CUESTIÓN DE TIEMPO
Por M. Sofía Agudelo*
Recientemente, en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences se publicó un estudio acerca de cómo y porqué los seres humanos nos sentimos mejor cuando hablamos de nosotros mismos y a tal hallazgo se le atribuyó en parte la gran acogida que han tenido las famosas redes sociales [1]. Según los investigadores de Harvard, hablar de nuestras experiencias, emociones, logros y fracasos acciona una respuesta bioquímica de auto–compensación en el cerebro, respuesta tan fuerte que supera aun la de retroalimentación positiva producida al hablar de los demás (el conocido chisme). Así que la evidencia sugiere que hablar de nosotros mismos es un mecanismo social que promueve la comunicación interpersonal. Sin embrago, con el fin de mantener el interés del interlocutor a la hora de entablar conversaciones, es también importante hablar de temas de actualidad y de eventos relevantes con un común denominador para una buena parte de nuestra audiencia.
Pues bien, como la lectura es en esencia una conversación entablada por el que escribe y seguida por el que lee, y dado que el que ha decidido leer este escrito está dispuesto a seguir, así sea inicialmente, el hilo del discurso, me dispongo a hablar de mi experiencia personal en un tema que a todos atañe, un tema secular que aun hoy sigue vigente hasta en las mentes menos mundanas: el transcurrir del tiempo. Tema de interés general, porque aunque toca a cada persona de manera distinta, a todos nos pone a pensar, aunque sea de vez en cuando. Asunto personal, y de actualidad para mí, ante la inminencia de mis 36 primaveras. Digo inminencia, porque aunque acabo de cumplir 36 años, mi trigésimo sexta primavera es la que se aproxima el año que viene, aunque para ser exactos debería prescindir de términos propios de regiones templadas, como la primavera, ya que mi origen es tropical.
En todo caso, años más, años menos, el punto es que «el tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos», y llegar a una edad en la que me identifico más con Jorge Barón al acercarse «Mis primeros cuarenta años» que recordar lo que sentí cuando «Yo también tuve veinte años», me puso a pensar en las implicaciones inmediatas y a largo plazo del pasar de los años, que va más allá de la auto–conciencia de lo finito y eventualmente se traduce en el subconsciente como un reflejo de bienestar que fluctúa a lo largo de la vida. No hay nada que podamos hacer al respecto, porque al parecer se trata de un asunto meramente evolutivo. En un estudio reciente, se descubrió que el sentimiento de bienestar entre los primates filogenéticamente más cercanos a nosotros (chimpancés y orangutanes) sigue un patrón en forma de U, con la máxima satisfacción alcanzada temprano en la vida, seguida por un descenso precipitoso en edades intermedias y culminando con un pico de felicidad hacia el final de la jornada [2].
Al haber una relación intrínseca entre edad y felicidad, el tema del tiempo se torna subjetivo y se hace necesario utilizar un marco conceptual con el fin de concretar ideas en realidades. Para esto tenemos varias herramientas a disposición. En primera instancia podríamos tomar prestados del Algebra los números finitos, la ordenación, y las desigualdades, para decidir que efectivamente 20<30<40; sin embrago esta conclusión no es suficiente para convencerme que 40 no es tanto y 20 no es tan poquito, contrario a lo que José José trato de hacernos creer en «Cuarenta y veinte». La precisión matemática no es el camino. Necesitamos elementos que, aun proveyendo un marco teórico, nos permitan incorporar las percepciones provenientes de nuestras realidades.
Podríamos servirnos de las ideas de muerte y vida, pero para abordar esta perspectiva hay varios caminos a explorar. El primero es el de la Estadística, que al ser una ciencia que analiza e interpreta datos a partir de muestras, nos permitiría incorporar el elemento social y personal si la muestra es representativa y adecuada. Pero ahí está el detalle: determinar el tamaño y el método de muestreo no es tan fácil. La vida promedio varía según el país, según el género, y según la raza, y está determinada por factores hereditarios, comportamentales y ambientales. En mi caso, la media de vida en el país en el que resido es de 77.8 años. El ser mujer me da una ventaja de cinco años con respecto al género opuesto, y el hecho de ser hispana me confiere un promedio de vida de 83 años, superior a la media para mujeres caucásicas y afroamericanas. Sin embargo, si tomamos como punto de referencia el promedio a nivel mundial, que en el 2009 era de 67.2 años, ya he rebasado el punto medio, lo que no es muy halagador en términos de expectativa de vida. De modo que me quedan otros dos caminos, no necesariamente irreconciliables pero si históricamente excluyentes: La Teología y la Biología.
