Sociedad Cronopio

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Mariano

RAJOY SÓLO UN AÑO DESPUÉS

Por Antonio Hermosa Andújar*

Un año, apenas un año de la victoria electoral del PP (Partido Popular), y ya la sociedad española es un paisaje después de la batalla. En un solo año ha agravado todos los males que marcaron el final de la era Zapatero, ha dado vida al resto de peligros que la amenazaban y muerte a las expectativas de sobrevivir a la crisis de manera reconocible a lo que había antes de su estallido. Un solo año y el PP tiene el mérito de, al menos, dar la impresión de haberse llevado el futuro por delante.

Mucha prisa tenía en aquel entonces el PP por llegar al poder. La tiene por naturaleza, porque sus mandarines piensan que ésta es una tierra que les pertenece por derecho divino (o eclesiástico, en aras de la precisión), y la tuvo en extremo en la segunda mitad del mandato socialista. En la práctica, el PP se olvidó de la política, de sus funciones y obligaciones como principal partido de la oposición y, naturalmente, de sus fatuas promesas de actuar en pro del interés de «todos los españoles». Infundios y descalificaciones devinieron la parte principal de su quehacer público (por no hablar de su familiaridad innata con la corrupción); infundios y descalificaciones que no sólo se centraban en el gobierno, sino que se repartían con prodigalidad similar por otras instituciones del Estado —magistratura, policía—, en relación con las cuales hicieron uso de una doble vara de medir en función de sus intereses, de su pasión por empuñar el poder: el fin que justificaba cualquier medio.

El PP se enroscó tanto en torno a su cavernícola ombligo, se encastilló hasta tal punto en su ambición desenfrenada, que durante la legislatura anterior a menudo se vio al gobierno hacer causa común junto al resto de la oposición contra él: tal y como hoy día, gobernando por mayoría absoluta, se ve al conjunto de la oposición formar un frente común contra él (como también a sectores sociales antes enfrentados entre sí). Pequeños detalles ésos que nos ilustran de su concepto de democracia tanto como de su forma de practicarla. O si se prefiere: de su ínfima capacidad para sobrellevar la democracia.

¿Cuál puede ser el temple democrático de un partido que con frecuencia se queda aislado, cuál la visión del mundo que en los hechos no pacta con los demás, cuál el respeto que éstos, sus cosmovisiones y sus prácticas, le merecen? Pero como una imagen puede valer más que mil palabras, recordemos la que sintetiza todo el quehacer del PP en un momento crítico de la legislatura anterior, salida de la patriótica boca de esa joven promesa de la economía que es el varias veces ministro Cristóbal R. Montoro con ocasión de un debate parlamentario (según afirmara una diputada de Coalición Canaria): «Mejor si se hunde España; así la rescatamos nosotros». En relación con la comprensión de la realidad, ¿cuánta culpable inocencia cabe en una frase así, cuánta prepotente ingenuidad? Sólo la perversidad que rezuma las sobrepasa de lejos.

Lo notable fue la transmutación de la prisa en una calma chicha cuando se produjo el acceso al poder. La crisis seguía apremiando con sus urgencias; la dueña ilusoria de Europa ya le había hecho llegar desde Alemania sus órdenes con su felicitación, y la nave requería urgentes decisiones para mantenerse a flote. Pero nada se movía, y la razón, la patriótica y democrática razón, era que las elecciones andaluzas habían sido fijadas para el 25 de marzo del año siguiente, y a la espera de monopolizar el control de ese territorio para hacer aún más total su poder y ejercerlo de manera más absoluta, el presidente del gobierno demostró que le importaba un «carajoy» todo cuanto antes decía importarle, de modo que hizo lo que mejor se le da: hibernarse. Sangre fría se llama eso, y probablemente ningún cocodrilo lo habría hecho mejor. ¡Qué premonitoria lección de abuso de poder se impartía ahí antes de ponerse el mono de faena y sin mover un solo músculo!
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Ganaron las elecciones andaluzas sin ganar el gobierno andaluz, y entonces sí: entonces la máquina del autoritarismo se puso en funcionamiento por sí sola y allí fue Troya. O sea: mostraron lo que son. Con la excusa de contener el déficit en el 6.3% impuesto por Europa, se entregaron como posesos a alumbrar su programa oculto, que contradecía todos sus compromisos y todas sus promesas más solemnes yacentes en su programa electoral, que no es sino el contrato no firmado que un partido contrae con el conjunto de la sociedad durante la campaña electoral. Y el programa oculto desmentía no sólo las afirmaciones del explícito, mero eco de sus críticas al gobierno de Zapatero —aún hoy, con la excusa de la herencia recibida, chivo expiatorio de sus desmanes—, sino que al aplicarlas en toda su crudeza, al repetir en muchos casos las medidas de su antecesor enconadas, revelaban también el producto final de sus intenciones. Si durante su travesía por la oposición habían obrado como si creyeran su propia mentira —que España tenía solución: bastaba con cambiar de política cambiando de gobierno—, ahora, ya desde el gobierno, aplicaron dicha política. Y el resultado no puede ser más desolador: la carrera por acabar con el Estado del bienestar —a veces, se diría, con el Estado en sí— a fuerza de crear no una pura economía de mercado, sino una sociedad de mercado.

