Escritor del mes Cronopio

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Recuerda la casa de Mallarmé, en especial la sala donde los recibía, adornada con flores, con pinturas, repleta de viejos divanes, estantes con estatuillas de bronce y cerámica y otros estantes atiborrados de libros. En el centro, un piano en el que los mejores maestros de la época interpretaban las obras de Chopin, Beethoven y Mozart. Los ceniceros atestados de ceniza y petacas colmadas de cigarrillos, frascos ventrudos con vino, las copas sobre un mesón de madera tallada con formas jónicas, y la luz, previamente graduada para que saliera tenue, un poco oscura, como la propia voz del anfitrión que leía sus textos y daba consejos a los jóvenes poetas.

Se entusiasmó allí con los estudios de Ramón y Cajal sobre el sistema nervioso. Leyó con avidez las obras de Nietzsche, Schopenhauer, Baudelaire, Rimbaud, Leconte de Lisle, Gautier, Moréas, Maupassant —quien ya presentaba sus obras en el teatro de la Porte Saint-Martin, a las que él concurría con Consuelo—, Goncourt, Verlaine, Merimée, Stendhal, Flaubert, Bourget, Lemaitre y Zola. Se extasió con los ensayos de Hippolyte Taine, Faguet y Ribot, y con los estudios filológicos de Renan, de quien discutía con los hermanos Cuervo, radicados también en aquel país. Recuerda, del mismo modo, las caminatas por la Rue Laffitte y la Rue de la Rochefoucault, donde las prostitutas ofrecían sus servicios, hasta llegar al L’Arc de Triomphe, donde fue llevado el cuerpo de Víctor Hugo, que dejó el mundo el 23 de mayo de 1886, acompañado por un millón de personas que acudieron para despedir al más grande escritor en lengua francesa de todos los tiempos. Por supuesto, él también estuvo allí. Acompañado por Consuelo vitoreó el nombre de Víctor Hugo, arrojó magnolias blancas entre la multitud y lloró de tristeza por aquella voz que había desaparecido.

Apaga el cigarrillo contra el cenicero y enciende otro. Su rostro gesticula incertidumbre. Cambia, expresa una sensación de extrañeza o de incomprensión por la forma como deviene la vida. Cumplía exactamente diez años de haber asistido al entierro del mayor poeta francés, diez años de encontrarse rodeado por las mentes más brillantes del mundo, para luego volver, por necesidad o quizás por miedo, murmura, por miedo a que su padre, que se encontraba enfermo, se muriera sin despedirse de él. Cobarde, siempre tras los pantalones de tu padre primero y luego tras las faldas de tu madre, nada hubiera cambiado si te hubieses quedado en Europa, piensa con seguridad, quizás no solo tu situación económica sería más estable, también tu obra habría adquirido la importancia que merece.

Saca su reloj del bolsillo secreto del chaleco y mira la hora. Las doce menos quince. El té se ha enfriado. El cigarrillo se deshace entre sus dedos, deja escapar una humareda violácea que se ondula frente a su rostro y finalmente golpea sus ojos. Aún llueve, pero ahora es una llovizna fina la que cae y lo empapa todo afuera. El libro de contabilidad sigue abierto y enseña símbolos para él incomprensibles. Esperará a que el reloj marque las doce para salir de allí e ir a almorzar. Le da una larga calada al cigarrillo y le duele el pecho. La garganta le hace fuego, y un dolor agudo, como si lo presionaran con un cuchillo o una espada en el pecho, lo hace doblegarse un poco, toser con fuerza y cambiar de expresión. Es el corazón, murmura con el ceño fruncido, es el corazón el que ha empezado a fallar, a pesar de ser joven y haber sorteado mayores impases. Da otra calada al cigarrillo para comprobar si el dolor existe en realidad y no es otra simple representación de su angustia, pero al expulsar el humo por la boca y la nariz, el dolor se acentúa con más fuerza, cobra vida y genera un cosquilleo agudo en su garganta, por lo que tose de nuevo con desgarramiento. Se reclina contra el espaldar de la silla, aún con el cigarrillo en la mano. ¿Por qué no lo apago?, ¿por qué no arrojo el paquete por la ventana para que se destruya?, se pregunta. No sabe por qué no lo hace, como tampoco sabe por qué fuma. Muchos de sus familiares, amigos y conocidos le han aconsejado dejar el cigarrillo, pero ni siquiera se le ha pasado por la mente sopesar dichos consejos. Lo único que sabe es que el cigarrillo le produce bienestar y placer.

