«SIN REMEDIO» DE ANTONIO CABALLERO: LA CIUDAD, UNA DESESPERANZA BURGUESA
Por John Jaime Estrada González*
«Debo ser un lector muy ingenuo, porque
nunca he pensado que los novelistas quieran
decir más de lo que dicen».
(Gabriel García Márquez, El escándalo del siglo, p.265).
Este epígrafe constituye el punto de partida de lo que analizaremos: la ciudad vivida desde la desesperanza burguesa, tal cual la encontramos en la novela Sin remedio, de Antonio Caballero, publicada en Bogotá en 1984. El título como paratexto, anuncia al lector que nada podrá ser mejor. Así es, se trata de una condición que desde el aquí y ahora de la narración reinstaura el mundo social que fermenta esa convicción.
La instancia narrativa sitúa a Ignacio Escobar de treinta y un años en un día cualquiera. A partir de allí, la vida doméstica del personaje transcurrirá llevado por sus deseos y pulsiones, en una retícula bifronte: de un lado sus amigos, iguales a él en su condición ideológica y social; en el otro, sus parientes, confinados en sus viviendas abaluartadas. En efecto, estos últimos viven puertas adentro, con miedo a la ciudad conducida desde sus ancestros a lo que ahora es; por ello no es extraño cualquier denuesto al hablar de ella. La novela, a media res, sitúa la disyuntiva diaria en la que se encuentran familiares y cercanos a la familia de Ignacio: vivir con el temor a ser secuestrados o irse a vivir a Miami. No es nada extraño que la ciudad ya no tenga nada que ofrecerles. Desde hace mucho tiempo han cerrado los ojos a sus habitantes y la convirtieron en una concatenación social de carencias y pobreza. El punto de inflexión se ha alcanzado ahora cuando quienes, prácticamente sus dueños, no la pueden disfrutar o siquiera caminarla porque en cualquier esquina presienten una amenaza.
Aquella condición de la burguesía bogotana es un caso general de las ciudades en Hispanoamérica: los que tienen el poder no pueden disfrutar una sala de cine o de pronto, un bar. Sienten miedo a ser identificados y por eso les resulta halagador caminar por las calles de Nueva York, o cualquier ciudad europea. La gente en sus ciudades también les produce miedo, pero ¿se trata de una ironía? Alguien puede aducir que son solo cuestiones de inseguridad y delincuencia; como si esas dos condiciones no estuvieran asociadas a la responsabilidad con la ciudad que ellos hicieron pensando únicamente en los suyos. Las urbes ahora son lo que han hecho de ellas y les pasan factura.
Ignacio, vive de las mesadas de su madre; no debe ser poco dinero porque le alcanza para beber diariamente y entregarse a otros vicios; pero no hagamos miramientos morales; lo importante es que Escobar no constituye un personaje único, al contrario, si es posible dilucidarlo en su actuar, representa a otros tantos hijos e hijas de las familias más tradicionalistas de Bogotá. Se trata de generaciones que han asistido a la universidad y se han contagiado de poses revolucionarias acompañadas de una jerga, que muy bien toma nota de los movimientos políticos de la fragmentada izquierda colombiana; les sirven de sostén y de paso, se prolongan como eternos adolescentes. Casi todos viven sin trabajar, arregostados al poder de sus familiares, dándoles el debate político a sus padres y parientes. Todo podría parecer verdad, pero son en el decir de la parentela, «ovejas negras»; algo que les pasará cuando tengan que ocupar un cargo directivo en una de sus empresas o instituciones financieras.
Foción, el tío de Escobar, presidente del banco familiar y reconocido político, le insiste a Escobar en que ya es hora de que se vincule al banco y siga el curso normal de su vida, tal cual lo hicieron sus predecesores. La senda para salvaguardar el patrimonio centenario de sus patriarcas siempre ha existido, solo hace falta entrar en ella. Así es todo en aquellas familias; para nada es cuestión de estudios o talento; las ganas de mantener el dominio familiar y sus privilegios constituyen el único criterio. Siempre fue ese el derrotero social de unas pocas familias desde la independencia de Colombia. Enfrentado a tales ofertas, Escobar se resiste; prefiere andar enamorando las chicas revolucionarias, beber, fumar marihuana, «tirar perico» y rumbiar; ¿qué le puede interesar cualquier trabajo si vive de la jugosa mesada de su madre? ¿Qué es de verdad lo que motiva la vida de Ignacio Escobar?
