JUSTICIA O VENGANZA: LITERATURA DE LA VIOLENCIA
Por Juan Gustavo Cobo Borda*
¿Es la violencia la partera de la historia? En todo caso, como lo dijo C. Wright Mills: «toda política es una lucha por el poder». ¿Cómo se hace ella visible en la literatura? Como la violencia, y el poder se entrelazan en los oscuros pasillos, en las escaleras donde alguien asciende y otro es degollado, véase el teatro de Shakespeare. O, como en los cuadros del venezolano Jacobo Borges donde la vastedad insomne de esas salas nos recuerda la distancia que refrena y humilla antes de rendir pleitesías a ese vacío, llámese Rey, Dictador Presidente, o Junta de Gobierno.
El poder fascina al escritor. Intenta encarnarlo en sus páginas. Cree haberlo conjurado y de inmediato se le escapa, fugaz como el olvido. Queda, sí, la esfinge de los faraones interrogando al desierto, la tumba de Napoleón donde no hay mas remedio que inclinarse. El pequeño uniforme de Bolívar que nos lleva a preguntarnos cómo pudo encerrar tanta energía y la preocupación de Hitler porque quizás solo la arquitectura que ordenó, megalómana como él mismo, subsistiría.
La palabra vuelve una y otra vez sobre esas ruinas, sobre esos muñones de columnas, sobre esos dilatados osarios, en el vano intento de extraer unas gotas de aceite para encender las lámparas que iluminen esos cementerios. Perduran, sin embargo, las frases de Max Weber al definir al Estado: «El imperio del hombre sobre el hombre basado en los medios de una violencia legítima, o supuestamente legítima»: Por dicha salvedad es por donde se cuela la literatura, excavando en un túnel.
Por su parte Hannah Arendt, en un breve libro de 1970, «Sobre la violencia», nos aclara: «El poder es efectivamente la esencia de todo gobierno, pero la violencia no lo es. Por naturaleza la violencia es instrumental. La violencia puede ser justificable, pero nunca será legítima. La violencia aparece donde el poder se halla en peligro; pero abandonada a su propio impulso, conduce a la desaparición del poder. Esto implica que es incorrecto considerar que lo opuesto a la violencia es la no–violencia: es redundante, desde luego, hablar de poder no violento. La violencia puede destruir el poder; es absolutamente incapaz de crearlo» (p. 52).
En 1961 Jean Paul Sartre escribe el prólogo al libro del medico–siquiatra negro de Martinica Frantz Fanon. Se titulaba «Los condenados de la tierra». Habla de Angola, de Argelia, de Francia. De cómo los colonos, no solo con los golpes, sino con la desnutrición, tratan de convertir al indígena en bestia de corral. Pero atemorizado y enfermo, a este indígena no podrán amedrentarlo hasta el fin: tienen que seguir explotándolo, pues las factorías de esas periferias de los imperios coloniales deben seguir trabajando, día y noche, para exportar productos y quedarse apenas con fantasmas que deambulan entre sombras. Como pasó con la Casa Arana, en la frontera colombo–peruana, revivida en La Vorágine. Perezoso, astuto, ladrón, que vive de la nada y solo conoce la rudeza, este hombre, este semi–hombre, sobrevive en el filo de la navaja. Caracteriza muy bien Sartre todo el proceso cuando señala el punto de quiebre, en que la situación cambia de signo:
«Por no poder llevar la matanza hasta el genocidio y la esclavitud hasta el embrutecimiento, pierde el tino, la operación se invierte, una lógica implacable lo llevará hasta la descolonización» (Jean Paul Sartre: Colonialismo neo colonialismo. Situación V. Buenos Aires, Losada, 1965, p. 130). La violencia no es la partera de la historia. Es quizás el bálsamo que cauteriza las heridas infligidas por la historia. El explotado parece recobrar su humanidad en el saboteo, la trampa, el incendio y la venganza. Sicológicamente, al matar a quien lo humilla y tortura, recobrará parte de su identidad fragmentada. Cobrará conciencia de no ser nadie, pero es una nada que hace daño. Que se hace sentir, por fin, cuando la víctima asesina al victimario. Sólo entonces descansa. La violencia política partidista en Colombia, entre 1947 y 1965, arrojó un saldo de 200 000 muertos, mas de dos millones de exiliados, cerca de 400 000 parcelas afectadas y miles de millones de pesos en pérdidas.
