COLOMBIA EN LA MÁQUINA DE HACER PÁJAROS: LAS BIENALES DE LA HABANA
Por Lino García Morales* y Lina María Cabrera**
Cuestionarse las certezas es por supuesto una de las mejores y más vitales formas de pensar y, por tanto, de vivir. Eventos como la última visita a La Bienal de La Habana (Cuba) se vuelven ejemplos transparentes de la importancia de los cuestionamientos por varias razones: la polaridad de opiniones que Cuba implica en cuanto a espacio social, político y económico; la multiplicidad de muestras oficiales de la Bienal, a las que se suman muestras no–oficiales de la más diversa índole; los diversos contactos personales que aportan a una construcción de Cuba y de la Bienal —que no se completa en los días de vivir la muestra—; las reacciones nacionales (tras el retorno a cada país de origen) —en su mayoría tímidas— frente a un evento de las dimensiones de la Bienal de La Habana. En este escrito se entrecruzan diversas lecturas personales y reflexiones de los autores, desde el discurso de la relación arte–poder, el interés por la participación de Colombia y la progresiva apertura tercermundista–universal, hasta la evolución de las prácticas en la intersección del arte y la tecnología en el evento.
La Oncena Bienal de La Habana, ocurrida el pasado mayo de 2012, permite, entre muchas otras cosas, el desarrollo, por primera vez, de una curaduría especializada en Arte y Tecnología. Han tenido que pasar casi treinta años de historia de este evento, centrado en arte «Tercermundista», para que la tradicional Habana Vieja materializara en su seno (El Centro Hispanoamericano de Cultura) muestras seleccionadas de esta tendencia artística contemporánea, en forma especializada, esto, explicado por la misma dinámica organizativa de la Bienal donde los artistas invitados que trabajan con tecnología han estado integrados, y por tanto dispersos, al tema central de cada Bienal.
Colombia se permite, en el marco de la Oncena Bienal, la oportunidad de participar en este espacio pionero y diverso: la exposición Open Score de la mano de los artistas Martínez–Zea acompañados de artistas de la trayectoria de Michael Bielicky y Kamilla B. Richter, y Bill Vorn, entre muchos otros. La participación del país es escasa: sólo asisten cuatro artistas de Colombia, invitados por el Comité Organizador. Open Score, acorde a la temática de la Bienal, se entiende como una entrada importante dentro del tema de los imaginarios sociales y su permanente transformación.
La Bienal de La Habana sorprende con su dimensión de eventos artísticos (entre exposiciones oficiales, encuentros teóricos y exposiciones colaterales), que permiten la interrelación de artistas de gran trayectoria y artistas jóvenes de diferentes países de Latinoamérica, África, Asia, Europa y Estados Unidos, una auténtica invasión a la ciudad, indudable protagonista del evento. Pero más allá de esta impresión de exuberancia caribeña, la Bienal genera preguntas.
Sin ánimo de avanzar en las respuestas, se vuelve relevante recorrer la ruta de las Bienales de La Habana, para descubrir sus múltiples significados y —esperamos— muchas más preguntas.
La primera Bienal de la Habana tuvo lugar en 1984. Según Camnitzer con el objetivo de iniciar «una nueva serie de muestras institucionalizadas diseñadas, mal que bien, para crear una caja de resonancia específica para el arte de la periferia» (Camnitzer, 1995, 11): un proyecto que «no fue puramente filantrópico e idealista» (Camnitzer, 13) en la medida que sirvió de escaparate para promocionar la imagen de Cuba y el arte cubano, poco conocido y marginal hasta entonces.
