DEL LOCUS AMOENUS A LA VEREDA TROPICAL
Por Graciela Maglia*
Caribe, caníbal, devorador de bajos fondos, marítimos suplicios y albas de promisorias delicias. Anclado en la efímera tierra firme de tus islas, soñadas más que vistas. Con fiero terruño enconado en tu corazón vendido a los navíos. Traficante de distancias y tesoros enterrados en tu esperanza baldía; con un pie cobijado en el abrazo caliente y el otro aventurado en la ciénaga, en arenas movedizas. Sin relojes ni mapas ni brújula. Al Oriente, mar en contra, cebado en el ciego cloc cloc que arrulla tu regreso imposible.
«¡Amiga, te digo que allá en la loma, viven raizales que no saben cómo pedir un vaso de agua en español!». Mi primer viaje a San Andrés islas en 1991 transcurrió tranquilamente, como era previsible para una visitante extranjera, aclimatada previamente en el trópico «sui generis» de la capital andina. Tras una hora y media de vuelo, encontré calor, maravillosas playas, coco loco, piña colada, ‘reggae music’ y el ‘Creole English’ de los nativos, cuyo sincopado ritmo discursivo y apócope gramatical, lo convierten en «argot» inaccesible para cualquier hablante de otra comunidad lingüística.
Frente al mar de siete colores, la precaria infraestructura hotelera no restaba encanto a la zona turística, surcada por toda suerte de vendedores ambulantes quienes, descalzos sobre la arena, correteaban atosigando al viajero con amuletos, artesanías y platos típicos, en fin, verdaderos tesoros para el forastero: collares de conchas, albóndigas de cangrejo, torta de piña, aceite de coco…
Pero el segundo fue un viaje iniciático: llegué por azar o destino a la parte alta, ‘the Hill’, en el corazón de la isla, en donde, cercada de verdes manglares e interminables montes de palma, sin el maquillaje aderezado para el turismo, sobrevive casi intacta una cultura afroantillana que lleva varios siglos en el Caribe, en una convivencia comunitaria que perpetúa valores y costumbres ancestrales. Como es de conocimiento común, por medio del Tratado Esguerra-Bárcenas, San Andrés islas pasó a integrar el territorio colombiano desde 1928. Esta circunstancia generó una situación de diglosia lingüística y cultural en la isla, con fuerte resistencia por parte de de la comunidad vernácula, sin duda identificada con las culturas anglófonas del Archipiélago caribeño (de la misma manera que Jamaica, Puerto Limón, en Costa Rica, Blueffields, en Nicaragua o las Islas Caimán).
¡Había, en efecto, una enorme incongruencia entre mi «exotizada» visión austral de las tierras caribeñas y la realidad que acababa de conocer! Ese paisaje paradisíaco, cuya aparente calma exaspera el espíritu citadino de los paseantes, es en verdad el telón de fondo de complejas encrucijadas históricas, políticas, económicas y culturales, comunes en esa «isla que se repite» del meta–archipiélago caribeño: por una parte, rutas imperiales, relaciones coloniales, comercio esclavista, sociedad de plantación, procesos de racialización, dermocracia, mimetismo colonial, espectáculo sexual ‘for export’ y, por otra, hibridación étnica, creolización lingüística, rituales populares, resistencia cultural, textualidades corporales, «performance», «carpe diem» tropical, ‘mimicry’, pactos tribales, archivo oral.
Aunque las experiencias compartidas son decisivas en este ‘Black Atlantic’, existen importantes diferencias según el saldo de las relaciones coloniales particulares y el grado de consolidación de lazos neocoloniales en el área. Por ejemplo, en San Juan de Puerto Rico, Estado Libre Asociado de los EEUU, la modernidad se encuentra por las calles con la memoria cultural que recuerda el origen hispano y antillano desde las narrativas literarias y visuales, la salsa, la cocina antillana y el ron. Pero también existe toda una comunidad de nación en la diáspora, incluso en el aire, como el escritor Luis Rafael Sánchez retrata en ‘La guagua aérea’.
En el territorio continental, el Caribe se extiende a lo largo de la costa atlántica con características que difieren de las islas antillanas, en parte porque estas sociedades no se desarrollaron alrededor de la economía de plantación capitalista, sino en la explotación minera y el régimen de hacienda patriarcal; pero también por su particular tipo de mestizaje, con importante participación del sustrato indígena, creciente a medida que avanzamos hacia el oriente por las costas de Colombia. Esta circunstancia ha generado una hibridación étnica y cultural peculiar, en la que conviven el mulato, el mestizo y el zambo.
