SAINT EXUPÉRY, PILOTO DE GUERRA
Por Fernando Corzo*
A Alba y a Pablo: Gracias por prestarme el libro
y por donarme su amistad
En 1940, la Alemania nazi ataca el Oeste. Bélgica y los Países Bajos se rinden con facilidad ante la envestida de los panzer, tanques de infantería Alemana. Saint Exupéry (1900–1944), quien había empezado su carrera de piloto a los veintiséis años, y quien hasta el momento había trabajado como auxiliar contable, representante de camiones, aviador para empresas aeropostales y corresponsal de guerra en España, consiguió ser parte del grupo 2/33, cuya misión consistía en hacer viajes de reconocimiento aéreo sobre territorios invadidos por el enemigo. El BV 144 sería el avión en el que le correspondería volar al ya en ese entonces famoso piloto y escritor.
Luego de que el 10 de mayo de 1940 Alemania invadió Francia, Saint Exupéry se traslada a Estados Unidos para convencer a los norteamericanos para que se unieran a la batalla contra Hitler. Llevaría al país del norte la historia de un continente cuyas ciudades se llenaban del polvo gris que deja la guerra tras su paso, de los millones de desplazados que caminaban sin rumbo bajo una oscura atmósfera de esclavitud y hambre. El nazismo perseguía todo lo que no se le parecía, perseguía a los hombres por comunistas, por gitanos, por troskistas, por judíos o, en caso de no estar de acuerdo con sus horrores, por católicos. Portar una etiqueta distinta los ponía en peligro. «Los mayores son muy raros», diría el principito. El sólo hecho de vestir diferente no solo los motivaba a descreer del valor de las personas, sino a verlos como una amenaza. En 1941, el autor publica Piloto de guerra, una novela de testimonio directo. Un año más tarde escribe El Principito, obra que no debe faltar en ninguna biblioteca, como sabrán quienes aman a ese misterioso niño que vive en el asteroide B 612.
Algo se descomponía en Europa. Algo estaba averiado:
He visto —dice Saint Exupéry en su novela autobiográfica—, trilladoras abandonadas, segadoras abandonadas; en las cunetas, abandonados, vehículos descompuestos […]. De pronto se me ocurrió una imagen absurda, la de relojes descompuestos, la de todos los relojes descompuestos: relojes de la iglesia de pueblo, relojes de las estaciones, relojes de las chimeneas de las casas vacías, y en aquel escaparate de relojero en fuga, un verdadero osario de relojes muertos. La guerra… Ya no se da cuerda a los relojes, no se recogen las remolachas, no se reparan ya los vagones» (Piloto de Guerra).
Las imágenes surrealistas del párrafo anterior dan cuenta de los desastres materiales causados por la II Guerra Mundial, pero lo realmente grave era que se estaban mutilando vidas. La causa de ese panorama desconsolador se debía a que la concepción del hombre estaba en peligro por cuenta de una ideología que ponía el bienestar material por encima de la dignidad humana. Quien quiera que haya repasado algo sobre la barbarie nazi sabrá que los campos de concentración fueron creados para deshumanizar a las personas. Allí cualquier gesto de amistad o solidaridad era castigado incluso con la muerte. Varios son los testimonios que dan cuenta de las atrocidades cometidas por los nazis. Estas cosas se nos enseñan (¿se enseñan?) en la secundaria y en los programas de pregrado universitario.
El ambiente era desconsolador. El inicio de la novela da cuenta de la desesperanza que se vivía. La guerra que relata Saint Exupéry es la que libró Francia contra Alemania. La lucha era desigual: por una parte estaba una nación que vivía de la producción de trigo y por otra una que producía máquinas; peleaba una nación que prácticamente se defendían con gavillas de trigo contra otra que atacaba con una inmensa flota de tanques, aviones y zepelines; Occidente, con tan sólo cincuenta guerreros del aire, se defendía de la implacable avanzada de un ejército monumental y monstruoso.
