LAS VEGAS Y LOS FASTOS DE LA SUPERFICIE
Por Carlos Jiménez Moreno*
«El lugar que una época ocupa en el proceso histórico se determina con más fuerza a partir del análisis de sus manifestaciones superficiales e insignificantes que a partir de los juicios de la época sobre si misma».
(Siegfried Kracauer)
Las Vegas ha recibido tanta atención de los pensadores de nuestra época —desde que Robert Venturi, Denis Scott Burton y Steven Izenour publicaron su célebre estudio ‘Learning from Las Vegas’ (1977)— que me siento tentado a pensar que esta ciudad confirma definitivamente la tesis de Siegfried Kracauer que encabeza estas líneas. Antes que se desencadenara la oleada de reflexiones teóricas de la que sigue siendo objeto la ciudad del desierto de Nevada no pasaba de ser un ejemplo tópico, y por lo mismo irrelevante para la alta cultura, de la superficialidad y la insignificancia de la cultura de masas americana. Esa cultura que, después del Pop Art, se ha universalizado como ‘Pop culture’ y que ha adquirido, al igual que Las Vegas, un reconocimiento intelectual verdaderamente impresionante.
No sucedía así, evidentemente, en los tiempos de Siegfried Kracauer: esos años 20 y 30 del siglo pasado, cuando la hostilidad del ‘establishment’ cultural de Alemania y del resto de Europa hacia la naciente cultura de masas encontró una expresión característica en La Rebelión de las Masas (1930) de Ortega y Gasset. Kracauer fue una excepción, quizás más radical que la representada por su coetáneo Walter Benjamin, con quien por lo demás discrepó en torno al papel y el significado histórico y político de la fotografía. Esa que para entonces ya se había convertido en un auténtico fenómeno de masas, gracias a las revistas ilustradas y la popularización del uso de las cámaras de Kodak y de Leica.
Y ese carácter pionero de Kracauer sale reforzado cuando se comprueba cuan pertinentes siguen siendo para el análisis de Las Vegas temas y conceptos acuñados por el autor del libro De Caligari a Hitler como son los palacios de la distracción, las coristas, la publicidad luminosa o el ornamento de masas. No se trata de negar los reveladores y muy influyentes análisis de Venturi y su equipo sobre la arquitectura de Las Vegas, ni tampoco los estudios tan detallados como actualizados de su arquitectura y su urbanismo realizados por Simón Marchán Fiz (2008). No, de lo que se trata en realidad es de renovar la pregunta por esa arquitectura desde la perspectiva abierta por Kracauer con sus investigaciones sobre lo que él mismo llamó «los palacios de la distracción».
«Las grandes salas de espectáculo cinematográfico en Berlín son palacios de la distracción: llamarlas cines sería despectivo» (Siegfried Kracauer, Culto de la distracción. Sobre las salas de espectáculo cinematográfico berlinesas, en Estética sin territorio, Colegio oficial de aparejadores y arquitectos, Murcia, 2006, página 215).
El mejor ejemplo de los mismos lo representan para él las grandes salas de cine del Berlín de entreguerras que respondían a nombres como los palacios de la Ufa, el Capitol, la Casa de Mármol o el Palacio Gloria cuyos equivalentes madrileños en la Gran Vía fueron el Palacio de la música, el Avenida, también el Capitol y otro palacio: el de la Prensa. La reiteración del calificativo palaciego en estas «grandes salas de espectáculos cinematográficos» no es casual, porque se correspondía directamente con la intención de sus promotores empresariales —compartido por sus arquitectos— de ofrecer a la distracción de las masas un auténtico palacio.
2.-
Su modelo o arquetipo era el teatro en herradura a la italiana pero este dispositivo espacial previamente dado quedaba enteramente subordinado al propósito de dar cabida a la celebración de un nuevo e insólito soberano: la multitud urbana. «El Palacio Gloria se ofrece como un teatro barroco —explica Kracauer—. El vecindario, que se cuenta por miles de personas, puede estar satisfecho: sus lugares de reunión son una digna parada».
Soberanía insólita e igualmente ambigua, porque en los espacios donde ocurre su imponente consagración la seducción se sobrepone al halago. En esos palacios la mera proyección de películas no era sino una parte más de «la obra de arte total de los efectos». Esta se descarga para todos los sentidos y para todos los medios —continúa Kracauer—. «Los proyectores vierten sus luces en el espacio, se esparcen sus solemnes cortinajes o manan a través de vegetaciones de cristales multicolores. La orquesta se afirma como un poder autónomo, sus ejecuciones son sostenidas por los responsos de la iluminación. Toda sensación recibe su expresión sonora, su valor en el espectro cromático. Un caleidoscopio óptico y acústico al que se asocia el juego escénico corporal: pantomima, ballet. Hasta que al fin desciende la superficie blanca para que, inadvertidamente, los acontecimientos de la escena espacial cedan su lugar a las ilusiones bidimensionales».
