HISTORIA Y COMPLEJIDAD DEL ENTRAMADO RUSO
Por Francisco Faig*
Según una leyenda eslava del siglo XIV, al principio de los tiempos había tres hermanos que se fueron separando para tomar posesión de tres países. Czech fue al sur; Rous al este y Lech se quedó en las fértiles tierras polacas.
En realidad, la expansión del pueblo eslavo por toda Europa hacia el oeste, hasta los límites del Imperio Carolingio (771–814) en la región de Moravia y el río Elba, data de finales del siglo V y principios del VI de nuestra era. Los eslavos inician su peregrinación hacia esos territorios prácticamente despoblados, a partir de la zona del río Dniepr, cerca de Kiev, empujados por la llegada desde el este de los Hunos. Ocupan prácticamente la mitad de Europa hacia el siglo X, limitando con el imperio Bizantino en la actual zona de Yugoslavia, al sur; con el mar Báltico en la desembocadura del Oder, al norte; con el mar Negro al suroeste, y con el río Volga y la zona báltica al noroeste.
EL LEGADO DE LA HISTORIA
No puede entenderse la política exterior rusa, de hoy y de siempre, sin este formidable legado histórico y geográfico eslavo. Consciente de su papel central en la historia de Occidente, Rusia ha obrado, al menos desde el siglo XVII, en forma tal que se ha garantizado un lugar de privilegio en el concierto de las grandes potencias; obsesionada, desde siempre, con garantizar su salida al mar Báltico y al mar Negro.
Desde Pedro el Grande —que lega a la Historia rusa la salida al Báltico—, hasta Putin, pasando por Catalina II, la amiga de los filósofos franceses de la Ilustración, que asegura la salida al mar Negro; Alejandro III —que teje las alianzas claves con Francia e Inglaterra a finales del siglo XIX—; o el mismísimo Stalin, que conduce la Segunda Guerra Mundial desde la referencia del orgullo ruso y marcha con convicción hacia el centro de Europa, la política exterior de Moscú ha respondido a ejes estratégicos que van de la mano del convencimiento de cierta grandeza de su civilización.
Primer potencia mundial en superficie, la Federación Rusa de más de 17 millones de km es la frontera entre Europa y Asia, e integra con igual espíritu estratégico los dos continentes. Fue actor político fundamental del siglo XX (tal como lo adelantara Alexis de Tocqueville en sus análisis sobre Estados Unidos en la primer mitad del siglo XIX). Contribuyó, más que cualquier otra potencia, a ganar la Segunda Guerra Mundial, que le costó la pavorosa pérdida humana de 20 millones de rusos (algo no siempre señalado por estas latitudes tan proclives a la influencia, por décadas, de la propaganda antisoviética estadounidense de la Guerra Fría). Y vivió en los años 90 del siglo XX un derrumbe económico sin parangón, del que todavía está saliendo con dificultades.
LA SALIDA DEL SOCIALISMO
Si calculamos el PNB por habitante en paridad de poder adquisitivo sobre una base 100 en 1990, Rusia se hunde y llega a la trágica cifra de 60 en 1995. Moscú aceptó en los años de Yeltsin una privatización salvaje, en particular en el área estratégica de la energía, que colaboró en la formación de una clase «oligarca» poderosa en dinero, corrupta, y vinculada a intereses corporativos extranjeros que saquearon al país. Llegó a la quiebra financiera del Estado en 1998. Se benefició a partir de 2004 por la subida del precio del petróleo, y recién en 2005, el PNB ruso por habitante alcanzó el entorno de 90 puntos en la escala antes referida.
Todas estas cifras dan cuenta de una catástrofe nacional, en medio del crecimiento sostenido de todas las potencias occidentales y asiáticas, y que demuestran la enorme dificultad de la transición económica rusa hacia un sistema capitalista abierto y competitivo luego de décadas de socialismo ineficiente y corrompido. Pero la Federación Rusa también procesó cambios geopolíticos fundamentales en esos años noventa.
Moscú terminó con el régimen totalitario más perfeccionado en la historia de la humanidad evitando una guerra civil. Aceptó que sus países satélites de Europa del Este, de la zona del Báltico, del Cáucaso y de Asia central se independizaran en relativa paz, y permitió que Bielorrusia se separara de Ucrania.
Enfrentó, además, el activismo desembozado de la CIA en el Cáucaso. Estados Unidos fijó bases militares en Uzbekistán, Kiguizistán, y Tayikistán; instaló consejos militares en Georgia y avanzó hasta las puertas mismas de la Federación con acuerdos con países que se integraron (o pretenden hacerlo) a la OTAN. Por su parte, la Unión Europea pasó en estos primeros años del siglo a tener fronteras directas con su tan importante socio comercial ruso, lo que también significó un cambio fundamental en los parámetros de seguridad regional.
Finalmente, La Federación Rusa, de unos 142 millones de habitantes (7 millones menos que en 1993), viene enfrentando desde hace décadas problemas demográficos preocupantes a mediano plazo, de los que se ocupara el artículo de Pablo Brum (cf. Letras Internacionales nº 70, «una verdad incómoda») y que, de mantenerse, implican el continuo decrecimiento absoluto de su población en los próximos años. El centro estatal de estadísticas (Rosstat) calcula que Rusia perderá 11 millones de habitantes en el horizonte 2025.
Sin embargo, las minorías rusas están muy presentes en las ex–Repúblicas soviéticas. Representan por ejemplo, el 17% de la población de Ucrania, el 11% de Bielorrusia, el 40% de Estonia y Letonia, el 26% de Kazakhstan y el 58% de la estratégica Crimea. Son más de 17 millones los rusos desperdigados por los países del área cercana a la Federación, que aseguran un enorme potencial de influencia de largo plazo, cultural y económico, y que vienen a ilustrar la complejidad del entramado geográfico y político de la región.
