«LA ZONA», UNA COLMENA DE GRIS MONOTONÍA
Por Demetrio Anzaldo González*
«Recordar es, cada vez más, no tanto recordar
una historia sino ser capaz de evocar una imagen».
(Susan Sontag)
«…islas, fragmentos y fortificaciones conforman
las ciudades de hoy».
(Sara Makowski)
Al contrario de lo esperado por los gobiernos europeos, asiáticos y estadounidense líderes en el acontecer mundial, no sólo se ha aumentado la brecha separatista entre todos los países del mundo como consecuencia de un sistema económico–político sustentando movimientos monopólicos nacionalistas, racistas y belicistas, sino que también se ha acrecentado la apatía, el desencanto y la renunciación entre la población misma. Ante esta situación mundial, hecha ya parte de lo cotidiano, las guerras y la violencia se han incrementado a la par de los sentimientos de miedo, terror, xenofobia, desamparo y desilusión ante el presente caos socio–económico globalizado. En la primera década del siglo XXI las propuestas hegemónicas por consolidar un mundo globalizado en el que los ciudadanos y países del mundo entero se unieran para vivir en armonía han fallado.
El acercamiento globalizador propuesto se ha convertido en un problema constante, tanto para los gobernantes como para los gobernados; es además un dilema existencial que va en aumento y que ha cobrado relevancia en los grandes centros urbanos o megalópolis debido a esa alta concentración poblacional, cultural y comercial generando tensiones y conflictos. En su ensayo, «Capitales de la cultura y ciudades globales», García Canclini puntualiza que:
«En las megalópolis de Asia y América Latina las crisis económicas
y financieras y el adelgazamiento de los Estados han reducido la
posibilidad de mejorar los servicios y la seguridad, movilizar nuevos
recursos económicos y culturales con vistas a renovar y expandir
su vida urbana y su proyección interna».
La injusta realidad o realidades de lo que se vive en las ciudades y espacios poblacionales tercermundistas globalizados muestra ya claras señales de una descomposición social que sigue deteriorándose —al parecer de manera irreversible— ante la falta de oportunidades y de educación para las actuales y futuras generaciones de ciudadanos. La violencia, pobreza, corrupción, desesperación, segregación y muerte son alarmantes y son síntomas de un peligro mucho mayor que podría suscitarse si estas problemáticas humanas llegaran a estar fuera de control.
Ante ese inminente cataclismo mundial que se avecina y se percibe en la escena del mundo, el cine no podría dejar de hacerse presente. El auge de lo visual por sobre lo escrito, del movimiento por sobre la inmovilidad y del poder de masas del lenguaje cinematográfico sobre cualquier otro medio comunicativo, lo han puesto a la cabeza y al servicio de las ciencias y de las bellas artes. La avalancha de éxitos de todo tipo que las imágenes cinematográficas han generado desde su nacimiento a finales del siglo XIX hasta el momento presente sigue siendo inobjetable. Hoy en día la comunicación que se logra con el cinematógrafo ofrece múltiples oportunidades para dialogar entre mundos culturales y humanas geografías desconocidas y equidistantes, puestos en contacto mediante luces, sombras, sonidos, silencios, tiempos, temporalidades, lugares, lenguajes, mitos, memorias e imágenes dentro de la gran pantalla.
Esta ventana comunicativa, interactuando con la humana realidad del espectador, pone enfrente del público el acontecer local y global de forma tal que recupera memorias e imágenes del acontecer actual y de lo ya sucedido. No hay mejor memoria humana que la que el cine —en conjunción con las demás ciencias y artes— registra y proyecta. La información y comunicación dada desde la pantalla conlleva a razonamientos e interpretaciones, aproximaciones y perspectivas producto de un impacto personal y social tanto entre los realizadores como entre los espectadores de las otras realidades sugeridas por los extraordinarios juegos de luces y sombras en movimiento.