Cómo no evocar leyendo esta descripción de los palacios del cine, en la «obra total de los efectos», que es en realidad Las Vegas. Y no sólo porque sus hoteles y los casinos hayan jugado desde siempre a ser palacios sino porque la ilusión bidimensional promovida por su impresionante publicidad luminosa —secundada de manera extraordinaria por las animaciones que se suceden ininterrumpidamente en la pantalla inverosímil que cubre el cielo de Fremont Street— no subliman ni hacen desaparecer en la nada los acontecimientos de la escena espacial en la que se inserta.
Al visitante del distrito de Fremont, así como a los jugadores, los curiosos, los compradores compulsivos y los aventureros de toda laya que circulan por los vestíbulos de los hoteles, las salas de juego, los bares, las terrazas o las tiendas, el asombro inicial por el cúmulo de ilusiones bidimensionales que ofrece la ciudad no les hacen ensimismarse hasta el punto de olvidarse del resto de los poderosos estímulos sensoriales que igualmente les impactan continuamente.
En Las Vegas se cumple a plenitud la iluminación que le permitió a Walter Benjamin advertir que tanto en la arquitectura como en el cine la atención se disipa y da paso a esa forma paradójica que es la atención distraída: en Las Vegas el cine, más aún la imagen en movimiento, se ha fundido con la arquitectura. Pero también allí se cumplen los términos de la imagen expresionista que Kracauer traza del impacto que sobre las multitudes metropolitanas tiene la publicidad luminosa callejera: «Traspasada de rayos, la masa humana se revuelca siempre nueva en la zona ardiente. Pero ni es manejada por los ornamentos, ni se demora en el reluciente absurdo del fuego de artificio cautivo (Se refiere a la publicidad luminosa, C. J.). Sin perturbarse, sigue su camino. Mientras que, provista de relojes, bastones y corbatas, se empuja hacia delante, sus propiedades chispean sobre ella en signos y escritos que surgen ante un cielo extraño para finalmente desaparecer en él».
3.-
Hay en esta imagen un cierto patetismo que evoca los temas del extrañamiento y la enajenación que, aunque recurrente en la filosofía de la época de Kracauer, hoy, paradójicamente, nos resultan ajenos, extraños. El «achatamiento del ser» del que habló Heideger en las Holzwege, las Sendas perdidas (1960), o el «todo vale» erigido en el único principio admitido por la posmodernidad, parece haber encontrado en la banalidad de Las Vegas su confirmación inapelable. Las Vegas, ese paradigma que lo es todavía más ahora, cuando su siniestro pasado mafioso parece sepultado por un presente de gran parque temático de tragaperras, que exhibe sin pudor como auténticos hitos urbanos una pirámide, un coliseo, una torre Eiffel y un campanille veneciano igualmente de pega.
Pero en la imagen de Kracauer hay también una inflexión que apunta en una dirección distinta a la señalada por el patetismo expresionista. Me refiero al que delinea esta secuencia: «Sin perturbarse, sigue su camino ‘mientras que’ sus propiedades chispean sobre ella en signos y escritos que surgen sobre un cielo extraño para finalmente desaparecer en él». Kracauer no tenía sólo curiosidad o un interés puramente descriptivo en los fenómenos de la cultura de masas que entonces emergía con fuerza en la Alemania de Weimar. Él, como Benjamin, la interrogaba buscando descubrir en ella las posibilidades que pudiera ofrecer a un cambio radical de la sociedad que en las trincheras de la Gran Guerra había demostrado cuán inhumana y devastadora podía llegar a ser. Él era, además, un inmanentista que desconfiaba de toda posición política que derivara de un apartamiento romántico del mundo o de la creencia en el efecto milagroso sobre ese mismo mundo de las ideas trascendentes. Si había que buscar un camino de liberación ese camino solo podía encontrarse en el mundo y no fuera de él. Esta actitud trágica —tan distinta a la salvífica a que nos tiene habituados el cristianismo— dicta esta lectura de la relación de las masas con los «fastos de superficie»:
«El público berlinés actúa de acuerdo con la verdad, en un sentido profundo, cuando evita mas y mas esos eventos artísticos que, por otro lado y por buenas razones, quedan atascados en la mera pretensión, y cuando concede preferencia al fulgor superficial de las stars, a las películas, a las revistas, a los elementos de decoración. Es aquí, en la mera exterioridad, donde se encuentra a sí mismo: la desmembrada sucesión de las espléndidas impresiones sensoriales hace salir a la luz su propia realidad. Si se le mantuviese oculta, no podría asirla ni modificarla; el hecho de que se manifieste en forma de distracción tiene un significado moral.