Toda la ristra ignominiosa de medidas adoptadas, violando sin cesar sus juramentos más solemnes, insisto, tienen al aludido estado de naturaleza por finalidad suprema y consciente. Postrarse ante la banca, la subida del IVA, el IRPF y otros impuestos, el añadido de medio millón más de parados a los millones ya existentes, las restricciones infinitas a la investigación y la ciencia, clave de la vida autónoma de todo país con aspiración a serlo, las restricciones infames a la Educación y a la Sanidad, la tendencia imparable hacia la privatización de ambas, el descenso real de las pensiones, etc. La sociedad española es un gélido paisaje de tierra quemada actual y de desolación ante el futuro inmediato, sólo auto–rescatada por las lecciones de solidaridad que ha descubierto y practicado en su interior desde el fondo del abismo en el que se halla.

Y como una imagen, dije, puede valer más que mil palabras, apelemos a otra que en esta ocasión sintetiza el objetivo del PP, que va más allá de lo que le exige Europa: al tiempo que todo eso deja sin aliento a la sociedad española, el Gobierno de España se humilla ante un magnate estadounidense extremista que le exige el oro y el moro por instalar su casino en España. El oro y el moro: una nueva ley de expropiación de terrenos, impedir la presencia sindical entre los trabajadores, despido gratuito, etc. Y, por si fuera poco, esto: el rico que pierda sus buenos dineros jugando en el casino podrá desgravar en su declaración de la renta parte de las pérdidas. En suma: desgravación por pérdidas en el juego frente a recortes brutales en la Sanidad o en la Educación: he ahí el modelo social del PP.
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Crear y acentuar las diferencias entre ricos y pobres, pauperizando a la clase media, son elementos clave del mismo, y a él tienden otras medidas particulares tomadas desde diversos ministerios: la preferencia por la educación privada fijada por el torito Wert, la amnistía fiscal concedida por el ínclito Montoro, al que, una vez más, le ha salido el tiro por la culata; las nuevas tasas en el ámbito judicial fijadas por Gallardón —la babosa que cree ser águila—; la vitalicia congelación de los salarios a los funcionarios, los recortes añadidos a los recortes en Sanidad con los que se obsequia a los inmigrantes irregulares, ya que no deben ser humanos al no ser españoles o no tener la cartilla sanitaria en orden, con los que la ministra Ana Mato pretende hacer de un plumazo honor a su apellido (igual le habría gustado más convencerlos de la bondad de su medida, sólo que para ello es menester no ya dialogar, sino más lisa y llanamente hablar, algo imposible para una ministra en cuyas frases no cabe sintaxis alguna). Con su modelo de sociedad de mercado el PP hace la vista gorda ante hechos tan comunes y evidentes como que no todos los fracasos sociales tienen la raíz en los deméritos de los fracasados; que no toda la pobreza es culpable de haraganería o de indolencia; que no todo sufrimiento es azaroso ni da enseguida con sus paliativos; que hay marginados dispuestos a ganarse una segunda oportunidad, etc. Difícilmente habrá respuesta para todo esto sin la ayuda estatal; lo fácil será constatar la ampliación del infierno en la tierra.

Pero no todo son malas noticias: que le pregunten a Angela Merkel si alguna vez ha escuchado algún reproche de cualquiera de sus vasallos; alguien que le diga que están hartos de pagar los fantasmas alemanes y sus correspondientes avisperos de prejuicios; que se van a oponer a la renacida esencia alemana, que ingenuamente Mitterrand —quien la creía inextirpable— pensaba detener con la creación del euro cuando dos guerras mundiales no habían logrado más que refrenarla temporalmente, y que hoy día consigue los efectos políticos a los que propendía desde el terreno económico, y hasta le pagan por ello. Ningún vasallo le dice eso a la aparente dueña de Europa, y menos su lacayo español, que recibe órdenes sin pedirlas de una teórica igual, y que siempre promete ser el primero de la clase, aunque luego incumpla los deberes que le dictan sus amos, como rebajar el déficit público hasta el 6.3%. Tendrán que ser una vez más los hechos, con las voces que les hacen de eco y que provienen desde el corazón de la propia Alemania, los que acaben por disuadir a Merkel de que la tierra quemada que ha creado en derredor suyo está ya dañando las exportaciones alemanas, es decir, llenando de nubarrones su horizonte. ¿Pero quedará algo reconocible de lo que un día fue la Europa del Sur cuando llegue ese momento?