El cine como un arte colectivo de rápido acceso para la mayor parte de la población dentro de un mundo globalizado que, paradójicamente se encuentra dividido en regiones, tiene un gran alcance informativo–comunicacional. Por esto mismo, éste mantiene una importancia primordial en los distintos círculos poblacionales y socioculturales de nuestra realidad presente; puesto que toda la información que vemos en la pantalla nos llega directa y voluntariamente del exterior a nuestro fuero interno para después ser asimilada/procesada por nuestro cerebro (Pasantes, 178) mediante sentidos e impulsos eléctricos del infinito procesamiento de todo nuestro sistema nervioso. Los mundos reales e irreales, imágenes y espacios llenos de luces y sombras, encuentran en el cine un punto mediático altamente aleccionador. Esta particularidad tan extraordinaria que tiene el cine para presentar/ proyectar ese otro acontecer local y global de diferentes maneras, recupera memorias e imágenes del pasado y del presente obligándonos a repensar lo antes visto, De manera simultánea, el cine potencializa un proceso mental creativo/concientizado que nos acerca más al conocimiento y comprensión de las realidades de lo que sucede en nuestro entorno y, por extensión, en nuestro planeta. Con lo anterior se constata aquello de que en «el cine visualmente también se representan (o se hacen visibles) «los mundos imaginarios», mundos que han ayudado a construir un imaginario visual común en todo el mundo» (Bittarello, 6).
La nueva información y visión dada/proporcionada por el cine conlleva a formular interpretaciones y aproximaciones cuyos objetivos son los de lograr un impacto social tanto en los realizadores como entre los espectadores de estas otras realidades convertidas en luces y sombras capturadas por la imaginación, la memoria y la creatividad (Del Toro). Es decir, todo se hace o se deshace mediante el hábil movimiento de las imágenes suscitadas y creadas por y para la realidad e imaginación humanas en el espacio virtual e ideado en el mundo del cine. El arte cinematográfico continúa siendo una de las actividades humanas por las que se logra acceder y comunicar diversos mensajes a las múltiples subjetividades que críticamente elaboran resemantizaciones de los parámetros culturales establecidos; porque,
«La historia de la globalización apenas comienza. Su
generalización de la interactividad está entorpecida no
sólo por el «retraso» de las culturas poco integradas sino
por las nuevas fronteras y la segmentación de circuitos
y públicos inventadas por quienes afirman colocar al
mundo en estado de telepresencia. Pese a la retórica
unificadora, las diferencias históricas y locales persisten,
ante todo, porque los poderes globalizadores son
insuficientes para abarcar a todos y también porque su modo
de reproducirse y expandirse necesita que el centro no esté en
todas partes, que haya diferencias entre la circulación mundial
de las mercancías y la distribución desigual de la capacidad
política de usarlas» (García Canclini, 201).
De este modo la historia del cine hace historia por el esfuerzo de sus críticos y de las propuestas-desafíos que presentan los directores al llevar a la pantalla los hechos históricos del diario acontecer que van confrontando, edificando y destruyendo las sociedades humanas a lo largo de su existencia. Dentro de la memoria representada en la pantalla cinematográfica, conviene recordar las palabras y pensamientos de Walter Benjamin, quien afirmaba:
«El cine es una forma artística que va a la par de la
creciente amenaza contra la vida que acecha al hombre
moderno. La necesidad humana por enfrentarse
directamente a los efectos traumatizantes de la existencia
es una manera de ajustarse a los amenazantes peligros
que acechan»
En el pensamiento de Walter Benjamin bulle de manera incesante esa relevancia que la construcción y desarrollo cultural de la ciudad y del cine mantiene con el devenir de la historia misma. Hay en su accionar filosófico una visión portentosa de lo que el cine alcanzaría a posteriori y, asimismo, hay un esclarecimiento de la estrecha relación que el cine mantiene para con la ciudad en sus variadas reapropiaciones y representaciones espaciales/especiales del cambiante mundo urbano/citadino. En sus abundantes notas y escritos sobre la ciudad se revelarán también algunas otras de sus apreciaciones acerca del arte y, en especial, del arte cinematográfico.
Al enfocarse en esta relación cine y ciudad, Benjamin lleva a cabo una interesante comparación y recuento histórico donde las diferentes formas con las que la arquitectura ha dotado a la ciudad de los hombres para garantizarles refugio, son vistas/analizadas críticamente. Al repasar los distintos alojamientos manufacturados y creados por este arte tan antiguo que acompaña a los seres humanos, él enfatiza ese aspecto social y colectivo inherente al arte arquitectónico. Lo que lo conlleva a establecer que,
«La historia de la Arquitectura es más antigua que cualquier
otro arte y (convalida) su reclamo a ser una fuerza viviente
que tiene significancia en todo intento por comprender las
relaciones de las masas para con el arte [el mismo Walter
Benjamin agrega que] las edificaciones son consignadas
de una doble manera: por el uso y por la percepción
mejor dicho por el contacto y por la vista» (Benjamin, 240).