El dolor mengua lentamente, pero él no cesa de sudar. Se reincorpora, mira el cigarrillo consumido en su totalidad y lo aplasta contra el cenicero. Se acoda sobre el escritorio con los ojos cerrados y junta su quijada contra el pecho. Exhala, pasa sus manos por entre su abundante cabellera y abre los ojos. Una nieve muy pequeña se desprende de su cuero cabelludo. No lo puede creer, así que repite el ejercicio, pero ahora incrusta sus dedos por entre el cabello, y un montoncito de caspa cae sobre los hombros de su saco y sobre su escritorio.

Lo que faltaba, ahora tiene caspa. Él, que tanto ha cuidado de su apariencia, que se ha adulado y ha sido adulado por los demás por su pulcritud y elegancia, ahora con una inmundicia como aquella prendada de su cabello y de sus hombros. Se pone de pie y atraviesa un par de sillones de color vino tinto que rodean una mesilla de centro sobre la cual reposan varios libros y ceniceros, un perchero y una cómoda donde conserva el vino de oporto que ofrece a sus invitados. En la pared del extremo opuesto a su escritorio hay un espejo de un metro por uno veinte. La luz que entra por las ventanas es débil, pero es suficiente para comprobar en el reflejo la silueta de un hombre acabado, con ojeras prominentes y la boca reseca. Mira los hombros de su saco y allí está la caspa que cae todavía, autómata. Pasa las manos por el cabello y mira en detalle el cuero cabelludo. Está invadido por pequeños trozos de piel muerta que retozan entre sus cabellos. Siente asco y una sensación de pánico que nace en su pecho dolorido asciende hasta su rostro.

¡Maldita sea!, exclama delante del espejo. Aquel hombre que se mueve igual que él, que usa su misma ropa, es un desconocido. ¿En qué momento me convertí en esto?, se pregunta. Y por «esto» hace referencia a una escoria, a un trozo de inmundicia. ¿Será el anuncio de la vejez?, vuelve a preguntarse y murmura el verso inicial de su poema Vejeces: «las cosas viejas, tristes, desteñidas…», pero si apenas tengo treinta y un años… No importa, se increpa, lo que envejece es el alma, y el alma, al final de cuentas y sin caer en preceptos religiosos, es el sustrato del cuerpo. ¿Para qué tantas noches en vela, entregado al oficio de la lectura y la escritura, si todo se lo llevó el mar bravío? ¿Para qué tanto amar a esas tres mujeres si a todas se las llevó la distancia, el destino y la muerte? Esto es lo que te ha quedado, poeta, murmura y sonríe con sarcasmo, esto fue lo único que te quedó de la vida: un cuerpo que se marchita, unos ojos que se apagan y unas esperanzas moribundas. ¿No te has dado cuenta de que tu vida ha sido una burla?, ¿no te has dado cuenta que desde tu nacimiento has estado marcado con el sello imborrable de la tragedia? ¿Recuerdas aquella mañana de tu infancia cuando te sentiste Dios, corriste hasta el solar de tu casa e intentaste alzar esa gran piedra para aplastar el nido de gorriones recién nacidos que se guarecían tras la sombra del brevo? ¿Cuántos años tendrías, poeta? ¿Seis, siete?, y ya pensabas que tenías la libertad y, sobre todo, el poder para acabar con la vida y la belleza. Dime ¿qué hubieras hecho luego de extinguir el canto de las aves? ¿Qué hubieras hecho si aquella mujer hubiera decidido casarse contigo? ¿Qué pensarían tu padre y tu hermana si aún estuviesen vivos? Tendrían lástima de ti si te vieran y comprobaran que eres una sombra que se extingue entre la lluvia, un guiñapo, un presumido que solo vive de sus glorias pasadas. ¿Por qué no reaccionas de una vez y te pegas un tiro? ¿Por qué no acabas cuanto antes con todo este engaño, con esta puesta en escena a la que te sometieron un atajo de dioses mordaces? No eres capaz. Mira cómo te tiemblan las manos tan solo al pensar en acabar con tu vida, y no es que sientas miedo porque tus creencias religiosas te lo hayan inculcado, sientes miedo porque eres un cobarde, un hombre de poca monta, un niño débil y frágil que todos los días antes de salir de casa debe ponerse su maravilloso traje y su máscara para parecer el hombre fuerte y seguro de sí que se burla de los defectos de los demás, pero lo único que hace este hombre es ocultar la podredumbre que lo habita, su «yo» verdadero que no pudo con el mundo en el que le tocó vivir.

