REDENCIÓN Y OTROS RELATOS
Por Xóchitl Olivera Lagunes*
Ya llevaba varios días con esa idea en la cabeza. Qué digo días; la verdad es que comencé a pensarlo nada más decirle que sí, porque desde el principio supe que era una mala idea, que terminaría mal. Uno no se avienta de cabeza al vacío sin suponer al menos que en algún momento se romperá la madre. Por eso todo el tiempo he escuchado esa vocecita que intentaba advertirme o convencerme: no lo hagas, piénsalo, no lo sigas, no tires todo a la basura por tu calentura.
Luego, cuando lo hice, la vocecita cambió las recomendaciones: estás a tiempo, vete, regresa, tal vez todavía te perdone. En eso sí se equivocó porque lo que yo hice no tuvo perdón, y como a mí me quedó un poquito de orgullo mejor no intenté investigar. Aunque al principio parecía posible a pesar de la vocecita: vivir mi sueño con ese gran amor. Porque yo creí que era un gran amor. Porque me decía que me amaba y yo lo sentía; porque me escribía cosas tan bonitas que me infundía inspiración; porque podía ver en sus ojos el fuego que me quemaba las entrañas cuando hacíamos el amor. Por eso tuve que pensarlo poco cuando me lo propuso: vámonos de aquí. Dijo que éramos jóvenes, que teníamos el resto de la vida para estar juntos. ¿Qué nos detenía? Convencida por su propia convicción, hice una maleta discreta y lo seguí a cualquier lugar que él quisiera. No me importó romperle el corazón al hombre que se quedó esperándome en casa para siempre, ni mi madre o mi hermano que de seguro me darían por muerta en algún momento. Supuse que el dinero que tenía ahorrado me alcanzaría para muchas cosas. Así que, un jueves después del trabajo, nos encaminamos hacia nuestra nueva vida juntos.
Fuimos a escondernos en algún lugar en el camino viejo hacia Cuernavaca, como a cuatro horas del pasado. Rentamos un cuartito en una casa pequeña y no salimos de ahí más que para buscar comida. Sin embargo, después de tres meses fue necesario abrir los ojos, darnos cuenta de que el cuartito no era suficiente, y de que el dinero pronto tampoco lo sería. Y como era claro que no podíamos vivir solo de nuestro amor, él consiguió trabajo en una empresa automotriz y yo como maestra en una secundaria pública. Empezamos a contar los días que acumulábamos siendo felices, y lo fuimos, en serio, hasta que la verdad se nos reveló sin titubeos: no teníamos el mismo valor. Él carecía de valor. La primera regla que nos pusimos fue dejar todo atrás: parejas, familia, amigos, trabajo. Para eso era necesario cortar cualquier tipo de contacto con el pasado: teléfonos celulares, redes sociales, correo electrónico. Eliminé las mías y me olvidé de mi vida antes de nosotros, pero él no; sin decírmelo, todo el tiempo mantuvo contacto con la amiga de la cual había estado enamorado en la adolescencia. No pudo o no se atrevió a lanzarse al vacío conmigo. La vocecita, engreída, cambió el discurso: te lo dije, te lo mereces por pendeja, ojalá todos los que dejaste pudieran verte para que se rieran de ti. Y pues sí, la vocecita siempre tuvo razón. La chingada vocecita.
Por eso por fin lo decidí, aunque la idea estuvo ahí desde siempre: me voy. No de regreso sino adelante. Porque para el amor necesitas un cómplice que, si no quiere lo mismo que tú, al menos pueda vencer los mismos miedos y lanzarse al vacío de cabeza cuando sea necesario sabiendo que, al tomar tu mano, partirse la madre será menos doloroso.
CUALQUIER HISTORIA
No mencionaré los nombres de la empresa o de las personas involucradas en este relato porque quizá por curiosidad alguien podría leer, y es común que el ego motive a la indignación cuando una verdad no dicha sale a la luz. Pero no importa: manteniendo a los protagonistas en el anonimato, aquí podremos contar la historia.
