RISARALDA (1935) Y ANDÁGUEDA (1946): REPRESENTACIONES DE UNA EXCLUSIÓN
Por Juan Carrillo Aranzalez*
Son demasiados los discursos que reivindican los derechos de comunidades afro e indígenas actualmente en Colombia. Sin embargo, en la revisión historiográfica así como en las representaciones simbólicas generadas a través de los tiempos en el arte, en especial la literatura, son pocos los constructos que se tienen para poder cohesionar un discurso lo suficientemente fundamentado sobre la violencia que se ha gestado a lo largo de los tiempos en el país.
Es una labor de la crítica literaria explorar todas aquellas propuestas estéticas e ideológicas que desde la narrativa local han abordado la presencia tanto de afros como de indígenas en algunos momentos de la historia nacional. El presente ensayo pretende reconocer las representaciones que de estas comunidades se inscriben en las obras Risaralda (1935) y Andágueda (1946) así como proyectar una representación étnica marcada por la exclusión que posiblemente aún se acentúa en el imaginario social colombiano.
RISARALDA: DE SOPINGA A LA VIRGINIA
Risaralda (1935) de Bernardo Arias plantea la vida de la comunidad afro radicada en sus inicios en un poblado que forjaron y al cual dieron por nombre Sopinga; el cual, luego de la entrada de los blancos y la incidencia directa del Estado, pasó a llamarse La Virginia, nombre que acuña actualmente (atendemos al carácter histórico de la novela y sus referencias). En esta novela se cuentan las vicisitudes de aquellos pobladores originarios. De igual forma el lector es testigo de costumbres, tradiciones, visiones de mundo y todo lo que encierra el imaginario del afro en tierras risaraldenses.
La obra es generosa en evidenciar una imagen del nativo de Sopinga. Los oriundos de este territorio se caracterizan por ser «gentes rascapulgas y quisquillosas, de una erudita barbarie. Malgeniados, la riña es su diversión y un hombre hacíase despreciable si alguna vez había sido derrotado o no había cometido siquiera un homicidio» (Arias, 1935, p.11). En las líneas que siguen a Risaralda se tiende a reforzar la idea de violencia extrema, barbarie entre vecinos del pueblo, a su vez que se proyectan alusiones negativas de sus pobladores. Estas fijaciones en los modos de representación van en consonancia con lo expuesto por Agudelo (2004) en lo referido al «prejuicio racial vigente en las prácticas de discriminación y segregación que subsisten en la cotidianidad de las relaciones sociales» (p.182).
La vida de Juancho Marín, Vicentico Martínez, Pacha Durán y demás personajes son bien articuladas al diario vivir del pueblo. Las dinámicas que sobresalen del relato y que vinculan el ser en colectividad están relacionadas con la fiesta. Al respecto, son magistrales las descripciones que el narrador–personaje hace de los bailes autóctonos del afro: currulao, bambuco y las distintas danzas africanas. En estos sobresalen visos de sensualidad y erotismo: «El espasmo hace girar esos senos salvajes y apetitosos que giran como trompos, en tanto que los pitones se yerguen lascivos en una erección fálica que es como la invitación a que el macho enarbole pronto sus virilidades altaneras» (Arias, 1935, p.36).
Si bien todo el ambiente nativo configura una buena parte del relato, es inminente que la llegada de los blancos a Sopinga trajo consigo cambios radicales. Con ellos viene la imposición, el accionar anulador de las tradiciones, el abuso de poder. Ante ello, la obra denuncia los diversos atropellos que ocurren en el interior de la comunidad. A la par del relato que da cuenta de Sopinga y su posterior transformación a La Virginia, se erige la historia de Juan Manuel Vallejo, un joven blanco, aventurero que llega a Portobelo, cerca a La Virginia. Este personaje, luego de insertarse en la lógica de la labor campesina, se ve involucrado en amoríos con la hija de Durán, la Canchelo. Además su gallardía le permite hacerse frente a Víctor Malo, un forajido de esas tierras.
Dentro de todas esas exaltaciones a Juan Manuel, por parte del narrador–personaje, dado su espíritu libre, aventurero y posibilitador de paz en la región, hay una mención especial para la exaltación de ciertos elementos representativos de «orgullo colombiano»: el bambuco, el machete y aguardiente. A pesar de querer correlacionar estos elementos como propios de la cultura colombiana, es lógico interpretar en esos rasgos una oda a la cultura antioqueña, paisa particularmente, por cuanto estas representaciones se ligan al héroe Juan Manuel Vallejo. En últimas, la novela legitima lo antioqueño como lo superior; lo afro se entiende como «exótico» y no adquiere mayor relevancia.
