SALVAR LO QUE NOS SALVA
Por Catalina Franco Restrepo*
Salvada por la naturaleza, los libros y el amor, escribo estas palabras desde el aislamiento por la crisis del coronavirus en Medellín, Colombia, sentada en un sofá, con las ventanas abiertas y comida en la nevera; mientras se dan miles de discusiones, lamentos y chistes sobre el encierro a través de redes sociales —estamos verdaderamente conectados en un tipo único de aislamiento y, quizás, de soledad— y no puedo evitar pensar en otros encierros, en el sitio de Sarajevo, por ejemplo, cuando antiguos vecinos disparaban hacia la ciudad desde las montañas para acabar con los bosnios musulmanes, y las personas vivían encerradas, con miedo a las ventanas, y se veían forzadas a salir a conseguir agua o alimentos, y entonces corrían y cruzaban las calles con sus niños cargados, a ver si lograban escapar de las balas, encarcelados a su vez en ese valle que se había convertido en el valle de la muerte, el encierro de las montañas que los hombres decidieron usar para la guerra.
No me abandona nunca la obsesión de los hombres por los muros: siempre estamos tratando de hacer visibles, poderosas e infranqueables las diferencias entre grupos de seres humanos, como si supiéramos que son mentiras y necesitáramos demostrarles a los otros que están ahí, que las líneas divisorias lo prueban. Entonces se crean las fronteras de los países dentro de las cuales se definen reglas y destinos para quienes el azar hizo nacer o llegar a vivir allí, y después se pasa a crear bordes más vistosos en forma de muros para que los de afuera tengan claro que ahí no tienen lugar.
Nos encerramos para concentrarnos en el bienestar de unos cuantos, de los parecidos —entre los que hay unos más parecidos que otros dependiendo del ojo que los mire—, de grupos creados por el hombre y no del conjunto de la humanidad. Pero, también por las creaciones del hombre, hoy estamos conectados a pesar de los muros y, más que nunca, el aleteo de una mariposa en oriente tiene una repercusión casi inmediata en la esquina opuesta.
Mucho han subrayado pensadores y creadores como Yuval Noah Harari, David Grossman y Bill Gates, que la cooperación internacional es la clave para superar no solo la crisis actual, sino las que vengan en el futuro. Pareciera obvio —aunque para los seres humanos nada incómodo es obvio— que al hacer parte de una misma humanidad el bienestar de los demás repercuta de forma positiva en nuestro propio bienestar. Además, e independientemente de que debamos desearles el bien a otros y queramos evitar su sufrimiento, no hay que ir muy lejos para entender que en un mundo globalizado los males y, específicamente, las enfermedades viajan entre países en pocas horas y tienen la capacidad de llegar al mundo entero en semanas, y que si alguna nación pretende quedarse con todo y salvarse solo a sí misma, esos males seguirán rondando en el planeta e inevitablemente y de mil maneras le volverán a llegar.
Por eso se habla de cooperación: de compartir información, aprendizajes, experiencias, medicinas, equipos médicos, personal especializado. De beneficiar a la humanidad a partir del poder único del trabajo en equipo. Pero para eso se necesita confianza entre países y entre sus líderes. Y en cuanto a eso, a líderes confiables, en mal momento nos llegó el coronavirus. Más nos vale entonces que, al menos, esta crisis nos sirva para pensar mejor a la hora de elegir quién determina el rumbo.
En estos días de aislamiento no solo social, sino también, de cierta forma, mental, pues hemos sido forzados a mirar un poco más hacia adentro, ha sido complejo tratar de entender lo que nos está sucediendo no solo como personas, sino como sociedad, como humanidad, como planeta. Y como la vida no para, como no se detiene a ver si todo está lo suficientemente complejo, pasó también que a los distintos incendios alrededor del planeta se sumó uno en la zona de Chernóbil que pareció empezar a incrementar la radiactividad, como recordándonos que hay heridas que causamos que nunca sanarán del todo, que ahí están las cicatrices listas para volver a sangrar porque no hemos aprendido nada. Y entonces pensé en la forma en que la naturaleza nos hace compartir las tragedias para que sepamos que nuestros muros no tienen valor.
