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Si tengo donde caer muerto

SÍ TENGO DÓNDE CAER MUERTO

Por Alejandro Aristizábal Vanegas*

Escuché su ronquido tosco en el cuarto contiguo, sin saber que era la última vez. Los vi abrazados y con dos cobijas de lana encima, había llovido toda la noche y la temperatura estaba muy baja. La ventana estaba abierta, sin querer alguno de los dos la abrió y olvidó cerrarla. Quizás era pertinente que yo lo hiciera, pero para llegar hasta allá tenía que pasar por océanos de ropa sin organizar. Me negué a nadar. Yo me había levantado antes porque ya no logro dormir bien, mi lado de la cama parece una canoa.

Antes de preparar el desayuno favorito de mi nieto, emprendí un recorrido por la finca que heredé de mi padre, que asimismo le pasaré a mi hijo, y luego a su hijo, y de este al suyo. Me puse el sombrero aguadeño, salí de la casa y caminé once pasos hasta el clavel que yo más prefiero. Es una flor tierna, exótica en apariencia y con una textura entre rugosa y suave. No es por nada que se convirtió en mi flor favorita: mi esposa, muchos años antes de su muerte, me hizo prometerle que la enterraría en el lugar donde hoy florece el clavel. Ese lugar no es el centro del jardín, pero está rodeado de lirios, rosas y tulipanes que cada temporada crecen más pequeños que antes entre toneladas de maleza.

Esta vez fueron más de once los pasos que me costaron para llegar al gallinero. La madera tenía un moho extraño, azul y con bordes blancos. Insectos diminutos escalaban por la manija. Nunca superé mi miedo a las termitas. Soplé lo más fuerte que pude para depurar la chapa de animales. Abrí el gallinero, moví las cuatro gallinas escuálidas y famélicas hasta encontrar dos huevos que eran suficientes para preparar un perico.

Una de las puertas de los cajones se me cayó encima, el comején había destrozado tanto mi cocina que de milagro aún tenía donde preparar la comida. Piqué lo más diminuto que pude los trozos de tomate y cebolla, los eché a la sartén con los huevos, esperé unos cuantos minutos hasta que estuvieron listos. Finalmente serví el banquete en tres platos, uno para cada uno. Fui a despertarlos pero me exalté al darme cuenta que ya estaban arreglados. Mi hijo era un hombre modesto, de estatura promedio y una piel tersa y morena como la de su madre. Mi nieto, por el contrario, era más grande que todos los niños de su edad, su pelo era castaño claro y sus pies pequeños para su estatura.

Comieron rápido, como secuestrados recién liberados. No sabía cuál era la prisa. Me sentí un poco incómodo, ellos habían pasado la última semana conmigo, estaban de visita. Habíamos planeado este maravilloso día, era el cumpleaños de mi nieto y estaba tan feliz de celebrarlo que le había comprado un carrito de juguete, que al parecer duraría mucho porque era duro, como de metal, y tenía unos colores despampanantes y un estilo que nunca he visto por estos lares. Sin embargo, no les importó, terminaron de comer y tiraron los platos encima de las olas espumosas de Banzai Pipeline que tenían armada en su cuarto.

—Apá —entonó mi hijo con una voz chillona y temblorosa—, volvemos por la noche, prometo traer la torta pa’ que la partamos.
—Lito —interrumpió mi nieto—, mi amá llamó y dijo que nos viéramos.

Luego de que salieran pitados —iban a perder el jeep de las ocho— entendí lo que sucedía. No sabía cómo sentirme, toda mi vida intenté ser otro padre para mi adorado nieto aunque me encontrara un poco lejos del pueblo, pero conocía ese deseo terrenal de ese niño por ver a su madre.

Me encontraba solo. La única compañía que tenía era la gotera de un líquido escarlata que estaba cayendo en mi camisa. Fui al baño, cautelosamente me la quité y como sabía que no podía gastar mucha agua, abrí el grifo hasta que una diminuta e inmunda gota de lodo empezó a caer. Mientras el rojo se tornaba café, me quedé absorto.

Hace muchos años gasté el último cuncho de plata que me dejó mi papá junto con esta finca. Gasté esos pesos en expertos que traje de infinidad de lugares, ellos venían y miraban, ojeaban y finalmente me decían, entre un resoplido, que no había nada que hacer, que esta tierra estaba muerta. Los últimos años que he pasado en este terreno casi desolado he desempeñado la misma tarea de un médico desesperado por revivir a su paciente: le da descargas, le sacude el pecho y le inyecta todo tipo de químicos para que su corazón vuelva a latir.

De repente, sonó el teléfono. La herida había parado de borbotear. No sabía cuánto tiempo había estado perdido en mi mente, pero el sol que antes estaba saludando ahora se vio casi en mi coronilla. Caminé lo más apresurado que pude, contesté y una voz aparentemente femenina masculló, entre unos labios muy pegados, un aló. En este momento, no recuerdo cómo, pasamos de un tímido saludo a la noticia más desgarradora: el jeep se había deslizado en una curva, todos los pasajeros habían terminado en la quebrada.

Me desplomé en la raída biblioteca de mi padre donde aprendí todo lo que sé, caí encima de inmensos y agujereados tomos que no se podían leer. Borroso por las lágrimas, miré el techo que me tocó reemplazar por zinc. Mi vida había sido buena, hasta que una sucesión de eventos infaustos llegaron y mi felicidad cayó en picada. Primero mi esposa, ahora mi hijo y mi nieto. Era el turno de mi finca, solo quedan unos ladrillos a medio parar.

Tengo dónde caer muerto, pero no con quién. Trabajé aquí desde que nací y quería que mis descendientes recibieran este pedazo de tierra al que llamaba hogar. Todo por lo que alguna vez sudé, carece de sentido: viví por y para una herencia que ya no tiene a donde ir.

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* Alejandro Aristizábal Vanegas nació y creció en Armenia, Quindío, el 6 de agosto de 2002. Actualmente estudia Comunicación Social y Ciencias Políticas en la Universidad Javeriana. Tiene una cuenta en Instagram (@aristi.raw) donde sube fotografías y lecturas en voz alta, además de un blog donde publica algunos textos suyos y un canal de YouTube donde sube cortos y vídeos experimentales y de experimentos.

1 COMENTARIO

  1. Me gusto mucho como relata tantas vivencias cotidianas de nuestras vidas. Felicitaciones!, vas por muy buen camino

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