Escritor del Mes Cronopio

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si me ves por el camino

SI ME VES POR EL CAMINO

Por Jaime Manrique*

Ilustraciones de Sara Serna Loaiza**

1.

Su mamá lo despertó:
—Despierta, Gaspar. Apúrate.
La habitación estaba oscura y fría; el niño se frotó los ojos.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —balbuceó.
Se escucharon unos disparos ensordecedores.
—¿Lo oíste? Esos criminales andan muy cerca.

Su mamá sacudió la hamaca y Gaspar cayó al suelo, recibiendo un golpe en el trasero. En la penumbra, su rostro parecía deformado por el miedo. Al fondo de la habitación, su papá sacó el rifle del baúl y lo empezó a cargar.

La mamá de Gaspar agarró un machete escondido bajo la cama, tomó al niño de la mano y lo llevó afuera. La noche estaba gélida y sin luna. Su papá se quedó tras ellos, apuntando con el rifle hacia las matas densas que tenían frente a la casa.

—Trepa hasta el cogollo del palo de mango —le ordenó al niño.
Gaspar abrazó a su papá por la cintura.
— No hay tiempo para adioses. Corre —le dijo con firmeza.
El niño miró a su mamá con ojos suplicantes.
—Ya has oído a tu padre —dijo ella, con la mirada fija en el suelo—. Pase lo que pase, no vuelvas a bajar hasta que yo te lo diga. Imagina que eres una piedra y no hagas ningún ruido. Recuerda, en silencio, como si fueras una piedra.

Gaspar corrió hacia el árbol y comenzó a trepar. Había aprendido a subirse a los árboles casi al mismo tiempo que a caminar. La copa del mango era su escondite favorito. Incluso en la oscuridad, era capaz de reconocer todas las particularidades del tronco, y sabía cómo moverse entre las ramas: podría haber trepado ese árbol incluso dormido. Gaspar no se detuvo hasta que no encontró una rama más alta, que le permitió descansar por un momento y recuperar el aliento. Abajo, la oscuridad había engullido a sus padres.

En un enorme nudo entre dos ramas que se estiraban en direcciones opuestas, Gaspar encontró un hueco para apoyarse. Quería estar seguro de que no se iba a caer en caso de quedarse dormido. Todo estaba en silencio. Incluso los murciélagos que venían al árbol a comer la fruta madura decidieron no acudir esa noche. Gaspar respiraba en intervalos cortos para asegurarse de no interrumpir el inquietante silencio.

Aquella noche, el jaguar que rugía cerca de la casa al caer el sol (y que con cierta regularidad mataba y devoraba un ternero, una cría de puerco, y a veces una gallina o un pavo que estuviera durmiendo en los árboles) se había quedado en silencio.

Estaban en el mes de mayo y el árbol rebosaba de frutos dulcísimos. Era la época del año preferida de Gaspar, porque podía pasarse el día entero comiendo los mangos jugosos que encontraba en el suelo. En las montañas donde vivían, las noches eran frías incluso durante los meses de más calor. Al cabo de un rato de estar sentado sin moverse, Gaspar empezó a tiritar. Sus ojos cansados comenzaron a cerrarse, pero cada vez que esto sucedía luchaba por no quedarse dormido: quería mantenerse en vela hasta que llegara la madrugada y pudiera reencontrarse con sus papás. Sin embargo, finalmente, el sueño lo venció.

Una ráfaga de disparos, acompañada por los gritos desesperados de su mamá, lo despertó bruscamente. Lo primero que le pasó por la cabeza fue bajar del árbol e ir a socorrerla, pero recordó las órdenes que le había dado. Gaspar se dio un mordisco en el puño para que ningún sollozo desvelara su escondite. En un murmullo empezó a repetirse: «Soy una piedra, soy una piedra, soy una piedra», hasta que las palabras se convirtieron en un eco incesante en su cabeza.

