REGRESO A MEDELLÍN

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regreso a medellin

Por Óscar Castro García*

APENAS FUE UN BESO

«¿Por qué son tan diferentes…? Esto debe tener una explicación filosófica o social», dice un señor de anteojos a su mujer embarazada al cruzar hacia la sala de cine. «Vamos a ver El abrazo de la serpiente antes de que se gane el Óscar a la mejor película extranjera», dice la mujer al hombre, mientras se detiene maliciosamente para ver más de cerca lo que está sucediendo. El otro le dice que deje de ser curiosa, que se van a quedar sin la película. Ella le recrimina y le dice que no se preocupe, que entonces ven Magia salvaje, que la pasan más tarde, como si se tratara de la misma vaina. Eso le dice:

—¡Es la misma vaina!
—No —le reprocha él—: la una es pura propaganda para hacer turismo en el país cuando ya no haya guerrilla en esos territorios; y la otra es una historia dura de nuestra realidad, que explica, precisamente, por qué hay tanta violencia y todo eso.
—Precisamente, son la misma vaina, porque si no habrá guerrillos ni paracos, seguirá habiendo bandidos que harán lo mismo que los otros, como antes, como siempre… ―responde ella sin parpadear―.

Pero él no puede seguir, pues las dos jóvenes se enfrentan a gritos con los dos vigilantes que las tienen acorraladas en la banca desde donde se contempla el sur de la ciudad, pero hoy entre una espesa neblina, verdaderamente extraña en enero. Abandono por un momento a la pareja de enamorados que van a ver una película colombiana… Me interesa más la escena que se desarrolla en este centro comercial con nombre para una película de piratas del Caribe. Cuando uno va mucho a cine tiene ese síndrome que no sé cómo se llama, pero que me lleva a mí, al menos, a ver todo desde la perspectiva de un director: encuadres, planos, luces, sonidos, voces, actores, contrastes, decorado, cámaras, vestuario, enfoque, escenarios, guion, diálogos, música… El director es el que realmente firma la película, como el artista firma el cuadro. El cuadro se queda quieto, todo queda congelado para siempre. La película se mueve, es una vida generalmente dramática o, al menos, conflictiva. Si no hay conflicto no hay película, al menos historia que valga la pena. Ya el final es otra cosa, pero las contradicciones siempre buscan su clímax o su solución. Por eso las películas tiene un final, el cuadro no. Ahí se queda para siempre, como empezado, como terminado, nunca se sabe. A veces el título da una pista, pero casi siempre despista. Aunque hay películas que quedan como empezadas…

Por eso me quedo a ver lo que sucede. Me parece increíble. El diálogo de la pareja pierde importancia: «Para qué el cine», pienso. Qué significa un siglo más en la historia de la humanidad, en medio de tantas fronteras, guerras y ortodoxias. En casi ningún lugar se puede vivir tranquilo —me digo mientras la escena toma un aspecto bastante inquietante—. Cada quien abre a codazos o a balazos su camino vital. La historia siempre ha sido una dura pelea… —continúo cavilando, como si todavía estuviera dando clases de sociología en la universidad—.

Las muchachas se estaban besando. Esa es la esencia de la historia, que puede suceder en el cine. No hay más. No importan el antes ni el después. La escena es patética para los guardias del centro comercial más exclusivo de la ciudad. Así lo diseñaron y por eso lo ubicaron en ese inaccesible lugar y le pusieron un nombre distinguido. Por eso los que aquí vienen se imaginan que son ricos o, de hecho, viven a expensas de los demás; no se preocupan del Amazonas ni de los pumas ni de la devastación ni de los pueblos indígenas, que se están acabando, ni de las lenguas que mueren diariamente en el mundo. Tampoco se molestan porque en las salas de cine de su centro comercial preferido presenten películas en las que parejas de hombres o de mujeres se amen y peleen y se entreguen al coito como lo hacen las demás parejas o los animales… Mejor dicho: todas las parejas de animales y muchas del mismo sexo.

Los guardas no matizan su lenguaje. Les dicen perras, lesbianas, mariconas, marimachos, desviadas, dañadas, putas, areperas… Algunos compradores con sus paquetes en las manos repiten esta letanía como feligreses en el templo. Luego sobresalen otras voces que recriminan a estos y a los guardas. Los amenazan con demandarlos por abusivos, machistas, homófobos, excluyentes, inquisidores, matoneadores… Es una batalla de insultos, recriminaciones, amenazas y gritos. Una batalla de derechos y restricciones. De morales y de religiones. De visiones del mundo, de ideales, de aspiraciones, de ocultamientos.

Las muchachas permanecen desoladas, pues los guardas y sus censores las amenazan, y los pocos defensores intentan romper el círculo para rescatarlas. Ellas no lloran ni ríen, no entienden, miran hacia la lejana ciudad neblinosa, contemplan el vacío inmenso que se abre más abajo de la barandilla que las separa de la neblina que va dejando ver poco a poco la ciudad. La lluvia empieza a caer con parsimonia, silenciosa y monótona.

Va a llover el resto de la tarde.

Los guardas han llamado al jefe para que venga a poner orden, pues cada vez se acercan más curiosos. De boca en boca y de celular en celular van circulando fotos, videos, crónicas y contradictorias versiones de lo que está sucediendo en este mirador hacia el sur de Medellín. Casi todas las parejas que se sientan en estas bancas a saborear su helado anhelan que el rato de amor que disfrutan acá dure para siempre. Se besan, se acarician, se abrazan y miran el horizonte como un edén lejano; y aspiran el fresco aire de la montaña que se desliza hasta este templo del consumo, entregados el uno al otro, despreocupados de la oferta y la demanda, de censuras y de persecuciones.