Para diciembre de dos mil dieciséis, tras dos años escalando puestos, él ya ocupaba la oficina de la jefatura de proceso. Ella había llegado apenas medio año atrás, empleándose como supervisora de seguridad y medio ambiente. Quienes nos dimos cuenta de su acercamiento pensamos que quedaron flechados desde el principio, porque empezamos a verlos juntos a poco más de un mes de que ella ingresara. Decían que eran amigos, pero se hacían tontos. Un puesto y el otro tenían muy poco que ver entre sí, pero sin querer nos enterábamos de cuando ella venía a visitarlo a su oficina, o cuando él se escapaba al cubículo de ella. En la fiesta de navidad de ese año, él se hizo acompañar por una joven a quien presentó como su esposa y con quien tuvo todas las atenciones posibles, acompañándola al tocador, ofreciéndole el brazo para caminar e invitándola a bailar; ella, la supervisora ambiental, simplemente no asistió. Para el dos mil diecisiete fue diferente, porque ambos asistieron pero ninguno de los dos llevó pareja y se sentaron lejos de sus respectivos círculos inmediatos. Y las atenciones que él había tenido con su esposa el año anterior, en esta fiesta las tuvo todas con ella, con la supervisora. En cualquier caso, ambas acompañantes lucieron orgullosas, cada una en su momento, porque estaban junto al jefe de proceso más joven que la empresa había tenido. ¿No era ese un motivo de orgullo?
Todos nos dimos cuenta del momento en el que su relación se convirtió en secreto a voces. Fue muy evidente que después de esa fiesta ambos cambiaron sus horarios para comer juntos, para acompañarse a la salida e incluso para coincidir en las actividades extra oficiales. La verdad es que no los culpábamos: ella era muy bonita, parecía lista y mesurada y cuando sonreía todos lo hacían también; y él sabía hacer uso del prestigio que venía con la jefatura, estudiaba y se hacía una buena reputación a partir de sus decisiones. Al final, de tanto que los veíamos juntos, terminamos por acostumbrarnos sin preguntar más. Cuando sí preguntamos fue cuando ella se ausentó cerca de dos semanas de improviso, porque nadie supo dar razón. Le preguntamos a él pero dijo que no tenía información. Nosotros sabíamos que mentía, porque alguien lo escuchó hablar por teléfono con ella, y alguien más alcanzó a ver su nombre en una conversación del WhatsApp. Él todo el tiempo se mantuvo sereno, y solo puede permanecer así quien tiene la situación bajo control. Cuando ella volvió nos extrañó verla usando muletas, con un pie vendado y con la expresión contrariada. Se presentó a trabajar una semana y luego su jefe avisó que había renunciado.
Fue sorpresivo y, por lo tanto, inexplicable. Y, aunque intentamos que él nos diera alguna explicación, simplemente dijo que no tenía más información que la que todos conocíamos ya. Un par de semanas después nos dijeron la verdad: ella se quemó el pie con ácido gracias a un mal trabajo de mantenimiento. Lo grave no fue eso, sino el hecho de que, en vez de atenderse en el seguro, la empresa le pagó la atención con un particular. Como no pudieron darle una incapacidad, le pidieron que solicitara sus vacaciones para guardar reposo. Y cuando sus días de vacaciones terminaron, no le dieron más opción que renunciar. Muchos pensamos que había sido una manera ventajista de proceder por parte de la empresa, otros pensaron que pudo haber tomado otra decisión, incluso demandar o hasta chantajear, porque era claro llevaba las de ganar. Pero en lo que sí coincidimos todos fue en que esa expresión de serenidad en el rostro de él decía mucho más que cualquier acción.
LA CANCIÓN MÁS HERMOSA DEL MUNDO
No tenía ningún tipo de educación musical. Sus principales influencias fueron El Tri, Roberto Carlos y Ray Conniff, los tres en casetes en los que su padre o su madre debían utilizar un bolígrafo para rebobinar o repetir alguna canción. Aura y su hermano mayor crecieron alternando los gritos de Alex Lora con los diferentes estados de ánimo del brasileño y con la orquesta y los coros del estadounidense. Si poseían algún tipo de sensibilidad musical, de seguro era gracias al contraste de los gustos de sus padres, porque no eran capaces de clasificarlos en buenos o malos, sino que su juicio se reducía a decidir si la canción les gustaba o no. Y aunque el rockero a veces podía provocarles dolores de cabeza con su entonación, otras tantas los dejaba pensando por largas horas mientras rumiaban la letra de algún tema. Los mismos sentimientos encontrados tenían con los otros dos artistas, y en el futuro los tendrían con cualquiera que escucharan por primera vez.
