicitó su pago. Julio se encaminó al mueble del pasillo, tomó un sobre y se lo entregó.
Días antes, los recién casados Silvia y Sergio, terminaron de mudarse al barrio Santa Elena a una casa remodelada. Una vez instalados, decidieron presentarse a los vecinos. Silvia convenció a su marido de realizar juntos una rápida visita de cortesía a los de la casa de la derecha, donde vivían Julio e Isabel y a los de la izquierda, habitada por Joaquín y Miriam, ambos adultos mayores. Al atardecer del 5 de enero, Silvia y su marido visitaron al matrimonio de la derecha. Durante tres minutos de pie escucharon explicaciones de la enfermera sobre la situación de gravedad de Isabel, de su posible deceso esa misma noche y de las ocupaciones de Julio en torno a ella, en ese preciso momento. Luego, un poco turbados, fueron a la casa de la izquierda, se presentaron, se pusieron a la orden y se despidieron del matrimonio.
El mediodía del 6 de enero la nueva vecina tomó un taxi, sola, porque su marido estaba trabajando. Se dirigió a la funeraria. Su intención era presentarse, dar sus condolencias a los familiares y acompañarlos unos minutos en el velatorio. En la sala de las exequias distinguió al viudo por su cara abatida. Estaba sentado frente al ataúd donde recibía las expresiones de pesar. Ella se acercó, él se puso cuando la vio: joven, guapa, ojos claros, delgada. La miró con vehemencia, recibió su abrazo discreto y olió su perfume a cítrico al susurrarle «lo siento mucho, soy Silvia, la nueva vecina y estoy para servirle». El viudo se animó y titubeando le estrechó su mano con suavidad, le dio las gracias e hizo un gesto para presentar a sus hijos.
A las 4 de la tarde terminó el entierro. Julio regresó extenuado a su casa, se metió a su cuarto, se quitó la corbata, se tiró a la cama boca abajo con la ropa y los zapatos puestos y ayudado por un Lorazepan, cayó en un sueño profundo. Se despertó a las 12 de la noche hambriento, se preparó y comió un sándwich, cepilló sus dientes, se puso el pijama, orinó y se lavó las manos. Luego, se sentó en el borde de la cama, se dejó caer de espalda y se volvió a dormir. Sus hijos, que ocuparon sus antiguos dormitorios de niños, alistaban maletas para tomar su avión y volver. Al siguiente día se levantó temprano, se duchó, se acicaló y partieron a dejar a sus hijos al aeropuerto en su vehículo conducido por Luis, su chofer.
Durante los cuarenta minutos del regreso, Julio pensó todo el tiempo en Isabel. Se sentía descansado, pero fue inevitable no recordar los duros años en que compartió su enfermedad. Se vio triste, agotado y a veces hastiado. Al comienzo lo pudo soportar por los hilos de esperanza que le incitaban los médicos. Luego fue tolerando el calvario de la enfermedad hasta llegar al impacto provocado por el frío dictamen del oncólogo: ―Se hizo lo que se pudo, metástasis, fase terminal, cuidados paliativos, opioides y paciencia. Revivió el batido de sentimientos contradictorios que vivió: el dolor que le provocaba el creciente deterioro de ella; los días cuando la enfermera no llegaba y él debía asegurar su aseo completo: limpiar sus arcadas, bañarla, cambiarle el pamper…; el agotamiento de su amor que sin desearlo se convertía en una mezcla de obligación, lástima, hastío y dependencia; su profundo dolor frente a su inminente partida y su desesperado deseo de que fuese lo más pronto posible.
A pesar que contrataron los servicios de dos enfermeras que se turnaban, el último año fue el más difícil. Vivía pendiente de ella y no la dejaba sola un segundo; en algunos momentos sentía que la repudiaba y en otros la urgencia de estar junto a ella. No se distraía con la televisión ni con su música, no iba al cine, ni se perdía en una prolongada lectura. Vivía imbuido en su quebranto diario; oía sus lamentos ante sus insoportables dolores, veía cómo perdía peso y belleza. ¡Y cómo soportó el olor viciado por tantas medicinas, sueros, transfusiones de sangre y alcohol! Vivió aquello con obsesión y angustia que se mezclaban con una rabia encubierta y un desgarro emocional que también ocultaba.