Aunque sólo, por supuesto, cuando la distracción no es un fin en sí misma. Justamente el hecho de que las representaciones pertenecientes a su esfera constituyan una multitud tan exterior como el mundo de las masas de la gran ciudad, carentes de cualquier autentico contexto objetivo —salvo la masilla de la sentimentalidad, que solo recubre la carencia para hacerla más visible— el hecho de que transmiten exacta y francamente el desorden de la sociedad a miles de ojos y de oídos, es esto lo que las capacita para suscitar y conservar en la memoria esa tensión que debe preceder al necesario vuelco. En las calles de Berlín no es raro verse sorprendido unos instantes por la idea de que un día, de improviso, todo estalle y se rompa».
4.-
Aquí también hay un punto de inflexión delimitado por la secuencia que une la actuación «de acuerdo con la verdad» del público berlinés con el hecho de que la revelación del carácter representativo de la estructura misma de las distracciones de masas no ocurre cuando te apartas sino cuando te entregas hasta el punto de alcanzar el punto de indiferencia de quien ya no es mas «perturbado» por ellas y puede, por lo tanto, seguir el propio camino. Bajo un cielo en el que sus propiedades se disipan al igual que lo hacen las cambiantes señales luminosas de las mismas en la publicidad luminosa.
La relación dada entre Las Vegas y esos «eventos artísticos» que «quedan atrapados en la mera pretensión» ha sido puesta en evidencia por el fracaso del proyecto de Thomas Krens y de Rem Koolhaas de construir allí unas nuevas sedes del museo Guggenheim. La idea parecía perfecta: en una época en la que hasta los más venerables museos de bellas artes del mundo —empezando por el Metropolitan de Nueva York y la National Gallery de Londres— se entregaban alegremente al cultivo de la distracción de masas ¿cómo no iba a ser una excelente idea la de instalar en la ciudad que es el paradigma de la cultura del espectáculo las nuevas sedes de un museo que pretendía seguir liderando la entrega total del museo a esa cultura? Y así se hizo, en plan majestuoso y contando con la complicidad de las autoridades del museo Hermitage de San Petersburgo y de los empresarios del Venetian Hotel, a los que le pareció una magnífica idea la de construir en los dos extremos de su sala de juegos de la planta baja dos versiones del mismo proyecto: el Guggenheim Hermitage y el Guggenheim Las Vegas. Así las multitudes que usaban el casino y las tiendas adyacentes podrían tener un acceso expedito a una representación de la alta cultura que se pretendía mucho más auténtica que los canales, las góndolas, el campanario de San Marcos y los palacios venecianos remedados en los jardines del hotel.
Koolhaas diseñó, por su parte, las dos sedes con una estética deconstructivista que coqueteaba con la arquitectura fabril y que contrastaba deliberadamente con la arquitectura ampulosa y efectista que en Las Vegas resulta paradójicamente genérica. Los museos se inauguraron, con gran acompañamiento mediático, en octubre de 2001 y cerraron sus puertas en mayo de 2010, por la aparente incapacidad del proyecto de conectar con la ciudad. Quien sí parece haber conectado con ella es su alcalde —el abogado Oscar B. Goodman— quien ha decidido erigir un museo de la mafia, que costará 42 millones de euros y estará situado en el antiguo juzgado federal donde en los años 50 se realizaron varias sesiones de la comisión del Senado americano que investigaba al crimen organizado. Está previsto que el museo abra sus puertas el año que viene (2011). Entonces llamará la atención sobre las concomitancias entre la banalidad y las opciones estéticas de los bandidos.
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* Carlos Jiménez Moreno es crítico de arte, arquitecto, Máster en teoría e historia del arte y la arquitectura y profesor de Estética de la Universidad Europea de Madrid. Es autor de los libros «Del espacio arquitectónico a la arquitectura como mercancía» (en colaboración con Hugo García); «Extraños en el paraíso. Miradas al arte de los 80»; «Los rostros de Medusa. Estudios sobre la retorica fotográfica» y «Retratos de memoria». Ha sido comisario de numerosas exposiciones. Ha ejercido la crítica de arte en los diarios El Sol, El Mundo y El País, en los semanarios Cambio 16 y Tiempo y en las revistas especializadas AV, Lápiz, Exit y Artecontexto, todas ellas de Madrid, España. Fue corresponsal en España de la revista Contemporary Art de Londres y actualmente lo es de ArtNexus de Miami. Es miembro del Consejo editorial de la revista Brumaria de Madrid. Y mantiene activo el siguiente blog:
https://elartedehusmeardecarlosjimenez.blogspot.com