Todo esto lo piensa mirándose al espejo. Su expresión ha cambiado por una más fuerte, de ira quizás, que siente contra sí mismo. Aún tiene las manos sobre la cabeza, y cuando reacciona se siente ridículo y las baja. Echa una última ojeada a la imagen que se reproduce en el espejo. Se reincorpora. Hala las solapas de su saco, limpia con la parte externa de sus manos las hombreras invadidas aún con los minúsculos copos de caspa, y sonríe, pues debe salir y nadie debe saber que ha sido derrotado.

Vuelve al escritorio, toma la petaca con los cigarrillos que guarda en el bolsillo izquierdo de su saco, toma la chequera del cajón y el libro de contabilidad. No quiere encontrarse con algún conocido y que se dé cuenta de la caspa que se adhiere su cabello y sus hombros, así que sale rápidamente de la oficina, cierra de un portazo y desciende las escaleras. Cuando va a alcanzar el último tramo, la mujer de anchas caderas le sale al paso, con un trapo sucio en una mano y un sobre en la otra.

— Doctor —le dice con la mirada pegada al piso—, le han dejado esto.

La mujer estira su mano fibrosa, como de anciana, con el sobre blanco, que al parecer es una invitación a cualquier evento social, como una nueva fiesta en casa de los Kopp o algún acto de beneficencia a los que aún acostumbran a convidarlo. El poeta agarra el sobre sin revisarlo, lo guarda en el bolsillo derecho de su saco y sigue de largo sin pronunciar palabra a la mujer, que se queda paralizada mientras el hombre pasa por su lado. Alcanza la puerta externa de la casa y mira la fachada de la casa de enfrente, amarillenta, cubierta en su parte alta por una mancha ocre debida a la lluvia que cae levemente y ladeada hacia el norte de la ciudad. Maldice por haber regalado su paraguas y guarece el libro de contabilidad bajo su saco. Camina pegado a la pared hasta la tercera calle Real, y de allí se encamina hacia el norte.

El olor de la calle es el mismo que el de la mañana. Un olor descompuesto y viejo, a humedad y a tierra que de nuevo se filtra por su nariz. Para ser mediodía, la calle está sola. Debe de ser por la lluvia, piensa el poeta que mira a lado y lado, a fin de no tropezar con algún conocido. Las palomas regurgitan sobre los alféizares de las casas, y las mujeres, que toman sus faldas por los prenses, caminan bajo sus paraguas. Pasan algunos jóvenes que bajo la lluvia siguen voceando los diarios La Reforma y La Nación, y hay unos pocos hombres bajo los dinteles de los comercios. De uno de aquellos comercios sale una voz que lo llama: «¡Silva!, ¡Silva!», pero él solamente levanta una mano, a modo de saludo y sigue de largo sin voltear a ver. Cruza el Puente de San Francisco, que vio correr la disentería en el 72 que diezmó a la población, y ve las aguas turbulentas y ennegrecidas bajar con fiereza y arrastrar basura, basura y más basura. Esto es Bogotá, dice en un murmullo, sin quitar la mirada del río. Llega a la plazuela de San Francisco y observa la estatua de Bolívar, en la que estuvo sentado por varias horas mientras escribía una oda al Libertador para una de las fiestas a la que fue invitado años atrás por el canciller de Venezuela. Pendolfi, murmura sonriendo. Contempla los árboles mecerse al compás de la lluvia, las tres iglesias con fachadas de calicanto, la pila con algunos estibadores que recogen agua en sus múcuras, y, a uno de sus costados, la casa de su infancia. Un leve dolor, distinto al producido por el cigarrillo, se agolpa en su pecho. Es la melancolía producida por los recuerdos del tiempo vivido en aquella casa, cuando aún estaban todos, piensa, cuando la muerte no había llegado a llevarse con ella a ninguno de los seres a quienes había amado.

Fue allí donde a los seis o siete años intentó aplastar el nido de gorriones, pero su madre lo sorprendió y lo reprendió. Le dijo que aquellos pajarillos eran creación divina y que nunca un ser humano debía acabar con lo que Dios, con su sabiduría infinita, había puesto sobre la tierra. Fue allí donde su padre le enseñó a leer y a escribir, donde se reunían los académicos e intelectuales más reconocidos de la ciudad, y donde comprendió la importancia de saberse inteligente, de presentarse como un hombre más cultivado que los demás. En aquella casa, de tres plantas en su frente pero de dos en su fondo, de amplios zaguanes adornados en sus costados con geranios, margaritas y hermosas orquídeas que su madre regaba todos los días, porque son seres vivos como nosotros y necesitan comer, le explicaba, en aquella casa de enorme solar donde se levantaban novios, cachacos, un viejo cerezo y un brevo, supo lo que era la felicidad, cuando estaba también su hermano Guillermo, muerto cuando aún era un niño, víctima de la epidemia de sarampión que asoló a Bogotá en 1875, y donde también moriría su hermana Inés Soledad, de forma repentina, tres años más tarde. En una de sus ventanas se conserva aún el recuerdo más antiguo del poeta, recuerdo que lo estremece, ya que esa mañana, al despertar, se acodó contra el alféizar entretanto miraba a su tío político Salustiano Villar, con un quepis francés y en actitud de acecho, en el momento del apresamiento del general Mosquera, pues su familiar era uno de los conspiradores.