Frente a ese sector social oclusivo, Ignacito es la única conexión con la ciudad. Este no le teme a lo que pase en la calle y por eso, al terminar un día, «afuera lo esperaba la noche entera, cargada de prodigios» (p. 29). Es cuando las descripciones nocturnas de la ciudad aparecen hasta el asco, en sus detalles. Caminando una noche sin rumbo y hacia el sur, siente hambre: «sin duda se da cuenta que había cien sitios donde comer por el camino, pero cosas horribles, pizzas plastificadas, hamburguesas de carne de cadáveres, bandejas de una salsa flotante con papas amarillas forradas en una grasa fría, con puntos verdes, pedazos de sobrebarriga atravesados por una retícula de rilas y nervios. Pensó en el ajiaco de Fina, y lo añoró con frenesí» (p.34). La ciudad también se veía fantasmal en medio de una niebla ligera, sólo mendigos con mujeres y niños de brazos, vendedores ambulantes y uno que otro transeúnte dibujaban aquellas aceras.
Como era su costumbre, caminaba y caminaba hacia el sur. En algún momento se sintió fatigado y entra en un bar–discoteca donde por casualidad se encuentra con un activista revolucionario. Las conversaciones serán siempre del mismo tenor: cómo hacer la revolución para que la vida de todos sea mejor y la ciudad sea de verdad una metrópoli para todos. Beben y beben en aquel ambiente de ensordecedora música bailable y borrachos. Con frecuencia, las prostitutas se acercan a las mesas, se ofrecen y continúan mesa tras mesa hasta que les resulte un cliente. Paralelamente, Escobar pasa la noche hablando de temas políticos mezclados con poesía. Al despuntar el alba, cierra el bar; casi ha amanecido e Ignacio se da cuenta que está borracho, sale entonces a tomar un taxi que lo lleve de vuelta a su apartamento en el norte de la ciudad.
Eran casi las cinco de la mañana y la ciudad hormigueaba; las calles no estaban desoladas, en las aceras mucha gente esperaba el bus.
Una vez en el taxi, cuando ha alcanzado el sector norte, Ignacio constata que no hay casi gente en las aceras; los buses pasan desocupados, parece que por allí no viviera nadie. Ve perros callejeros y gamines que sacan de la basura lo que les pueda representar todavía utilidad. Tal cual, al empezar el día la ciudad está movida por quienes tienen que madrugar a laborar con obligación y miedo de llegar tarde al trabajo. En otro punto cardinal están quienes, lejos de tales avatares, no parece importarles que el Sol haya lamido los cerros de la ciudad. El pulso vital de la ciudad, al juzgar por sus calles y aceras es el que configura la gente entregada a su trabajo cotidiano y gris, como lo cantó en un verso el poeta colombiano, Aurelio Arturo: «los días que uno tras otro son la vida».
La vida de los habitantes que trabajan hace la ciudad. ¿Cómo después de diez minutos en un taxi se puede pasar de las aglomeraciones callejeras esperando un bus, a unos barrios casi fantasmales, como si nadie viviera en ellos, sin vida? Ese es el comienzo de la mañana para millones que se fueron a dormir temprano pensando sólo en la difícil madrugada, sometidos a las dificultades del transporte para poder llegar a tiempo a su lugar de trabajo. Es el mundo laboral que literalmente, da pábulo a todas las demás esferas productivas de la ciudad, el nefando mundo de quienes trabajan y producen y pese a ello, saben que la ciudad es ajena y nunca ha sido para ellos.
El septentrión en Bogotá establece una ominosa frontera que crece y se proyecta con jugosas inversiones urbanísticas en esa dirección. La ciudad fue dividida por la ausencia de urbanismo, el abandono de los gobernantes y la antipatía de los poderosos. Aparece, bajo esas condiciones, una frontera social particularmente apoyada en la nomenclatura, y la territorializa: el norte y el sur; este último estigmatizado como caótico y mal avenido para los habitantes del norte.
