REVELACIÓN
Por Sonia Emilce García Sánchez*
Esa mañana al despertar, escuché frases que, por años, había intentado olvidar. Sorprendida, quise ubicar el sitio de donde provenían; por primera vez fui consciente de que no eran producto de mi imaginación.
En el cuarto había pocos objetos detrás de los cuales se pudiera ocultar algo o alguien. Pero al mirar la cortina, que daba justo al frente de mi cama, supe que ese era el lugar de donde provenía la voz. ¡Y no fallé! Al mirar con atención, vi como en la tela se iba revelando una figura.
Detenida contra el espaldar de madera y llevada por un instinto protector, me persigné. No podía creer lo que estaba pasando, y atónita vi como ese ser reveló un rostro de mujer.
Recordé los aprendizajes recibidos en la infancia y pronuncié las palabras que me salvarían de todo mal o peligro, de almas en pena, de diablos o extraterrestres.
—«¡En nombre de Dios Todopoderoso, dime qué quieres!»
Con voz casi suplicante, el espectro respondió:
—¡Comparte este dolor!
—Y, ¿qué sé yo de tu dolor?
—¡Hablaste conmigo y me ofreciste ayuda!
—¿Dónde?, ¿tú quién eres?
—En el cementerio…
Comprendí que la dueña de las frases de mi recuerdo era ella, la madre y, para confirmarlo, las repetimos al mismo tiempo:
—¡Este no es mi niño!, ¿dónde está su cuerpo? ¿Me lo cambiaron?
Contuve la respiración. «¿Cuántas veces he intentado escribir esa historia?», me pregunté… «y todos los intentos han sido fallidos».
Me sobrepuse al dolor del fracaso y pregunté:
—¿Y… cómo te puedo ayudar?
—Libérame de la esclavitud del dolor, es la única forma que tengo para reunirme de nuevo con mi pequeño hijo.
Guardé silencio —por primera vez en mi vida no fui pronta en comprometerme con un: ¡sí, te ayudo!— y como si creyera que lo que estaba sucediendo era un sueño, centré mis ojos en el espectro: por la postura que asumía noté que estaba vencida, agobiada; su rostro era escalofriante, —La palabra mueca nunca me ha gustado—, y en su rostro, la mueca era la huella que le dejaba el dolor.
Por un instante pude ver sus ojos, pero se fueron anegando entre las lágrimas, hasta que sólo quedó en cada cuenca un vaho gélido. Observé su nariz chata, roja y después de un segundo vi cómo era absorbida por un suspiro avasallador. Al centrar mi atención en su boca, sentí compasión cuando vi el gran esfuerzo que hizo, para acompañar con una sonrisa la frase de: «te quiero hijo». No la pudo terminar, la voz se le entrecortó y entre lamentos volvió a decir:
—¡Éste no es mi niño!, ¿dónde está su cuerpo?
Atónita, vi como los dientes se le agolparon y cayeron en cascada, mientras que la lengua se transformaba en un látigo, que por donde pasaba dejaba ver un abismo.
Me sentí sobrecogida con esa visión y recordando la petición que me había hecho le pregunté:
—¿Cómo puedo ayudarte?
—Escribe mi historia.
—¡Contar tu historia! —exclamé— No es así de fácil.
Y le expliqué los muchos intentos que había hecho: utilicé un narrador en primera persona, luego ensayé con uno omnisciente, también la escribí desde la visión focalizada del desprevenido observador, desde el lugar de la madre, desde la perspectiva del niño…
Con un deje de desánimo le aclaré que todos los intentos terminaban en un archivo olvidado.
—Sólo cuenta lo que viste ese día, lo otro, lo que falta, yo te lo dictaré.
Cogí el cuaderno de notas y esto fue lo que escribí:
Corría el año 2000, mi hija Ana María me pidió que fuera con ella y su amiga Deisy al cementerio de Envigado, para acompañarla en el ritual de la sacada de los restos de su madre.
Estábamos esperando a sus familiares, cuando el llanto desgarrador de una mujer llegó hasta nuestros oídos. Giramos en busca del lugar de donde provenía y, guiadas por los sonidos del dolor, caminamos hasta llegar al lugar.