A lo largo de su ulterior desarrollo tecnológico, social y multicultural, el arte cinematográfico es un arte de masas, al igual que la arquitectura y nos llevan no sólo a visualizar lo asentado por el avezado crítico alemán, sino a confirmar la validez de sus ideas al estudiar el cine mexicano actual; en tanto que en éste último los planos materiales se funden y confunden con los sensoriales y con aquellos otros emanados del subconsciente del espectador.
Los mundos exteriores e interiores proyectados y procesados en la pantalla logran provocar la exaltación de mitos, memorias y pensamientos humanos. De hecho es mediante las imágenes logradas por intermedio de la lente de una cámara cinematográfica como los sentidos y pensamientos humanos son accionados y confrontados por esa experiencia colectiva y simultánea que se vive por medio del cine. Son las creaciones artísticas con las que se describen, dinámica y proteicamente, las formas geométricas, espaciales, temporales y tangenciales vistas de manera especular/espectacular por un mundo confeccionado/imaginado en dos dimensiones. El arte cinematográfico acerca más todavía al hacer, al sentir, al pensar y repensar el quehacer/deshacer cotidianos que se gestan dentro de todas y cada una de las realidades humanas hacinadas en los múltiples espacios que toda ciudad crea, modifica o destruye. De cierta manera nos enfrentamos a un proceso cuestionador, a nuestra subjetividad en consonancia y con el influjo de las pasadas memorias y mitos de la realidad tridimensional proyectados en la pantalla.
Dentro de este planteamiento crítico, la película La Zona (México, 2007), de Rodrigo Plá, retoma distintas realidades, mitificaciones, memorias e imágenes que se viven cotidianamente en una sociedad segregada por «la desigualdad y la injusticia en la convivencia» (Langagne, 46). El tema central en esta historia fílmica es la violencia y su impacto en una sociedad determinada. Dentro de este filme, se presenta de manera silenciosa y espectacular una zona residencial homogénea, suntuosa, perfecta vista como un sitio idílico e inexpugnable.
De manera intencional esta zona privilegiada se muestra con casas compactas, llenas de luz y rodeadas de jardines y fuentes con pequeñas bardas limítrofes que se repiten alrededor de cada unidad habitacional en la que «todas las casas son iguales». La belleza del lugar privado y extremadamente protegido se transforma en un escenario donde deviene la extrema crueldad de sus habitantes. Precisamente esa zona urbana sufre la bestialidad de cada uno de ellos empeñados en imponer un baño de sangre público. Es el estallido del salvajismo y de la violencia de los seres habitando este espacio urbano desde el cual se proyecta una deshumanización. Así se hace evidente la intensa problemática nacional e internacional que enfrentan las sociedades humanas amedrentadas por la presencia de los Otros, como una consecuencia más de los «crecientes fenómenos de fragmentación del espacio urbano» (Guerrien, 1) y de la injusta distribución social de la riqueza y de los poderes dominantes.
El espectador no puede menos que horrorizarse por lo que observa para después reconocer aquello que se le está proyectando en La zona: las visiones del colapso de las comunidades urbanas y rurales mexicanas en el naciente siglo XXI. Esta es una situación que se extiende también a la mayoría de los centros urbanos y megalópolis porque «no sólo las élites se segregan cada día más, sino también otros grupos sociales medios y populares siguen un patrón similar por razones de seguridad» (Quesada, 4). Esta separación urbana entre los distintos sectores sociales ha sido observada en la mayoría de las ciudades tanto del primer como del tercer mundo:
«De hecho, más allá del caso mexicano, todos los espacios urbanos
donde se observan hoy fenómenos espectaculares de
fragmentación, tienen en común el haber experimentado durante
las últimas décadas crecimientos demográficos muy importantes,
esencialmente alimentados por flujos migratorios. Por ejemplo, en
Estados Unidos, las ciudades donde se encuentran las más
importantes concentraciones de ‘gated communities’ se ubican en los
estados del sur (California, Nuevo México, Texas, Florida) caracterizados
por importantes migraciones procedentes de los países del sur y
particularmente de América Latina. (Blakely, Snyder, 1997).