El jefe llega con dos mujeres policías. Estas, sin mediar palabras, les dicen a las muchachas que deben seguirlas. Ellas dicen que no, que no se van a mover de allí, que cuál es el motivo. Las policías las amenazan con que van a llamar a sus padres para que sepan toda la verdad. Las muchachas les contestan que sus padres saben toda la verdad de su amor. Risa general. Chiflidos. Insultos a los padres de las muchachas. Insultos a las policías. Insultos a los guardas. Amenazas a los defensores. Insultos a los censuradores. Todos ríen por cualquier motivo. Todos hablan al unísono y elevan sus voces cada vez más. Levantan las manos, rechiflan, dicen palabras soeces. Todos quieren que las muchachas hagan lo que ellos quieren.

Tal vez esto no es verdad, sino una escena de alguna película que Víctor Gaviria está filmando con actores naturales, de cuando Medellín era intolerante y ultragoda, porque ya veo cámaras, flashes, mucha gente que sigue llegando. No sé en qué momento se desapareció la pareja que hablaba de Magia salvaje y El abrazo de la serpiente. Por las redes sociales se han convocado y mucha gente sigue llegando: los de LGTBI con su arcoíris, los de TFP con un estandarte, cabecirrapados, soldados de Cristo, la prensa, el canal universitario de televisión, los defensores de los animales, la Cruz Roja, varios scouts… Es un carnaval que se aglomera alrededor de los guardas del centro comercial, de las dos policías, del jefe de seguridad del centro, de una señora y un señor de corbata con la camisa arremangada y de la pareja de hermosas jóvenes, casi adolescentes, vestidas de yines descoloridos, camisetas rosadas, flores en la cabeza, tenis y mochilas guajiras.

Se elevan las voces que no dejan entender qué están diciendo. La gente grita. Las policías se acercan, pero no se atreven a actuar, pues en este preciso momento no hay motivos para hacer nada. Los guardas, las policías, cada grupo, cada predicador, todos insisten en que deben sacarlas de ahí por inmorales, por violar el reglamento del centro, por escandalizar, por desprestigiar el centro comercial, por ir contra las leyes de la naturaleza, por ofender los valores cristianos, por atentar contra la esencia de la raza, por obscenas, por corromper a niños y adolescentes, por ofender las tradiciones de la ciudad, por atentar contra las buenas costumbres, por perturbar la tranquilidad pública, por actos contrarios a la naturaleza, por avergonzar a las parejas normales…

Ellas se toman de la mano, luego se abrazan, se dan un beso más, se miran, sonríen, se levantan y salen agarradas de la mano como una pareja normal. Los guardianes se quedan estupefactos, no se atreven. El señor de corbata intenta acercárseles y hablarles, pero se traga sus palabras y se detiene. La señora con cara de secretaria o administradora del centro comercial dice a los guardas que las detengan, a las policías que las agarren, al señor que las obligue a retirarse del lugar.

Hay un desconcierto entre la multitud, que abre paso a la pareja que sigue caminando, acercándose a la barandilla. Un pesado silencio se apodera de la escena, del mirador, de los espectadores. Los activistas de todas las tendencias callan. No se mueven. Ellas caminan hacia la baranda. Un presentimiento se cruza en mi cabeza: no es posible que una escena de película se vaya a cumplir en la realidad, no es para tanto. La ciudad se deja ver allá abajo. Esto no puede acabar así. Ya cientos de homosexuales se han quitado la vida en Colombia y en este siglo XXI por lo que está sucediendo aquí, en este exclusivo centro comercial de Medellín. Ellas se inclinan sobre el pasamano y se miran. Luego levantan las cabezas y miran la ciudad fría y vaporosa.

De pronto, una voz sobresale en medio de la zozobra. La rubia y la morena miran hacia atrás. Es la madre de la segunda. Luego llega el padre de la otra. Y un hermano de la primera. El tío. La cuñada. La prima. Las abrazan. Se unen otros y otras más, algunos chiquillos, una señora de sombrero, un joven atleta, un señor con cara de ejecutivo, una pareja de estudiantes, dos jóvenes con una tabla en la mano. Los disparos de las cámaras se suceden, los insultos y las afrentas se incrementan. Vuelve el silencio cuando se les une el más anciano de todos, quien con lentitud se acerca apoyado en su bastón…

Los guardas han desaparecido. Las policías se van despacio por el corredor por donde habían llegado. El ejecutivo del centro comercial ya no está. La señora encargada del orden no sabe qué hacer ni a quién dar órdenes. Los defensores de la raza antioqueña se van callando. Los activistas que empezaban sus arengas han guardado sus trapos y consignas. Los soldados de Cristo se han marchado. El estandarte que pregonaba la tradición ha desaparecido. El arcoíris aparece en el suroeste.

Es sábado por la tarde.

LA SILLA VACÍA

Cuando Sariri entró, la reacción fue un silencio espeso que, tal vez, solo percibió el profesor. Aunque ya estaba enterado de que el estudiante nuevo llegaría tarde el primer día de su ingreso, al profesor se le había olvidado avisar a los estudiantes sobre el nuevo compañero.
—Buen día.