Se queda quieto bajo la lluvia con la mirada fija en su antigua casa. Los recuerdos y la melancolía lo han paralizado. Pero qué ridículo te has vuelto, piensa, mientras ve a su padre salir de aquel amplio portón, con un niño que va tomado de su mano y que camina de forma extraña, como si trastabillara, y dirigirse a la casa de la imprenta en la carrera del Perú, donde presenciarán, minutos más tarde, a través del artificio del optorama, las imágenes del congreso de obreros en Barcelona, del inicio de la guerra Franco–Prusiana, del ejército francés vencido en Sedán y de la figura estoica de Luis Bonaparte que proclama la República por medio de la guerra y del levantamiento de su pueblo.

Reacciona al sentir las pisadas de un par de hombres que atraviesan el puente, los mira, y aunque los ha visto un par de veces antes, no los conoce y no tiene obligación de saludarlos. Sigue su camino y desciende del puente, entra en una angosta calle y en la casa número 3 ingresa por una puerta de madera color verde. Bajo el dintel sacude la lluvia que lleva en su saco y en su pantalón. Adentro, hay algunas sillas para los pacientes que esperan, aunque en ese momento se encuentran desocupadas, una mesilla de centro con algunas revistas de anatomía y medicina general, un gran escritorio de color marrón con un frasco con agua, un libro y un candelero, y tras él un enfermero de anteojos que levanta el rostro cuando oye el arribo de otro cliente.

—Don José Asunción —dice el enfermero y se pone de pie.

—¿Cómo está? —responde el poeta, malhumorado—. ¿Juan Evangelista se encuentra en su oficina?

—Atiende a una paciente en este mismo momento —responde ahora el enfermero, sin cambiar su expresión serena y amable—. ¿Tiene cita con él?

—No —dice el poeta, huraño, entretanto deja su libro de contabilidad sobre la mesilla—. ¿Sabe si tarda?

—No creo, don José Asunción —dice el enfermero, que vuelve a sentarse—. ¿Desea una consulta o es una visita personal?

El poeta lo mira fijamente con algo de desidia.

—¿Desde cuándo una visita al médico no es una visita personal? —pregunta en tono irónico.

El enfermero lo mira y se sonroja, quizás por la vergüenza al no saber qué responder o porque aquel tono irónico le produce ira.

—Es rutina —responde tranquilo y se recompone—, debo registrar todas las citas médicas que atiende el doctor Juan Evangelista.

—Entonces escriba allí mi nombre y justifique que es una visita de vida o muerte.

Al parecer, el enfermero no comprende, levanta suavemente los hombros, y ya sin importarle escribe su nombre en el cuaderno con una bella caligrafía. El poeta se sienta, está incómodo y mira de soslayo las manos finas y pálidas del enfermero. Este joven debe de ser sodomita, piensa, y debe de estar enamorado de Juan Evangelista. Una sonrisa se asoma por las comisuras de sus labios, pero la niega, la detiene. Echa una ojeada a la sala de espera. Una pequeña sala de color verde oliva y blanco, con unos pocos sillones, la mesilla de centro y enfrente el escritorio del enfermero inmaculado. Le parecen de mal gusto las astromelias que reposan dentro de un jarrón verde en una esquina, además de los cuadros que penden de sus paredes, en primer lugar, porque todos son reproducciones, malas reproducciones, y en segundo lugar porque con el dinero que tiene Juan Evangelista y por el hecho de haber vivido buena parte de su vida en París, le parece el colmo que no sea capaz de adquirir buenas obras. Aunque Juan Evangelista, así se haya graduado con honores de la Facultad de Medicina de la Universidad de París, no es que sea del todo un genio, piensa el poeta. Es más, en aquel momento el poeta podría decir que desconfía de su médico, no solo por no haber dado un dictamen preciso y mucho menos un tratamiento indicado cuando su hermana adorada enfermó y luego murió, sino también por lo pretencioso y ególatra que se ha mostrado siempre, en especial cuando coincidieron en París. Qué lástima que mi confesor laico se haya marchado hoy de la ciudad, piensa.