Se dice que el nazismo marca el inicio de la era de la técnica. La producción de instrumentos de guerra desencadenó una ola de violencia que la humanidad nunca antes había vivido. La violencia, nos dice Engels, necesita instrumentos. Estados Unidos, cuando intervino como aliado en la I Guerra Mundial, aprendió que meterse en el negocio de la guerra da buenos dividendos. De hecho, al inmiscuirse en la guerra pudo salir de la gran depresión económica que estaba padeciendo en 1929 en gran medida por el auge de la industria armamentística. En el siglo XX la guerra en sí misma se convierte en un sistema social básico. Muchas familias se sostienen gracias al sueldo que reciben de las empresas armadas. La revolución técnica también vino acompañada por un gran desarrollo en campos menos beligerantes. En 1903, sólo por poner uno de los casos más relevantes, los hermanos Wright harán realidad un sueño que la humanidad había tenido siempre: volar. Francia misma era en ese entonces el centro de la aviación. Saint Exupéry no le perdía pista a esos avances. Desde muy pequeño, apenas con doce años, realizó su primer vuelo. Su fama de aventurero intrépido fue grande. En 1937 se tiró en paracaídas de la Torre Eiffel durante la Exposición Internacional. Y en sus épocas de piloto aeropostal, él mismo se arriesgaría a abrir nuevas rutas aéreas en África y en América del Sur.
Durante la guerra, Saint Exupéry, quien venía de una familia noble, formaría parte de la resistencia desde el aire para defender valores básicos como el respeto por la diferencia. Fiel a su consigna, el capitán jamás bombardeó la Tierra desde el cielo. Su misión básicamente consistiría en observar y fotografiar aquellas zonas de la Tierra que estaban siendo invadidas por la peste de la guerra, tal como hace el científico en su laboratorio cuando observa, con ayuda de un microscopio, la proliferación de bacterias patógenas en cierto tejido.
El sello característico de las obras de Saint–Ex es el cielo. De hecho, muchos de los apodos que se ganó hablan de su predilección por los elementos celestiales. Cuando niño sus compañeros lo llamaban Pique la lune (pincha la luna) porque, además de tener una nariz ganchuda como las de las aves rapaces, siempre andaba con su mirada perdida en las nubes. Cuando vivió en el Sahara, los beduinos que lo visitaban lo llamaban «el comandante de los pájaros». A Consuelo, uno de sus amores, la «rosa» del Principito, le gustaba llamarlo «Pez volador». Y en sus novelas se hace llamar a sí mismo «campesino de los aires». Las bóvedas celestes, el color de un azul profundo y melancólico, los aviones, las estrellas y todos los astros son objetos e imágenes que priman en sus novelas y en su famoso cuento. Basta traer a la memoria al principito mirando con extraña tristeza desde una colina a su estrella. Pues bien, el caso de Piloto de guerra no es distinto. Saint–Ex se inspiró en los vuelos que realizó sobre Arraz. El lector podrá encontrar en la narración las profundas meditaciones que debe de experimentar el piloto en medio del vuelo. A nuestro autor le gustaba encontrar la calma y la soledad a 4 000 metros de altura, lo mismo que en el desierto.
Gran parte de la narración de esta novela se desarrolla en el aire. La belleza poética que logra es comparable a la que Huidobro, contemporáneo del Saint–Ex y también amigo de las imágenes aéreas, logró en Altazor (1931), poema vanguardista que relata la caída de un hombre en paracaídas. Mientras medita sobre qué es la guerra, la niñez o la paz, Saint–Ex vuela. A veces deja el pensamiento a un lado para dedicarse a realizar acciones mecánicas tales como volcar el avión a la derecha y a la izquierda, regular el paso de las hélices y el calentamiento del aceite, mantener la brújula a determinado grado o el altímetro en alguna cifra. Se divierte como un niño:
Me siento inserto en la fabricación de mi porvenir. Poco a poco el tiempo me modela. El niño no se espanta porque pacientemente va dando forma a un anciano, es niño y juega a sus juegos de niño. Yo también juego, cuento los cuadrantes, las manivelas, los botones, las palancas de mi reino, cuento ciento tres objetos para verificar, tirar, dar vuelta o empujar (Piloto de guerra).