La óptica religiosa pone algunas piedras en el camino, si la finalidad del ejercicio es conceptualizar un tema en común, no solo por la obvia pluralidad de creencias, sino por la multiplicidad de posibles resultados. Sin meterme en el meollo de credo, voy a suponer que el concepto de transcurrir del tiempo sea menos relevante para aquellos que creen en cualquier tipo de ultratumba (reencarnación, vida después de la muerte, o paraíso), y cobre mayor importancia para quienes consideren que la que estamos disfrutando es la única vida que tenemos. Si filtramos al segundo grupo, nos quedamos con aquellos que consideran que hay una segunda oportunidad. Aun así, la brecha interna brota si distinguimos al mundo occidental del oriental. De nuevo, mi opinión personal es que para los del lado izquierdo del mapa (mi grupo) el concepto de edad y tiempo tiene connotaciones y consecuencias más inmediatas. Nosotros estamos más encasillados en los efectos a corto plazo de nuestras acciones, estamos acostumbrados a la recompensa inmediata y a las soluciones inminentes. Dicha necesidad de inmediatez y resultados hace pensar que ponemos más énfasis no en el tiempo como tal, sino el tiempo que consideramos que está disponible para hacer y recibir.
Sacramentalmente, quedamos en las mismas. Dependiendo de nuestra religión hay una serie de eventos de los que nos podemos hacer partícipes. Los familiares para mí, en orden cronológico, son bautismo, confirmación, confesión, eucaristía, matrimonio, y santos óleos. Hay un sacramento adicional, el del orden sagrado, al cual definitivamente nunca llegaré dada mi condición laica. Esto me pone en una posición poco privilegiada, porque, descartando este último, sólo me quedan los santos óleos. Pero no todo está perdido, todavía me puedo convertir a otra de las religiones, teísta o no, en la cual no haya sacramentos que determinen un punto especifico a lo largo del camino, sino prácticas para ejecutar y fomentar estados mentales, o en últimas, puedo dedicarme al panteísmo, donde no hay realidades trascendentes.
En resumen, la religión es tan cercana a nosotros, y por tanto tan subjetiva, que no nos permite un denominador común, un punto de referencia según el cual todos nos podamos medir con la misma vara: es hora de considerar la segunda opción.
Las ciencias biológicas representan solo una de tantas formas de comprender la realidad, no la única ni la más valida, aunque sí constituyen un eslabón fundamental en la unidad del conocimiento, como lo discute Álvaro Fischer en su libro «La mejor idea jamás pensada» refiriéndose específicamente al paradigma evolutivo. La ciencia tiene la ventaja de no ser irrefutable ni absoluta, de hecho una de las premisas del método científico es aquella de que una hipótesis se rechaza o no se rechaza, dejando abierta la posibilidad de encontrar una explicación teórica más adecuada para determinado grupo de resultados empíricos. La ontogenia indica que todos los organismos biológicos nacen, crecen, se reproducen y mueren. De nuevo, esta perspectiva no es muy esperanzadora en mi caso, porque de los cuatro estados, el último es el único que me falta. Pero, al igual que para mí, para el resto de los seres vivos se aplican las mismas pautas; la predicción es que la progresión de un estado al otro es sucesiva, no nos podemos saltar un estadio para llegar al siguiente, sin importar que seamos invertebrados, mamíferos, plantas, u organismos unicelulares.
La óptica biológica se ubica en un punto intermedio permitiéndonos construir un andamio preciso y bastante sólido, basado en realidades fisiológicas, genéticas, y ambientales, pero incluyendo también elementos propios de nuestras realidades particulares, y por lo tanto en cierta medida relativos, como lo son los hábitos y comportamientos de cada especie (etología) y la duración y características de cada etapa de vida. Las implicaciones dependerán del organismo en cuestión. Para los seres humanos, la senescencia, entendida como el proceso de envejecimiento celular, empieza a partir de los 25 años, y tiene causas próximas dictadas por la biología celular y efectos últimos a través de la evolución de rasgos de historia de vida. Pero más allá de las definiciones, el envejecimiento celular que se lleva a cabo subrepticiamente en las entrañas de nuestro organismo y su posterior manifestación a nivel superficial, conlleva implicaciones culturales y sociales, entre otras.