Extrae su petaca del bolsillo izquierdo del saco y enciende un cigarrillo. El enfermero alza su mirada y observa la lumbre del cigarrillo encenderse en la boca del poeta, que suelta una bocanada de humo que sale por la puerta en busca de libertad y lluvia. El poeta mira hacia la calle. La lluvia sigue cayendo, incesante, y rebota hasta que pequeñas gotas de agua atraviesan el alero de entrada del consultorio. Aspira de nuevo el cigarrillo y el dolor en el pecho reaparece. Es como una estalagmita que le clavan en el corazón. Siente algo de congoja, además por recordar a su hermana, a la que más quiso y que para su desgracia y de todos quienes la conocían, murió joven y de forma intempestiva. Cuando supo de la enfermedad de su hermana rogó a Dios y a todos los santos que la salvaran, incluso les propuso entregar su vida por la de ella, pero no aceptaron aquel negocio y se ensañaron contra él, ya que ella se agravó. Juan Evangelista, el médico graduado con honores en París, dio un dictamen falso, mediocre, y recetó algunas medicinas y dieta, lo que la empeoró. ¿Pero qué habrá aprendido este hombre?, se preguntaba el poeta, que llegó a odiarlo por años, incluso en aquel momento, sentado en un sillón de su consultorio mientras siente que el rostro le hierve por el malestar que le genera la presencia de aquel tipo. ¿Cómo pudo graduarse con honores este zoquete?, se preguntaba desvelado aquella noche, sentado en una banca afuera del cuarto de su hermana moribunda que daba de cara al primer patio interno de su casa, entretanto oía caer el agua de la pila y el canto de algunas aves nocturnas. Y años después no sabe qué hace allí, quizás es un mal médico pero me conoce de toda la vida, piensa el poeta, que recuerda las tardes que pasaba en su compañía en París, donde hablaban sobre los nuevos descubrimientos del sistema nervioso, y el aprendiz de médico, Juan Evangelista, con su tono de voz suave, imperturbable y con su lenguaje refinado, le decía que no malgastara su tiempo, que no había que comprender aquellas cosas tan sumamente complejas, incluso para él, que tenía sus estudios en alta medicina. Imbécil, murmura el poeta, al parecer más fuerte de lo que hubiese querido, porque el enfermero vuelve a mirarlo con expresión de sorpresa.

Se cruza de piernas y deja caer la ceniza del cigarrillo sobre la madera reluciente de la sala de espera. No le importa que se ensucie esa mierda de consultorio, que su amigo, el mequetrefe de Juan Evangelista, mande a limpiarlo todo, hasta su alma retorcida. Cuando estuvo en el colegio de Ricardo Carrasquilla, hermano del escritor Tomás, estudió junto con José Rivas Groot, Alirio Díaz Guerra —el poeta que, afanado por el reconocimiento, publicó desde muy joven sus versos, sus malos versos—, Andrés de Santamaría, Eduardo Espinoza y Juan Evangelista, quien desde la infancia se creía el mejor de la clase, hasta que llegó él, el poeta. Recuerda las finas maneras del médico, sus impecables cuadernos, la sutileza y lambisconería con que se dirigía a sus profesores. Aunque él también era un inmaculado, pues sus padres se esmeraban por vestirlo de la mejor manera y sus formas también eran delicadas y finas, nunca lo hizo por apariencias, sino porque él mismo era así, no como el otro, quien quería ufanarse delante de quien fuera, sin darse cuenta de que todo lo que hacía, y esto se comprendía a leguas, era una ridícula impostura.

Arroja el cigarrillo contra la madera y lo pisa histriónicamente con la suela de sus zapatos. Oye la puerta del consultorio abrirse y ve salir por ella a una mujer joven, de tez blanca, ojos verdes, nariz respingada, vestida con un cubierto azul oscuro y en la cabeza una trenza amarrada por detrás, que simulaba una flor. Se pone de pie y la saluda, ella lo reconoce y estira su mano, el poeta la besa y sonríe con malicia porque sabe que el doctor lo mira. La mujer lleva un paraguas colgado de su antebrazo, se acerca a la puerta y, bajo el dintel, lo abre y camina hasta desaparecer bajo la lluvia. El poeta vuelve la cabeza, y el médico, que habla en voz baja con el enfermero mientras revisan el libro de consultas, lo mira ahora.

—José Asunción —dice con su habitual tono de voz delicado—, qué sorpresa —sonríe—. ¿Qué te ha traído por estos lares?