Y quedó esperando alguna respuesta o que le indicaran su lugar. Al ver la única silla vacía junto a la entrada, se sentó en ella totalmente perturbado, sin saber qué más decir o hacer, pues el silencio que respondió a su saludo se prolongó hasta que el profesor, más sorprendido que preocupado, dijo:

—Él es Sariri Chandi, viene del departamento del Cauca y es el nuevo estudiante del curso. Su familia viene del…
—¡Qué nombrecito! —exclamó uno de los estudiantes.
—¡Quién lo dice! —intervino Simón.
—Por qué, qué querés decir, pues.
—Y tu nombre qué… —insistió Simón.
—Normal… ¿o no? —trató de defenderse Aethelstan, cuyo nombre, como insistía, era de origen monárquico anglosajón, aunque aceptaba que le dijeran El Testan y algunos, por broma o economía, le decían Detestan—.
—A mí me gusta, suena bonito y apacible —replicó Claudia, dos sillas adelante del nuevo.
—Combina con su cara de indígena —agregó Marcos, al lado derecho de Sariri.
—Mejor sigamos la explicación —fue lo que dijo el profesor para cerrar los comentarios y murmullos que se iban levantando sobre el nuevo estudiante del Gimnasio Latino, y dar por terminada la presentación que le habían interrumpido. Así que nadie supo nada más del estudiante ni los motivos por los cuales estaba ahora sentado entre ellos—.
—De qué pueblo viene —insistió Manuel, con alguna curiosidad, cuando el profesor apenas estaba recuperando su discurso—.
—Ya tendrán la oportunidad de socializar con él. Es mejor seguir la clase, se hace tarde ya… —dijo el profesor, tratando de mantener la calma, pues no le había gustado la nueva interrupción—.
—Debe ser de familia rica para estar aquí… —murmuró otra, aunque en voz baja, pero su rostro se fue sonrojando ante la mirada impaciente del profesor—.
—Bueno, ya, sigamos. Érika, en el descanso podrás preguntarle lo que quieras. Lo que sí me parece extraño es que ninguno le ha respondido el saludo: nadie le ha dado la bienvenida.
—Parceros, en mi caso, me hubiera hecho cambiar ese nombre, que suena como a cirirí, el pájaro que acosa a los gavilanes, según me contó el abue —dijo Jeison con elevada voz—.

Todos soltaron la carcajada, incluido el profesor de Sociales, quien se había resignado a la decisión estudiantil de continuar la discusión o «recibimiento» de Sariri. Sin embargo, todos seguían sin responder al saludo de Sariri ni darle la bienvenida, como lo había insinuado el profesor. Parecía, más bien, que se burlaban de Jeison, pero no tanto por su nombre, sino por utilizar términos inconvenientes en uno de los colegios que pretendía estar a la altura de los más prestigiosos de la ciudad. Al menos, eso era lo que las directivas inculcaban en la comunidad educativa del Gimnasio que, con pocos años de fundado, había arrancado con una importancia inflada, según comentarios de los mismos estudiantes. Porque allí cabían todos los que no recibían o expulsaban de los colegios prestigiosos o de clase alta. En vano, las directivas trataban de poner la institución en el nivel de las otras, pero la condición de los estudiantes no lo había permitido hasta el momento.

El profesor, inquieto, estaba más interesado en que sonara la señal de fin de clase y no sabía ya qué hacer con el nuevo. Entre tanto, Sariri, acostumbrado al revuelo que su solo nombre producía desde que su familia había tenido que abandonar su pueblo, disfrutaba en parte, pero era más lo que sufría. Eran más el dolor y la rabia que la satisfacción o la resignación. «Es el último año —pensó—. Luego desapareceré. Quizá pueda volver al pueblo si es verdad que se termina la guerra. Si no, quién sabe qué será de nosotros… Era mejor habernos quedado en Cali, no sé por qué mi mamá insistió en venirse a Medellín… Tal vez por estar más lejos de ellos, tal vez por el clima. Y ver esto que me acaba de pasar… Yo creí que me iban a recibir mejor en esta ciudad…»

—¿«Parceros»?, qué es eso, no estamos en Manrique, ni en Castilla, ni en el barrio Antioquia —le reprochó Yésica desde el otro extremo del salón—.
—Ya se están incomodando por tan poca cosa. Favor hacer silencio y poner atención. Sariri viene de Toribío, un pueblo del departamento del Cauca… —de nuevo el profesor intentó recuperar la normalidad de su clase—.
—¡Vaya pueblo de puros guerrillos! Hace poco lo vi en internet: ¡no muestran sino bombas, un pueblo destruido, guerrilleros, indígenas, cambuches…! —exclamó Lucas, lo que produjo agitación general y algunas caras de desconcierto entre las estudiantes cercanas a Sariri, quien deslumbrado por tanta intervención se estaba incomodando cada vez más, pues ni su nombre ni su aspecto ni el pueblo les había despertado interés, sino dudas y cavilaciones… Y en cambio, estaba ansioso de contarles que además del español hablaba dos lenguas más, que conocía secretos de la naturaleza, que su pueblo tenía un clima agradable, que estaba lleno de murales, que las aves y los ríos lo rodeaban…—.
—¡Qué susto! ¡Cómo así, ¿acaso este Cirirí no será también uno de…?!
—Mejor te callás, Detestan, que todos sabemos de dónde venís vos, quién eras hasta que entrates aquí —interrumpió Claudia antes de que Aethelstan dijera lo que tanto temor causaba a Sariri, y que había sido la causa principal de la huida de su pueblo—.

Los anteriores comentarios y temores llevaron a los estudiantes a consultar sus portátiles, tabletas y celulares. Allí encontraron las imágenes de Toribío que mostraba la red. La mayoría eran realmente desastrosas. Sariri apenas podía verlas de reojo en el portátil de Brahian. Casi le salen lágrimas, pero se contuvo. Cadáveres, cilindros, bombas, entierros, el pueblito, los grafitis, los murales, una cruz, campamentos, las montañas, el río, el valle, ejército, policías, guerrilleros, armamento, helicópteros, barricadas, casas en ruinas, el presidente de la república, ambulancias, marchas, banderas…

El profesor también encendió su portátil. Indagó por el pueblo, su situación geográfica, sus medios de producción, historia, etnografía, educación, economía, turismo, administración, servicios. Estaba extrañado, porque a pesar de enseñar Sociales poco se había interesado por los pueblos indígenas de Colombia, pues sus preocupaciones estaban centradas en las grandes urbes del país. Esa fue su especialización: centros urbanos, demografía y poder. En un parpadeo lanzó una mirada furtiva a Sariri, quien había recostado su cabeza sobre los brazos, como queriendo aislarse del alboroto que había causado en su primer día de clases en el Gimnasio Latino.