En mi novela El Valle de nadie, tras una catástrofe a la que se resigna un país entero después de comprobar la indiferencia del resto del mundo, un mariposario que era uno de los pocos colores —y de las pocas esperanzas— no solo de los niños, sino de los vallenadianos, desaparece en medio de las llamas, y las cenizas de las mariposas que han escapado al cielo, sobrepasando los muros del Valle de nadie y sus países vecinos, viajan a través del mundo hasta nublar los cielos de todas las naciones y llenar los corazones de todas las personas, sin diferenciar ninguno de esos detalles cruciales para los hombres. Así le expresó su dolor y le recordó El valle de nadie su indiferencia al resto del planeta. Así como cuando, tras la explosión de Chernóbil, partículas de ese veneno se convirtieron en una nube radiactiva y viajaron hasta locaciones insospechadas, compartiendo la tragedia con países que probablemente jamás se hubieran preocupado por lo que pudiera pasar en una nación como Ucrania.
Uno de los efectos que más me ha impresionado de lo que estamos viviendo gracias al coronavirus ha sido el cambio radical que mostró la naturaleza solo unos días después del confinamiento de millones de personas. Paramos un poco y la naturaleza tomó aire como si llevara años sin respirar y, en su sabiduría, generosidad y resiliencia, pareció sanar como jamás podría hacer un ser humano después de tantas humillaciones, torturas y desesperanza. Fue una reacción hermosa y dolorosa, como una prueba de su majestuosidad, pero también de la magnitud del obstáculo permanente que somos para que la naturaleza pueda ser eso: natural.
Aun así, a pesar del daño que le hacemos segundo a segundo, ella se ha encargado de embellecer nuestro encierro a través de las ventanas, a punta de atardeceres rosados infinitos y cantos de pájaros libres celebrando cambios que jamás lograrán entender. La naturaleza es eso: generosidad en lo más preciado, en lo que nunca se podrá comprar, en lo que nos salva. Como ese mensaje anónimo que circuló en redes sociales —y que no importa si sucedió, porque es una realidad— en el que contaban que un hombre de 93 años que superó el coronavirus rompió en llanto cuando supo el costo del respirador que había utilizado durante esos días, haciendo llorar a su vez a los médicos, tras lo cual él les explicó que no lloraba por lo que tenía que pagar sino por todo el tiempo que había respirado y usado el aire sin pagar por él. No entendemos lo más simple, lo más valioso, lo que nos salva parece invisible a nuestros ojos.
Así que, todavía en el encierro, y consciente de que lo que nos está pasando es único, de que está cambiando el mundo como lo conocemos, al sentir un poquito de esperanza con los cambios de la naturaleza y con el aparente despertar de la conciencia de tantos que han tenido que mirar hacia adentro, no puedo evitar pensar en nuestra falta de memoria, en nuestra capacidad de llorar rápidamente para no recordar nada al día siguiente… ¿Será posible que cuando haya pasado lo peor volvamos a ser los mismos? Quiero creer que, al habernos visto obligados a implementar nuevos hábitos y a vivir distinto por un tiempo, al haber sentido un poquito más nuestra vulnerabilidad y esa de los que amamos por encima de las diferencias y los poderes que nos hemos inventado, tal vez hayamos sembrado una semilla para redefinir algunas prioridades y, ojalá, nuestros sueños más profundos. Tal vez sepamos volver un poco a la esencia, a respetar y proteger con todo nuestro conocimiento y humanidad a ese planeta y esa naturaleza que son el aire que respiramos, el cielo que vemos, los pájaros que oímos.
En definitiva, tal vez aprendamos a amar aquello que nos salvó del encierro —que nos salva todos los días— y que nos ofrece la más bella forma de vivir, la única.
Tal vez sea posible que las montañas sean paz, belleza y aire puro, que formen puentes y no muros.
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* Catalina Franco Restrepo es periodista, internacionalista y bloguera (tiene los blogs OjosdelAlma y Cartas a la humanidad, y un canal de viajes en YouTube), y es la autora de la novela distópica El valle de nadie (Amazon, 2018). Nació en Medellín, Colombia, en 1984 y ha vivido en Montreal, Atlanta y Madrid, en donde estudió un máster en Relaciones Internacionales y Comunicación en la Universidad Complutense. Ha trabajado en medios como CNN y W Radio Colombia, y asesora a empresas en comunicaciones estratégicas, reputación y storytelling. Es una viajera y lectora apasionada que ha recorrido cerca de 50 países que se han convertido en su gran inspiración para contar historias. Es una soñadora, apasionada por la naturaleza y los animales, que le impiden perder la esperanza.
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