La niñez es el tema por excelencia del autor. Quizá para hacerle contrapeso a la angustia de la guerra, el autor buscaba en el espacio familiar la felicidad y la seguridad que necesitaba. Debía evadirse de una dura realidad. «La guerra –nos dice el autor– no es una aventura, la guerra es una enfermedad, como el tifus» (Piloto de guerra). O quizá haya intuido, igual que Baudelaire, que «tenemos de genios lo que conservamos de niños». El recuerdo de la niñez perdida ocupa gran parte de las reflexiones. En medio del combate, mientras recibe ráfagas de ametralladora desde la tierra, el capitán Saint Ex se remonta a la infancia, a ese lugar donde encuentra seguridad. «¡La infancia, ese enorme territorio del que todos hemos salido! ¿De dónde provengo? Provengo de mi infancia, como de un país…» (Piloto de guerra). El principito nos advierte que los mayores son gente rígida, gente seria. Sólo les gusta hablar de política, de golf, de bridge y de cuánto dinero tienes en el banco. Sólo se preocupan por sí mismos. No son como los niños, que sí están interesados en lo esencial: ellos quieren saber cómo es la voz de una persona, a qué le gusta jugar, qué le gusta pintar, cosas que a los mayores les parecen ridículas.
Vestido con telas rudas, cueros pesados y botas, vestido como campesino del aire, lo arroba un pensamiento melancólico al sentirse luchando «para el servicio de un Dios muerto» (Piloto de Guerra). El capitán cumple una misión, mantener la brújula a 313°, pero no entiende cuál es el sentido de esa orden que le llega por radio. La guerra es absurda, no es solemne como nos la muestran las películas de Hollywood en las que vemos ondear banderas norteamericanas:
En la guerra, una aldea deja de ser un nudo de tradiciones. En manos del enemigo sólo es un nido de ratas. Todo cambia de sentido. Algunos viejos arboles tricentenarios cobijan la antigua casa de familia, pero estorban el campo de tiro de un teniente de veintidós años, de modo que éste manda unos quinientos hombres a aniquilar la obra del tiempo. En una acción de diez minutos destrozan trecientos años de paciencia y de sol, trecientos años de religión de la casa y de noviazgos bajo el follaje del parque. Les decimos «¡Mis árboles!». El teniente no nos oye, él hace la guerra, él tiene razón (Piloto de Guerra).
Sin embargo, en la niñez, siempre en la niñez, encuentra el sentimiento de una protección soberana. Recuerda a Paula, su nana cuando tenía cuatro años, o mejor, recuerda lo que le han contado de su nana, pues a decir verdad nunca tuvo recuerdos propios de ella. Cuando Saint Ex ya había aprendido a escribir, le pedían que hiciera cartas para Paula. Las cartas empezaban como empiezan las oraciones que se rezan cuando se es niño, es decir, con una fórmula convencional: «Querida Ana». No la conoce, pero le habla, como cuando se tiene casi la fe perdida, pero se necesita. En medio del vuelo, a Saint–Ex le piden que mantenga el altímetro en ciento sesenta y cuatro; no entiende por qué, pero lo hace, sin importar que tirotean desde abajo. «Esta guerra es absurda, Paula —le dice a su nana—; una guerra melancólica y completamente azul. Estoy un poco perdido, he encontrado este extraño país al envejecer… ¡Oh, no! No tengo miedo, estoy un poco triste, nada más», dice Saint–Ex en una de las tantas escenas melancólicas que logra a lo largo de su literatura, escenas trágicas que inevitablemente conmueven al lector y lo remiten a un profundo recogimiento espiritual, tal como haría, por ejemplo, Bach con Erbarme dich mein Gott (Apiádate de mí, Dios mío). Moviéndose entre la épica y la tragedia, Saint–Ex logra abrirnos el corazón y lo vuelve esponjoso para que aceptemos un mensaje importante, el secreto que se haya escondido en la obra.