—Bueno, jóvenes, ya es suficiente. Esto no puede seguir. No veo motivos para tanto escándalo. Me gustaría saber de dónde vienen cada una y cada uno de ustedes. El pueblo, la ciudad o el barrio. Me gustaría ver las imágenes de sus lugares de procedencia. Me gustaría saber con qué recursos pagan la matrícula y la pensión…

Entonces tomó un marcador y empezó a anotar en el tablero los nombres y primer apellido de los estudiantes. Iba a seguir hablando cuando una estudiante, que había permanecido todo el tiempo callada, levantó la mano para pedir la palabra. El profesor, más sorprendido por este civilizado comportamiento que por la intervención de la que nunca hablaba, se quedó esperando sus palabras:
—Profe, ¿no cree que hemos perdido demasiado tiempo? Yo vine aquí a estudiar y no a saber tonterías sobre la vida privada de los demás. Así que le solicito continuar la clase que interrumpió la llegada del nuevo…
—Y no solo eso —interpoló el que estaba a su lado—, ya va a sonar el timbre y no hemos podido dar el informe de la investigación…

En ese momento sonó el fin de la clase. Todos guardaron sus cosas en los morrales y se precipitaron para salir del salón con el solo ánimo de satisfacer tantas inquietudes y curiosidades despertadas por el nuevo compañero. No obstante, el profesor paró en seco el ímpetu juvenil y los hizo sentar un momento para darles las instrucciones de la próxima clase, entre las que estaban las exposiciones suspendidas.

Al salir del salón, todas las miradas apuntaron hacia el lugar donde se había sentado Sariri Chandi, pero la silla estaba vacía.

CAE LA TARDE EN VERSALLES

Voy camino a Versalles. Me gusta caer en la tarde, pedir café con leche y empanada chilena con pandequeso. Me encanta la algarabía de las cinco de la tarde en los senderos de este parque. Me inquieta esta hora previa a la noche cuando la ciudad hierve y la gente viene del trabajo, del estudio, va a casa, busca un cine, un bar, quiere comer algo, beber un jugo o una cerveza, o encontrarse con los amigos, la novia, el novio o la soledad de un restaurante a las cinco de la tarde.

Me obsesiona esta hora desde que leí los versos «¡Ay qué terribles cinco de la tarde…! ¡Eran las cinco en sombra de la tarde!» Me encantan estos minutos que se deslizan en el día como peces. La ciudad sigue el mismo ritmo de siempre, nada va a cambiar, pronto caerá la noche como un manto en silencio porque estamos a fines de noviembre.

