REGALOS DE CUMPLEAÑOS
Por José Cardona-López*
Nunca permitías que recolectáramos dinero para comprar un pastel o botellas de vino que en la sala de juntas podríamos consumir luego del consabido que los cumplas feliz, la apagada de velitas con fotos y aplausos, entre una y otra broma. Alguna vez, lo recuerdo ahora, te pregunté por las razones de ello:
―La oficina es para el trabajo y empezar amistades. Mi apartamento para mis asuntos personales y continuar mi amistad con ustedes ―dijiste con un tono que sólo se permitían los jefes―. Y punto―. Lo del punto lo puse y lo pongo yo porque, como si acabara de recibir una orden, asentí y seguí con el memorando que había suspendido para escucharte.
Tu respuesta me pareció simple y burocrática, algo arrogante, pero sincera. Te di la razón. Ya lo sabes, si se piensa en qué fue lo que me caracterizó como empleado, fue mi voluntad de acero para no contradecir a nadie. Me era muy fácil, lo que a la larga era comodidad, deseo de no complicarme la vida. Esta actitud cotidiana me libró de muchos inconvenientes con jefes y compañeros.
Las veces que hemos ido por la tan esperada y anunciada mesada de nuestras jubilaciones nos hemos encontrado en la fila. Hemos recordado varias celebraciones de tus cumpleaños, pero siempre hay una que evitamos, que nos hace agachar la cabeza y mirar a los lados, decir cosas laterales. Es una sombra muy gruesa entre los recuerdos y al final nos hacemos los de la vista gorda. Tenemos motivos para que sea así. Yo sé que jamás la olvidas porque, después de la fiesta, tuviste que llevarte verdaderas sorpresas con los regalos que te llevamos, aunque nunca nos lo manifestaste. Con el mío y otros cuatro tal vez no tuviste necesidad de sorprenderte, pues fueron unos bellos ramos de rosas, regalos exageradamente comunes en un cumpleaños, siempre tan expresivos y cariñosos. Así que tú sabrás si de inmediato estos cinco regalos los interpretaste como que iban a tono con la broma que te hicimos en aquella fecha, o como los únicos regalos que nada tenían que ver con los demás. Mejor dicho, es que las flores sirven para todo, y si son rosas, mucho más. Por mi parte puedo decir ahora que te llevé rosas porque eran el regalo más venial de todos, lo que, claro, va de acuerdo con mi deseo eterno de no complicarme la vida. Los otros regalos fueron elementos fúnebres: mortaja, cirios, sufragios, un crucifijo, candelabros, jarrones de plata y cosas por el estilo.
―Gracias, muchas gracias—. A la mañana siguiente en la oficina, con besos en las mejillas, con caminado de casi estar en una pasarela―. Ustedes no saben cómo estoy de agradecida por sus regalos tan útiles―. Esto último nos lo dijiste varias veces, como si te hubiéramos regalado comida o ropa.
Habíamos pensado que responderías a la broma tirando lápices, rompiendo papeles, retorciendo clips, deslavando el rímel a lagrimones. Y después todos a reírnos, entre abrazos como para quedar en paz contigo. Pero no, así no sucedió. Nos desconcertaste, para qué. Todo el día repetiste que lo mejor de un regalo, además del gesto cortés y la muestra de cariño que supone, es que sea útil. Pero con esa sonrisa que a veces se te colaba yo me olía que ya estabas cocinando algún desquite con nosotros.
Faltando siete años para jubilarte dejaste de hacer tus fiestas. La semana anterior a la fecha de tu cumpleaños acudimos a tu convocatoria que nos hiciste con un memorando, iluminado de dibujitos en dorado y colores pastel. Nos reuniste a todos en la sala de juntas de la División para decirnos que no habría fiesta en ese año ni en los siguientes. Hubo preguntas, claro, solicitudes de aclaraciones, como si estuviéramos en una asamblea de sindicato discutiendo sobre un derecho laboral que estábamos a punto de perder.
En los primeros años de no fiesta tuya nos costó mucho acostumbrarnos a la nueva situación. Eso sí, no dejábamos de entregarte cada veintuno de abril una tarjeta grande con felicitaciones y nuestras firmas debajo de palabras que hablaban de buena salud, alegría y mucha vida. Gracias, gracias, nos decías luego entre abrazos y besos.
Una tarde, después del trabajo, a la salida te encontré y empezamos a caminar. Tu apartamento quedaba cerca de nuestras oficinas y yo quería regresar temprano al mío, sin pasar ese día por el café donde todas las tardes, luego de las cinco, los del grupo de estadística nos reuníamos a jugar billar. Así que decidí acompañarte. En El cometa compramos pan, queso y galletas, pues correspondiste a mi gentileza de la compañía invitándome a tomarnos un chocolate en tu apartamento.
Mientras preparabas el chocolate y yo partía el pan y el queso, hablaste de nuestro destino próximo de jubilados. Hablabas como si cada palabra o frase saltara al aire esculpida en mármol. Tu lucidez en el tema dejaba ver que a menudo reflexionabas sobre él, que a diario le destinabas momentos. Yo me sentía como si estuviera recibiendo una conferencia sobre la vida del jubilado, de esas que dan para que uno empiece a prepararse en cómo enfrentar nuevas disciplinas frente a los gastos para vivir y para el tanto tiempo de sobra que tenemos mientras el que nos queda de vida es cada vez menos. Yo, dedicado a pan y queso, te escuchaba con atención. En la mesa no dejaste el tema, y dele. Te pedí que hablaras de otra cosa, con algo de vergüenza, como si temiera ofenderte.