Sin recato, nos acercamos al corrillo y vimos hincada en el suelo, cerca de un pequeño ataúd, a una madre que sostenía un cráneo que aún llevaba la gorra del Atlético Nacional, y mientras lo mecía entre sus manos, miró a su esposo y le dijo:
—¡Este no es mi niño! ¡Mirá! ¡Así de acabadito no lo enterramos!, ¿dónde está su cuerpo?
Los presentes, que no llegábamos a siete, nos estremecimos y, sin poder contener el llanto, posamos nuestras manos sobre los hombros de la madre, como si con ese gesto quisiéramos infundirle valor.
Solo el sepulturero tuvo la fuerza para tomar el cráneo y dar cumplimiento al ritual de exhumación.
Nos alejamos y esperamos a que llegaran todos los familiares de Deisy, que como una benevolencia del destino, aceptaron la propuesta del sepulturero de aplazar la sacada de restos para dentro de ocho días.
Salimos devastadas.
En la puerta del Campo Santo estaba la desconsolada madre del niño. Llevada por mi impulso maternal me acerqué, la abracé y le dije:
—Comparto su dolor, si me necesita, no dude en llamarme, y le entregué mi tarjeta.
Dejé la pluma sobre el cuaderno, hasta ahí llegaba mi historia.
El espectro, al ver que yo había terminado, me dictó lo siguiente:
«Luego de ese día, la madre se hundió en el dolor. Pronto dejó de comer. Se fue su deseo de vivir y abrazó La Muerte. Pensó que ella todo lo sanaría y que, al morir, se reuniría con su hijo en el lugar donde todos están completos, sanos y bellos. Pero no fue así. Ahora revive una y otra vez la muerte y el reencuentro desolador de la exhumación de su pequeño. Y la fe de estar de nuevo con el hijo completo se aleja cada vez más».
Y luego agregó:
—En el abismo en el que me hundo, la veo a usted en las noches cuando escribe; usted es como una lucecilla que brilla en medio de la nada. Yo he estado presente en cada uno de sus intentos por escribir esta historia. Por años he intentado comunicarme para dictarle el final, pero usted se bloqueó por estar obsesionada con la forma.
Ahora que por fin usted me escuchó y logró escribir la historia, sé que pronto se dará el reencuentro.
Extrañada, le pregunté por qué tenía esa certeza y, con voz serena, dijo:
—Porque cada vez que alguien lea mi historia, disminuirá el dolor, y mientras más la lean, más se aliviará y cuando por fin la historia esté en el recuerdo de muchos, yo estaré libre de él y podré reunirme con mi hijo.
Sonreí, me sentí sobrecogida. Ella también sonrió y me dijo:
—¿Puedo pedirte un último favor?
—¿Cuál sería?
—Escucha a los que vienen detrás de mí y no dejes de escribir.
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El presente cuento hace parte del libro de antología «Eso es puro cuento», publicado por Editorial Libros para Pensar, en 2021. www.librosparapensar.com También puede conseguirlo con la autora escribiendo a su correo: unicrea@gmail.com
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* Sonia Emilce García Sánchez nació en Envigado-Antioquia. Es Licenciada en Educación Especial egresada de la U de A. Actualmente está vinculada con Secretaría de Educación de Medellín en el programa Todos a aprender (PTA) en la I.E. Reino de Bélgica. Ha participado en talleres con el profesor y escritor Luis Fernando Macías Z, director del taller de la Cooperativa Médica de Antioquia COMEDAL y del profesor y escritor Memo Ánjel de la UPB. Ha publicado los libros:
«Corazón valiente» cuento infantil para colorear (2018) Universidad CES; «Un regalo inusual» (2016) y «El zoocielo» (2014) con ilustraciones suyas. También ha publicado en antologías de cuento con historias de su personaje Maú, una niña con síndrome de Down, en la colección Palabras Rodantes de Comfama y el Metro de Medellín 2014, Universidad de Antioquia y Asmedas. Asimismo, ha publicado en la revista virtual Gotas de Tinta (revista digital) N° 15 (El lápiz labial de mamá) N°17 (Maú tiene gripa) N°22 (Un regalo del cielo) y N°31 (Menos de un minuto) .
Excelente cuento, felicitaciones!!!
Que lindo Sonia…un abrazo.