Su mujer que había sido hermosa, ahora se la carcomía el cáncer por dentro y por fuera, como un animal hambriento. Había perdido todo rasgo de vitalidad, su cabello y mucho peso. No quería verla desorientada por su pérdida de memoria, lanzando gritos, quejidos o palabrotas por cualquier cosa. Sufría al verle sus ojos muertos, su tez pálida y reseca y su cuerpo enjuto dentro de ese camisón blancuzco que le recordaba una mortaja.
Tampoco quería verla como si fuese una bebé, usando pamper, comiendo con ayuda de la enfermera quien le debía partir en trozos los alimentos; ni sus infructuosos intentos de llevárselos a la boca y avergonzarse cuando caían sobre las bandejas; tampoco el temblor de sus manos al pretender peinar sus escasos cabellos; ni su sistemático mal humor, o su extrema docilidad, o caprichos infantiles o las depresiones que la sumían en una parálisis inquietante.
Recordó que de los momentos más agrios que ambos vivieron, fueron aquellos en que las enfermeras la vestían y calzaban, le ponían aretes que no eran de su estilo, una peluca en la cabeza o un pañuelo sofocante y la pintaban como muñeca. Esto ocurría cuando parientes o vecinos llegaban a «verla» lo que equivalía a decir «visitarla sin su voluntad». Los dejaban entrar por exceso de insistencia, anunciando regalos o alimentos que siempre resultaban ajenos a sus deseos o necesidades.
Isabel, detestaba esas visitas porque las consideraba malsanas, curiosas y hasta morbosas, pero eran difíciles de detener. Julio no quería ir contra el precepto católico de visitar a los enfermos. La gente anunciaba que deseaba saludarla, verla un momentito, expresarle su cariño, aunque ella ―en momentos de lucidez―, decía que no quería ver a alma nacida y le hundía los ojos a él o a la enfermera en franco reproche. Luego balbuceaba implorante: ―No quiero ver a nadie, ya me quiero morir ―y él, con dolor y desesperado, acercaba su cabeza a su pecho como si fuera su hija a la que con una mentira piadosa habría que consolar y le decía: ―Isabel ten paciencia, estarás bien, debes ver a tu vecina que te busca.
Para esos eventos, además de «ponerla presentable», la perfumaban, la sentaban en la silla de ruedas y la exhibían en la sala a los visitantes que no escondían su asombro frente a su deteriorada figura. Algunos la examinaban con curiosidad, le tocaban las manos con cierta aprensión, le besaban la cabeza por encimita y le hablaban como si fuese una niña. Ella aceptaba aquellos gestos con una mezcla de humillación y repugnancia, pues su paciencia era forzada, no así su rostro empurrado y silente. Algunas veces, frente a ella, en coro susurrante repetían oraciones católicas. Entonces, Isabel perdía la paciencia y enloquecida los echaba. Pero era imposible detener aquel tropel de gente, porque Julio no estaba dispuesto a enemistarse con vecinos y familiares.
En esas circunstancias él se deprimía y repetía en su cabeza como un obseso: «Que ya muera Isabel, que ya muera». Luego se encerraba en su cuarto, no respondía llamadas y se frustraba al no encontrar formas de ayudarle a morir. ¿Cómo hacerlo? Vivía en un mundo provinciano, atrasado, ultraconservador y católico. Ciertamente en San Juan la vida no valía nada, pero nadie quería morir. El suicidio era un escándalo moral y objeto de chismorreos morbosos. Y la eutanasia se encontraba en los cuernos de la luna. Estaba seguro que los médicos de hospitales públicos desconectaban a pacientes terminales de los respiraderos artificiales de las Unidades de Cuidados Intensivos para desalojar las camas que otros necesitaban. Y seguramente se cometía eutanasia entre familias acomodadas cuyos pacientes no eran sometidos a exámenes forenses. Pero Isabel estaba en su casa con su cáncer terminal y nadie más que él podría auxiliarla. Mucho tiempo pensó en cómo, pero para él era soñar despierto. Y si lo hacía, vendría la culpa, la culpa que pesa más que la compasión y la clemencia. Estos pensamientos, como si fuesen un puente, cruzaron a Julio a pensar en cada uno de los detalles de la última noche: lealtad, miedo, compasión, enfermera, amor, algodón y jeringa, gratitud, inyección y culpa.