―Qué otra cosa nos queda para hablar a estas edades ―dijiste suspendiendo la margarina en una galleta.
―Sí, ¿verdad? Tienes razón ―te respondí. Pero yo quería que mudaras a otros temas y tuve que resignarme a escucharte, a dejarte hablar, a respetar tu condición de anfitriona.
Mientras yo consumía con lentitud el chocolate, te extendiste en reflexiones sobre la vida, la vejez y las incertidumbres del pensionado. Hasta recordaste una novela de Svevo y creo que dos películas. Cuando yo estaba para salir, en la puerta me dijiste que querías mostrarme algo y señalaste hacia una puerta cerrada. Fuiste por una llave, yo me puse a hacer que miraba porcelanas y cuadros, tus palabras sobre la vejez y los jubilados continuaban golpeteándome la mente.
―¡Vamos! ―ordenaste, con una mano en la cintura y en la otra la llave.
Luego de abrir la puerta del cuarto te hiciste a un lado. Igual que un ujier, con la mano extendida me dijiste sigue, sigue, y encendiste la luz. Me sentí en una cripta, en una catacumba, en un panteón, en un mausoleo. Quise no estar ahí, pero tu mano aferrada a uno de mis brazos y tu mirada como de ruego eran un ancla poderosa.
Allí habías dispuesto los elementos fúnebres que te regalamos en aquella celebración de tus cumpleaños, organizados como para un velorio. Y el ambiente parecía eso, con la diferencia de que no había ataúd y los cinco ramos de rosas eran un desastre, una basura de años que nunca botaste. En la pared del fondo había un crucifijo, a los lados candelabros con cirios. Cada objeto tenía una tarjeta con el nombre de quien te lo había regalado. Mi mente estaba entumecida por lo que veía, recordé que en la morgue a los cadáveres le cuelgan un marbete en el pulgar de uno de los pies. En el centro de la habitación había un atril de madera, con un cuaderno y una pantallita lila encendida.
Me señalaste el atril y fui hasta él. En la primera página del cuaderno había cuatro columnas. Con tu letra toda Palmer habías escrito en una de ellas nuestros nombres, en las otras estaban los del objeto que cada uno te había regalado aquel veintiuno de abril, en la tercera la fecha de cuando habíamos entrado a trabajar en la oficina. La cuarta columna, todavía en blanco, era para escribir la fecha en que cada uno nos jubilaríamos.
―¿Y esto?―. Con los ojos así de grandes, como si señalara un bicho que acabara de reventarse contra el papel.
―El día que cada uno de ustedes inicie su vida de pensionado, a esa persona le devolveré el objeto que me regaló en aquel cumpleaños inolvidable. Contigo seré muy delicada, pues tus rosas las compraré el mismo día. Serán rosas, claro, exactas a las que me regalaste―. Y señalaste uno de los ramos secos.
Te escuché con los ojos enormes y quietos, fijos en tu cara. No fui capaz de decirte nada. Y volviste a hablar de los jubilados, de esperas largas y de otras cosas que ya no recuerdo si las escuché o no porque en esos momentos la náusea me inundó el cuerpo y tuve que correr al baño. Era como un disparo de lava que se iniciaba desde más abajo de mi estómago y con sus alfileres ascendía hacia la boca. Casi te atropellé en mi carrera.
―¿Qué te pasa?
Te respondí que nada, con una mano haciendo un no todo tembloroso, con la otra en la boca. En tus ojos vi que estabas a punto de estallar en carcajadas. El chocolate y lo demás se me regresó en tres boqueos grandes. Quedé exhausto, como si mi cuerpo hubiera terminado con los huesos afuera. Al salir del baño me preguntaste cómo me sentía. Te dije que bien, pero te mentía. El vómito había salido y la náusea se me quitó con los galones de agua que bebí. Sin embargo la resaca espesa de la náusea permanecía en mí, ya no en las vías digestivas pero sí en otra parte de mi humanidad, no sé dónde, a lo mejor en los lugares donde por aquellos días se alojaba mi alma. Estoy bien, te dije arreglándome la corbata. Como pude te besé en la mejilla con un chau. Bajé corriendo por las escaleras.
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* José Cardona López, Regents Professor de literatura hispanoamericana y creación literaria en Texas A&M International University. De ambas disciplinas también fue profesor en la escuela de español de Middlebury College (2003-2011). Ha publicado la novela Sueños para una siesta (1986) la nouvelle o novela corta Mercedes (e-book, 2014) y los libros de cuentos La puerta del espejo (1983), Siete y tres nueve (2003), Todo es adrede (1993, 2009) y Al otro lado del acaso (2012). Como investigador académico ha publicado el libro Teoría y práctica de la nouvelle (2003) y la plaquette en portugués Versos para um ser ideal: «muger fermosa» de Juan Ruiz e «receita de mulher» de Vinícius de Moraes (2014). Cuentos, microficciones, poemas, ensayos y artículos suyos han aparecido en libros y revistas impresas y electrónicas de Colombia y el exterior. El director de cine independiente Luis Gerardo Otero ha filmado tres cortometrajes y un mediometraje a partir de tres cuentos y una nouvelle suyos.