Fue en la adolescencia cuando, interactuando con más personas y recibiendo otras influencias, Aura y su hermano ampliaron sus gustos musicales: estaban las boy bands, una que otra girl band, el rock más moderno. Continuaron creciendo mientras escuchaban el despunte de los Backstreet Boys, el final de las Spice Girls, la Onda Vaselina, Jeans o Mercurio, Fey o Kabbah; también alcanzaron los ecos de Caifanes, Héroes del Silencio, Hombres G, Enanitos Verdes y la rara propuesta de Alaska y Dinarama que no terminó de convencerlos jamás. Después su padre les presentó a Creedence Clearwater Revival, The Carpenters y The Beatles, al tiempo que iban conociendo también los inicios de Panteón Rococó y presenciaban lo último de Timbiriche. Aura y su hermano coincidieron en gustos musicales casi hasta que ella alcanzó la mayoría de edad, pero en eso el matrimonio de sus padres terminó, y de la casa salieron todos los casetes de El Tri, Creedence, The Carpenters y The Beatles y empezaron a entrar los discos compactos. Primero su madre continuó con Ray y Roberto, pero, después de unos meses, al tiempo que un pretendiente joven iba ganando terreno, la colección iba enriqueciéndose con lentitud: María Callas, Nina Simone, Sade, Sting, Seal… A Aura le llamaba la atención que al pretendiente de su madre le gustaran más las intérpretes, pero pensaba que la música podía decir mucho de una persona, así que le dio una oportunidad. El pretendiente terminó por ser una influencia fuerte para Aura en esos últimos años de la adolescencia.
Un tiempo después la madre terminó con el pretendiente, pero antes de que todos los discos compactos salieran con él de la casa, una tarde, le presentó la versión de Oh, mío babbino caro interpretada por María Callas. Aura recordó que no tenía instrucción musical, que no sabía ni una palabra de italiano y que nunca antes había escuchado esa voz; y aún con eso sintió un millar de hormigas caminándole por la espina dorsal hasta la nuca, invadiéndole los ojos y el corazón. Conforme la melodía avanzaba Aura cerró los párpados y algo luminoso estalló en su mente. Era la primera vez que la escuchaba, pero nunca olvidaría esa canción.
Algunos años después, ya un poco mayor, en una época en la que ya ni recuerdo existía del pretendiente y el hermano mayor se había ido al extranjero a estudiar, Aura tuvo su primer trabajo. En la primera semana intentó conocer a la mayor cantidad posible de compañeros, de memorizar nombres y puestos y de adivinar qué tanto podrían ayudarla en algún momento. Embebida en un montón de manuales estaba cuando su jefe llegó a su cubículo. Le reiteró la bienvenida y su intención de apoyarla cuando fuera necesario, y le presentó al muchacho que mejor podría ayudarla en tanto terminaba de adaptarse al lugar y de dominar sus funciones. Aura lo miró a los ojos y fue todo lo que necesitó: la tonada de tantos años atrás llegó a su cabeza trayendo consigo a todas las hormigas que caminaron desde su espina dorsal hasta su nuca y le invadieron el corazón. Sin tener la mínima instrucción musical o conocer alguna palabra en italiano, Aura compendió por qué aquella era la canción más hermosa del mundo.
LA PELOTA
Encontré la pelota debajo de la cama, cubierta de polvo y olorosa a humedad, los colores intactos. La alcancé y al revisarla la noté casi nueva. Tenerla entre mis manos, en esas condiciones, me desconcertó. Jaime pasó hacia el baño mientras yo aún estaba de rodillas. Le pregunté por qué la pelota estaba ahí, así; respondió que no sabía y escuché una puerta cerrarse. Abrí los ojos cuanto pude, me levanté de un brinco y caminé hasta el baño, donde encontré el seguro puesto. Se me detuvo el corazón por un instante y corrí al cajón en el que guardábamos los candados. Para cuando encontré la llave y abrí la puerta, lo único que pude ver fue el azulejo teñido de carmín, y el cuerpo lánguido de Jaime, otra vez, con la cabeza junto a la coladera.
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* Xóchitl Olivera Lagunes estudió Ingeniería agrícola en la UNAM, trabajó diez años en la industria. Actualmente estudia un diplomado en escritura literaria en el Centro Mexicano de Escritores. En 2017 publicó «Ojos de gato», su primera novela corta, en una iniciativa llamada «Proyecto literal» que funciona como un impulso para escritores jóvenes.
Interesante relato, hasta a la gente mejor preparada le hace falta malicia.
Conoces a Juan Rulfo?
William faulkner?