Comprobé que mientras los poetas de las islas circulaban en antologías y publicaciones nacionales e internacionales —tal es el caso de los poetas dominicanos, cubanos y portorriqueños— el colombiano Jorge Artel, era más difícil de rastrear, no sólo en el país, sino en el campo literario caribeño. Sin embargo, en las ciudades de la costa atlántica, Artel tiene seguidores entusiastas y lectores asiduos, que siguieron de cerca la investigación del Laurence E. Prescott con motivo de su libro ‘Without hatreds or fears. Jorge Artel and the struggle for black literary expression in Colombia’ (2000). A pesar de que tuvo varias ediciones, ‘Tambores en la noche’, texto que reúne la obra poética del autor, no es fácil de conseguir. Sin duda, ha influido el hiato comunicativo que existe entre la costa y el interior del país —por otra parte orquestado desde la centralidad de su capital— apenas superado con la eclosión identitaria que representara la narrativa de Gabriel García Márquez a partir de ‘Cien años de Soledad’ en 1967. Pero Artel escribe en los años cuarenta y debe dejar por largo tiempo el país por motivos políticos después del «Bogotazo», revuelta popular en la que fuera asesinado el líder Jorge Eliécer Gaitán en 1948.
El surgimiento de la identidad caribeña, sin duda, testimonia el nacimiento de una identidad transnacional asumida en su hibridación y legible en las distintas tomas de posición dentro del campo literario 1930–1940 en el Caribe hispánico. Es tiempo de evaluar cómo esta noción desterritorializada de identidad dibuja un territorio virtual dominante en el imaginario colectivo del sujeto cultural caribeño, que problematiza el concepto de nación y formula el enfrentamiento identidad caribeña vs. conciencia nacional.
En este pliegue particular de la historia, en la frontera entre dos milenios, nuevo tiempo eje alrededor del cual las identidades se desestabilizan, las nacionalidades se globalizan y las autoridades se exorcizan y los textos se hibridan, el meta–achipiélago multicultural caribeño, suerte de «metáfora de toda la humanidad», se constituye en un paradigma de sociedades migrantes, transculturadas e intersticiales, cuyas manifestaciones artísticas no canónicas reclaman una nueva mirada crítica.
Las identidades transversas y los espacios intermedios que se gestaron en el Caribe adelantaron la problemática que plantea la globalización actual, porque desafiaron desde los comienzos las representaciones monoculturalistas y desacreditaron las grandes cartografías históricas de la modernidad, trazadas desde la centralidad de Occidente.
El complejo escenario lingüístico del creole, sumado a las ambiguas identidades criollas de las sociedades de la posplantación de la Gran Cuenca, en las que el sedimento de las formas culturales africanas se superpusieron al sustrato indígena, bajo la legislación imperial de la Colonia, originaron un nuevo discurso, imposible de analizar desde los modelos eurocéntricos. Se hace indispensable una reevaluación de esta producción desde una perspectiva teórico–metodológica, que transgreda las fronteras de la crítica tradicional.
En el territorio continental, el Caribe se extiende a lo largo de la costa atlántica con características que difieren de las islas antillanas, en parte porque estas sociedades no se desarrollaron alrededor de la economía de plantación capitalista, sino en la explotación minera y el régimen de hacienda patriarcal; pero también por su particular tipo de mestizaje, con importante participación del sustrato indígena, creciente a medida que avanzamos hacia el oriente por las costas de Colombia. Esta circunstancia ha generado una hibridación étnica y cultural peculiar, en la que conviven el mulato, el mestizo y el zambo.
Comprobé que mientras los poetas de las islas circulaban en antologías y publicaciones nacionales e internacionales —tal es el caso de los poetas dominicanos, cubanos y portorriqueños— el colombiano Jorge Artel, era más difícil de rastrear, no sólo en el país, sino en el campo literario caribeño. Sin embargo, en las ciudades de la costa atlántica, Artel tiene seguidores entusiastas y lectores asiduos, que siguieron de cerca la investigación del Laurence E. Prescott con motivo de su libro ‘Without hatreds or fears. Jorge Artel and the struggle for black literary expression in Colombia’ (2000). A pesar de que tuvo varias ediciones, ‘Tambores en la noche’, texto que reúne la obra poética del autor, no es fácil de conseguir. Sin duda, ha influido el hiato comunicativo que existe entre la costa y el interior del país —por otra parte orquestado desde la centralidad de su capital— apenas superado con la eclosión identitaria que representara la narrativa de Gabriel García Márquez a partir de ‘Cien años de Soledad’ en 1967. Pero Artel escribe en los años cuarenta y debe dejar por largo tiempo el país por motivos políticos después del «Bogotazo», revuelta popular en la que fuera asesinado el líder Jorge Eliécer Gaitán en 1948.
