SANDRA MILENA
La tarde se llenó de nubarrones. El río Calderas, que casi siempre baja cristalino, se tornó negro; al rato estaba amenazante y arrastraba lodo. Sin embargo, no llovió. Toda la noche silbó el viento y mi madre dijo que si seguía ventiando tan duro, se iban a caer los aguacates que estaban madurando en el árbol. Los pensaba recoger esa semana para llevarlos a la carretera.
Al día siguiente el señor llegó como a las diez. Era sábado. Me miró con esos ojos volados que ponen los hombres, como si nunca hubiesen visto a una mujer. Se bajó del Toyota, cerca de la casa. Tres más quedaron en el interior. Preguntó por papá. No estaba porque había madrugado a comprar unos terneros en Puerto Triunfo.
—Dígale a Pascual Jiménez que volvemos mañana.
Fue todo lo que dijo. De nuevo me miró de abajo arriba, con lentitud. Sentí miedo y se me quedaron en la mente el brillo de sus botas de cuero charolado, el nácar de la pistola que llevaba en la pretina y ese olor penetrante de loción fina. A las tres de la tarde un peón de la finca del Alto trajo la noticia: habían matado a mi tío Enrique; los mismos que fueron por papá.
Esa noche nos vinimos.
Papá y su hermano Enrique, de solteros, trabajaron en la carretera a Puerto Triunfo. Enrique era mayor. Había estudiado topografía en el Pascual Bravo y mi padre le ayudaba de cadenero. Recorrieron las montañas tirando plomada y se enamoraron de las laderas que dan al Calderas. Las adquirieron baratas. Abrieron un potrero, sembraron caña y montaron un trapiche. Luego mi padre se casó y allí nacimos mi hermano y yo. De niña sentía el retumbar de las tractomulas en la carretera, el olor a gasolina quemada. Me gustaba verlas pasar y soñar con viajes. Mientras asistía a la escuela de la vereda, mi hermano Daniel, que me llevaba seis años, lavaba carros en el chorro de La Quiebra, como a dos kilómetros de donde vivíamos. Luego se fue de ayudante de camionero.
—¿Les ayuda económicamente?
—Usted sí que pregunta.
—Seguime contando, nena.
Por esa época se presentaron los primeros guerrillos. Dormían en el corredor de la casa y mi mamá les hacía arepas y aguapanela. ¿Quién se iba a negar, con lo armados que andaban? Aparecían al atardecer, nos hablaban de revolución y justicia y desaparecían a la madrugada. A veces pasaban meses sin que volvieran. Casi siempre eran tres o cuatro, pero alguna vez fueron hasta quince. Sucios de barro, de pelos enmarañados, olorosos a sudor y a monte. La casa quedaba pasada a bestia montaraz; lo contrario del señor del Toyota, que olía a vetiver.
Fuimos a parar a la casa de unos parientes de mi madre, por el Morro del Salvador. Ellos, al principio, muy condolidos y hospitalarios. Pero pronto nos dieron señales de hostilidad. Mamá buscó trabajo de sirvienta en los barrios del Centro. Algo conseguía, de por días. Mi padre salía de madrugada a recorrer la ciudad. Llegaba al anochecer, cansado, hambriento, con cara de asustado y genio insoportable. Me gritaba por cualquier cosa. De mi hermano sabíamos que trabajaba en un camión para la Costa. Algunas veces nos enviaba dinero.
Mi padre no perdió la esperanza de regresar a la finca. Un día se arriesgó, pero se vino de inmediato. En la tienda de Lorenzo, en la carretera, cerca de la finca, le dijeron que los guerrillos hacían bloqueos en la vía y secuestraban, pero que los del Toyota se estaban apoderando de la región y que todavía lo andaban buscando, por colaborador. Un día desapareció mi padre. Pensamos que lo habían encontrado y lo lloramos como muerto. Pero luego un conocido nos dijo que se había ido a sembrar coca a los Llanos.
—¿Raspachín?
—Claro. Eso hace ya dos años. Consiguió plata y ahora vive con otra mujer.
—¿Y ustedes?
—En una piecita, en Gerona, con mi madre. Sigue de sirvienta. Se está volviendo vieja. Todos los días, antes de salir, me prepara el almuerzo y me lo deja sobre la estufa. Yo nunca me levanto antes de las tres. Me baño y me organizo, y a las seis y media salgo a recorrer San Diego. Es la hora en que los papitos salen de la oficina. Todavía huelen a loción. Algunos solo quieren una chupadita, ahí mismo, en el carro, detrás del centro comercial. Tiene que ser rápido, porque la policía patrulla el sector. Es mejor venir al motel… Oiga, ¿me trajo aquí solo a conversar, o qué?
REY DE BURLAS
(Con motivo del atentado al Charlie Hebdo el 7 de enero de 2015 en París, cuando fueron asesinados a balazos once caricaturistas de ese semanario).