¿UNA POTENCIA ESTABILIZADORA?
Intérprete de cierto legado de la Historia y consciente de la evolución reciente de la escena internacional, la Federación Rusa de Putin y Medvedev ha establecido criterios claros y estrategias consistentes en materia internacional.
En primer lugar, resguardar la frontera próxima, el área de influencia en donde, naturalmente según Moscú, debe primar el criterio del gran vecino ruso y la soberanía de los Estados habrá de ser, por definición, limitada. Siempre quiso Rusia que así fuera y, en su lógica, así ha de mantenerse en el futuro.
Desde esa perspectiva debe entenderse la invasión y ocupación militar de parte del territorio de Georgia, o la negativa a aceptar el escudo antimisil estadounidense en Europa del Este que vendría a desestabilizar dramáticamente la ecuación militar en la región. Los rusos, claro, desconfían con razón de la prédica anti–iraní estadounidense que justificaría semejante revolución en la seguridad de su (natural) zona de influencia. Desde esa visión también, las relaciones con Venezuela o Cuba se explican como una reacción espejo, en la óptica de Moscú, al indebido, prolongado, y desestabilizador involucramiento estadounidense en el Cáucaso y en Europa del Este.
En segundo lugar, Rusia se plantea avanzar en su reconocimiento como gran actor internacional, lugar que ocupó al menos desde el siglo XVIII. Ni Putin como presidente, ni Putin como primer ministro de Medvedev, está dispuesto a dejar que se relegue a la gran Rusia a un segundo plano de la conformación y definición del nuevo orden internacional de principios del siglo XXI.
Y es que la Federación Rusa es un gran actor internacional, sin duda, en materia militar y energética. Desde esa perspectiva debe entenderse el aumento del gasto militar que representó en 2007 el 3,7% de su PIB, comparable en proporción al 4% del PIB que Estados Unidos destina a gastos militares (si bien en términos absolutos el gasto norteamericano es muy superior). En el mismo sentido, Moscú utiliza sus recursos energéticos para sus negociaciones con China por la venta de petróleo por ejemplo —en su papel de potencia asiática—, o para afianzar su ‘realpolitik’ europea en torno a la provisión de gas a Ucrania, e indirectamente, como proveedor de toda la Unión Europea y en particular de su pulmón industrial alemán.
Pero también quiere reconocerse como actor primordial en el cuidado de los grandes equilibrios políticos mundiales.
Rusia tiene un papel preponderante para jugar en la situación iraní, en Afganistán y en Corea del Norte, y mostró tener una posición constructiva con Estados Unidos sobre el desarme nuclear. Frente a la hiperpotencia estadounidense de los tiempos de Bush, que no generó estabilidad ni construcción colectiva de un nuevo orden internacional previsible, Rusia buscó aliarse con Europa en temas claves —el acuerdo París–Berlín— Moscú en 2003 sobre Irak lo ilustra —a la vez que profundizó su secular lógica imperialista regional.
La Federación Rusa no jugará, por tanto, un papel democratizador en su región. No es una democracia plena, ni mucho menos (nunca lo fue, por cierto). Sus dirigentes actúan como integrantes de una especie de directorio de una «corporación rusa» económica, militar y estratégica que defiende cierta visión de lo que quieren que sean los intereses nacionales, heredados de los más profundo de la historia, y que no evita graves episodios de corrupción. En este sentido, su opaco manejo del poder es fiel a cierta tradición autócrata que descree del discurso democrático. Un discurso que es visto desde Moscú como un producto del sofisticado «soft power» occidental, y como un caballo de Troya que procura debilitar las bases del poder ruso en la escena internacional.
Sin embargo, al decir del historiador francés Emmanuel Todd, asesor del ex presidente Chirac, Rusia tiene un «temperamento universalista». La igualdad está inscrita en el corazón de su estructura familiar por una regla de herencia absolutamente simétrica que, desde los tiempos de Pedro el Grande, rechazó la lógica del primogénito que favorecía al hijo mayor en detrimento de los otros. Según Todd, Rusia es «fiable porque, liberal o no, es de temperamento universalista, capaz de percibir de forma igualitaria, justa, las relaciones internacionales. Sumado a su debilidad, que le impide sueños de dominación, el universalismo ruso no puede más que contribuir positivamente al equilibrio del mundo».
Podrá compartirse la apreciación de Todd, o creer que peca de ingenuidad frente a los recurrentes episodios internacionales que ilustran la agresividad del «oso ruso». Pero sin duda, la gran Rusia, la del legado cultural universal de su literatura, la de los Gogol, Tolstoï, Dostoïevski y Tchekhov, es más compleja y rica que la representación en blanco y negro que lamentablemente ha primado históricamente en estas latitudes y que es heredera de la maniquea Guerra Fría.
Sin duda, sus vecinos sufren su lógica imperial —los polacos, desde hace varios siglos, ¡vaya si la han sufrido!—. Sin duda también, si no cae en la tentación histórica de la anarquía o del salvaje autoritarismo, la Federación Rusa puede transformarse en un fundamental factor de equilibrio internacional.
En todos los escenarios, la gran Rusia es y será un actor ineludible y de primer orden del tablero mundial. Entender mejor su complejidad es también contribuir a un mejor análisis de las relaciones internacionales.
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* Francisco Faig es D.E.A. en Estudios Políticos del Instituto de Estudios Políticos de París. Profesor de Sistema Internacional Contemporáneo en la Licenciatura de Estudios Internacionales de la Universidad ORT de Montevideo. Editorialista del diario El País de Montevideo. Editor de Política Internacional de Letras Internacionales, semanario digital de ORT. Este texto fue publicado en Letras Internacionales en 2009.