También dio, entre 1949 y 1967, unas setenta novelas y centenares de cuentos sobre este conflicto. Así lo establece Augusto Escobar Mesa en su pormenorizado estudio : «Literatura y violencia en la linea del fuego»: Y aclara: « Literatura de la violencia. La llamamos así cuando hay un predominio del testimonio, de la anécdota sobre el hecho estético». Allí donde solo importan los hechos, no la forma como se narran, dentro de la defensa de una tesis. Son, en definitiva, tan atroces los hechos, que superan de antemano cualquier posible reelaboración literaria. Materia palpitante, en estado crudo.
El solo repaso de algunos de los títulos censados por Escobar Mesa entre 1949 y 1967 es muy elocuente. Comenzamos en Bogotá, en el 49, con Los olvidados, de Alberto Lara. En el 51 ya estamos en Bucaramanga, con Pablo Rueda Arciniegas y su Ciudad enloquecida. Al año siguiente Osorio Lizarazo nos da El día del odio, donde este narrador profesional, afiliado al gaitanismo, ofrece su visión sobre el 9 de abril de 1948 desde los ojos de una sirvienta campesina. Solo que ahora, exiliado en la Argentina, debe publicar su libro en Buenos Aires.
En 1953 Balas de la ley, de Alfonso Hilarión. Y en 1954 una cosecha alucinante, de escritores con oficio, que cavilan sobre el tema crucial: la tierra. Serían Julio Ortiz Márquez (otro biógrafo de Gaitán, exiliado en México donde publica Tierra sin Dios), Fernando Ponce de León (con su Tierra asolada), el tolimense Eduardo Santa (con Sin tierra para morir) y finalmente Eduardo Caballero Calderón, en Madrid (con Siervo sin tierra). En 1955 Carlos Pareja con El monstruo, editada en Buenos Aires y Ramón Manrique con Los días del terror. En 1958, en Cali: Cadenas de violencia, de Francisco Gómez y en 1960, en Medellín, dos obras de autores reconocidos: Marea de ratas, de Arturo Echeverri Mejía; y ¿Quien dijo miedo? de Jaime Sanín Echeverri. También en Medellín, en 1963, Secuestro y rescate , de Efraim Yarce. Además del despojo de la tierra , del clima de violencia, miedo y olvido, de la anomalía (hay dos novelas tituladas El monstruo) ya asoma en aquel entonces la hidra del secuestro.
En 1965, en Manizales, se retorna al drama primordial, con Sangre campesina, de Fernando Arias, y en ese mismo año Luis Enrique Osorio eleva el drama a cumbres metafísicas con ¿Quien mato a Dios? y Jesús Botero, en Medellín, publica con un titulo notable: Café exasperación. En 1967 dos novelas parecen resumir el dramático periplo en dos títulos reveladores: El espejo sombrío, de Fernando Soto Aparicio; y Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. Ya la simple La mala hora (1962) del segundo, tan lograda en captar la atmósfera de zozobra de un pueblo, donde el teniente–alcalde se enriquece con las tierras de los que huyen desplazados, se proyecta a todo un siglo, en la mas universal de las metáforas sobre la vida colombiana. No referida ya a la violencia inmediata que vivió el autor sino a las remotas (y muy vivas en su narrativa) guerras civiles.
A la mayoría de estas obras, que ya nadie lee, le ha sobrevenido el justo olvido. Pero el solo repaso de sus títulos resulta muy ilustrativo de una fractura, un quiebre, que aún nos determina. ¿Sucederá lo mismo con los copiosos testimonios sobre secuestro y liberación que hoy abarrotan las mesas de novedades, a un paso de los saldos promocionales y la liquidación inexorable? Miremos en perspectiva el asunto, pues encierra duras lecciones.
DANIEL CAICEDO: VIENTO SECO
En 1953 apareció la primera novela del largo ciclo sobre la violencia partidista en Colombia. Se titulaba Viento seco y la había escrito el medico del Valle del Cauca Daniel Caicedo. Su prologo lo firmaba Antonio García, un economista y sociólogo que había participado en la renovación intelectual del primer gobierno de López Pumarejo, con un estudio valioso: Geografía económica de Caldas. Quien también había cultivado el cuento y el ensayo literario. Mas tarde seria uno de los mas reconocidos expertos en el tema de la reforma agraria, asesor del gobierno de Salvador Allende; y a todo lo largo de su activa existencia, hombre de izquierda en busca de una vía socialista para Colombia, mas allá del dilema liberal o conservador.