[…] De este modo, el sentimiento de inseguridad socioeconómica
también debe ser tenido en cuenta para explicar el repliegue de
las clases superiores mexicanas en circuitos privados y el desarrollo
de formas arquitectónicas cerradas y defensivas». (citado por Guerrien, 19-20)
Pero este cine tan duro sirve para ilustrar y enfrentar a los espectadores con una comunidad oscura, un mundo segregado en el que se ven atrapados los habitantes de este barrio seudo–toscano, seudo–californiano, construido dentro de la misma ciudad de México. Hay aquí un retrato/relato/imagen de una sociedad mexicana atemorizada, segregada, deshumanizada. Esta ciudad se asemeja al barrio de Santa Fe que es una ciudad buyente [sic] «sin espacios públicos, enfrentada a su entorno, que parece como una ciudad amurallada para uso exclusivo de sus residentes acomodados y acobardados» (Borja, 108). La pantalla se llena del horror y miedo de los moradores de La zona que al parecer pierden todo sesgo/rasgo humano ante el cerval miedo de los otros, sus desconocidos vecinos que viven al otro lado de los muros. La única luz armoniosa y brillante del espacio donde se ubica esta comunidad se ve cortada de tajo por la barrera electrificada y amurallada de esta zona residencial que divide a la comunidad pudiente y opulenta de sus vecinos que pululan por entre los barrios más pobres y miserables de la urbe:
«La percepción de ambos sectores sociales del espacio urbano
es de contundente presencia. Unos miran a los otros a
través del muro, pero desde diferentes perspectivas; la que establece
privilegio, la visibilidad ideal, es la del cerro, porque observan
cual anfiteatro griego al condominio habitado por los temerosos
residentes de “La Zona”, quienes, a su vez, observan una colmena
gris amurallada y escalonada, de intensa monotonía habitada
por un número incontable de personas» (Fernández et al, 136).
La zona es sin lugar a dudas una visión paradigmática de lo que les acontece a esos pobladores que viven en las islas, fragmentos y fortificaciones de las ciudades que, como las del México proyectado, han perdido el derecho a vivir libremente y a habitar su propia ciudad. Esta película es una de las más recientes y violentas historias llevadas al cine, por medio de la cual se intenta concienciar/politizar a la sociedad mexicana sobre aquello que realmente está afectando y confrontando la vida de los ciudadanos: la injusticia social, la corrupción y el terror provocado por la violencia rampante. De este modo, el espectador se ve enfrentado a una realidad extrema y cruda que lo sacude, lo perturba, y que, parafraseando a Walter Benjamin, le ofrece una manera de ajustarse a los amenazantes peligros que lo acechan, de enfrentar la inseguridad, la criminalidad y el terror circundante. Del mismo modo,
«el miedo al contacto con la violencia, con la pobreza, con
los problemas de la vida urbana, provoca el encerramiento
en espacios idealizados en los que la segmentación llevada
a los extremos genera una intimidación más terrible e injustificada
de la que se vive afuera» (Fernández et al, 136).
Son peligros cuyas causas de origen están en las perennes injusticias ejercidas, y fomentadas entre los miembros de las sociedades por los grupos en el poder y en los endémicos males sociales que, como la pobreza, el racismo, la violencia, no se han resuelto y ponen en riesgo la existencia de sus habitantes y de la misma casa que habitan que por extensión es el mundo.
La historia central vista en La zona, en palabras de propio director Rodrigo Plá, es «la historia de un asalto a mano armada y de la cacería de un hombre, pero sobre todo es la historia de una sociedad rota, dividida, la historia de dos mundos que se temen y se odian entre sí». Toda violencia viola los derechos a la vida, a la libertad y al bienestar del grupo. Lo imprevisto o visualizado para la ciudad de México del porvenir, es ya parte de la realidad histórica; porque
«Los habitantes de la zona, con un estatuto jurídico especial que,
junto con la corrupción policial, les permite disfrazar una
cacería humana y un linchamiento con el ropaje de la legítima
defensa, pretenden vivir en un oasis de riqueza y felicidad en un
país devorado por la violencia y la corrupción. […] Deseando ignorar
este México real, los habitantes de La zona se sumergen en un
México de seguridad y orden que las luminosas imágenes que abren
la película —y, casi, la cierran— nos revelan como un paisaje fabricado
de casas iguales, calles de trazado rectilíneo y jardines geométricos,
vigilado constantemente por el ojo de las cámaras. Luz y colores,
tranquilidad y control, todo se rompe por un accidente no previsto
por quien vigila: la tormenta, que, recordándonos la incertidumbre
que impregna el orden natural de las cosas, abre un paso en el
muro, en la frontera y une los dos Méxicos, falsamente
diferentes y artificialmente separados». (Gonzalvo et al, 8).