Cuando a Luis le faltaba poco para girar hacia los suburbios que conducían a Santa Elena, Julio dio un vuelco a sus recuerdos. Pensó en aquella mujer llena de vida y belleza, montando una enorme yegua en la finca de sus padres, luego embarazada con sus enormes barrigas y más tarde la vio sesentona guapa, dicharachera y activa con la que salía de vez en cuando a cenar o a parrandear en casa de parejas amigas. Esos recuerdos los retenía en su memoria solo por instantes, pues pronto regresaban envueltos en los años de tormento. Isabel se había convertido en el aleteo gris y pausado de la muerte. Sin embargo, se tranquilizaba al pensar que «ya descansa en paz» y que con ella «dormida» no solo se había acabado el martirio de los dolores mutuos, sino también las necias vigilancias y controles que, cuando era mujer vital, ejerció sobre su vida: los celos sobre su adecuada alimentación; sus regaños por no poner los zapatos en su lugar; los consejos sobre la indumentaria que debía llevar cada mañana; y el detestable estado de tener compañía a toda hora durante más de cincuenta años, con el agravante de caer bajo sospecha cuando los domingos se sentaba solitario en la terraza simplemente a holgazanear perdiendo la mirada en el horizonte o cuando leía por quinta vez Cien años de soledad.
Pero los momentos en que sentía odiar a su mujer, eran cuando llegaba sin hacer ruido y se colocaba detrás de él para susurrarle en la oreja: ―¿en qué estás pensando? o ¿se puede saber que estás leyendo? ―Pensó en esos momentos con algo de perdón y gratitud, porque después de todo, la amó profundamente y su mujer, durante varias décadas, le proporcionó compañía, cariño, hijos, cuidado. Y a pesar de que hubo tiempos asfixiantes, se amaron y aguantaron, se llevaban bien en el sexo, tenía con quien conversar y discutir, y solo bastaba un pequeño pleito para gozar de breves separaciones y después disfrutar la deliciosa reconciliación.
Llegando a casa volvió a recordar el último trecho vivido con Isabel, pero de inmediato lo apartó de su mente como si fuera una mosca, sacudió la cabeza y con su imaginación instaló la cara juvenil de su nueva vecina. Se quiso reanimar pensando en que debía comenzar una nueva vida, que estando aún vivo necesitaba nuevas ilusiones después de tantas penalidades, que debía volver al mundo luego de tanto encierro. Con cierto esfuerzo quiso responderse con optimismo: ―¿Qué haré ahora que estoy solo y en pleno ascenso hacia mi senectud? ―Recordó el nuevo año que sumaría a su vida en un par de meses y pensó que debía sacarle brillo a sus días. Después que se fuera su inevitable duelo, pensó, necesitaba vivir tranquilo y experimentar una renovada libertad. ―No debo entregarme a la decrepitud, me he apartado del mundo estos últimos años, necesito disfrutar mi jubilación que no es tan mala― cavilaba. Sonrió espontáneamente, se imaginó jugando con su vecina Silvia en las olas del mar, y bailando con ella, incluso pensó ¿Por qué no? en vivir con ella y si fuera posible embarazarla, tomar Viagra o algo parecido con el previo permiso de un médico. ―Ahora que estoy viejo y solo, no me importa hacer el ridículo, pues al final de cuentas la vida entera es una mierda frente al poder de la muerte. ―Detuvo sus pensamientos, sintió revolotear el ave negra en su estómago, con angustia y al borde de un alarido dijo: ―¡Maldición, que falta me hace Isabel!
Al llegar, Luis metió el vehículo al garaje, le dio las llaves y se despidió. Por la puerta interna fue a la cocina y al comedor. Eran las diez de la mañana y no había desayunado. Se sirvió un tazón de leche descremada con avena. Al terminar caminó hacia su dormitorio, vio el rostro de su esposa en un retrato colgado en la pared del pasillo y, sobre un aparador de madera, se detuvo en tres fotografías enmarcadas, las únicas que dejaron sus hijos después de saquear cosas personales de su madre. En una se le ve con Isabel de velo y corona entrando a una iglesia para casarse; en otra, él luce joven, pelo largo, chaqueta de cuero marrón y bluyín, abrazando a su novia y recostados sobre un Chevrolet, y en la tercera, la pareja está en un parque cargando a sus hijos cuando eran niños de brazos. Pasó por el dormitorio de Isabel, abrió la puerta y observó que todas sus cosas estaban allí. También miró la mesa de noche atiborrada de medicinas y percibió su despreciable olor. Cerró la puerta pensando en llamar un servicio que se encargara de vaciarlo. Se encaminó a la sala, examinó varios LP, colocó uno en el viejo gramófono que tenía años de no usar, y para olvidar las últimas horas padecidas, puso un vinilo de Louis Armstrong y quiso pensar en su vecina. Sin desearlo, todo el tiempo que duró el disco recordó a Isabel.