El extenso prólogo «La novela realista frente al drama colombiano», cobra con el tiempo un valor singular. Este tipo de novelas eran obras de arte o mas bien crudos testimonios de una realidad intolerable. Comienza por aclarar que este no es un documento «imparcial», y señala luego: «los hijos de las víctimas de ayer son los verdugos de hoy y los hijos de las víctimas de hoy serán los verdugos de mañana» (p. 16). Al hablar como parte, y no como juez, el autor emplea un duro lenguaje, cercano al Eclesiastés, de «cólera seca», de «testimonio». A partir de allí, socialista y cristiano, Caicedo es adscrito a la larga lista de los autores comprometidos con esta visión de la vida. La lista abarca de Balzac a Flaubert, de Dostoievski a Kafka, sin olvidar ni a Malraux ni a Sartre, lo cual es una evidente exageración.
Pero concentrándose en el caso colombiano, Antonio García señala cómo «su fuerte no es la novela que proyecta la verdad que lleva en sus entrañas, sino la poesía que reelabora, que decanta, que cierne, que depura y transforma la perspectiva de las cosas» (p. 23). Sin embargo, por otra parte García busca establecer una tradición de rebeldía y de protesta social, que va desde Eugenio Díaz hasta Tomás Carrasquilla, de quien dice que «en su novela picaresca se expresa el carácter del pueblo de Antioquia, siempre un poco labrador, baharequero, mercachifle, arriero y tahúr» (p. 27). De José Eustasio Rivera a Jose Antonio Osorio Lizarazo, sin olvidar narradores como Arnoldo Palacios y Manuel Zapata Olivella, en la vertiente de la novela negra.
Pero la preocupacion de Antonio García apunta hacia la comprensión de un «país en armas», donde impera más la venganza que la justicia, y donde es necesario el desenmascaramiento de ese «país del sótano», como lo llama, donde campesinos, peones indígenas, obreros, bogas y artesanos, surjan, aparezcan, y adquieran, por fin, voz propia. Pero falta todavía bastante para ello. Ahora estamos en medio del conflicto, donde, como él dice:
«Lo que sostiene en el poder a un partido victorioso no es solo la capacidad privilegiada de enriquecimiento y la cobarde facultad de desquite sino el miedo a la venganza. El horror al ‘día de la venganza’» (p. 33) Ese día, lo subraya García, no es por ahora el de la revolución, en busca de un orden, sino la revuelta, «fuerza que salta al vacío». Con pertinencia, Antonio García señala cómo la revolución fracasada, que termina por ser la propia historia de Colombia, va cambiando de lo ideológico progresista a la burguesia desnuda al convertir en oro todo lo que toca. Esas castas dinásticas que usufructuaron el poder parecen, en este caso, aliadas a la religión, «pasión viscosa sin principios, sin moral, sin simpatía humana»(p. 400) como señala en forma critica.
Pero el drama de Antonio Gallardo, el personaje, y la masacre de Ceylan, en el intento por vengar a sus muertos mas entrañables —su hija, su mujer— concluye, en el caso de este prólogo, en una reflexión que sorprende: Daniel Caicedo ha tomado a los hombres como son y como están. «Su principio es el mismo de quien ha dicho que no hay que inventarle nada a la vida: ‘nada es tan fantástico como la realidad’. En ella se juntan —se dan las manos o se dan la muerte— los mejores héroes y los peores villanos. ¿A qué inventarlos si ya están creados? ¿A qué estilizarlos si no hay estilo capaz de superar la monstruosa capacidad plástica de la naturaleza humana?» (p.38). ¿Un presagio de lo que sería luego el realismo mágico? Solo que Antonio García y Daniel Caicedo, luego, no logran superar el
drama, pues se hallan predeterminados por sus convicciones. Habrá que esperar a La mala hora y Cien años de soledad para que la materia narrativa fluya por si sola y alcance su propia autonomía.