Ayer fue un día agradable con una tarde primaveral y una noche apacible en mi barrio, Prado Centro. Ahora, en este restaurante del antiguo centro de la ciudad, el bullicio de las conversaciones, la música de fondo, los trinchetes que tintinean contra los platos, los sorbos y carraspeos o toses y estornudos de los vecinos, el ir y venir de clientes y meseros, los pedidos en voz alta, los reproches y reclamos que se sienten a mi espalda, el tintineo de los vasos que algunos chocan por el encuentro, los estruendosos saludos de los recién llegados, el chirriar de las sillas de los que se levantan y los que llegan, las monedas que se escurren bajo sillas y mesas, el resonar de los zapatos y los taconeos, las voces que ofrecen productos en la calle, los pitos de carros y motos, el silbato del agente que organiza el tráfico en la esquina, los motores que arrancan y las llantas que frenan, los gritos de los transeúntes, las voces de los mendigos que se cuelan al restaurante, los ofrecimientos de los venteros que logran burlar al vigilante y alcanzan a llegar hasta mi mesa, el escándalo en el pasaje Junín por el robo de un bolso a una señora, el cumpleaños que cantan a todo pecho en el segundo piso, el gol que grita el locutor en el televisor del fondo, el saludo de la chica que llega a encontrarse con su novio, la despedida del hombre que abandona a una mujer en la mesa de enfrente, los universitarios que buscan mesa con una ansiedad inaudita, la pregunta del mesero por mi pedido, el ruido que este produce al recoger la vajilla sucia y limpiar la mesa, el estridente volumen del tango en el bar contiguo, los impúdicos besos que se da la pareja de mi derecha, el olor a empanada y a café, las emanaciones de la carne y el pescado, el humo que se devuelve de la campana extractora e invade el recinto, el calor que se multiplica con cada cliente que entra en busca de una mesa, el hambre y el cansancio intensificados a medida que los meseros tardan en atender a los nuevos comensales, los truenos que retumban en la cercanía, los celulares que suenan con cada mensaje o cada llamada, las carcajadas provenientes de una mesa lejana, los aplausos en una mesa donde están reunidos los poetas de la ciudad, la discusión de otra mesa por un servicio que tardó más de media hora, los reproches de unos clientes porque llevan mucho tiempo sin que los atiendan, la lluvia desatada que produce un súbito taponamiento de la única puerta, el sudor que empapa las frentes y los rostros de los meseros que no dan abasto, el agrio olor a cuerpos extenuados, la humedad de la lluvia revuelta con el sopor de las cinco y treinta y tres de la tarde, la espera de mi café con leche con empanada y pandequeso, las miradas furtivas de la mujer solitaria de la mesa a mi izquierda, el saludo estrepitoso de un viejo colega que no se quiere jubilar a pesar de sus setenta y tres años y su mal de Párkinson, la estridente irrupción de los empleados de una peluquería que con insistencia afirman que habían reservado mesa y no la encuentran, el berrido de un niño que no quiere comer lo que la madre le ofrece de su plato, las gotas de lluvia del paraguas que un recién llegado sacude sobre mi mesa, el calor que aumenta a medida que el restaurante se llena ante la persistencia de la lluvia que ahora entra con las ráfagas del viento, la larga fila de recién llegados que esperan un lugar mientras se apretujan contra mi silla y me salpican con sus paraguas, el calor que unido al vaho de los abrigos y de las respiraciones ansiosas empieza a irritarme, los alaridos de otro niño que insiste en que le den ya el helado que acaba de pedir mientras el padre lo acaricia y la madre le dice que no llores más mi amor, el malestar que crece en mi tranquila tarde a las cinco y treinta y nueve a medida que se incrementa mi ansiedad por el café con leche y la empanada con pandequeso que no llegan a pesar de la fatiga y del sofoco que suben en proporción directa con los truenos y el barullo del restaurante, los olores a comida confundidos con los humores y las exhalaciones de los cuerpos que en tufaradas invaden el ambiente mezclados con las emanaciones de vestidos y zapatos empapados y el humo de cigarrillos que entra al lugar empujado por la ventisca, la chocolatina que un joven coloca ante mis ojos y me ofrece por mil pesos tres por dos mil para sostener a la familia y no robar o atracar en las calles de la ciudad porque viene desplazado de un pueblo del norte del departamento a causa de la guerra desatada entre guerrilleros y paramilitares, el susto que me causan su mirada lívida y su cuerpo más flaco que el de un presidiario de película nazi con el temblor de su mano esperando mi moneda de mil y mi impotencia para negarle la compra ante su acorralamiento amparado por el gentío que invade cada rincón del restaurante, mi vacilación para buscar dinero cuando veo que el joven desvía su mirada hacia mi bolso sobre la mesa y el celular que con mis gafas espera que consulte los múltiples mensajes y fotos del aguacero en la ciudad unidos a los memes por la última intervención del presidente ante la solicitud de extradición de un exguerrillero que el país del Norte pide por haber enviado cocaína a las calles de Nueva York, la brusca llegada del mesero con mi café con leche acompañado de empanada y pandequeso que distrae la atención del vendedor de chocolatinas que ahora desliza su mano a la mesa para colocar las otras dos chocolatinas por dos mil pesos mientras observa con atención cómo el mesero mezcla el café con la leche en la taza y deja tres sobres de azúcar con la cucharilla y la servilleta al lado derecho del individual de papel que muestra el logo azul del restaurante, el caos que se apodera de la caja porque la fila de los que entran y la fila de los que salen se confunden y se entreveran hasta el punto de que el administrador ha ordenado presuroso a un empleado que diga al vigilante que limite la entrada porque el restaurante no aguanta más clientes y los productos ya se están agotando, el bochorno que no deja respirar cuando aparece un amigo del vendedor que me ofrece por mil quinientos pesos un juego de dos bolígrafos y dos lápices con borrador y sacapuntas para que lo apoye en su esfuerzo por salir de la drogadicción en el Hogar del Centro donde está interno desde hace tres meses y que tiene un niño para alimentar, el calor que se siente cada vez más y la gente que sigue entrando a guarecerse en el restaurante Versalles atestado de clientes y con numerosas personas esperando mesa o simplemente estorbando, la alarma que me pone a la defensiva cuando el vendedor de chocolatinas trata de desviar mi atención a la vez que la mano derecha del drogadicto aún con el juego de bolígrafos se acerca lentamente a mi bolso, el susto que sobreviene cuando el vendedor de chocolatinas me mira con insistencia a medida que va deslizando su mano izquierda hacia mi celular y en su mano derecha deja ver con estudiada discreción un afilado cuchillo con el que me amenaza, la nube negra que cruza la cara del vendedor de chocolatinas cuando el vendedor de juegos de bolígrafos del Hogar del Centro le indica con los ojos que atrás hay un peligro inminente, mi desesperación e impotencia al darme cuenta de que cualquier movimiento sospechoso mío o de los vendedores puede desencadenar una desgracia a las cinco y cincuenta y cinco de la tarde en medio de un torrencial aguacero y entre una multitud de transeúntes sudorosos y cansados que esperan con impaciencia que cese la lluvia y se despeje la salida del restaurante, la zozobra y palidez del vendedor de chocolatinas y la incertidumbre del vendedor de bolígrafos y lápices que intenta sentarse a mi mesa y tomar la taza de café como si fuera la suya cuando un policía lo sorprende, los gritos de «¡No se muevan!¡Suelten todo lo que tienen! ¡Arriba las manos!» del otro policía que amaga sacar su revólver, el temblor que empieza a invadirme al ver cómo los muchachos se resignan a las esposas que los unen como capturados mientras el primer policía lee los derechos y el motivo de la detención por violación y asesinato que han cometido contra una maestra en el barrio El Espinal, el hervidero en que se convierte el pasaje Junín cuando salen de Versalles con los detenidos porque otros vendedores y habitantes de calle protestan e insultan a los policías e intentan liberar a los muchachos, la rabia que siento al darme cuenta de que mi bolso y mi celular ya no están sobre la mesa y los lentes tirados en el piso vueltos añicos me indican el desengaño de las cinco de la tarde de este día, me hacen soñar con una tarde de verano a fines de noviembre en otra parte.