El poeta agarra su libro de contabilidad y se acerca mientras observa la pulcritud del médico: sus zapatos lustrados y brillantes, su pantalón planchado de manera que pueden verse perfectamente los pliegues, la bata blanca sin rastro de polvo o mancha, sus manos níveas, adornados un dedo de cada mano con un anillo de oro, su corbata ajustada al cuello inamovible, su rostro rasurado y terso, sus ojos negros invadidos por un toque de misterio, su cabello peinado hacia atrás con pulcritud y una aureola que señala su disciplina. Antes que el poeta, responde con diligencia el enfermero.

—Viene a una cita, doctor.

—Si es así, pues sigue al consultorio —dice el médico, se hace a un lado y palmea el hombro izquierdo del poeta.

La oficina huele a colonia y a alcohol. El poeta mira el escritorio ordenado, al lado derecho de este, una vitrina con frascos transparentes con brebajes y compuestos, al lado izquierdo una camilla, tres sillas, y detrás de la silla del médico, una silla veneciana la cual reconoce de inmediato, y una copia de la Curación del ciego, de El Greco. Se sienta en una de las sillas y oye desde la puerta que el médico le pregunta.

—¿Quisieras un té?

—Sí, por favor —responde—. Si es negro, estaría mejor.

El médico ordena a su enfermero traer dos tés. Deja la puerta entornada, pasa por detrás de la silla donde se encuentra el poeta y se sienta. Sonríe y cruza los dedos de las manos sobre el escritorio. Le arroja una mirada llena de curiosidad, como si contemplase a una nueva especie. El poeta le sostiene la mirada hasta que Juan Evangelista la baja y la posa sobre el libro de contabilidad.

—¿Trabajando? —pregunta y señala el libro.

—Todos los días.

—¿Cómo va tu negocio?

—De maravilla, no podría estar mejor —responde mientras saca su petaca, la abre, ofrece un cigarrillo al médico, que lo rechaza con la palma de la mano abierta y también con la cabeza, lo enciende y arroja una bocanada de humo.

—¿Cuándo conoceremos por fin tus maravillosos diseños? —pregunta Juan Evangelista—. Ya ves cómo este consultorio necesita un cambio.

—Lo veo, Juan Evangelista —asiente—. También parece que has ido perdiendo el gusto.

Juan Evangelista abre los ojos y se reclina en su silla, como siempre lo hace cuando se siente incómodo ante alguna situación o como en todos los encuentros que sostiene con José Asunción, porque aquel hombre que se hace llamar y al que llaman poeta, de belleza inmaculada, de rostro pálido, de maneras finas y elegantes, le producía arcadas cuando pronunciaba esa ‘s’ sibilante a la francesa —costumbre que ni siquiera él adquirió, aunque vivió más tiempo en París—. Lo irritaba sobremanera cuando imitaba a los demás, burlándose de ellos de la forma más grotesca, como lo hizo por tantos años con Gandolfi, el viejo canciller venezolano. Cuando de la manera más inconsciente gastaba el dinero en simplezas, aunque tenía prioridades. Importaba sus cigarrillos, sus tés, sus libros, sus zapatos y aquello cuanto pudiera indicar al resto de los ciudadanos que él era el más refinado y culto de todos en esa deplorable provincia. Y cuando recordaba la muerte de la hermana del poeta, pensaba en los problemas y las habladurías que se dieron en contra de su buen nombre como médico, y que de seguro nacieron en la boca de quien ahora lo mira fijamente porque sabe todo lo que piensa.

—¿Por qué lo dices? ¿Por el Greco que tengo atrás? —pregunta e intenta anticiparse.

—No —lo corta el poeta—, no es por esa copia, lo digo por todo —aspira su cigarrillo y esboza una sonrisa—. Tú viviste muchos años en Europa, estudiaste allí, deberías ser el más culto y refinado de esta ciudad.

—No me interesa —responde enérgico Juan Evangelista—, me interesan mis pacientes, el bienestar de ellos.

El poeta escruta con la mirada el lugar exacto donde se ha resquebrajado su antiguo amigo. Lo comprende, es un hombre al que nada le hace falta y, por temor, nada arriesga. Como todos esos cobardes que viven suspendidos en la atmósfera perfecta de sus comodidades y mantienen sus vidas bajo un estricto cálculo. Así es su querido médico, piensa con ironía, se levanta todos los días a la misma hora, desayuna lo mismo, se viste y viene por la misma ruta a su oficina, atiende a sus pacientes y ni siquiera sabe cuánto dinero se habrá ganado en el día. Infeliz.