Pasemos al libro propiamente dicho. En la aldea de Ceylan los chulavitas atacan. Antonio Gallardo y su mujer Marcela ven perder todos sus pocos bienes. Lo peor: su hija de cinco años ha sido violada y ahora se desangra en una hemorragia incontenible. Primero piensan que «esas gentes no tienen otro interés que impedirnos a los liberales votar en las elecciones de noviembre» (p. 52). Pero la explicación política resulta insuficiente. Esa tragedia, que no puede ser medida «con relojes de tiempo porque era la eternidad de la angustia» (p. 55), abarca todo el mundo conocido y su trascendencia llega hasta la religión misma y el destino último del hombre en el mundo. Son su padre, su hija, el éxodo de los cautivos. «El cordero con sus ojos lacustres es la imagen del hombre perseguido» (p. 64), subraya en un paréntesis.
Viene entonces el itinerario de horror. Ese miserable éxodo, con su secuela de castraciones, degüello, estupro y violaciones, con su tinte religioso y sombrío, de fuego que calcina la tierra y de sombras devoradas por las llamas de los incendios. A lo político y religioso, se añade la memoria fatigada de los desmanes pasados: «En las matanzas de Betania, de Fenicia, de Salónica, del Dovio, de la Primavera, de Andinápolis, de Restrepo, de la Tulia y del Aguila», La Hiena había adquirido gran práctica en el arrancamiento del corazón. (p. 70-71).
Estamos situados en los años de 1946 a 1950 y el panorama abarca Buga, Tuluá, Palmira. Buena parte del Valle del Cauca. El protagonista, Antonio, se refugia después de ese calvario de huida y desplazamiento en la Casa Liberal de Cali el 22 de octubre de 1948. Allí van llegando las victimas de esta violencia y se crean lazos de solidaridad y apoyo. La miseria une, al devanar juntos el hilo de la memoria. El asesinato, por ejemplo «del pastor Davison y de la familia a su servicio» (p. 110), en Andinápolis, donde «los chulavitas cayeron sobre esos poblados convertidos a la fe evangélica y los arrasaron», al grito de «¡Viva Cristo Rey! ¡Viva el partido conservador!» La Iglesia, desde el púlpito, ha espoleado tal sectarismo, y ha protegido, en conventos y casas curales, a esos fanáticos, obnubilados por la fe, y ciegos ante cualquier (aparente) herejía, como pasaría con Efraín González, en Boyacá. Todos ellos cubiertos, no por chalecos anti balas, sino por medallas benditas y escapularios consagrados.
Pero la Casa Liberal no será refugio sino trampa para asesinar a los que creían salvarse. Detrás de esa cadena, un presidente que quiere perpetuarse en el poder, aconsejado por los jesuitas, respaldado por el Ministro de Gobierno, los alcaldes, los inspectores, los cuerpos de policía y el detectivismo, que en parábola metafórica había refractado, desde Buenos Aires, en 1952, Jorge Zalamea con El gran Burundu–Burunda ha muerto. Presidente que en la novela de Caicedo termina siendo «el jefe espiritual de las matanzas» (p. 116).
A la política y la religión, a la memoria del horror y a los excesos del poder omnímodo, se añade un elemento insospechado: el placer. Los placeres sádicos de la crueldad indiscriminada: «A continuación venia lo mejor para ellos: los disparos a blanco vivo y móvil, que se sacudía en espasmos. Y eran felices y sentían erotismo sádico con el dolor humano, porque los hombres que van al crimen y permanecen en él sienten placer con el exterminio y la muerte, con la tortura y la destrucción» (p. 130).
Esta degradación sicológica final, prosigue en alguna forma en la tercera y ultima parte del libro, que dividido en «La noche del fuego», «La noche del llanto» y «La noche de la venganza», se cierra con un Antonio que, emasculado por los chulavitas, conoce a una maestra, violada por 17 policías, y se unen los dos en una retaliación que comprobará el aserto trágico: La violencia sólo termina por engendrar más violencia. La deuda nunca se cobra del todo y Antonio morirá atrapado en el engranaje de traiciones y delaciones, propio de la paranoica existencia guerrillera. Allí se esfumaría el postrer sueño: «su máxima aspiración, dirigirse a los llanos de Casanare y del Meta, en donde se encontraban treinta mil hombres en armas».