El Centro de Arte Contemporáneo Wilfredo Lam, creado precisamente por decreto ley del Gobierno Revolucionario de la República de Cuba, en el año 1983, «nació con el propósito fundamental de investigar y promover la riqueza de las expresiones artísticas de América Latina, África y Asia […] con una vocación tercermundista y universal» (Herrera, 2008, 2). El vehículo principal para conseguir su objetivo fue la organización de las Bienales de la Habana. Para Llilian Llanes, fundadora y directora del Centro Wilfredo Lam en los primeros quince años, tal obviedad, «se sabe que dentro del Socialismo, todo emprendimiento es gubernamental y fuera del Estado, nada sobrevive» (Llanes, 2012, 2), no desmerece su papel: con el tiempo se consolidó como
«una experiencia por momentos extraordinaria, lúcida,
controvertida, disidente, institucionalizada, legitimada, [y] que
ha contribuido, sin lugar a dudas, a colocar en el mapa mundial a
artistas y obras cuya significación es hoy reconocida en diversas
latitudes, a quebrar de algún modo la noción de centro y periferia
[…] y conformar un espacio intelectual para la reflexión en torno
a nuestras culturas visuales en compañía de creadores, expertos,
interesados y visitantes de todas partes del mundo»
(Herrera, 2008, 3).
«La Bienal se fue afirmando en el ámbito internacional como el lugar de presentación de aquel arte que generalmente es invisible en el mercado hegemónico» (Camnitzer, 1995, 12), «como modelo alternativo a las bienales y megaexposiciones del Primer Mundo» (Montes de Oca, 2010, 1). Su objetivo, quid pro quo, se ha cumplido: las Bienales de la Habana son una referencia.
1984 fue prácticamente un punto de inflexión de una década que empezó con la ruptura de un breve período «oscuro» y terminó con la apertura de un largo período «negro» caracterizado por un principio Orwelliano: «Lo que no está en la lengua [oficial], no puede ser pensado». Este intermedio luminoso pudo ser gracias a la confluencia de muchos factores entre los que cabe citar la creación del Ministerio de Cultura y del Instituto Superior de Arte (ISA), a finales del 76, del Fondo Cubano de Bienes Culturales (FCBC) en el 78, y, sin duda, las Bienales de la Habana.
El Ministerio de Cultura rediseñó la Dirección de Artes Plásticas y Diseño,
«que desempeñaría un decisivo papel en el desarrollo y
promoción de los artistas emergentes. Desde esa Dirección
se comenzaron a multiplicar los proyectos que le darían vida
a ese clima de renovación artística que alcanzaría niveles
sorprendentes a todo lo largo del decenio de los ochenta:
salones nacionales, exposiciones temáticas, proyectos de arte
público así como la participación de los jóvenes creadores
en concursos, bienales y todo tipo de eventos internacionales»
(Llanes, p. 12).
El ISA se liberó de la ortodoxia y egresó a una generación de intelectuales críticos con el sistema que pretendieron cambiar la sociedad «desde dentro»: la Generación de los 809.
«La paradoja según la cual la postmodernidad conseguiría
igualar la realidad política cubana con los ámbitos teóricos
de las exhaustas democracias occidentales, se convirtió
en una estrategia de legitimación para la entonces
joven generación de artistas e intelectuales que
experimentaban la necesidad de ocupar el lugar del
discurso crítico y el de los valores socialmente reconocidos.
»Bajo el influjo de los postulados foucaultianos, se propició la
ilusión de que al cambiar determinadas «estrategias del saber»,
la acción de algunos micropoderes conseguiría ir por encima
tanto de los excesos del voluntarismo en que en no pocas
ocasiones se ha caído en las sociedades socialistas (incluida la
cubana), como de los gastados trucos de la democracia representativa.
Por dicho camino, la idea de que el poder no se posee sino que
se ejerce, tuvo un gran atractivo intelectual entre los creadores
de la generación de los ochenta»
(Borges-Triana, 2009, 35).
La reestructuración oficial y su nueva política propició una libertad de creación, «romántica», que terminó siendo un espejismo pero que, mientras duró, rompió con la tradición plástica, hacia la experimentación, al acercamiento de la obra plástica hacia un contacto más inmediato activo y natural con la vida diaria del pueblo, hacia un ¿renacimiento cubano?
El FCBC, y su amplia implicación cultural, aportó el brazo comercial.
