REUNIÓN

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reunion

Por Mónica Flores Correa*

Ilustraciones de Juan Camilo Medina Zapata**

Sin padre ni madre,
Sin Dios, tampoco patria.
Sin cuna ni tapa de ataúd,
Sin besos, tampoco amante.

A Attila Fehér, nacido en 1944, le pusieron el nombre de pila descaminado, contrario a su aspecto enjuto, por el nombre del poeta Attila József —citado como József Attila, pues en Hungría el apellido se escribe primero—. Cuando algunos lo miraban burlones por el contraste entre su insignificancia y el nombre que evocaba un terror gigante, él explicaba que los padres pensaron en el poeta muerto, no en el bárbaro de la pésima fama.

Cuando la actitud sarcástica lo irritaba, añadía que el Attila maligno era petiso. «¿Usted no lo sabía? Nunca es tarde para aprender algo», decía devolviendo el sarcasmo con mirada y tono. Rara vez tenía estos arranques. Un hombre manso, casi siempre. A quien pese a la fatiga de aclararle a los impertinentes, le gustaba llevar el nombre del poeta. Que murió joven, una muerte que pareció accidente, sospechado suicidio. Luego creció su fama. Merecida justicia: tardía la justicia.

Attila era el menor de una familia de cuatro hermanos. Un pensamiento tardío, diría la madre, justificando su descuido. Gyula, el penúltimo, le llevaba ocho años.

La idea tardía fue una buena idea. A la madre le sirvió de consuelo —y bastón y andamio y refugio y paliativo—. Los otros tres murieron. Gyula en la rebelión del cincuenta y seis, peleando en Józsefváros no lejos de la zapatería. Tres balas lo condenaron: en la frente, en la garganta y en el pecho.

En la guerra, años antes, murieron los mayores. Uno de ellos —¿Jenő? ¿Péter?— envuelto en la ignominia. Jenő o Péter, la madre se negaba a decir quien de los dos fue el miliciano de la Cruz Flechada, había fusilado compatriotas. Judíos, no judíos, los que dejaron sus zapatos a la orilla del río, según habían ordenado los verdugos. ¿Péter? ¿Jenő?, la madre decía que era uno; otras, que era el otro. Un gesto de amor que sin querer, manchaba al inocente. Quienquiera que fuese el inocente.

El padre jamás hablaba de los muertos. Si se los nombraba, de inmediato lloraba unas lágrimas discretas y así discreto, pudoroso, se iba de la habitación donde estuviese. Murió meses después de Gyula; como el levantamiento, derrotado.

¿Jenő? ¿Péter? Los amigos, los vecinos, asimismo decían no saber. Se confundían, ellos también, eso decían. Claramente, callaban.

Péter o Jenő, en fin, el otro (y había acuerdo unánime en los susurros de que era Péter), el resistente, a él lo mataron en los días finales del sitio a los Nazis. Se había unido a la resistencia polaca, pero con la confusión de las identidades, su heroísmo no obtuvo el merecido lugar debido a la mitología familiar algo demente y embarrada.

Pese al amor, pese a entenderla, Attila resintió que la madre se negara a identificar al criminal. Cuando preguntó, y fue más de una vez, ella dijo que pensase en cambio en Gyula. En su idealismo, su valor, la lista de virtudes. Que pensara, y así pensaba ella, en el joven mártir cuya sangre retornaba el honor a la familia. El redentor. En vez de pensar con grandilocuencia en ese último hermano, Attila quedó sumergido en la pena de su ausencia. Extrañó las tardes de pesca juntos, su ayuda cuando estudiaba esa matemática que nunca entendía, y sobre todo su saludo, siempre el mismo, siempre molesta esa caricia y sin embargo una caricia, ese revolverle el pelo, el despeinarlo. Y debió tragarse el llanto. Llorar de noche, ahogar sollozos bajo la almohada. Por su madre y por miedo a los asesinos institucionales que vigilaban a la familia del insurgente.

Por último dejó de preguntar y después de un paso rápido por la facultad de Lenguas y Literatura, endiablado también aquel estudio, aceptó que su destreza era manual. Por propia cuenta se aplicó a aprender bien inglés, deslumbrado con Blake y Donne, ni qué decir de los Cuartetos de Eliot, y con aquello de the quality of mercy, versos que lo emocionaban y que después de recitarlos, lo dejaban en silencio.