VOS NO HAS VISTO NADA, VALERIA

Una cachucha gris tapa sus ojos. Es más alto que ella. La cabellera negra y a media espalda le da un aspecto sombrío a la muchacha. Él acerca su cabeza al oído y le susurra algo. Ella sonríe.

El bus avanza con la lentitud del tráfico a las cinco y media de la tarde. Los pasajeros se apretujan cada vez más, a medida que entran por decenas y pocos salen. Fuertes vientos azotan los árboles del separador de la avenida Oriental. Las nubes vienen veloces desde el sur hacia el centro y las primeras gotas se estrellan contra las ventanillas del bus.

Aunque he tratado de evitarlo, ya estoy casi pegado a la pareja. Para disimular, miro hacia la avenida y observo a la gente que corre, abre paraguas y se detiene en los pocos aleros que encuentra. Ya es preciso esforzarme por permanecer desentendido del diálogo que me llega casi nítido al oído izquierdo. Intento moverme hacia el fondo del bus, pero es imposible: somos una masa compacta que viaja a cinco o diez kilómetros por hora, mientras cae un fuerte aguacero.

—Yo le dije que así no podíamos seguir.
—No me dejés, mi vida. No puedo vivir sin vos… Sos la más bella mujer que he conocido en mi vida…
—Claudio, se lo advertí mil veces y no me hizo caso. Ha hecho lo que le ha dado la gana. No me respeta. Usted es un mentiroso… ¡Un cínico! —sigue sonriendo, con los ojos serenos, negros, grandes. He podido verlos porque al decirle «cínico» me dio la cara, pero con discreción desvié la mirada. Y al hacerlo, pasé sobre el rostro del muchacho y vi que era realmente muy joven, tal vez de veinte años y ella debía tener dieciocho—.
—No me digás eso, mi amor, que me hacés daño. Por favor, Valeria, no puedo vivir sin vos —le dice sin importarle que está casi frente a mí, pues el movimiento de los pasajeros y las paradas continuas del vehículo nos han ido acomodando de diferentes maneras. Es cuando me doy cuenta de sus ojos encharcados, colorados, hinchados—.
—Va a tener que aprender, mijito. ¡Le tocó! Usted no me creyó… Usted pensó que soy boba, pero se equivocó, mi querido —sigue impávida con sus cara blanca y hermosa, y con la mano izquierda aferrada al bolso y la otra a la barra del bus—.
—Pollita, no sias así, mirá que hemos pasado muy bueno, que llevamos ya tres años, que todo te lo he dado, que sin vos mi vida ya no serviría para nada… —le dice ya sin importarle el volumen de su voz, su cabeza apoyada sobre el hombro izquierdo de ella y sollozando con más intensidad—.
—No me venga con bobaditas a mí. Tendrá que ver qué hace, hay muchas mujeres… Hay muchas «pollitas», como nos dice, hay muchas tontas que le van a aguantar sus porquerías, pero yo ya no.
—Perdoname, muñequita linda, perdoname. Mirá que hoy es viernes y empieza el puente de Halloween. ¿Qué voy a hacer yo solo por ahí…? —y levanta la cabeza y me deja ver sus ojos llorosos. Yo ya no sé hacia dónde mirar pues los dos prácticamente me rodean, estoy arrinconado contra la ventanilla—.
—¿Solo? No me haga reír. Si quiere métame los dedos en la boca a ver si soy boba…

Tengo que reprimir la risa y también la tristeza. Un par de enamorados que se están separando. Mejor, un enamorado al que están expulsando del paraíso. Por qué será que ella no lo acepta, es lo que me inquieta…

La lluvia persiste. En tres paradas debo bajarme. Ya el tráfico se mueve más rápido. Ella parece una estatua sonriente, no se deja alterar, no muestra algún sentimiento que denote tristeza o rabia. Y esto me infunde temores y sospechas, pues él está cada vez más triste, recuesta su cabeza sobre ella, luego la levanta y me mira. Hace rato que aparento interés en la calle, pero por el reflejo en el vidrio de la ventanilla me doy cuenta de todo.

A él no le importa verse triste. Más bien parece que le gusta que yo sea testigo de su tristeza, del desprecio, del rompimiento que ella le está haciendo a la relación. Otros pasajeros cercanos también se han dado cuenta de lo que pasa en la pareja por ir pegados unos de otros…

—Entonces…
—Entonces qué…
—No me dejés.
—No lo dejo. Ya usted me ha dejado hace mucho tiempo.

Falta una parada para bajarme. Si no tuviera tanta prisa me seguiría hasta saberlo todo. A lo mejor ellos irán hasta la última parada… O han seguido viajando sin importarles que ya hayan pasado sus paradas de rigor. Tal vez ellos se subieron a este bus en busca de un lugar para su plática. Hay gente así: se sube en cualquier bus o en el metro, solo para seguir una conversación difícil de sostener en un lugar apacible, como puede ser un parque o una cafetería.

El joven sigue triste, pero sin gemir. Sus lágrimas caen sobre el hombro de la muchacha. Ella sigue con su mano derecha en la barra y la izquierda aferrada al bolso, sosteniendo la cabeza de su amante. Sus ojos limpios son dos esferas blancas con dos iris negros, y sus labios están pintados de violeta. Él tiene ojos grises, piel trigueña clara, pelo castaño y labios pálidos.