Hay más sujetos que tampoco naufragan en la situación actual. No sólo los beneficiarios de tanta reforma laboral o no sólo los beneficiarios de la emancipación del dinero de la política, que se permiten el lujo de crear crisis financieras, económicas, sociales y políticas de un solo golpe y luego cobrar indemnizaciones millonarias por un trabajo tan cualificado. Y, sobre todo, no le cabe queja alguna al paraíso fiscal por excelencia que tan amorosamente cultivamos en España: la Iglesia Católica. Con su imposición de la religión como asignatura curricular y las exigencias correspondientes de poner como alternativa una asignatura seria, a fin de que los alumnos elijan catequesis —de la que tan necesitados están en lugar de matemáticas o comprensión lectora—, y de sepultar por fin la educación para la ciudadanía, la Iglesia Católica, que mantiene los demás privilegios de que ha gozado a lo largo del eterno Ancien Régime que es la política española en relación con ella, demuestra que el PP no es en ciertos aspectos sino la putita política de la que su chulo, insaciable y amoral, se sirve como de una marioneta cada vez que toca.

Pasaré por alto el contencioso creado entre Cataluña y el Estado, al que con su galanura de «toro bravo», según el propio Wert ha dicho ser cuando alguien le critica, tanto ha contribuido a favorecer a base de cornadas al modelo de inmersión lingüística catalán y demás exquisitices ideológicas. Me detengo en una última reflexión al hilo de cuanto ha sucedido.

Visto el ejercicio del poder por parte del gobierno del PP, favorecido por la mayoría absoluta de que dispone en el Parlamento, una conclusión se impone: es imprescindible una renovación constitucional que, si no impida, al menos obstruya en lo posible la formación de mayorías absolutas. Hay varios expedientes posibles, desde una reforma en sentido más proporcional de la actual ley electoral hasta la supresión de la prima de diputados concedida al partido ganador de las elecciones cuando gracias a la misma obtenga dicha mayoría autoritaria. Se trata de mantener la proporcionalidad entre voto y representación que impida al partido mayoritario en las urnas convertirse de hecho en partido único en el Parlamento, imponiendo así su cosmovisión política al conjunto de la sociedad, pese a que ésta supera en número a la sociedad parcial que votó a favor del partido finalmente ganador. Si es necesario, se debería transformar España en una circunscripción única, y en todo caso, con las circunscripciones actualmente en vigor, el reconocimiento de una mayoría absoluta parlamentaria debería aceptarse únicamente si dicha mayoría absoluta se da en el conjunto de las autonomías.
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Así se evitaría que un partido se saltara caprichosamente la Constitución al tiempo que dice venerarla y aun la convierte en muro contra las reformas propuestas por partidos minoritarios —lo cual, a su vez, conformaría un requisito para que la nueva Constitución refundara el pacto social fijando un plan de futuro que liberara en gran medida al país de su propia historia, dos caras de la misma urgencia—. Una coalición de gobierno no tiene por qué dificultar la acción del mismo, tanto si es estable por fundarse en un pacto de legislatura como si no, y tiene además la ventaja de adecuarse en su mayoría política a la mayoría social que la sustenta. En cambio, toda mayoría absoluta, en cualquier democracia, es en principio perversa, con independencia del uso que posteriormente se haga de ella. Si ese lugar es España, y el partido mayoritario es el PP, ya sabemos que el final de la legislatura puede coincidir con el final de la sociedad del bienestar e incluso con el final del propio país.
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* Antonio Hermosa Andújar es profesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla (España). Es autor de varios libros y numerosos artículos sobre historia de las ideas políticas, y traductor de diversos clásicos, como Maquiavelo, Giannotti, Hobbes, Diderot, Rousseau, Tocqueville, Marx, Herzl, etc. Asimismo, es Director de «Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades» (www.institucional.us.es/araucaria) y miembro del consejo de redacción de diversas revistas europeas y americanas.

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