La luz de un nuevo día, filtrándose a través del denso follaje, llegó acompañada por el canto de los gallos, el cacareo nervioso de las gallinas, los perros que ladraban para espantar las últimas sombras de la noche, los mugidos melancólicos de las vacas y los gruñidos roncos de los cerdos en sus corrales barrosos. Sin embargo, el silencio de los pájaros que normalmente daban la bienvenida al sol con sus cantos lo estremeció.

Cuando la luz del día empezó a ser más clara, y el silencio se hizo más opresivo, Gaspar decidió ignorar las órdenes de su madre y se deslizó abrazando el tronco hasta la base del árbol. Solo se atrevió a mirar en dirección a su casa cuando sus pies tocaron el suelo. A medio camino entre el árbol y su casa, pudo ver los cuerpos de sus padres, tirados boca arriba en el suelo ennegrecido. Salió corriendo hacia ellos: sus caras habían recibido tantos disparos que solo pudo adivinar quiénes eran por las ropas que tenían puestas y por la forma de sus cuerpos. Lo primero que pensó fue: «Tengo que enterrarlos antes de que lleguen los gallinazos y las hormigas». Se secó las lágrimas con el dorso de las manos. Olvidándose de toda precaución, corrió hacia la casa y agarró la pala que había en un rincón del cuarto donde guardaban las herramientas del campo. Decidió cavar una tumba cerca del arroyo, donde la tierra era más tierna, para enterrar allí a sus papás.

Eligió un lugar justo donde la luz del sol lograba atravesar la densa vegetación y pintaba el suelo de manchas amarillas. La brisa empezó a crujir entre las ramas a medida que la luz alcanzaba las partes menos profundas del arroyo. Allí relucían miles de pepitas doradas donde el agua estaba mansa, pese a las corrientes que arrastraban la arena centelleante. Después de cavar por un rato, Gaspar se dio cuenta de que la tierra era demasiado dura para hacer un hoyo grande él solo. Tenía que pensar en otro plan con rapidez, en caso de que los asesinos decidieran regresar. Pero sin vida, los cuerpos de sus papás parecían haberse convertido en piedra: todo lo que pudo hacer fue arrastrarlos por las muñecas y dejar uno al lado del otro, bajo un ramal que quedaba a ras del arroyo. Trabajó sin mirar sus caras. Cubrió sus cuerpos con hierbas y ramas, y después esparció palazos de tierra sobre ellos. Sintió que había acabado cuando puso dos pesadas piedras redondas sobre el montículo, balbuceó lo que recordaba del Padre Nuestro y se persignó.

Gaspar regresó corriendo a la casa. Las piernas le temblaban, pero era importante seguir trabajando sin pausa. El sol ya estaba en lo alto, y poco a poco comenzaban a volver los sonidos del campo, como si los pájaros y los otros animales se atrevieran, por fin, a romper el silencio ahora que los cuerpos de sus papás ya estaban cubiertos.

«Tengo que irme de aquí antes de que vuelvan los asesinos», pensó. Descolgó el morral que sus papás le habían regalado para Navidad del gancho que había detrás de la puerta. «Para cuando empieces a ir a la escuela», le había dicho su mamá. También encontró, colgadas tras la puerta, dos recias bolsas de plástico con asas que su madre llevaba al pueblo cada vez que necesitaban sal, azúcar, arroz, aceite de cocina, harina de maíz y legumbres; agarró la más grande de las dos. Lo primero que guardó en el morral fue una fotografía enmarcada de la boda de sus padres, después de envolverla con cuidado con un pedazo de tela. A pie, el camino hasta El Barranco de Loba podía tomarle un día entero si evitaba pasar por la carretera principal. Hizo una lista mental de todo lo que necesitaba para sobrevivir en la selva. Tomó el pañuelo con el que su madre solía cubrirse la cabeza las pocas veces que iba a la misa del pueblo, puso lo que quedaba del pan de casabe que su madre había preparado para el desayuno el día anterior, y lo guardó en un bote metálico para mantenerlo alejado de las hormigas. Después, Gaspar guardó un pedazo grande de plástico para cubrirse en caso de que lloviera con tanta fuerza que las ramas de los árboles no lo pudieran resguardar. Y, ya que su madre le decía siempre: «Péinate, Gaspar, que pareces un loco escapado del manicomio», también decidió llevarse la peinilla, el cepillo de dientes y unos zapatos nuevos.

