MÁS INFORMADOS Y MENOS COMUNICADOS
Por Anne Nelson*
Mis padres crecieron en las granjas de Nebraska durante la gran depresión y sus experiencias de infancia han formado la base de mi educación moral. El lema era: «Nunca tires nada». En las manos hábiles de mi madre, las sobras de una comida se volvían sopa para la siguiente. Incluso después de que alcanzamos una vida suburbana cómoda, mi padre enderezaba con un martillo los clavos torcidos, para usarlos de nuevo.
Por supuesto, yo tenía que rebelarme contra sus valores. Dejé el medio–oeste estadounidense para estudiar en una preparatoria de élite en la cosa este, atraída irresistiblemente por la música, el arte y la literatura clásicos, los cuales no recibían mucho tiempo al aire en nuestro estado natal de Oklahoma. Incluso así, mi entrenamiento temprano se mantuvo. Hice buena sopa de sobras, y llevé responsablemente ropas viejas a las tiendas de caridad en vez de botarlas (no tengo muchas oportunidades de enderezar clavos torcidos). Pero estos hábitos de ahorro se han encontrado a menudo con desdén de parte de nuestros hijos, quienes ahora están saliendo de sus años de adolescencia. Mis padres crecieron con la privación de la escasez. Mis hijos han crecido con la privación del exceso, en la ciudad de Nueva York de los 1990s y los 2000s.
En ambos casos, había un hogar amable y estable para compensar las influencias sociales, pero esto no impidió que las heridas de la cultura fueran profundas. Nuestros hijos tenían compañeros de clase cuyas mesadas (de hasta U$600 por mes) los situaban por delante del ingreso per cápita de la mitad de los países del mundo. La cultura de «Gossip Girl» era la norma, y mi esposo y yo luchábamos para promover los valores de las lecciones de música sobre las discotecas, de las visitas a los abuelos sobre las fiestas de playa en los Hamptons.
A mediados de su infancia, aterrizó la revolución tecnológica. De manera suficientemente extraña, fue mi padre, un granjero convertido en economista, quien fue el precursor. En los 1960s él estaba ya inmerso en el laboratorio de informática de la universidad —y en la mente de mi hijo—, fue allí cuando lo «perdí». Dejó de venir a casa a cenar, ya no tenía tiempo para largas conversaciones filosóficas conmigo debido a que la nueva máquina lo había capturado y atado en su red. Por consiguiente, cuando me dijo que podría volverme rica y exitosa construyendo una carrera en las áreas de la computación, corrí en la dirección opuesta hacia los libros.
Pero mis hijos nacieron en la generación de los nativos digitales y no había forma de evitar su inmersión. Recuerdo vívidamente la cena en 1995 cuando nuestra hija de cuatro años le enseñó a un productor de CBS a utilizar el correo electrónico. Para el tiempo de la secundaria, ambos de nuestros hijos estaban rodeados de aparatos electrónicos, a pesar de que mi esposo y yo temíamos que esto ya se estaba volviendo demasiado. Pero habíamos perdido el control. Cuando otro niños venían a jugar, esperaban sentarse, con sus pulgares en movimiento, frente a la consola de juegos, recibiendo su dosis con la mirada vacua de un adicto, en vez de hacer todas las cosas que los niños acostumbraban hacer en su rato de juegos: desarrollar destrezas motoras e imaginación para construir estructuras de arena o de bloques, aprender a negociar mediante juegos de roles, explorar el mundo natural escalando árboles y chuzando insectos. Incluso cuando logramos desplazarlos de las pantallas de nuestra casa, los ‘Gameboys’ seguían siendo su fijación en las casas de otros niños, y pronto éstos ya no querían venir a jugar a la nuestra.
Las escuelas nos dijeron que un niño estaba en desventaja si no tenía un computador con acceso a internet en su cuarto, y para la escuela secundaria, el computador era un requisito pues algunos deberes estaban disponibles únicamente en línea. El problema era que nuestro hijo estaba aburrido de las matemáticas y adicto a Facebook y los medios sociales. Yo recibí el trabajo ingrato de «policía», revisando su habitación cada diez minutos para monitorear qué había en realidad en su pantalla cuando se suponía que estaba haciendo sus tareas. Di lo mejor de mí, pero fallé. Algunos años más tarde fuimos informados de que él estaba pasando apuros con las matemáticas superiores porque nunca había absorbido los fundamentos. En esos tiempos yo escuchaba mucho sobre las maravillas del «multi-tareas» (multi-tasking), pero era obvio que él no estaba aprendiendo álgebra en sus destellos de noventa segundos.