Trabajó en una sastrería (la madre cosía bien, buena modista; de ella aprendió el oficio. La madre sostenía que no cosía para mujeres con prontuario, se refería a las esposas de los apparatchiks aunque esto quizás era otro capítulo de la mitología). Un tío lejano lo llevó de ayudante a la diminuta zapatería. Dos décadas pasaron, aquel buen pariente murió y Attila siguió con el negocio, reparando y haciendo zapatos.

Una vez, Dorina, la prima de Buda de edad pareja a la de Attila, la compinche de una vida entera, quebró el silencio, el hermetismo familiar digno de logia masónica. Le preguntó por la coincidencia de que hubiese tanto zapato en su existencia. Ja, dijo él, pues recién lo pensaba. Pensando un poco lo generalizó, aunque sin lavarse las manos. Es una coincidencia incómoda, dijo, que los húngaros seamos famosos en el mundo por los buenos zapatos y que tengamos una historia negra de zapatos.

La inconsistencia que definió a su hogar, modeló su irresolución, la conducta errática.

Le gustaba su trabajo, no lo suficiente para dedicarle más tiempo —y así las horas del negocio eran inciertas—. Considerado uno de los mejores del oficio, no hizo dinero. Conservó el prestigio y la etiqueta de excéntrico y así, muchos clientes solventes decidieron olvidarlo.

En la vida amorosa, la suerte de acuerdo con su estilo, le jugaría dispar. Tenía veintiún años cuando se casó con una compañera de escuela, una vecina de Jószenfváros. Se llamaba Ilse, una criatura morena, físico y mente endebles. Attila creyó que era amor la solicitud protectora que por ella sentía. No se preguntó si ella lo amaba. De hecho, tomó por amor la necesidad de protección que ella tenía. Al año y meses, Ilse se fue a vivir con una hermana casada. Un problema respiratorio la hizo regresar a su condición de niña. La hermana vivía en los confines de Pest. Difícil visitar a la esposa. Atilla le escribía cartas y la veía cada dos semanas. Hasta aquella visita en la que descubrió que Ilse, la hermana y su marido, se habían ido de Budapest, sin dejar dirección, sin instrucción alguna para futuras visitas.

Attila no guardó rencor. De tanto en tanto, besaba aún la foto de la muchacha, le deseaba lo mejor.

No volvió a casarse. Anduvo de puta en puta, por ellas muy querido debido a su bonhomía, su naturaleza tímida, su básica decencia. Conoció a Licia, también señora de la noche a quien amó, de veras amó, ternura potenciada, sabia y sin celos. Un amor compañía, de muchas tardes, muchos años. Con el tiempo, un amor de palabras básicas, películas, buena música —a Licia le gustaba el jazz y las canciones francesas— mutuos consejos, vino caliente, dedicación en enfermedades, malestares pasajeros, termómetros, baños de pies, cenas los domingos, picnics en el verano. Licia, resuelto el aire, los ojos grises, sentido del humor, pronta la carcajada, penas sin revelar, no le hablaría de su historia (en el último cajón, doble candado, de su existencia; no le hablaría a él, corazón de oro, debilidad lacrimal, de viejos abusos ni de sordideces en un pasado duro). Un amor compañía de muchas tardes, muchos años. Hasta el día que Licia lo dejó.

Fue en su noche de asueto. Le dolió el pecho, se acostó, amaneció muerta. Attila guardó las cenizas en una caja de zapatos italianos, naranja y marrón, siempre pensando en transferirlas a un envase de metal, siempre pensando en llevarlas al Danubio —siempre resistiéndose a esto último y dejando para mejor día lo primero—.

Una humedad en el dormitorio arruinó libros y cenizas. A estas las apelotonó, un mazacote. A Licia, la de vestidos provocativos y baratos pero impecables, le debió disgustar. Entonces finalmente el Danubio y un domingo de cielo blanco y raro y humo en el río, acompañado por Lottie y Elek, sus ayudantes, que ya estaban con él, que ya lo querían, la dejó a Licia con todo amor, con puro amor, deshacerse en el agua.

Con la muerte de Licia, a Attila le recrudeció la reticencia. Durante un año, como para mantenerse ocupado, fue todos los días a la zapatería. Después regresó a la normalidad, su tendencia a la reclusión y a los caprichos, las cancelaciones de última hora a la entrega de zapatos a los clientes, algunos con eventos a la vista que requerían zapatos flamantes. Y otras cancelaciones, a fiestas, a café con amigos.