«A través de los mecanismos institucionalizados por el FCBC,
el arte cubano comienza a insertarse en relaciones mercantiles,
donde además del valor político-cultural se comenzaba a
privilegiar la obtención de ganancias. Los artistas empezaban
a relacionarse con un tipo de práctica comercial cuyas bases
ideológicas y reales estaban distantes del contexto cubano de
la década del ochenta. A este tipo de mercado le podemos llamar
mercado especulativo.
»La actividad comercializadora durante la década del ochenta
estuvo caracterizada por la transición del mercado cultural
al mercado especulativo»
(Vázquez y Monzón, 2001, 332).
La primera Bienal, y sus enloquecidas bases (producto de la improvisación, la inexperiencia y el aislamiento), propició la participación tanto a artistas consolidados como emergentes, conocidos y desconocidos, de fuera y de dentro; expuso a la generación más joven local, mal que bien, en un escaparate universal que lejos de pasar inadvertido resultó centro de atención. Esta confluencia tuvo sendas consecuencias en los ochenta. Las utopías derivaron en distopías.
No existe en las reseñas de esta Bienal, Gran «fiesta de las artes visuales», referencia alguna a obras vinculadas con tecnología, de entre aproximadamente 2171 obras recibidas en la Muestra concurso. Las tres especialidades (que se conservarían con relativa estabilidad a lo largo de la historia de la Bienal, al menos hasta la 5ª Bienal, donde irrumpen con fuerza las instalaciones, diez años después) incluyeron pintura —aproximadamente mil piezas—, grabado y fotografía.
La primera convocatoria, según Llanes, incluye una restricción a las manifestaciones tridimensionales por las dificultades en su transporte. La inmensa mayoría de los trabajos se envían de forma clandestina a La Habana, debido a su compleja situación política, por lo que se generan retrasos en la fecha de entrega; sin embargo son admitidos por la organización. Esta decisión provoca una «avalancha de obras» a pocos días de la inauguración —«el envío del formulario de inscripción era condición suficiente para ser admitido en el concurso» (Llanes, p. 40)—, e innumerables problemas para la museografía y el montaje, que repercuten en los confusos resultados finales del conjunto expositivo, como la fragmentación de la Muestra en dos lugares, con distribución improvisada: el Museo Nacional de Bellas Artes (su distribución fue por países) y el Pabellón Cuba (sede principal de la Muestra concurso, que alberga la pintura, considerada entonces como arte mayor, aunque sin un criterio de montaje descifrable).
La participación de artistas es desigual entre países (un total de 22), los extremos incluyen: México (único país de la región que mantiene relaciones diplomáticas con la Isla, después de su expulsión de la OEA) con 164 artistas, seguido de Cuba y Argentina con más de 90 artistas cada uno; y otros países sólo con un representante (caso de Guadalupe, Guatemala, Jamaica, Martinica y chicanos). Se cuenta, en esta oportunidad, con la participación, relativamente numerosa, del grupo de Venezuela, Colombia (con participación de 73 artistas), Brasil, Chile y Uruguay. En forma adicional, Colombia participa en el Jurado internacional a través de la representación de Juan Antonio Roda (grabador, entonces cónsul de Colombia en Barcelona), junto con otras seis personalidades que incluyen a Aracy Amaral (Brasil), Julio Le Parc (Argentina), Manuel Espinoza (Venezuela), Pedro Meyer (México), y Mariano Rodríguez y Marta Arjona (Cuba): conjunto representativo de los países considerados más fuertes del área, además del país sede.
El polémico ganador del Gran Premio es Arnold Belkin (canadiense residente en México), considerado parte del medio artístico local enmarcado en el realismo social legado por los maestros de la vanguardia mexicana. Dos colombianos son premiados en la muestra. Con el Premio Antonio Berni (uno de los dos premios de grabado del evento) es reconocido el trabajo del colombiano Omar Rayo, (obras de tres series diferentes realizadas entre 1978 y 1980); y con el Premio Martín Chambi (de los dos premios existentes en fotografía) Fernell Franco.
La segunda Bienal de la Habana tiene lugar en el leve otoño de 1986 extendiendo su alcance, esta vez, a países de África, Medio Oriente y Asia; mientras, el arte joven emergente invade literalmente la calle.