POR LOS CAMINOS DE ANDÁGUEDA
La novela Andágueda (1946), escrita por Jesús Botero Restrepo, da cuenta de los procesos de colonización del espacio selvático y minero en el Chocó por parte del hombre blanco, así como los diversos conflictos que surgen de este proceso con los nativos indígenas y afros de la región. A través del relato, podemos asistir a las vicisitudes de Honorio Ruiz, campesino de origen antioqueño, quien hace parte de la ruta invasora; gracias a la interacción con las comunidades originarias del lugar, se posiciona en ellas, alcanzando unos niveles de interacción sociocultural significativos que se aprecian en el relato.
Es claro que el tópico dinamizador de la novela gira en torno a la empresa aurífera, la cual históricamente ha sido el motivante de las compañías o grupos de personas del interior del país. Tal como lo revelan los estudios acerca del tema, se infiere que: «En esta área, la minería de oro era el único interés de los blancos, además de una pequeña cantidad de comercio, parte de la cual consistía en el contrabando del oro, ilegalmente exportado sin pagar el impuesto» (Wade, 1997, p.136). De ahí que para los foráneos invasores de Andágueda (Francisco Rendón, Ignacio Jiménez) todo está en función de alcanzar riqueza a través de la minería.
En Andágueda, tal como lo señala Gómez (2008): «La etnia indígena representada es la Embera–Chamí, a la cual no se menciona nunca con este nombre, pero cuya identidad se deduce a partir de indicios tales como la ubicación geográfica, el uso de etnónimos y topónimos». Establecidos en pequeños grupos familiares, se dedican principalmente a la extracción del oro y a oficios propios para la subsistencia: pesca y caza. Las condiciones en las que viven son las propias de los clanes originarios de la zona, en ellos es posible anotar la vinculación directa con el entorno, sea esto: «porque el indio es el genuino descendiente de la tierra salvaje […] Él es el aborigen autentico que morirá fielmente abrazado a su paisaje» (Botero, 1946, p.85).
Si bien Honorio Ruiz convive con ellos de forma permanente, la visión que se gesta alrededor del nativo resulta ser contradictoria. Por una parte, se resalta el respeto por la naturaleza y los elementos propios de la zona, pues hay un apego milenario de los nativos hacia su territorio. Además se percibe una cierta empatía con todos aquellos indígenas que han sido arrasados por el accionar del hombre blanco. Honorio Ruiz es testigo del poder fascinante que trae consigo la cosmogonía Embera–Chamí, pues en un apartado del relato vemos como él, en medio de una congregación ritual, posee una visión que prefigura la proximidad de la tragedia en la comunidad.
De manera paralela, se concibe una imagen despectiva del indígena en el relato. Sea pues porque el narrador hace comparaciones arbitrarias del ser aborigen con relación al sujeto cultural nacional establecido (blanco, católico y aguerrido ante la adversidad), y es de esta manera como pretende instaurarse una visión algo peyorativa sobre el nativo; las diversas alusiones que sitúan una ilustración del mismo lo perfilan como un ser condenado a la humillación, subvalorado por el hombre blanco, perfilado a la degradación perpetua de su estirpe; en últimas, son seres derrotados que conviven con ese lastre: «El ladino Juan Bucamá, con un ojo amoratado, convino humildemente en la superioridad del blanco y como un perro fiel agachó la testa» (Botero, 1946, p.114).
Así también se ve reflejada la participación del afro en la trama narrativa. Su actitud sumisa, paciente y de profunda reverencia hacia el ‘amo’, lo permite catalogar como un súbdito del explotador, un esclavo en tiempos donde las leyes prohibían dicha práctica. Lo llamativo de todo esto es que estas prácticas para ellos eran lógicas y se recibían con abnegación. En ningún momento se determina una resistencia, insurrección o maniobra que fuera en contra del dominio establecido por el colonizado. Es así como la vida de los negros en Andágueda oscila entre la aceptación y la pasividad.