—Si me dejás, me mato. ¡Te lo juro por mi diosito que me mato!
—Usted verá. No me chantajee con esa bobada.
—No sé qué hacer…
—Claudio, yo sí sé qué voy a hacer. Además, usted no está solo, suficientes amigos y amigas tiene, esos que usted llama «parceritos» y con los que se mantiene… Yo vi todo…
—Vos no has visto nada, Valeria, ¡nada! Son esas obsesiones que manejás desde que nos conocimos.
—¿Obsesiones? Sí, obsesiones, ¡cómo no! ¿Se acuerda de la noche en La Boa, donde lo vi con el poeta ese del que tanto me hablaba…? Allá estaba usted besándose en la boca con él… ¡En la boca con ese tipo tan feo! ¡Qué asco! Yo no sabía que usted era así…
—¿Yo…? ¡¿Besándome en la boca con un hombre…?! ¡Qué película en la que te montates para terminar conmigo!
—Pues siga en la película, Claudio, que usted es muy buen actor romántico…
—Valeria, por favor…

El bus se detuvo en la estación de San José. Esperé para bajarme de último a ver si por fin llegaban al desenlace del drama. Ella se dispuso a bajar, pero el muchacho trató de agarrarla del brazo. Ella lo rechazó y de un jalón se zafó, bajó con rapidez y tomó la avenida en sentido contrario a la dirección del bus. Yo me bajé con la esperanza de ver la escena del joven también bajándose de prisa para perseguirla, pero en ese mismo instante el bus cerró las puertas y arrancó… Me quedé solo, resguardándome de la lluvia en el paradero del Metroplús.

¿HOY ES 1 DE DICIEMBRE?

Al salir de casa creo que no regresaré. Me imagino que voy a dar el último paso. Y aun así veo que sigo en mi rutina a pesar de que ya he muerto. Por eso continúo afeitándome a pesar de la duda. Observo la piel que va quedando limpia. Después lavo la espuma y refresco la cara con la loción.

Hoy es mi cumpleaños.

Lo mismo sucede cuando me acuesto a dormir: siento que me voy a morir. En el silencio de mi oscuro cuarto, adonde apenas llegan lejanas las campanadas del reloj de la catedral, siento que mi corazón late sin sobresaltos ni interrupciones. Respiro con normalidad. Ningún dolor ni sudor ni agitación perturban la quietud de mi organismo, entregado por completo al acoso del sueño que pronto se precipita sobre mis ojos y me doblega la conciencia. Un poco antes de dormirme recuerdo todo lo que hice y lo que dejé de hacer, en especial, la obra que siempre he querido escribir. En el umbral del sueño, uno de los personajes que está adquiriendo vida en mi novela se para e intenta apoderarse de mi voluntad, pero el guardián de mis sueños es implacable: enseguida corta de tajo su presencia. Cuando estoy a punto de abandonarme por completo a él, pienso que tal vez no despertaré nunca más, que no leeré los libros que se acumulan en mi escritorio, que el personaje de mi novela quedará allí parado sin cuerpo ni voz ni conciencia ni acción.

En la mañana, lleno de entusiasmo, entro en la ducha. Apenas abro el grifo veo que caigo fulminado por un infarto, y que el agua sigue fluyendo hasta que el piso se inunda y los vecinos tocan a la puerta porque el agua ha llegado a sus apartamentos. Como nadie abre, llaman a la autoridad. Apenas ingresan, encuentran tapetes, zapatos, papeles, cosas flotando por todo el piso. Y mi cuerpo en el baño recibiendo una tibia lluvia. Parece no importarme que me encuentren desnudo, tirado, doblado, con una mueca indescifrable, sin que se distingan el pavor de la inexistencia o el hastío del paso por este mundo.

Así me sucede cada que empiezo a afeitarme. La espuma en mi cara oculta las arrugas y disimula las canas de mi barba. Tengo una edad indefinida… Entonces rezo mi oración matinal: «Que a la hora de mi muerte esté cumpliendo las rutinas de mi vida». Una vez afeitado y perfumado doy un paso y caigo al piso, listo para ingresar en el ataúd.

Hoy es diciembre.

Esta es mi rutina cotidiana. Luego del desayuno, salgo y elijo un taxi con un chofer que no tenga la apariencia de atracador o de marihuanero, y que vaya bien vestido. Sobre todo, que no eleve el volumen de su radio apenas me acomode en el asiento de atrás y abra el periódico del día. No me gusta que me hable de fútbol ni de política. Que no se queje del clima ni de los trancones. Que menos se refiera a su mujer, a sus hijos o a su última aventura erótica. Y que no me pregunte si estoy vivo ni me diga: «¡Aquí no te vayás a morir…!».

Apenas he avanzado unas cuadras, la muerte se me aparece en el motociclista aplastado por un camión en la autopista. Mi cuerpo ya está cubierto por algún trapo. ¿Ese soy yo…? Entonces, a pesar de estar allá tendido, luego caigo fulminado en la esquina cercana al edifico donde vivo. Alguien me tapa con una sábana para que mi cara de muerto no cause infartos o disgustos a los vivos, y para que los niños no vayan a pensar que ellos también van a morir. Alguien más pasa de largo y se niega a contemplar mi cuerpo exánime, porque no puede echarse a perder el día de su primer encuentro amoroso.

Hoy es el día de mi muerte.

Llego al trabajo y me doy cuenta de que no he leído el periódico en el taxi, sino que he entrevisto y planeado mi muerte. Ahora dudo de estar muerto cuando el chofer me cobra el pasaje. Entonces siento una gran angustia, pues no sé si quedé allá tendido en la esquina, si estoy tirado en la autopista, si quedé en el baño o si continúo en el taxi. Llego al trabajo, entro en la oficina y los compañeros me saludan como si no estuviera muerto, aunque continúe en el taxi que me trajo hace unos minutos.