El surgimiento de la identidad caribeña, sin duda, testimonia el nacimiento de una identidad transnacional asumida en su hibridación y legible en las distintas tomas de posición dentro del campo literario 1930–1940 en el Caribe hispánico. Es tiempo de evaluar cómo esta noción desterritorializada de identidad dibuja un territorio virtual dominante en el imaginario colectivo del sujeto cultural caribeño, que problematiza el concepto de nación y formula el enfrentamiento identidad caribeña vs. conciencia nacional.
En este pliegue particular de la historia, en la frontera entre dos milenios, nuevo tiempo eje alrededor del cual las identidades se desestabilizan, las nacionalidades se globalizan y las autoridades se exorcizan y los textos se hibridan, el meta–achipiélago multicultural caribeño, suerte de «metáfora de toda la humanidad», se constituye en un paradigma de sociedades migrantes, transculturadas e intersticiales, cuyas manifestaciones artísticas no canónicas reclaman una nueva mirada crítica.
Las identidades transversas y los espacios intermedios que se gestaron en el Caribe adelantaron la problemática que plantea la globalización actual, porque desafiaron desde los comienzos las representaciones monoculturalistas y desacreditaron las grandes cartografías históricas de la modernidad, trazadas desde la centralidad de Occidente.
El complejo escenario lingüístico del creole, sumado a las ambiguas identidades criollas de las sociedades de la posplantación de la Gran Cuenca, en las que el sedimento de las formas culturales africanas se superpusieron al sustrato indígena, bajo la legislación imperial de la Colonia, originaron un nuevo discurso, imposible de analizar desde los modelos eurocéntricos. Se hace indispensable una reevaluación de esta producción desde una perspectiva teórico–metodológica, que transgreda las fronteras de la crítica tradicional.
A partir de un análisis en contrapunto del Caribe hispanohablante, trabajé específicamente el texto cultural caribeño como producto de una lectura ‘otra’ de la realidad, generador de nuevas estéticas y comparé criterios de clasificación exógenos, como geográficos, lingüísticos y étnicos, frente a criterios endógenos alrededor de la definición de identidad caribeña, así como su relación con las prácticas lingüísticas del Caribe hispanófono de la década del treinta.
Leí los textos dentro de sus contextos. Así, la propuesta de Luis Palés Matos frente a las retóricas del nacionalismo cultural en la generación de los años treinta en Puerto Rico; la producción temprana de Nicolás Guillén en la Cuba prerrevolucionaria, la poesía de Manuel del Cabral y Franklin Mieses Burgos en el ambiente del trujillato y el antiahitianismo dominicano; los versos de Jorge Artel en un país letrado y leguleyo, dominado por la elite conservadora durante más de medio siglo, dentro del enfrentamiento costa–andes en Colombia, establecido desde el imaginario discriminatorio decimonónico, por el sabio Caldas y José Celestino Mutis y, por último, la producción temprana de Guillén en la Cuba prerrevolucionaria, en el escenario blanqueado y denigrado de los críticos años treinta.
Busqué establecer las relaciones entre campo literario y campo del poder en el Caribe de los años treinta con miras a definir las identidades nacionales diseñadas desde la comunidad imaginada de nación, frente a las identidades culturales reales, plurilingües y pluriétnicas, invisibilizadas, blanqueadas o eufemizadas por el discurso dominante, y examinar así la literatura en su función antropológica y etnográfica, en la labor de expresión identitaria.
Siento, en fin, que mi investigación fue creciendo entrópicamente, como los rizomas del Caribe, en los intersticios de las disciplinas en las que me eduqué y las experiencias culturales que me hablaron desde otros lugares de la enunciación, a los que me llevó insensiblemente, el flujo de la vida.
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* Graciela Maglia es ecritora y lingüista argentina con doctorado en Literatura en la Universidad Paris IV. Sorbona, Francia. Fulbright Scholar in Residence. Massachusetts. USA. DEA Universidad Paul Valéry de Montpellier, Francia. Magister en Literatura y Lingüística Hispanoamericana, Instituto Caro y Cuervo de Colombia. Estudios de Especialización en Literaturas Clásicas, Universidad Nacional del Sur de Argentina. Ha publicado varios libros. El presente texto es la introducción de su libro «De la machina imperial a la vereda tropical. Poesía, identidad y nación en el caribe afrohispánico», publicado en mayo 2009.