«La bolsa no puede pesar demasiado», se dijo. Necesitaba también un machete para protegerse de los malhechores y de las criaturas peligrosas del monte, pero no logró encontrarlo. Pensaba en la mapaná, cuya mordedura era letal, y en las hordas de cerdos salvajes que con sus colmillos afilados mataban y devoraban animales grandes o incluso gente. Pero la criatura a la que Gaspar más temía, aunque nunca la hubiera visto, era el jaguar. Su rugido inquietante le resultaba tan familiar que más bien lo imaginaba como un viejo conocido con quien evitaba encontrarse, como si se tratara del mismo diablo.

Antes de dejar el cuarto, buscó debajo de un montón de sacos vacíos y sacó una pequeña bola de plástico envuelta con papel de periódico, donde había guardado todas las pepitas de oro que había ido recolectando en los arroyos cerca de la casa. Gaspar los había acumulado desde la primera vez que entró al agua solo y no lo tumbó la corriente. Había visto a su padre recoger las bolitas de oro y sabía que cada una de ellas era muy valiosa. Cuando su papá se dio cuenta de que su hijo también las recogía y las guardaba en una cajita de cerillas vacía, le dijo: «Hijo, sigue así, y algún día, si quieres irte lejos de aquí, podrás venderlas». Gaspar sabía que esas eran las únicas piezas de valor de la casa. Lo último que guardó en el morral fue La alegría de leer, el manual escolar, gastado por el uso, que su mamá había utilizado para enseñarle a leer. Una vez acabó, Gaspar se sintió preparado para afrontar cualquier peligro que pudiera encontrar en el camino. Mejor aún, era como si llevara consigo una parte de su madre. «Lo guardaré siempre conmigo», se dijo.

2

Gaspar era consciente de que los asesinos de sus padres tarde o temprano empezarían a buscarlo. Como un muchacho solo en el camino podía llamar la atención, decidió que era más seguro seguir la trocha que corría paralela al camino, pero oscurecida por la abigarrada maleza —así podía observar a los viajeros que iban y venían sin ser visto—. Caída la tarde, le pareció que ya se había alejado lo suficiente de Tosnován y probablemente había burlado a los bandidos. Mientras avanzaba entre árboles y matorrales, Gaspar no volvió la vista atrás ni una sola vez. Y cuando se sentía cansado, recordaba las palabras de su papá: «No hay tiempo para adioses».

Su plan era viajar sin descanso, para llegar a El Barranco de Loba antes que cayera la noche. Gaspar conocía muy bien los bosques, así que caminó a toda prisa a través de la enmarañada vegetación esquivando las ramas con puyas afiladas y venenosas que infectaban y arrancaban pedazos de la piel, evitando las picaduras de las avispas y las mordeduras de las víboras coral y mapaná, que acechaban a los incautos. En El Barranco conocía al profesor Eustaquio, un pariente de su padre, el único miembro de su familia que todavía vivía en el pueblo. El resto de familiares de los cuales tenía noticia vivían en la cordillera o cerca del mar, a días de camino, incluso semanas, de Tosnován.

Cuanto más se alejaba de Tosnován, menos miedo tenía de que los asesinos de sus padres lo descubrieran. La noche lo encontró atravesando un plantío de árboles frutales. Entonces, decidió que era mejor no buscar cobijo en un palo de mango porque sabía que a lo largo de la noche muchas criaturas del bosque se acercarían a alimentarse de sus frutos maduros. Prefirió trepar un aguacate, con un tronco tan alto que las ramas cargadas de frutos colgaban lejos del suelo. Los aguacates estaban todavía duros, de un color verde oscuro; no eran comestibles ni para la gente ni para las bestias. A Gaspar le gustaba tanto trepar los árboles que su mamá a menudo, afectuosamente, se refería a él como «el mono», porque, como ella solía decir: «Me recuerdas a los micos que saltan de árbol en árbol, como si se creyeran pájaros capaces de volar».