El enfermero de maneras delicadas llama a la puerta. Juan Evangelista lo hace pasar. Deja la bandeja con los tés y un frasco con el azúcar sobre el escritorio, cierra la puerta a su salida y desaparece. El poeta toma uno de los pocillos y, antes de saborearlo, se lo lleva a la nariz y aspira el aroma que exhala.

—El camellón de los Eucaliptos —murmura.

El médico lo mira con expresión de confusión. Intenta comprender lo que dice.

—El camellón de los Eucaliptos —repite—, el que se encuentra al norte de Chantilly —le explica.

El médico asiente.

—Ahora sí me contarás qué te ha traído por estos lares —pregunta Juan Evangelista que tiene la mirada clavada en el té mientras revuelve el azúcar con una cucharita de plata.

El poeta bebe a sorbos lentos y ruidosos, que le producen ardor en la herida que tiene en su labio, y aspira su cigarrillo sin quitar la mirada de la copia de El Greco. Tose.

—¿Sabes qué es lo que más me gusta de aquel cuadro? —enuncia y señala La curación del ciego, ante la sorpresa de Juan Evangelista, que arquea su cuerpo para mirarlo, y, sin dejarlo responder, prosigue—. A nadie le importa, que Jesús cure al ciego. Al fondo a la izquierda hay quienes hablan de banalidades, quizás de las últimas embarcaciones que llegaron por el Mediterráneo con las mejores mercancías del mundo; al fondo al centro, un hombre de edad seduce a una joven mujer, le ofrece dinero, regalos, y ella accede a entregar su cuerpo por cualquier bien material; a la derecha, están quienes sí se interesan por el milagro, pero de mala intención —el poeta se detiene, aspira el cigarrillo, que le produce una punzada en el pecho, arroja la ceniza sobre el cenicero y, con lágrimas en los ojos, prosigue—. A los fariseos sí les interesa el milagro, pero para argumentar que Jesús es un enviado de Lucifer o quizás un nigromante, nada importa qué tan bueno o malo sea lo que esté haciendo aquel hombre de cabellos largos y barba protuberante, lo que importa es que no es uno de ellos y lo señalan y se sienten indignados porque él sea capaz de autodenominarse «el hijo de Dios».

Se produce un largo silencio entre ambos. El médico aún está mirando la pintura, asiente y quizás piensa que aquel hombre que ha ido a visitarlo está mal de la cabeza. El poeta apaga el cigarrillo.

—Al mundo no le importa la intención con la que hagas las cosas, ni siquiera le importa demasiado sin son cosas buenas o malas, la forma de obrar es una simple decisión personal, lo que sí le importa al mundo es que alguien valide lo que hagas, que exista un grupo de personas que legalice tus acciones.

Al parecer, Juan Evangelista se cansa en aquella posición y se voltea. Lo mira fijamente con expresión de desconcierto, como si quisiera comprender a qué va todo ello. ¿Será que de forma indirecta le dice que es un fariseo?, ¿o quizás le dice de manera implícita que es un ser fútil? El poeta sabe que Juan Evangelista se hace estas preguntas, pero no es su intención atacarlo.

—¿A qué va todo esto, José Asunción?

—Es un comentario —responde el poeta, que se siente mareado y con sueño.

—No te entiendo, pero bueno —expresa Juan Evangelista con un hilillo de voz fino e imposta una sonrisa—. ¿Ahora sí me dirás cuál es el motivo de tu visita?, porque no creo que hayas venido a hacer un análisis de una réplica de un cuadro.

—Claro que no, Juan Evangelista, tengo un problema terrible y eres el único que puede ayudarme.

—¿De qué se trata? —pregunta—, recuerda que solo soy médico.

—¡Mira esto! —exclama el poeta poniéndose de pie y enseñándole la caspa que se adhiere a su cabello—. ¡Es una inmundicia! —Vuelve a exclamar, excitado—. Dime tú, ¿cómo puede uno vivir con una inmundicia como esta?

Juan Evangelista se pone de pie tranquilamente y ausculta la cabeza del poeta.

—No es nada grave, José Asunción —dice para calmarlo—. Es solo una resequedad del cuero cabelludo, nada más.

—Es repugnante —lo corta—, no puedo seguir viviendo con esta caspa.

Juan Evangelista toma su recetario y escribe la prescripción: una loción y un ungüento para la resequedad. La firma y se la entrega.

—¿Solo esto? —inquiere, brusco, el poeta, mientras mueve el papel en su mano.

—No es nada grave, te repito.