En la desidia de una tarde cualquiera, desde la ventana de su apartamento, Ignacio desplaza su mirada al inmenso sur e identifica con claridad lo que alcanzaba a ver: «esas barriadas escalonadas de casuchas, al sur, también prohibidas, y perseguidas duramente por el acueducto y la policía, son barriadas fantasmas: El Paraíso, tal vez Las Colinas. Las llagas amarillas que devoran los cerros, donde antes hubo encenillos y arrayanes, y robles y cerezos, cedros y borracheros y altas palmas de cera […] Bogotá, que ahora se llama así en lenguaje vulgar, pues en el burocrático recibe el nombre de Distrito Especial, no es Bogotá: es la Atenas Suramericana; y ha sido muchas cosas: Santa Fe, Bacatá. […] Tuvo un río alguna vez» (Págs. 127-128). Esa imagen de la ciudad irá en un crescendo continuo y se oblitera cuando Escobar, con los bolsillos vacíos va a visitar a su madre para pedirle la mesada. Por su parte, Escobar conoce los barrios populares, los distingue por sus nombres, sabe desplazarse hacia ellos y los busca para divertirse sin tener que gastar una fortuna. Ese es el recurso narrativo que le permite al autor llegar al corazón del mundo del poder bogotano que cada vez odia más la ciudad y su gente. La creación de un personaje de extracción popular habría vedado para la novela ese exiguo pero malhadado mundo que teje los hilos de la esfera económica, política y social para quienes su primo o sobrino Ignacio, es un izquierdista, una «oveja negra», que todas las familias de bien suelen tener. Al fin de cuentas oveja, y por eso le son toleradas sus pretensiones sociales y críticas a la sociedad bogotana de «alta alcurnia»; no es extraño que piensen que es algo que llega y se acaba con la edad, solo altibajos de la vida hormonal.
En casa de su madre, Escobar continúa viendo lo mismo: la servidumbre uniformada que sirve bebidas en fino cristal y coloca en la mesa los cubiertos de plata. Diariamente hay todo tipo de licores importados; se atiende a los visitantes de siempre; todo el que llega, hasta con esposas e hijos, es familia. Asimismo, desde un viejo obispo hasta los típicos vividores de la alta sociedad —ya hoy envejecidos— fueron iguales a Ignacio en su juventud y gozan contando anécdotas de su juventud perdida en las causas sociales.
Las conversaciones en aquella casa abaluartada son ahora recurrentes: «las tentativas de sabotaje de la subversión marxista teledirigida desde La Habana, Moscú y Pekín, engarzaba los hilos dispersos del vasto complot contra las instituciones democráticas colombianas en Colombia» (P. 522). Hoy en el año 2021, casi 40 años después de haber sido escrita esta novela, sigue siendo igual, se repite el mismo cliché en «la gran prensa», salvo que a ese sórdido complot le adicionan a Venezuela.
Cada día los visitantes de aquella casa coincidían en que Bogotá se había vuelto una mierda para vivir. Esa condición había hecho curso en los cuarenta, cuando empezó a llegar la «gentecita» (diminutivo usado en Bogotá para denominar algo así como la plebe) del campo que se adueñó, según ellos, de los cerros y la sabana hacia el sur de la ciudad. En el jolgorio de esas retahílas manidas, Ignacio bebe, come, se mueve con fastidio y en cualquier momento su tío Foción se acerca y le propone cada vez que lo ve, que ya es hora de que tome su posición en el banco de la familia. Escobar rehúye lo familiar, piensa en las primas que están ya grandes y buenas para llevárselas a meter cocaína y tirárselas.
En aquel tertuliadero, la ciudad de los trabajadores, los mendigos y los que viven del rebusque, no es Bogotá. Es verdad que la ciudad había crecido sin urbanismo. Todo ocurrió durante una sangrienta época de violencia liberal–conservadora en los campos; los campesinos emigraron a Bogotá y se tomaron sus laderas y planicies baldías para tener un techo, salvar su vida, la de su familia y conseguir algún trabajo que les permitiera sobrevivir. Como paradoja, fueron aquellos conjuntos poblacionales de campesinos desplazados los que permitieron surgir las industrias manufactureras de casi toda Colombia. Era fácil reclutar mano de obra barata y desarrollar la industria que generó la riqueza; el fortalecimiento económico, político y social de la burguesía industrial; y en el aquí y ahora de la narración, es esa la clase empresarial de Bogotá. Estos se habían beneficiado de esa mano de obra libre y barata que necesitaba trabajar para comer. Lo aprovecharon como una ventaja; y ahora viven con la convicción de no poder vivir más en la Bogotá que hicieron. La ciudad que fue hecha de sus fábricas, talleres, plazas de mercado y un amplio comercio, ya no la quieren ni para ellos ni para sus hijos. ¿Cómo puede explicarse tal desdén por Bogotá venido de quienes la hicieron? Es ese el mérito mayor de la novela, la construcción del personaje que habla desde dentro del mundo de los poderosos, la voz interna lo recorre y lo devela en toda su banalidad.