REPRESENTACIONES DE UNA EXCLUSIÓN
En definitiva, pueden percibirse ciertos aciertos y desaciertos en Andágueda y Risaralda de cara a la idea de posicionar la presencia afro e indígena en la literatura colombiana, a su vez con los modos de representación de ellos presentes en los relatos.
Como acierto fundamental está la configuración de las narraciones en términos estilísticos, ligados a poetizar la naturaleza y las amplias zonas selváticas del Chocó y de algunas partes del país. Sobresale el interés de los escritores por retratar fielmente los paisajes, el gran campo natural que posee Colombia. Sin duda alguna, también existe un interés por avivar el tema ecológico que estaba siendo devastado y que aún prosigue por cuenta del capitalismo salvaje.
Ante este punto, las novelas en estudio no evitan la denuncia certera a los planes expansionistas del hombre blanco en aras de riqueza. Es importante mencionar este apartado, pues se puede detectar cierta conciencia del escritor con su realidad, y es de admirar que los escritores funden en sus textos la marcada diferencia en desaprobar la explotación irresponsable de los recursos.
Ya en el tema que nos interesa específicamente, puede decirse que en ambas novelas se puede percibir una línea despectiva de las razas indígena y negra. Si bien en Risaralda abundan alusiones interesantes sobre costumbres ancestrales africanas, las descripciones cargadas de cierta tonalidad negativa del afro marcan una rastro fundamental. En Andágueda es posible hallar un desprecio por los indios embera por cuanto su destino fatal estigmatiza su presente. En el par de obras analizadas anteriormente se reflejan muchos de los imaginarios por los cuales fueron señaladas estas comunidades a lo largo de la historia nacional.
Particularmente la idea que se erige en ambas tramas narrativas es que las comunidades negras e indígenas necesitan de héroes blancos, campesinos, aventureros, capaces de mostrar valentía para defenderlos del otro blanco explotador y abusador. Es por ello que las figuras de Honorio Ruiz y Juan Manuel Vallejo, en Andágueda y Risaralda respectivamente, adquieren mucho valor, pues son ellos los llamados a la salvación temporal de las comunidades, amenazadas por la expropiación, el desplazamiento y la instigación.
Por este motivo, las novelas en cuestión subestiman o subvaloran la fuerza cosmogónica, social y cultural de ambas etnias, a las cuales definen como débiles, carentes de iniciativa organizativa para defenderse o al menos generar un proceso de resistencia. La presencia afro e indígena se percibe como justa en la medida en que necesitan aquellos desfavorecidos de la mano prodigiosa de Ruiz o Vallejo, es decir, son un pretexto para idolatrar el poderío del hombre blanco.
El reconocimiento de los proyectos representativos que subyacen en nuestra literatura, así como el posicionamiento de estos textos en las discusiones sobre alteridad, debe nutrirse de muchos más acercamientos al pasado literario en procura de generar los nuevos debates. Este apenas se plantea como una aproximación e incita a la revisión de otras obras que circulan en nuestra narrativa colombiana.
REFERENCIAS
Agudelo, C. (2004). La Constitución Política de 1991 y la inclusión ambigua de las poblaciones negras. EN J. Arocha: Utopía para los excluidos: multiculturalismo en África y América Latina. (pp. 179-200). Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.
Arias, B (1935) Ed. (1986). Risaralda. Bogotá: Edición Oveja Negra.
Botero, J (1946) Ed. (1986). Andágueda. Medellín: Ediciones Autores Antioqueños
Friedemann, N & Arocha, J (1986). De sol a sol. Bogotá: Editorial Planeta.
Wade, P. (1997). Gente negra: nación mestiza: dinámicas de las identidades raciales en Colombia. Medellín: Editorial Universidad de Antioquia.
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* Juan Carrillo Aranzalez. Licenciado en Lengua castellana de la Universidad del Tolima. Candidato a Magister en Literaturas colombiana y latinoamericana de la Universidad del Valle. Algunas publicaciones suyas sobre crítica literaria se han publicado en revistas universitarias. Actualmente es docente catedrático de la Pontificia Universidad Javeriana (Cali) y la Universidad del Valle.
¿Hasta cuándo el discurso universitario de crítica literaria encasillará a Arias Trujillo bajo un lenguaje que lo sojuzga en una matriz étnico-racial cuando detrás está la mirada de un Oscar Wilde que veía a Sopinga como tierra de amor libre? ¿eso es lo exótico?