¿QUIÉN NECESITA LAS NOVELAS?
Por Gustavo Arango*
El descubrimiento de autores que nos entusiasman —aunque raro o, quizá, justo por eso— es una de esas alegrías que iluminan la vida de los que no podemos pasar un solo día sin leer. No es que haya riesgo de quedarnos sin material, pues con la mera relectura de nuestros favoritos tenemos suficiente, aunque lleguemos a vivir más de cien años. Pero, si uno no se mueve detrás de los rebaños pastoreados con las novedades de la industria editorial, el encuentro de voces amigas suele ser una aventura infrecuente e inesperada.
Pueden llamarme adolescente, cusumbosolo, zurriburri, zascandil, pero —en materia de lectura— por donde van las multitudes yo no voy. Las veces que he intentado leer libros de moda me ha quedado la sensación de haber perdido tiempo valioso admirando el traje nuevo del emperador. Las modas no solo incluyen las novedades editoriales; hay repeticiones rutinarias cuando se trata de nombrar a los mejores del pasado. A los libros de los que todos hablan les huyo por razones de economía: para ahorrarme el dinero, el tiempo y el enojo. Prefiero explorar los territorios recónditos, remontarme a los orígenes (no hay que olvidar que original no viene de nuevo sino de origen), ocuparme de desenterrar a aquellos a quienes el olvido dejó cubiertos o a los que nunca fueron muy visibles, a causa de su inveterada decisión de abstenerse de besar ojetes.
Algún día que amanezca con ganas de polemizar hablaré de lo decepcionantes que son las celebridades de la literatura colombiana, y de lo mucho que nos perdemos por no leer a autores como Rojas Herazo o Felipe Pérez. Hoy, que mi ánimo es apacible, prefiero dar ejemplos de otros lados. No hablaré de los de ahora, porque no tengo idea de quiénes son (el autor más contemporáneo que he leído es David Markson, quien nos dejó hace trece años). Cuando hablamos de las grandes figuras de la literatura del país del sueño, hay nombres que no dejan de aparecer: Hemingway, Faulkner, Scott Fitzgerald. A todos intenté leerlos cuando era joven, más por obligación que por placer, y de los tres el único con el que sentí algo parecido a la dicha fue con Faulkner, las pocas veces que pude entenderlo.
Como llevo ya un cuarto de siglo viviendo por estos lados, he podido explorar mejor los estantes y encontrar autores de aceptación menos unánime pero que me dicen más. Así he dado con la obra de James Gould Cozzens, James Salter o Louis Auchincloss, para mencionar solo algunos a los que el tiempo no les ha hecho ningún favor. Como cosa curiosa, la lectura de By Love Possessed (algo así como Por amor poseídos), de Gould Cozzens, me ha llevado a descubrir a un crítico contemporáneo que, sin ser una luminaria, no deja de ser interesante.
La historia, en pocas palabras, es la siguiente: Gould Cozzens (1903-1978) fue un autor de minorías por muchos años, hasta que la publicación de By Love Possessed, en 1957, lo condujo a una fama que fue más dañina que otra cosa. La novela estuvo varios meses en la cima de la lista de Best Sellers del New York Times y hubo una película basada en esa historia de un abogado que recorre el infierno grande de un pueblo pequeño. El rostro del autor apareció en la portada de la revista Time. Todo parecía brillar para quien algunos llamaron el «novelista de los oficios», porque cada novela suya exploraba la vida desde la perspectiva de un gremio diferente. Hasta que Dwight MacDonald, un crítico de renombre, decidió volverlo añicos.
MacDonald acusó a Cozzens, de rebuscado, de insustancial, de poco crítico de ideologías que los intelectuales de ese tiempo consideraban que debían ser criticadas. Pocas veces se ha visto una carrera literaria destruida de ese modo por una reseña crítica. Cozzens, quien ya desde antes era poco sociable, se convirtió en un recluso a la manera de Salinger. Escribiría tres libros más, pero ya nadie se atrevió a elogiarlo. Cinco años después de la muerte de Cozzens, y uno después de la muerte de MacDonald, un crítico joven llamado Joseph Epstein se atrevió a cuestionar esa masacre inspirada, más bien, por los prejuicios y la soberbia del crítico. El pecado de Cozzens había sido representar el mundo como lo veía, sin héroes, sin buenos y malos, solo con humanos hechos de luz y de sombra y perplejidad.