Escobar desoye a sus familiares, tan sólo siente fastidio por lo que son y lo que han sido; sin embargo, al igual que otros, comparte su condición y una vagancia rayana en lo enfermizo. ¿Qué puede ser la vida de un hombre que a los 31 nunca ha trabajado? ¿Cómo podemos pensar siquiera que alguien así se mueva en los círculos sociales y en las tertulias de los revolucionarios? La variante política está en que esos mismos compañeros de Ignacio lo encuentran cercano, son de los mismos, discuten sobre la revolución, el socialismo en el abanico de los movimientos revolucionarios colombianos del momento: el PRT, el PSC, el PCC, el PCC (m-l), el MOIR, el FRT; todos ellos y otros clandestinos, se odiaban entre sí; las discusiones eran teóricas y todas intentaban rescatar algún punto perdido de la teoría marxista-leninista, o del pensamiento de Mao Tse Tung. De tal manera que mientras esto acontecía, el ejército se fortalecía cada vez más y aprovechaba la instrucción de la CIA para ser eficaces contra la subversión, ya que lo del complot internacional también se lo creían en Los Estados Unidos.
La especialización del ejército llevó también a otras esferas de la corrupción y no era raro que Escobar se hubiese encontrado una noche en un bar de mala muerte con el comandante del servicio de inteligencia del ejército; quien, desde su mesa de bebedor empedernido, manipulaba también los hilos de los proxenetas del centro de Bogotá. El recorrido de Escobar va mostrando la ciudad y con ella también el mundo corrupto de los que están sumidos en la pobreza. ¡Sin remedio! Los lugares frecuentados en el sur eran propicios para comprar la cocaína que consumían y tanto disfrutaban en las fiestas del norte: la ciudad para el vicio era igual. En cierta ocasión, enfiestados en una finca de la Sabana de Bogotá, alguien comentó de la cantidad de dinero que ganaría si dedicara al cultivo de coca su inmensa finca de Córdoba. El dinero, viniera de donde viniera, circulaba por toda la ciudad, aunque sus beneficios, ¡ por supuesto!, eran desiguales.
El texto en su escritura no tiene un carácter de denuncia, y tal como lo trae a cuento el epígrafe de García Márquez, la historia no se propuso decir más de lo que dijo, aunque en la literatura encontramos hasta lo no dicho en lo dicho. Es quizá por eso que un tono de escepticismo recorre la obra; lo que equivale a que nada va a ser mejor sencillamente porque no hay quién lo quiera así. De esa condición todos están sacando ventaja, no se perfilan liderazgos y el pueblo, así llamado, sigue votando por los mismos políticos de siempre. Aunque los grupos de izquierda, anti electorales, intentaran otra vez sabotear algunas mesas de votación, ya los ganadores habían sido escogidos. La actividad eleccionaria sólo cumplía con una función de divertimento: «Pasaban buses repletos de gente que gritaba y movía por las ventanas banderas rojas y azules. Grupos de jóvenes con gorritos, con viseras, con sombreritos canotier con cintas, hacían flamear banderas, y enharinaban a los transeúntes arrojando puñados de Maicena como en un carnaval. Gritos. Pitos» (P.459).
¿De dónde viene tanto sentido del humor para narrar una novela como esta? Esa es otra pregunta que no es del caso analizar para el propósito de este escrito, pero como lectores nos vemos atrapados en la hilaridad que provocan algunas acciones narradas, tal vez este sea otro mérito de la narración. Es valioso pensar en el hecho de que una novela de corte político como Sin remedio, dé asidero continuo al humor en la tesitura narrativa de la novela política. No es para menos, el solo personaje ya es de por sí una caricatura, pero aún en todas sus torpezas, provoca la risa. Pero a Escobar no le son ajenos el arte, la historia, la música clásica y popular, la geografía del planeta y aún cierta cultural general de toques muy sutiles que se dejan leer. Es una novela que no tiene pretensiones más allá de ser leída; por eso Escobar tenía que morir en hechos confusos llevados a cabo por de un sistema de inteligencia carente de inteligencia. Hasta tal punto era la torpeza de aquellos organismos, que Ignacio venía siendo buscado por ellos como líder de la subversión, secuestrador y asesino de su propio tío Foción. De igual manera, dirigente de un movimiento de conexiones internacionales que se expresaba en claves codificadas; textos que fueron hallados en el apartamento de Escobar, cuando el servicio de inteligencia lo allanó un día. Aquello no era algo distinto a los garabatos de sus poemas intentados día tras día, pero para la inteligencia militar se trataba de la criptografía de la subversión colombiana.