***
Una importante universidad de Barranquilla nos invitó a la reunión anual de escritores. Dimos conferencias, mesas redondas y «conversatorios». Fuimos homenajeados con un paseo en barcaza por la desembocadura del Río Magdalena, con cenas y representaciones teatrales. Previamente nos habían solicitado fotografías para imprimir afiches e invitaciones y, en efecto, vimos nuestros rostros en las carteleras de la universidad.
También tenían reservada «una sorpresa». Con base en las fotos, un dibujante preparó caricaturas al carbón. El último día los escritores fuimos conducidos a una galería donde nos presentaron al artista, quien, complacido, estaba ansioso por ver nuestras reacciones y recibir alabanzas por su obra. Recorrimos los paneles, deteniéndonos frente a cada imagen. A medida que avanzábamos aumentaba el desconcierto y el mutismo se apoderó del grupo. Con el corazón achiquitado ante la perspectiva de reconocerme en alguno de aquellos mamarrachos, también yo iba en silencio. Me quedé helado cuando, de repente, alguien a mi lado dijo: «Mira cómo quedaste».
Yo no me reconocí, pero no había duda: muy claros estaban en letras de molde mi nombre y un resumen biográfico.
Ahora entraba cantidad de público. Se detenían ante los dibujos y prorrumpían en carcajadas. Coreaban el nombre, buscaban al modelo y lo señalaban con el índice.
Avergonzados y acobardados, los escritores nos fuimos replegando en un rincón. Ninguno se atrevía a expresar lo que pensaba, pero todos deseábamos ardientemente asesinar al artista y regresar cuanto antes al hotel.
El evento no terminaba. Una autoridad de la universidad organizaba un acto solemne. Provisto de micrófono, se extendió en alabanzas al dibujante y luego fue llamando a cada escritor para entregarle, como si fuese un diploma de grado, una copia de la infortunada caricatura. Doblemente acongojados, cada uno pasó a recibir el galardón mientras la gente aplaudía y no paraba de reír.
Mi deseo de asesinato aumentaba con cada carcajada. Al final, sin embargo, me limité a entrar al baño con mi copia. La convertí en trocitos y la arrojé por el sanitario.
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Los presentes relatos hacen parte del libro «Al filo de la hoja», publicado por Sílaba Editores en 2017.
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* Álvaro Pineda Botero (Medellín, 1942) es Ph. D. de la State University of New York at Stony Brook. Destacado periodista, investigador y crítico literario colombiano. Son relevantes sus trabajos sobre la novela colombiana del siglo XX.
Destacó desde su juventud en los movimientos literarios de su generación en la ciudad de Medellín, donde dio sus primeros pasos cuando en 1966 decide estudiar Administración de Negocios en la Universidad Eafit, en dicha ciudad colombiana. Posteriormente hacia 1970, cursa una Maestría en Administración de Empresas, en la Universidad Syracuse de New York
Años más tarde consigue graduarse como Máster en Artes en la Universidad del Estado de New York y un año después como Dr. en Literatura en la misma academia.
Trayectoria: Ha viajado con frecuencia por Europa y Estados Unidos como investigador de las nuevas culturas. Además de novelista, Pineda Botero se destaca por sus trabajos sobre la novela colombiana de la segunda mitad del siglo XX, pero también, por el intento de escribir un nuevo tipo de historia de la novela en Colombia. Ha sido colaborador permanente de periódicos y revistas especializadas del país. Se ha nutrido de sólidas fuentes y patrones universales de la literatura postmoderna para esbozar su propia teoría de la interpretación. Para ello parte de una tradición teórica literaria cuyos exponentes van desde los formalistas rusos, los estructuralistas y semiólogos franceses hasta los especialistas de los estudios poscoloniales y de la nueva crítica norteamericanos, pasando por los intérpretes alemanes de la recepción y los inmigrantes europeos que establecieron en Estados Unidos, las bases de la literatura comparada.
Sus obras e investigaciones han promovido el buen hacer de los escritores colombianos en las ultimas décadas, dentro de los cuales se ha ganado un meritorio espacio. La rigurosidad y lucidez lograda en sus análisis convierten la obra de Pineda Botero en un referente obligado a consultar por los estudiosos colombianos e incluso hispanoamericanos.
Obras destacadas: Entre sus obras más destacadas, tanto por la crítica especializada como el público en general, caben destacar las siguientes:
Trasplante a Nueva York (1983)
Gallinazos en la baranda (1986)
Teoría de la novela (1987)
Del mito a la postmodernidad (1990)
El Insondable, una visión de la vida de Bolívar (1997)
La fábula y el desastre (1999)
Juicios de residencia (2001)
La sombra por el muro
El dialogo imposible
Estudios Críticos sobre la novela colombiana (2005)
Premios y reconocimientos
Premio nacional de novela 1983, Universidad de Nariño – Editorial Oveja Negra, por la obra Trasplante a Nueva York.
Finalista concurso de novela Plaza y Janés 1985, por la novela Gallinazos en la baranda.