Ahora bien, si el autor se sentía incómodo en la guerra, si la detestaba, ¿por qué combatió? Por supuesto no fue el amor a una bandera, ni a esa noción abstracta que llamamos patria, ni un mero interés personal. Fue algo realmente profundo. Lo movió la responsabilidad de la amistad con aquellos compañeros de toda la vida; combatir, por ejemplo, por la dignidad de su amigo judío, quien estuvo preso en los campos de concentración. En Carta a un rehén, Saint Ex dejará muy claros cuáles fueron los verdaderos móviles de su decisión. En ella expresa con vehemencia su rechazo al régimen del Tercer Reich:
Una tiranía totalitaria podría satisfacernos, es verdad, en nuestras necesidades materiales. Pero no somos ganado para engordar. La prosperidad y el confort no podrían bastar para colmarnos. Para nosotros, que nos educamos en el culto del respeto por el hombre, pesan gravemente los simples encuentros que tienen lugar, a veces, en fiestas maravillosas.
¡Respeto por el hombre! ¡Respeto por el hombre! Cuando el nazi respeta exclusivamente lo que se le asemeja, sólo se respeta a sí mismo. Rechaza las contradicciones creadoras, arruina toda esperanza de ascenso, y funda por mil años, en lugar del hombre, el robot de un termitero. El orden por el orden castra al hombre de su poder esencial, el de transformar tanto al mundo como a sí mismo. La vida crea al orden, pero el orden no crea a la vida (Carta a un rehén, V).
Lo que mueve a Saint Ex es el amor, pero no la noción patética del amor al que nos tienen acostumbrados las telenovelas, sino el amor auténtico, es decir, «aquella red de lazos que permiten ser uno mismo» (Piloto de guerra); esa serie de seres queridos que, siguiendo la lección que nos deja el zorro en El Principito (cap. XXI), nos han domesticado o hemos domesticado. La noción que tiene Saint–Ex sobre el hombre, y que defenderá incluso con su vida, es que el hombre es una red de relaciones. Sólo somos a través de los otros. De todos. Entre más diversos sean nuestros amigos, más ricos somos. Su noción del hombre trasciende el egoísmo. A veces defender al hombre, o, como le gustaba decir a nuestro autor, «restablecerlo», implica un enorme sacrificio, exige eso que Schopenhauer llamó «Los imposibles, y sin embargo, reales». El amor exige sacrificios, y eso lo entiende perfectamente el escritor:
Yo fundé el amor por los míos a través del don de la sangre, del mismo modo que una madre funda el suyo a través del don de la leche. Allí reside el misterio. Para fundar el amor es necesario comenzar por el sacrificio. Luego, el amor puede solicitar otros sacrificios, y emplearlos en todas las victorias. El hombre debe dar siempre sus primeros pasos, debe nacer antes de existir (Piloto de Guerra).
Sabemos que Saint–Ex murió en medio de una misión de reconocimiento. Había regresado de Estados Unidos para unirse de nuevo al grupo 2/33. Era el año de 1944. Hace poco se lograron identificar los restos del avión que piloteaba. No se conocen con exactitud las circunstancias que hicieron que el avión cayera al mar de Marsella. Aún no se ha recuperado su cuerpo. Quizá se deshizo para que quedara sólo la esencia de su ser.
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* Fernando Corzo Garavito (Bogotá, 1986). Es profesional en Estudios Literarios de la Pontificia Universidad Javeriana. Actualmente se desempeña como corrector de estilo y traductor, principalmente para la Editorial San Pablo. Artículos y poemas suyos han sido publicados en diferentes revistas, entre ellas la revista La Caída y la revista Nova et Vetera.