Cuando cayó la noche, Gaspar encontró un espacio entre las ramas que le permitía acurrucarse y tratar de dormir. Se cubrió con el pedazo de plástico que llevaba en la mochila para protegerse de los mosquitos y el frío rocío vespertino, que podía provocar un catarro muy malo. El follaje del aguacate era tan denso que le impedía ver las incontables estrellas que adornaban el cielo nocturno. Durante el día había avanzado con cautela, y su instinto de supervivencia no le permitió pensar acerca de los sucesos recientes. Pero ahora que podía bajar la guardia un poco, de repente le vino la certeza de que nunca volvería a ver a sus padres, ni regresar a Tosnován y a todas las cosas que le eran familiares.

Su papá le había contado historias sobre La Madremonte. Sin embargo, Gaspar pensó que no tenía motivos para tenerle miedo: «Si alguna vez, en el monte, te encuentras con una mujer tan alta como un palo de guayaba, y vestida con hojas verdes, no le tengas miedo, porque ella solo castiga a la gente que mata a las criaturas silvestres sin motivo. Ah, y también castiga a los hombres que son infieles a sus esposas». Gaspar soltó un largo suspiro de alivio: «Menos mal todavía no tengo edad de estar casado». Además, concluyó Gaspar, tampoco tenía que preocuparse del hombre reptil, puesto que a ese monstruo solo le interesaban las muchachas, y además vivía en los pantanos y las lagunas de aguas oscuras. Pero la ansiedad le volvió cuando recordó las historias sobre La Llorona, el esqueleto de mujer con unos cabellos tan largos que barrían el suelo a su paso. La Llorona no tenía ojos, pero de sus cuencas le brotaban lágrimas de sangre de un rojo brillante. En cada una de las lágrimas asomaba la cabeza un bebé muerto con unos enormes ojos inertes. «La Llorona está furiosa porque tuvo que ahogar

a su propio bebé», le había explicado su mamá. «Por eso vaga por el bosque en busca de otros niños para devorarlos». A Gaspar le entró un escalofrío, pero se dijo: «Soy demasiado mayor para La Llorona. A ella solo le gusta la carne tierna de los niños más pequeños».

Cuando no recordó otras historias aterradoras sobre el monte, Gaspar empezó a sentirse solo en el mundo. Para sacudirse esta melancolía de encima, trató de recordar los vallenatos que su papá le cantaba a su mamá cuando la noche era clara y él no estaba muy cansado, y la familia se sentaba junto al fuego después de la cena. Desempolvaba su viejo acordeón para acompañar las canciones. «¿Qué pasó con el acordeón?», se preguntó Gaspar. «No lo vi en la casa. Seguro que los villanos se lo llevaron».

Era feliz esas noches en las que su papá cantaba vallenatos, que era la música que sus vecinos en Tosnován tocaban cada vez que celebraban bautizos, cumpleaños y parrandas. También coreaban vallenatos tristes para lamentar la muerte de un ser querido. Su padre se unía a los otros músicos y cantaban y bebían hasta el amanecer. Pero los vallenatos que más le gustaban eran los que su papá le cantaba a su mamá cuando se sentía amoroso. Gaspar recordaba la cara extasiada de su mamá cuando, mirándola con ojos de adoración, su papá anunciaba: «Este es para ti, Mechas». Era como si, de repente, la luz de la luna atravesara la oscuridad de la noche y pintara a su mamá de un pálido color dorado. Cuando su mamá se abrigaba con su raído mantón negro, que acostumbraba a llevar por las noches, los hilillos de lana capturaban el brillo de las estrellas. Gaspar abrió la boca para cantar, «Ay muchacha encantadora, ¿qué hay en tu mirada? que me embelesas». Pero no le salió ningún sonido. Lo intentó unas cuantas veces más hasta que se dio cuenta de que, por algún motivo, no era capaz de cantar ese vallenato que conocía a la perfección. ¿Y si lo probaba con otra canción? Intentó cantar: «Voy a hacerte una casa en el aire», el primer verso de otro de sus vallenatos preferidos, pero le sucedió