«Si las ediciones de la Bienal de La Habana de 1984 y 1986,
respectivamente, ofrecieron una visión panorámica de las
orientaciones artísticas de los diferentes países latinoamericanos
y caribeños primero, y asiáticos, africanos y del Medio Oriente
después, aquí se puso en evidencia también la estrategia de
refuncionalización según la cual —y desde tiempos de la
vanguardia— nuestros países han hecho uso del lenguaje
occidental, y del cual los artistas contemporáneos resultaban
herederos. Este modelo de «apropiación cultural» es analizado
más tarde desde el prisma «tradición-contemporaneidad» (tema de la
Tercera Bienal)»
(Montes de Oca, 6).
«Estas dos primeras ediciones de la Bienal ofrecieron, sin
dudas, una visión panorámica de las orientaciones temáticas,
tendencias, modos de expresión y estrategias presentes
en la producción simbólica de nuestras regiones. Permitieron
establecer, por ello, una suerte de diagnóstico que […]
posibilitaron a organizadores y curadores reformular la
concepción general de la Bienal y modificar su diseño y estructura
participativa […], y establecer a su vez bases más sólidas para su
inserción en la realidad cambiante del arte en una década
signada por el multiculturalismo, la postmodernidad, la
transgresión y los desbordamientos disciplinarios»
(Herrera, 8).
Esta edición de la Bienal tampoco exhibe obras de arte y tecnología; sin embargo, sí observa la ampliación de sus manifestaciones más tradicionales (pintura, dibujo, grabado, fotografía y excepcionalmente instalaciones), hacia el arte popular, la técnica mixta y algunos performances que constituyen una Bienal fundamentalmente pictórica. De los 667 artistas, 271 presentan pintura, 114 técnica mixta, y aproximadamente el mismo número presentan dibujantes y grabadores. El público concentra su atención en las esculturas y las instalaciones que cuentan con más fuerza, que número, en la presente edición.
La Segunda Bienal exhibe 667 obras de 61 países (de una expectativa de participación de 75 naciones). Colombia se encuentra esta vez en el grupo de países con mayor representación, al lado de Argentina, Brasil, México, Venezuela y Cuba; seguidos de los africanos, los asiáticos y finalmente los árabes.
Colombia ese año no tiene representación en el Jurado (compuesto por Ida Rodríguez Prampolini, de México como Presidenta; Luis Camnitzer de Uruguay; Jaghoman Chopra de la India; Valente Malangatana Nwenya de Mozambique, Antonio Seguí de Argentina; y Adelaida de Juan, y Roberto Fabelo de Cuba), ni premio alguno en la Muestra concurso; participa únicamente con la Exposición de Honor del escultor Edgar Negret, con diez piezas de mediano formato realizadas en aluminio pintado, «quien hiciera llegar a La Habana una de las exposiciones más brillantes de la historia del evento» (Llanes, p. 97), y con la presencia de los colombianos ganadores en la Primera Bienal, en el marco de la Colectiva de Artistas Latinoamericanos y actividades colaterales: seminario teórico, conjunto de exhibiciones personales y programación cultural organizada en la ciudad a solicitud del Comité Organizador.
La invitación del Comité Organizador a artistas colombianos, se basa en la aproximación inicial de Llilian Llanes a Gloria Zea, ya directora del Museo de Arte Moderno de Bogotá, en una corta visita a la capital, donde se contacta con Edgar Negret, quien ya está siendo valorado por parte del Comité como uno de los invitados de honor. La selección final de artistas para América Latina y El Caribe —a diferencia de las demás regiones— se basa en métodos simples de selección de los artistas más nombrados por los contactos consultados y, en última instancia, por revisión del material visual del Comité.
La tercera Bienal de 1989 suelta el «lastre» de los premios e inicia un modelo curatorial temático en paralelo a un fórum de «análisis y […] discusión teórica en estrecha vinculación con las peculiaridades curatoriales de cada Bienal» (Herrera, 10) que inicia con las reflexiones entre «tradición y contemporaneidad». «La Bienal debía promover un debate sobre el arte, no determinar si un artista era superior a otro» (Llanes, p. 115).
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