Los guerrilleros del llano, traicionados a su vez por los dirigentes liberales de la época. Una dramática metáfora cierra el camino a toda esperanza. A la aparente inutilidad de estas mismas páginas. Los puentes sobre el río Cauca, como el de Anacaro, eran iluminados por antorchas humanas: «Alguien quiso evocar los crímenes que allí se cometieron, pero ese ya era un cuento que no tenia interés. Era el cuento de todos los puentes del Cauca» (p. 163). El cuento se había degradado. La literatura no enseñaba y menos exorcisaba.
Cruda, esquemática, desesperada, tratando de alzar vuelo mediante una simbología tradicional, el valiente esfuerzo novelístico de este medico nacido en 1912 y que solo publicaría otro libro, Salto al vacío (1955), ambientado en Barranquilla y referido a la dependencia de la marihuana, justificaba sus propias palabras: testimonio donde dimos lo que podíamos dar : «una profusión de obras inmaduras». Que sin embargo rezuman en sus páginas el dolor innegable de una injusta situación social y los torcidos caminos para mantenerla, combatiéndola, también, con el letal veneno de la venganza. Solo que en ella alcanzamos a percibir lo que Aberlardo Forero Benavides pudo constatar a lo largo de todo este periodo:
«Qué insignificantes, mezquinos y sórdidos aparecen los jefes políticos, ansiosos, inestables, ávidos, en presencia del gran paisaje de dolor que sirve de telón de fondo a sus movimientos».
Pero quizás uno de los nudos conflictivos de este dilema : justicia o venganza que se reitera a lo largo de todas estas novelas, y de la realidad misma, es el dar valor a la venganza como recurso valido ante la debilidad de la justicia. «En su libro provocador y desafiante, Peter A. French teoriza la legitimidad de la venganza (The Virtues of Vengeance, Lawernce, University Press of Kansas, 2001): ‘En el caso de que no exista ningún sistema comunitario que administre las penalidades adecuadas, o en el caso de que ese sistema se haya corrompido , el vengador virtuoso es la última y mejor esperanza de la moral’ (p. 225). Si este es el caso de sociedades premodernas, donde no funciona universal y plenamente una administración de justicia, también puede serlo allí donde esa administración exista, pero no cumpla ciertas condiciones ; incluso puede ser, aun cuando esas condiciones se cumplan, pero la acción del vengador, pueda ser juzgada más rápida, ejemplarizadora y apropiada. French sostiene que ‘una venganza virtuosa’ constituye un derecho aunque no una obligación moral de los particulares. Esta distinción entre derecho y obligación moral se apoya en la idea de que los potenciales vengadores ‘tienen opciones’ (p. 223). Además de plantearse esas opciones, la venganza virtuosa requiere el cumplimiento de condiciones de adecuación a la ofensa y de autoridad moral del vengador».
Estas reflexiones que Beatriz Sarlo en su libro La pasión y la excepción (Buenos Aires, Siglo XXI, 2003) traduce bien, nos pueden servir para situar a partir de la literatura el dramático conflicto que la violencia colombiana plantea entre justicia y venganza y que todavía, tristemente, nos acosa. Quizás por ello, la novela es el espejo de nuestras tragedias y quizás, ojalá, de nuestras esperanzas.
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* Juan Gustavo Cobo Borda es escritor colombiano, periodista, poeta y crítico. Fue subdirector de la Biblioteca Nacional y director de las revistas Eco y Gaceta. Pertenece al grupo de la «Generación sin nombre». Ganó el concurso de poesía Quimantú, organizado por la embajada de Chile, con la obra Consejos para sobrevivir (1974). Ha publicado varias obras, entre ellas Salón de té (1976), Casa de citas (1980), Roncando al sol como una foca en los Galápagos (1981), Todos los poetas son santos (1987), Almanaque de versos (1988), Poemas orientales y bogotanos (1991) y El animal que duerme en cada uno (1995). Como ensayista y crítico ha escrito La tradición de la pobreza (1980), Leyendo América Latina (1989), La narrativa colombiana después de García Márquez (1989) así como las antologías: Antología de la poesía hispanoamericana (1985) y La alegría de leer (1976). Ha elaborado numerosas monografías como las de Arciniegas o Mutis, y es editor de diversas obras de poesía.