Su defensa de Cozzens despertó mi interés en Joseph Epstein y así pude saber que aún vive, que es autor de numerosos libros de cuentos y de ensayos, y que su libro más reciente, The Novel, Who Needs It? (La novela, ¿quién la necesita?) fue publicado este año. Tardé un poco, pero logré conseguir el libro sin tener que comprarlo (con los 26 dólares que cuesta puedo comprarme cinco o seis libros en una tienda de libros leídos), a través de la biblioteca pública de mi pueblo. El libro es corto, entretenido y se lee de una sentada; pues solo tiene 70 páginas.
Epstein hace una breve historia de la novela como género (para él solo existen Inglaterra, Estados Unidos y unos cuantos rusos y franceses), cuenta su propia experiencia como lector, cuestiona las reputaciones que terminan convertidas en lugares comunes, dice que hay libros que no resisten una relectura o que solo pueden ser leídos cuando somos jóvenes y, al final, se dedica a reflexionar sobre la vieja profecía sobre la muerte de la novela y a tratar de entender el papel de ese género en estos tiempos tan interconectados.
Sobre la muerte de la novela dice que los profetas de la debacle empezaron a aparecer en la segunda mitad del siglo diecinueve y sus pronósticos siguen sin cumplirse, a pesar de que —en efecto— la novela siempre ha estado amenazada. Según él, los peligros que la asechan en nuestro tiempo son, entre otros, la cultura digital (la tendencia creciente a preferir un video de Tik Tok a una novela larga), la corrección política (que hace que los autores tengan una cautela que ingresa en los terrenos de la autocensura o está llevando a algunos a mutilar o reescribir los libros del pasado), los programas de escritura creativa (que hacen de la creación escrita una especie de consenso y han llenado al mundo de novelas que transcurren en universidades), el estado de la industria editorial (que solo piensa en ganancias y se ha olvidado del mérito literario), el auge de las novelas gráficas (que trivializa) y, quizá el peligro más grande, la tendencia a convertir la creación literaria en un espacio para la «terapia». Epstein cita a Philip Rieff, quien en su libro El triunfo de los terapéuticos dice que ya no vivimos en una cultura del honor y la dignidad, del valor y la compasión, «sino en un mundo donde la autoestima y la gratificación personal son las mayores aspiraciones». Epstein concluye que la gran literatura es sobre «el papel del destino y el conflicto moral» en la vida de cada individuo, no sobre la felicidad individual.
El tono personal de Epstein permite que se le acepten afirmaciones quizá un poco recalcitrantes, como que la literatura hay que leerla en libros impresos (leí su libro en mi teléfono), que la literatura no debe referirse a la sexualidad o que García Márquez es un autor intrascendente (porque, según él, le falta esa «gravedad» que considera un rasgo esencial de los buenos autores). En general, Espstein es un poco ciego con las literaturas de otros lados y con la literatura que no forma parte de ese establecimiento literario del que él mismo forma parte (a los autores independientes les dedica un párrafo perdonavidas, a pesar de que su admirado Proust fue un autor independiente); pero leer crítica, como leer novelas, es justo eso: establecer un diálogo espiritual con seres complejos y diferentes a nosotros, para salir enriquecidos por ese diálogo. La conclusión, por supuesto, es que a la novela la necesitamos todos los que queremos seguir despiertos, cultivando y explorando el misterio de ser humanos.
Para concluir con los descubrimientos, debo decir que gracias a mi nuevo amigo Epstein ando ahora entusiasmado con la lectura de dos señoras muy brillantes: la sutil Edith Wharton y la vigorosa Willa Cather. Cada noche gozo con la tortura de tener que decidir entre hundirme entre las páginas de Summer o Death Comes to the Archbishop.
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* Gustavo Arango es profesor de español y literatura latinoamericana de la Universidad del Estado de Nueva York (SUNY), en Oneonta y fue editor del suplemento literario del diario El Universal de Cartagena. Ganó el Premio B Bicentenario de Novela 2010, en México, con El origen del mundo (México 2010, Colombia, 2011) y el Premio Internacional Marcio Veloz Maggiolo (Nueva York, 2002), por La risa del muerto, a la mejor novela en español escrita en los Estados Unidos. Recibió en Colombia el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en 1982, y fue el autor homenajeado por la New York Hispanic/Latino Book Fair, en el marco del Mes de la Herencia Hispana, en octubre de 2013. Ha sido finalista del Premio Herralde de Novela 2007 (por El origen del mundo) y 2014 (por Morir en Sri Lanka).
Realmente los autores mencionados son desconocidos por estos lares. Hablar sobre que leer es un interminable asunto, y abarcar un imposible….lo mejor es disfrutar con alguna referencia.