lo mismo. Gaspar, entonces, dijo en voz alta: «Mango, jaguar, mamá, papá, Tosnován», y las palabras salieron de su boca tan claras como siempre. «Puedo hablar —dijo en voz alta—. No estoy mudo. Entonces, ¿por qué no consigo cantar?» Quizá estaba demasiado cansado; más tarde, o mañana, sin duda, podría volver a entonar las melodías de las canciones viejas que tanto lo conmovían. Sintió un cansancio profundo y bostezó una, dos veces; los párpados comenzaron a pesarle.

* * *

El presente texto hace parte de la novela «Si me ves por el camino», publicada en 2021 por la editorial Seix Barral, colección Biblioteca Breve. Traducción de Isaías Fanlo https://www.amazon.com/ves-camino-Biblioteca-Breve-Spanish-ebook/dp/B09K7T6NKL

Esta novela fue muy bien acogida en Estados Unidos; para mayor difusión en Latinoamérica, Revista Cronopio comparte a sus lectores los dos primeros capítulos.

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*Jaime Manrique. Poeta, narrador y ensayista, ha escrito su obra en español y en inglés. Recibió el Premio Nacional de Poesía Eduardo Cote Lamus en 1975 por su primer libro, Los adoradores de la luna. Ha publicado, tanto en español como en inglés, los libros El cadáver de papá (1978; Seix Barral, 2019), Notas de cine (1979), Oro colombiano (1983), Luna latina en Manhattan (1992), Twilight at the Equator (1997), Maricones eminentes: Arenas, Lorca, Puig y Yo (2000), Nuestras vidas son los ríos (2006; Seix Barral, 2019), El callejón de Cervantes (2012) y Como esta tarde para siempre (Seix Barral, 2018).

Su obra de ficción, de poesía y de ensayo ha sido publicada en 15 idiomas. Algunos de sus poemarios son Mi noche con Federico García Lorca (1995), Tarzán, mi cuerpo, Cristóbal Colón (2000) y El libro de los muertos (poemas selectos 1973-2015) (2016). En 2000, recibió una beca de la Fundación John Simon Guggenheim, y en 2007, Nuestras vidas son los ríos recibió el International Latino Book Award a mejor novela histórica. La versión original en inglés de Como esta tarde para siempre fue publicada en 2019 por Akashic Books en Nueva York y fue finalista del Lambda Book Award del 2020 como mejor novela gay del año. Su novela más reciente es Si me ves por el camino (2021, Seix Barral). Actualmente, Manrique es Distinguished Lecturer del City College de Nueva York.

** Sara Serna Loaiza es estudiante de arquitectura en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, ilustradora y diseñadora gráfica por afición. Como lectora, se inclina hacia el realismo mágico latinoamericano, la fantasía heróica y la novela psicológica rusa. Como creativa, tiene por hábito buscar patrones, composiciones y referencias en la realidad tanto como en la ficción. En ilustraciones ajenas y fotografías tan casuales como maestras publicadas en redes. En las pequeñas exposiciones y galerías que el transeúnte, si es curioso y observador, puede encontrarse al recorrer las calles de su ciudad, y en esas escenas coincidentes, accidentales, y perfectas, en las que la cotidianidad encuentra el ángulo, la iluminación, el balance correcto de composición, que encuadrados por el ojo fisgón adecuado, capturan un cuadro cinematográfico espontáneo bastante impresionante.

Es la administradora del perfil de Instagram de la revista ( @revista.cronopio ) y también aporta sus ilustraciones para algunos artículos de la misma.

1 COMENTARIO

  1. Hoy la noticia escenfrentamientos entre guerrilleros deja 15 muertos en Arauca. Asi este cuento es reflejo de Colombia, es real, es crudo, ….y si deja la curiosidad de ver como sigue en la novela…

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