—La práctica te ha hecho empírico, querido amigo —reclama el poeta que se sienta, respira profundo y tose de nuevo.

—¿Hace cuánto tienes esa tos?

—Habrá empezado esta mañana o anoche.

—No me gusta para nada —indica, preocupado, Juan Evangelista—. Quiero hacerte un chequeo general.

Se pone de pie e invita al poeta a sentarse en la camilla. Abre una de las puertas de la vitrina y extrae su estetoscopio. El poeta se quita el saco y lo deja colgado del perchero.

—Respira profundo —indica Juan Evangelista y ubica el aparato en el pecho del poeta.

—Me duele el corazón —señala.

—No es el corazón —indica Juan Evangelista y esboza una sonrisa—. Puede ser una angina.

—Es el corazón, Juan Evangelista —discrepa.

—Tú corazón está bien, José Asunción, lo que debes hacer es relajarte, dejar de vivir la vida como la llevas, dejar de preocuparte tanto y, por supuesto, dejar el cigarrillo.

—Pero siento que me duele la punta del corazón —repite.

—No es así —comenta y gesticula una sonrisa burlona e irónica—. El corazón es este —le indica y marca con un lápiz dermográfico la región del pecho donde se encuentra ubicado dicho órgano.

—¿Entonces cuál es la punta del corazón? —vuelve a preguntar el poeta.

—Esta —le dice Juan Evangelista, y marca con una X una región de su pecho.

El poeta se siente cansado y se abotona la camisa. No quiere estar un minuto más allí, así que toma su libro de contabilidad, su receta contra la caspa y se despide, presuroso, de Juan Evangelista.

—Gracias —le dice—. La cuenta me la puedes enviar a la oficina o a la casa.

—De nada, y no te preocupes por esas cosas —le dice Juan Evangelista, extrañado por la pronta partida de su amigo, pero este estira su mano y lo aprieta muy arriba, en el antebrazo, como acostumbra a hacer el poeta.

El poeta sale del consultorio y, sin despedirse del enfermero, alcanza la puerta. Aún llueve, pero cada vez con menos intensidad. Busca la petaca con sus cigarrillos, introduce su mano en el bolsillo derecho, donde halla el pañuelo con el que limpió los zapatos aquella mañana. Había olvidado arrojarlo. Pero también encuentra allí el sobre blanco con la invitación que le entregó la mujer al salir de la oficina. Lo abre y extrae la invitación que reza:

«Doña Vicenta Gómez de Silva comparte su inmenso

i terrible dolor al invitarlo a usted

a las exequias de su amado hijo,

que ha partido de este mundo

a los brazos del señor.

Gran hombre, bardo ejemplar, deudor moroso

i contertulio de las altas esferas políticas del país,

José Asunción Silva Gómez,

que descanse en la gloria i paz del Señor.

Calle 14, casa 13,

a la medianoche».

José Asunción se queda con la amenaza en las manos, sin moverse y sin musitar palabra. Una paloma vuela bajo la lluvia y genera un sonido sordo con el revolotear de sus alas. El poeta mira ahora hacia los cerros cubiertos con un velo grisáceo de nubarrones. Esculca en su bolsillo y encuentra los cigarrillos, enciende uno y murmura luego de dar dos y tres caladas. ¿Quién podrá ser? ¿Quién será de nuevo? ¿Quién querrá matarme? Aspira de nuevo el cigarrillo, mira la amenaza que envuelve dentro del pañuelo embarrado, da media vuelta y le pide al enfermero un cesto de basura, para arrojar aquello que le estorba.

* * *

El presente texto es un fragmento de la novela «Silva», publicada en 2019 por Seix Barral Colombia.

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*Daniel Ángel nació el 2 de agosto de 1985 en Bogotá. Además de poeta y narrador, es docente de literatura y artista formador de IDARTES para el área de creación literaria. Es autor de las novelas Montes de María (2013, ganadora de la convocatoria de novela del Festival Internacional del libro de Saltillo, Coahuila, México), País de colores (2015), Rifles bajo la lluvia (2017) y En esa noche tibia de la muerta primavera (que ganó el II Concurso Nacional de Novela Universitaria UIS 2017, y que ahora Seix Barral reedita con el título de Silva). Ángel ha publicado artículos en las revistas Casa Tomada (Nueva York) y El Malpensante, en el diario El País y en el mensuario Desde abajo. Sus poemas salen en el libro Poetas que hay que morir antes de leer (México, 2014) y aparece en la antología nacional de crónicas sobre el conflicto armado Nosotros no iniciamos el fuego (2017). Correo-e: danielfangel@gmail.com

 

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