Presentado en las primeras páginas de la prensa como un peligroso subversivo, a Ignacio solo le faltaron años para que fuera presentado también como narcoterrorista. Esa categoría para tratar convicciones políticas opuestas aparecerá después y se instalará en la llamada «gran prensa». Nada halagüeño puede haber para una sociedad que desde sus inicios construyó lo que ahora la destruye: un país para muy pocos.
Sin remedio funge como una desesperanza de los poderosos bogotanos en medio de todas las posibilidades que pueda tener una sociedad como la colombiana. Acaso se pueda extender esa característica de Bogotá al resto del continente. Ese sería un correlato que bien valdría la pena explorar en novelas que guarden similitud con esta.
Sin remedio es quizá la primera novela de tema urbano en Colombia que no se deja seducir por las mitologías o leyendas heredadas del mundo rural y sus abundantes narrativas. No hay un dejo de retomar la religiosidad llamada popular o incluso las variaciones folclóricas nacionales. Al contrario, la gente trabajadora disfruta las canciones de Julio Iglesias, la música de Puerto Rico; los baladistas españoles y argentinos de la época se escuchan por todas partes. En otra vertiente, Escobar y sus amigos se dan a escuchar a Wagner, Shostakovich, Teleman, etc., también el jazz y hasta las corridas de toros hacen su aparición.
La ciudad que ha sido recorrida de norte a sur se convierte en una gran desconocida para los propios bogotanos. Prueba de eso es que un día, una de las amantes de Escobar le suplica que la lleve a conocer el sur. Ella quiere ver los barrios y los lugares de diversión de la gente pobre. Está ávida de curiosidad por conocer cómo es la vida de la clase trabajadora, la «working class». Sorprendida por lo que ve, la novela nos lleva a un episodio de aventuras, de esas que pasan en el mundo de la delincuencia y de la que pudieron haber salido mal librados. La exploración del llamado «bajo mundo» descubre hasta la doble vida de Monseñor Boterito, el gran amigo y confesor de su madre.
Se ha dicho con certeza de que la esperanza de que el mundo sea mejor pertenece a la retórica de la política y es verdad, ¿o no? Quizá por ello esta novela, muy bien escrita, es una invitación al escepticismo. No pueden ser las cosas mejores porque ya parecen haber sido trazadas por los poderes para su propio beneficio. Ese beneficio propio que parece ser algo excelente ya que todos lo buscamos, pero definitivamente, no está acompañado de «la mano invisible» que propuso Adam Smith.
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* John Jaime Estrada. Nacido en Medellín, Colombia. Graduado en filosofía en la Universidad Javeriana, Bogotá. Estudios de teología y literatura en la misma universidad. Maestría en literatura en The Graduate Center (CUNY). Es PhD. en literatura en la misma institución. Actualmente es profesor asistente de español y literatura en Medgar Evers College y Hunter College (CUNY). Miembro del comité de la revista Hybrido e investigador de filosofía y literatura medieval. Su disertación doctoral abordó el periodo histórico de las relaciones entre el islam, judaísmo y cristianismo en Castilla durante los siglos XI–XIV. Investigador personal de tales interrelaciones a través de la literatura medieval castellana, en particular en la obra el «Libro de buen amor».
…¡¡ Excelente artículo porque siendo una creación literaria, combina temas sociales y políticos actuales, que aunque ocurren en Bogotá, aplican para todas las medianas ciudades de Latinoamérica, pues muchos historiadores y analistas coinciden en decir que la cultura latinoaméricana es la misma o única y no es diferente en cada país de latinoamérica, porque son iguales sus raices históricas y sus vivencias actuales, como el idioma, la religión, los sistemas políticos, la raza, los deportes, la música a diferencia de los paises europeos, donde todos tienen diferentes idiomas y diferentes estilos de arquitecturas y de artes y culturas en general y lo mismo ocurre en Asia que todos los países son muy diferentes entre sí..De nuevo felicitaciones al escritor y muchas gracias por compartir..
Dios les Bendiga.y abrazos…Guillermo Estada G.