Por supuesto, yo no estaba cegada a las maravillas de la nueva tecnología. Como directora del Comité de Protección de Periodistas a fines de los 1980s, supervisé la introducción del correo electrónico y los medios en línea a nuestro trabajo. Nuestras investigaciones eran transformadas, nuestras publicaciones volaban alrededor del mundo, los censores se sentían frustrados. Desde el punto de vista de la creación y adquisición de conocimiento, era, bastante y simplemente, un milagro. Pero las posibilidades de los medios en línea estaban siempre enfrentadas con el «factor humano» —las formas en que la gente estaba usándolos, en realidad.
En mi propia área de interés, el periodismo, he observado periódicos venerables morir, superados por las vistas de página de sitios web masivos de chismes y compras. La Internet ha otorgado ganancias vastas a empresas de apuestas en línea y pornografía y mientras tanto ha privado de sustento a las instituciones mediáticas que ofrecen servicio público a la democracia y los derechos humanos. Echo una mirada a los hábitos sociales que me rodean. El New York Times (por supuesto) ha lanzado crónicas de primera plana sobre el creciente número de accidentes de tránsito causados por conductores que creen que pueden enviar mensajes de texto y conducir al mismo tiempo.
Me encuentro con gente que me ha pedido que saque tiempo de mi agenda, sólo para sentarse y acceder a mensajes al azar en sus Blackberries. He atendido reuniones familiares donde primos jóvenes escasamente se miran entre sí (se da mucho menos que se retraigan a su propio mundo a contarse historias, secretos y bromas, como nosotros solíamos hacer). Sus interacciones consisten en jugar en línea y mostrarse sus videos favoritos en Youtube. Celebramos la forma en que los medios en línea logran sobreponerse a la distancia uniendo seres queridos mediante el correo electrónico y Skype. Pero estamos en estado de negación respecto a la forma en que crea distancias, situando un aparato electrónico como una pared alta entre los seres humanos que están físicamente en una misma habitación.
Bastante tiempo atrás, deduje que las crisis religiosas de la edad media crearon una necesidad urgente de que los clérigos actuasen como consejeros espirituales. A principios del siglo XX, la revolución en las normas sociales mutó esta necesidad hacia los psicólogos, quienes podían ayudar a la gente a mediar sus relaciones. Hoy día, creo que la gente necesita consejeros tecnológicos. A medida que cada nueva ola de tecnología baña nuestras costas, se nos enseña a admirar a los «tempranamente adaptados» que dominan cada nuevo aparato. Pero, ¿tenemos protocolos para determinar cuando los aparatos mejoran (o degradan) nuestra calidad de vida? Tienen los educadores una oportunidad de decir —basados en la evidencia de sus clases— de qué forma las aulas computarizadas les ayudan u obstaculizan en la enseñanza de la lectura y las matemáticas? ¿Saben los padres cómo determinar cuándo la electrónica hace más inteligentes a sus hijos y cuándo contribuye a una infancia unidimensional, sedentaria y con grandes déficits intelectuales y físicos por venir?
Hace más de una década desayuné con un estratega de un enorme conglomerado editorial, y él me dijo qué nos deparaba el futuro. Los libros se volverían más cortos, y luego, tal vez, desaparecerían. «Los niños del futuro no adquirirán la habilidad de leer a Tolstoi. No explorarán la naturaleza. Serán criaturas de ambientes electrónicos de puerta cerrada.»
Por la misma época, tomé dos decisiones personales profundas que equivalían a saltar al interior de la paradoja. Decidí trabajar en los nuevos medios desde un punto de vista crítico, documentar donde éstos triunfaban y cuestionar donde se quedaban cortos. Y es hasta allí donde han evolucionado mi enseñanza y asesoría. Al mismo tiempo, me moví decididamente en la dirección opuesta. En mi vida creativa, me apropié de una página de la educación temprana Montessoriana de mis hijos. María Montessori tenía un agarre instintivo y profundo de las neurociencias del aprendizaje. Un niño aprende mejor cuando ejercita todos sus sentidos. ¿Aritmética? Escucha la lección, escribe los números, recita la suma, apila los bloques. Las interacciones de los niños entre sí y del niño y el profesor son esenciales a una distancia infinita de la relación «Yo–Tú» entre el globo ocular y la pantalla.