El miedo pandémico a la vejez nos hace querer maquillar el paso de los años a todo nivel, desde el semántico hasta el social. Las arrugas ya están «out», ahora nos salen líneas de expresión. Los viejos ya no existen, ahora hay adultos mayores. Con los avances actuales y el millonario mercado de la cosmética y la belleza, tenemos a nuestro alcance una amplia gama de recursos, desde las cremas hasta las cirugías, pasando por la nutro–cosmética; la elección es cuestión de dinero, tiempo, y estilo de vida.
A. J. Jacobs, un americano dispuesto a ser el hombre más saludable del mundo, relata en su libro «The healthiest man alive», su búsqueda y experimentación con un sinfín de dietas, remedios, terapias y métodos para ser más fuerte, más delgado y más lozano; para tener el mejor índice de masa corporal, la mejor presión arterial y los niveles de colesterol óptimos; para tener vista de águila, memoria de elefante y agilidad de primate. Al servir él mismo de conejillo de indias, evaluó una plétora de regímenes de desintoxicación y limpieza, de dietas pro-bióticas, vegetarianas y orgánicas. Exponiendo su cuerpo a muchos de ellos, descubrió que algunos funcionaron y proveyeron los resultados prometidos mientras que otros fracasaron. Sin embargo, para el humano promedio, con limitaciones de tiempo, dinero, recursos y ganas, llevar a cabo una concienzuda evaluación de este estilo no es posible. Tendríamos que hacer cambios de vida mayores para lograr convertirnos en «la persona más saludable del mundo». Lo que sí tenemos a nuestro alcance es el sentido común. Aunque se puede lograr envejecer con gracia, mediante rituales de belleza, una nutrición adecuada, y una rutina de ejercicio, nada nos devuelve los años vividos y la mejor estrategia es la aceptación de lo inevitable: que a diferencia de las tejas Ajover, no nos pasa la luz pero sí los años…
Hay que preocuparse por la apariencia física, la salud y el bienestar mental y emocional, sin caer en lo que Petrarca llamó ¨La pereza de vivir¨, procurando que nuestro «Yo» saludable dé rienda suelta al «Otro Yo» no saludable de vez en cuando. Hay que tener en cuenta que cada etapa en la vida tiene su encanto, sus ventajas y también sus desventajas. Para concluir, tampoco hay que hacer el asunto más trascendental de lo que es, un ciclo por el que todos pasamos. Sería bueno adoptar la actitud del equitador Hiroshi Hoketsu , quien con 71 años fue el participante de más edad en los recientes juegos olímpicos de Londres, a quien al preguntársele si le preocupaba la edad respondió que sí, ¡pero la edad de su caballo!
NOTAS
[1]. Tamir, D. I. & Mitchell, J. P. (2012). Disclosing information about the self is intrinsically rewarding, Proceedings of the National Academy of Sciences, 109 (21), 8038-8043
[2]. Weiss, A., J. E. King, M. Inoue-Murayama, T. Matsuzawa, and A. J. Oswald. 2012. Evidence for a midlife crisis in great apes consistent with the U-shape in human well-being. Proceedings of the National Academy of Sciences, November 19, 2012 DOI: 10.1073/pnas.1212592109
__________
* M. Sofía Agudelo (Medellín, 1976) es bióloga de la Universidad de Los Andes en Bogotá. Obtuvo una maestría en Ecología de Vida Silvestre de la Universidad Estatal de Nuevo México (USA) y actualmente cursa su último año de Doctorado en Ecología en la Universidad de Texas A&M (USA). Ha sido profesora asistente en las cátedras de Ecología Animal y Simulación de Sistemas Ecológicos y actualmente trabaja en la investigación y desarrollo de modelos de simulación ecológica para el estudio de transmisión de ectoparásitos y enfermedades zoonóticas. Ha publicado varios artículos en revistas científicas y ha sido coautora de algunos capítulos publicados en libros de ornitología.
Excelente. Una visión tridimensional de la realidad. Muy bien concebido