El horror de lo que sucede en La zona intensifica el miedo a los demás y exacerba la falta de libertad en este espacio privado, inserto dentro de la urbe; mismo que se encuentra cercado/plagado por los males de la época: «la visión dominante sobre la ciudad es masculina, y su racionalidad es la del poder» (Borja, 246). Esta historia es la puesta en claro de un ambiente espantoso y sombrío que puebla las zonas urbanas enfrentadas, dos zonas o dos mundos tan diferentes en los que viven Alejandro y Miguel. Ambos protagonistas comparten un mismo mundo multicultural globalizado al que se le quiere eliminar/homogeneizar y ellos, como jóvenes que son, experimentan una fuerte curiosidad y rebeldía ante ésto. A la vez, ambos comparten una misma experiencia dentro de estos mundos hostiles que los separan y un destino diferente que los unirá; por eso hacia el final, unen esfuerzos por salir/sobrevivir/dejar una existencia llena de cicatrices y recuerdos oscuros en donde no hay espacio para el que es diferente, para el que piensa del por qué viven detrás de un muro. Ahí, a cualquiera le puede ocurrir un accidente, una alteración o una catástrofe al correr el riesgo de ser mal entendido o eliminado tal y como le acontece a Miguel y a sus cómplices.
La barbarie cometida por la gente de La zona va a parar no sólo al cementerio, sino también a «la otra ciudad» donde cada uno de sus habitantes detenta, haciendo eco a lo dicho por Michel Foucault, una negra morada… Son estas palabras e imágenes, al interpretar el desenlace final de la película, las mismas que encuentran un eco en las versificaciones proféticas hechas por José Emilio Pacheco quien en su Miro la tierra, sección III, La tierra desconoce la piedad, parte V, nos dice lo que está viendo, lo que sucedió en Ciudad de México:
El lugar de lo que fue la casa lo ocupa ahora
un hoyo negro (y representa el país entero).
Al fondo de este precario abismo yacen pudriéndose
escombros y basura y algo brillante.
Me acerco a ver qué arde amargamente en la noche
y descubro mi propia calavera.
La huída de Alejandro hacia las calles de la gran ciudad hacen más visibles esas vivencias deshumanizadoras y altamente homogenizadoras dentro de una zona que intentaba ser una casa–mundo para sus moradores y que, sin embargo, resulta ser un seudo espacio familiar lleno de una modernización globalizadora segregante que acaba en el desastre. Compartimos esa misma visión infausta y al comprenderla más, al profundizar en lo visto en la pantalla, se perfilan nuestras sombras «que arde(n) amargamente en la noche».
Ese mismo destino trágico sufrido por los tres jóvenes ladrones que incursionaron en La zona, lo compartimos también nosotros, porque es parte del caos que se avizora para los habitantes de todas las megalópolis, que como la ciudad de México, inmola a sus jóvenes. Tal es el destino de Alejandro, quien al desilusionarse de sus padres, de sus amigos y vecinos, abandona su falso hogar y se pierde entre las calles, entre el mar urbano y entre las negras sombras desplegadas por la violencia deshumanizadora que trágicamente cubren su camino. La zona, engolfada por la ciudad monstruosamente insensible, proyecta una violencia oscurecida con la que se señala esa intensa problemática que no es sólo local sino que también es mundial. Así, asimismo, yo también Miro la tierra…
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* Demetrio Anzaldo González es oriundo de La ciudad de Mexico, es profesor en la Universidad de Missouri en la ciudad de Columbia en Los Estados Unidos. Ha realizado estudios literarios y completado un doctorado en la universidad de California en Irvine. Se especializa en la literatura latinoamericana y ha escrito sobre las escritoras y escritores mexicanos. Actualmente, investiga la relación entre la arquitectura, la literatura y el cine. Sitio web: https://romancelanguages.missouri.edu/people/anzaldo.shtml