Mi radical respuesta personal comenzó por la escritura de obras de teatro para pequeños y sencillos teatros sin efectos especiales, sólo con la interacción entre los actores y la audiencia (Nada que los griegos no estuvieran haciendo hace 2500 años). También pinto acuarelas y hago bocetos a lápiz de lugares que visito. Mi ojo y la memoria muscular de mi mano «acceden» a la «fisicalidad» de lo que está ante mí, integrando los colores y las formas en mi memoria (mientras que la cámara de mi teléfono celular sólo puede grabarlos).
No me importa si los bocetos son «buenos» o no —lo beneficioso para mí es el proceso de su creación. Mi respuesta más ambiciosa ha sido escribir un libro largo, cientos de páginas reescritas, corregidas y pulidas a través de tres borradores, ser artífice de una historia compleja que no podría ser narrada desde [la configuración actual de] los medios en línea.
Mientras tanto, no desdeño las nuevas tecnologías, las estudio, las aprendo, experimento con ellas. Mantengo una mente abierta (Después de mi escepticismo inicial sobre Twitter, descubrí que era óptimo para actualizar mis planes de estudio). Me gusta el acercamiento de Eurípides: «Lo mejor y más seguro es mantener equilibrio en tu vida, reconocer los grandes poderes de nuestro alrededor y nuestro interior. Si puedes hacer esto y vivir de esta forma, eres verdaderamente sabio».
Tengo la esperanza de que el mismo equilibrio se dará en la vida de nuestros hijos. Nuestra hija de 19 años, al igual que muchos otros jóvenes, ha descubierto su pasión por el teatro. Me alegra enormemente escucharla descubrir sus cualidades. Se une a un pequeño grupo de personas, en una empresa común, por un período dado de tiempo. Juntos, crean algo hermoso, profundamente físico e inmediato desde el sonido y el movimiento. Su obra habla directamente a la audiencia —seccionada de sus correas electrónicas por unas cuantas horas— y ésta se une a la creación mediante la sutil respuesta de su respiración, de sus risas y sus suspiros. «Sintamos algo juntos» proclama el teatro. Simultáneamente, esto recuerda la integración de la memoria sensorial, entendida tan bien por María Montessori —y, de manera similar, al ingenio de los modos de vida de granja de mis padres.
Permitámosle pues a los medios en línea hacer lo que hacen bien —cuando saltan sobre las distancias, ensamblan y organizan datos y relatan historias de formas nuevas y poderosas. Pero, al mismo tiempo, no abandonemos nuestros demás sentidos. Y no debemos, a toda costa, traicionar la capacidad de las nuevas generaciones de experimentar el mundo a través de algo que no sea pantallas retroiluminadas. Es de nuestro interés mantenernos tan profundamente humanos como sea posible. Como en cada ciclo de la historia, este llamado requiere nuestra más completa atención.
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* Anne Nelson enseña Nuevos Medios y Desarrollo Comunicativo en la Escuela de Asuntos Internacionales y Públicos de la Universidad de Columbia y publica en blogs de PBD Mediashift en Moving Image Source y otras publicaciones. Su obra de teatro «The Guys» («Los Chicos») ha sido representada en EEUU y otros quince países. Su libro más reciente es «Red Orchestra: The Story of the Berlin Underground and the Circle of Friends Who Resisted Hitler.» («La Orquesta Roja: La Historia del Berlín Oculto y el círculo de amigos que resistió a Hitler).
Traducción de Camilo Ramírez, estudiante de filosofía de la Universidad de Antioquia.
blog Mediashift (https://www.pbs.org/mediashift/anne-nelson/)
Moving image souyrce (https://www.movingimagesource.us/articles/the-obligations-of-history-20100401)
Libro más reciente https://www.nytimes.com/2009/06/07/books/review/Herzog-t.html