Dos días después, a las cinco de la tarde de pie en la entrada de su casa, vio a los vecinos observando curiosos al camión que acarreaba la parafernalia de objetos que había ocupado su esposa: cama hospitalaria desarmada, silla de ruedas, utensilios higiénicos portátiles, cajas con almohadas y sábanas, chunches y ropa que él mismo regaló. Vio pasar trotando a Silvia y Sergio, ambos en trajes deportivos y bañados en sudor. Se detuvieron, Silvia se lo presentó como su esposo y Julio tragando gordo, le estrechó la mano con sorpresa, pues ignoraba que su vecina fuese una mujer casada. La pareja siguió en su rutina y él se introdujo a su casa con el estómago revuelto.
Entró al baño, vomitó dentro de la tasa del inodoro, sudó y sintió un calor sofocante. Se desnudó y vio la traición de su cuerpo: barriguita y piernas frágiles, pene empequeñecido, flácido y guindado entre sus testículos tristes. Frente al espejo del gabinete del lavamanos examinó su rostro ajado, papera colgante, párpados abultados. Estiró los brazos y los encogió con fuerza para comprobar si le quedaban músculos. Se quitó los anteojos y los puso sobre la tapa del inodoro, entró a la ducha asido de los agarraderos ajustados a los azulejos de las paredes, se sentó en la silla bajo la ducha, se enjabonó, se enjuagó, tomó la toalla y se la ciñó desde la cintura.
El teléfono móvil timbró. Tambaleante salió a tomarlo. Escuchó el susurro de la voz de la enfermera: ―Hola Julio, al fin murió Isabel. Pronto llego a su casa. ―Tiró el aparato al suelo, sintió terror y tembloroso se puso la bata. Alcanzó el cuarto, se acomodó en la butaca, sintió una profunda angustia, una honda soledad y el ave negra en su estómago revoloteando entre el viento helado de su terrible miedo… hasta entonces lloró.
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*Nadine Lacayo. Nació en la ciudad de Granada, Nicaragua en 1956. Tiene estudios superiores en Sociología en la UCA, (Jesuita), estudios de Posgrado en la Pontificia Universidad Javeriana de Colombia, Maestría en Planificación y Desarrollo Social en la Universidad de Morelos, México. Otros cursos afines a su larga profesión como escritora y socióloga con énfasis en desarrollo rural y ambientalista. Participó con distintas narrativa en el Taller de literatura en la Fundación Luisa Mercado impartido por el Escritor Sergio Ramírez Mercado; recibió varios cursos independientes de literatura bajo la tutoría del escritor Julio Vaya Castillo; egresó del taller sobre escritura creativa (8 meses) de la iniciativa «Laboratorio de novela» dirigido por el escritor mexicano Celso Santajuliana.
Sus principales publicaciones son: A finales de 2017 «Polvo en el viento», subtitulado como Memorias de amor, lodo y sangre; libro de relatos «A cielo abierto» (Nov 2023), que reúne 20 cuentos, escritos entre el 2010 y el 2017; distintos diarios y revistas nacionales e internacionales han publicado sus artículos y relatos, entre éstas: Revista Nacional (física) Hilo Azul; «Revista Lengua» (física) de la Academia Nicaragüense de la Lengua; Revista Electrónica Enclave de N. York; Revista Centroamericana «Carátula»; Revista Niú. Ha publicado diferentes artículos y piezas literarias en periódicos como: el Diario La Prensa, Nuevo Diario y en el órgano periodístico electrónico «Confidencial». Miembro de la Asociación Nicaragüense de Escritoras (ANIDE) y de la iniciativa Laboratorio de Novela-Nicaragua. Dirigió el blog Ecos de Loba, a fin de promover literatura escrita por mujeres.