Perplejo, me dirijo a la cocineta de la oficina, donde Marielita me espera con una humeante taza de café. Me extraño al ver que me sonríe como si no me viera la cara de muerto. ¿Será que ella también está muerta? ¿Y mis compañeros de oficina? ¿Estamos muertos y hemos seguido nuestras rutinas en otra dimensión, como si nada, en un continuum infinito de la vida anodina que aquí… allí… llevamos? Dudo entonces de estar muerto y repaso todo el trayecto desde mi apartamento hasta la oficina, ocho kilómetros y medio de Bello a Medellín. Estoy en el undécimo piso del edificio, en toda la esquina de la avenida Oriental con la calle Caracas.

Cansado de esperar que voy a morir en el segundo inmediato y previendo lo que seguirá sucediendo después de muerto —el agua fluyendo, los carros atravesando la ciudad, los transeúntes llegando a su destino, los colegas engrandeciendo la empresa, el sol iluminando, la tierra girando, la galaxia extendiéndose, el tiempo dilatándose, los libros en sus estantes y mi personaje esperando que le dé vida—, regreso desilusionado a mi apartamento.

Hoy cumplo años.

Al llegar siento un terrible cansancio. Creo que no soy capaz de subir los cinco pisos. Veo gente en la entrada y un aviso funerario. Alguien del edificio ha muerto… Tal vez la mamá de los Uribe que sufría de Alzhéimer… Creo haber visto gente conocida, familiares, amigos, colegas… Estoy muy débil para averiguarlo. Puedo ser yo, pero ya he muerto y por eso nadie se ha percatado de mi llegada. O no he muerto aún…

Alguien duerme en mi cama. O estoy en un apartamento equivocado. Me ha sucedido. Una noche llegué muy tarde a mi apartamento de Tramontana, tranquilamente abrí con mi llave, entré sigilosamente para no despertar a la familia y al llegar a mi habitación me di cuenta de que no era la mía. La fortuna de que nadie estuviera allí ese sábado me libró de una incómoda y hasta peligrosa situación. Ahora no me atrevo a despertar a la persona que duerme en mi cama; tampoco es preciso levantar la cobija para identificarlo. Con seguridad, estoy en mi apartamento, pues acabo de pasar por el túnel verde que durante estos veinticinco años he ido tejiendo con matas en el corredor, pero prefiero salir antes que verme muerto e ignorado…

¿Hoy es 1 de diciembre?

Bajando las escalas caigo en la cuenta de que me voy a encontrar con toda esa gente conocida… ¡Y cómo fue que no los saludé ni me saludaron al entrar! Es extraño, alguien debe estar durmiendo en mi cama. Mejor regreso a comprobarlo. Con seguridad no me he equivocado de apartamento como la otra vez en Tramontana. Esta es la torre 1 del edifico Barlovento. Entro en el 403, recorro mi túnel verde, el viento acaricia el follaje, suena el móvil de pececitos de ónice que pende del techo. Todo está como me gusta: el mismo olor e igual sonido de la nevera, como en la mañana antes de caer fulminado en el baño, antes de caer muerto en la esquina cercana a mi apartamento, antes de quedar tendido en la autopista, antes de bajarme del taxi donde sigo el viaje ya muerto, antes de llegar a la oficina y encontrarme con la sorprendida Marielita al ver mi cara de vivo…

Ahora estoy frente a mi cama, ocupada por alguien que duerme en paz. No me atrevo a levantar la cobija que lo cubre por completo. Es posible que sea un intruso. Es posible que me haya equivocado de apartamento o hasta de edificio. Es posible que yo no haya muerto, que el que duerme sea yo. Es posible que quien permanece parado frente a mí sea yo mismo después de muerto…

Hoy he muerto.

Es lo mismo que me sucedió aquella mañana de diciembre cuando al afeitarme creí que ya estaba muerto, que había quedado en el baño recibiendo una lluvia de agua tibia. Es lo mismo que me sucede cuando estoy vivo: que a veces creo que sigo haciendo las mismas cosas a pesar de estar muerto, las cosas de cuando vivía como si ya muerto siguiera en mi rutina, con la diferencia de que mi cuerpo ya es otro, invisible para los ojos de los muertos.

Envigado, 23 de marzo de 2018, a mis sesenta y ocho años de estar vivo… ¿O muerto…?

* * *

Estos cuentos pertenecen a un libro inédito titulado «Regreso a Medellín». Obra que se introduce en el corazón del centro de la ciudad y atraviesa diversas circunstancias anómalamente —normales en nuestra urbe—.

__________

*Óscar Castro García (Medellín, Colombia, 1950). Licenciado en Filosofía y Letras de la Universidad Pontificia Bolivariana y maestro en Letras (Literatura Iberoamericana) de la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesor jubilado de la Universidad de Antioquia (1976-2008), narrador y ensayista. Algunas obras académicas: Seis poetas de la academia (2008), Un siglo de erotismo en el cuento colombiano: Antología (2004) y Poética, noche y muerte en la poesía de Álvaro Mutis (1993). Algunas obras literarias: la novela ¡Ah mar amargo! (1997) y los libros de cuento Sola en esta nube (1984), No hay llamas, todo arde (1999), El viaje más corto (2017) y Cuentos reunidos 1979-2015 (2023); Días sin nombre se encuentra en proceso de edición (Editorial Universidad de Antioquia). Reconocimientos literarios: Premio único del VIII Concurso Latinoamericano de Cuento (Puebla, México, 1979); premio único del III Concurso Nacional de Cuento Argemiro Pérez Patiño (Medellín, 1983); premio único del I Concurso de Obras Inéditas de Carácter Literario, Concejo de Medellín (Medellín, 1988); y primer Premio del II Concurso de Cuento Gabriel García Márquez, convocado por la revista La Casa Grande en la VI Semana Cultural de Colombia en México (México, 1997).

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