Hasta que en Lottie y en Elek, los rescatados, los refugiados, reencontró sentido y alegría. En aquellos chicos contrabandeados por la prima Dorina —vergüenza, vergüenza, los tienen peores que animales en la estación— a los que ambos decidieron ayudar. Disimulando todo los que fuese necesario, mintiendo todo lo que fuese necesario, fraguando todo lo necesario.

Un contrabandeo diligente apoyado por una organización humanitaria y una de las iglesias. Así lograron instalar a los muchachos en dos habitaciones alquiladas por poco a alguien de esa red de bienhechores, y en la zapatería, por supuesto, enseguida tuvieron trabajo.

Hijos de la vejez. Como había sido Attila; pero estos, adoptados. ¿Qué parentesco unía a los chicos, si acaso alguno? ¿Hermanos, primos? ¿Vecinos en el pueblo del que huyeron? Hasta dudaban de que hubieran dicho sus verdaderos nombres. Sonaban alemanes, eran alemanes; sonaban elegidos. Al azar, al tuntún. Igual que el parentesco.

—Hermanos —dijo Lottie.
—Primos —dijo Elek.

Fue una de las pocas mentiras, pues dada la circunstancia, no era necesario saber más y por consiguiente, no era necesario mentir más.

En cualquier caso, el zapatero y los empleados —el padre o tío o abuelo y sus hijos o nietos u otros parentescos varios— se tuvieron instintivamente confianza, un sentimiento instintivo de bestia y su prole. Y Attila en la vejez, encontró un resarcimiento con el que no había contado.

Sin padre ni madre,

Sin Dios, tampoco patria.

Attila se sentía orgulloso del nombre compartido con el poeta que escribió «Con corazón puro», esos versos favoritos. El poeta lo había escrito a los veinte años. Le había gustado desde siempre, pero fue recién de viejo, cuando los rescatados entraron en su vida que entendió el poema como un anuncio finalmente realizado, materializado en las caras pacientes, recelosas de sus protegidos.

Un encuentro arreglado desde el comienzo del mundo o de las eras (Tilda y Guido traerían a colación unas arañas).

O sin alharaca —uno no es tan importante al fin y al cabo— aquello inexorable y a la vez imponderable que se juega en cada vida. Por minúscula que sea, o por heroica.

* * *

El presente texto hace parte de la novela inédita «Reunión», de Mónica Flores Correa.

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*Mónica Flores Correa es escritora. Entre sus trabajos, figuran las colecciones de cuentos Agosto (Artepoética Press, 2010) y Dos (Artepoética Press, 2013), así como el guion del documental «Burnt Oranges/Naranjos», dirigido por Silvia Malagrino, artista residente en Chicago. «Burnt Oranges» recibió el primer premio del festival ReelHeart de Toronto, Canadá, en 2005, y también los premios «Cine Golden Eagle» y «Aurora» de Estados Unidos. Con Malagrino también ha realizado otras colaboraciones para exhibiciones y filmes, ambas trabajaron en el proyecto de un libro de arte con texto de la autora. Flores Correa trabajó como periodista para publicaciones en Argentina, su país de origen. Por esta labor, obtuvo la beca Nieman para periodistas de la Universidad de Harvard. También fue corresponsal en Nueva York para diario Página 12 de Buenos Aires, en los años 90. Actualmente, enseña español y literatura en el Instituto Cervantes de Nueva York. Es autora de la novela «Reunión», aún inédita. A las traducciones de carácter académico, suma ahora el cuento «Los Muertos», un favorito de ella, cumpliendo así con su devota afición por James Joyce. Satisfacción a la que se agrega haber hecho este trabajo junto con Cristóbal Williams, su marido.

** Juan Camilo Medina Zapata. Diseñador  gráfico de la ciudad de Medellín, delineante  en dibujo y modelado arquitectónico. También se desempeña como acuarelista e ilustrador independiente, además es el líder de diseño de Epimeleia Editores en la ciudad de Medellín. Uno de sus últimos trabajos como ilustrador  es el libro «Los selváticos  a los cien años de la publicación de la vorágine», de John Jaime Estrada González.

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