ESE OSCURO OBJETO DE DESEO: FRAGMENTOS SOBRE LA CÁMARA LÚCIDA
Por Paola Cortés-Rocca*
I.
El protagonista de La Invención de Morel, la novela que Adolfo Bioy Casares, publicada en 1940, es alguien que no tiene nombre ni historia. De él sólo se sabe que es un extranjero y alguien que está fuera de la ley. Es literalmente el espectador de un película que transcurre frente a sus ojos, alguien destinado a contemplar una escena en la cual está excluido. Y sin embargo no puede resistirse a las imágenes. Algo convoca su mirada, algo provoca cierto deseo que para Bioy Casares es, al mismo tiempo un deseo amoroso y visual. Como el protagonista de la Invención de Morel, Roland Barthes se encuentra también frente y fuera de una imagen, en el momento en que escribe La cámara lúcida, tal vez su verdadero tratado sobre el discurso amoroso.
¿Qué es lo que convoca su mirada? ¿Cómo explicar la seducción de las imágenes? ¿Cómo llamar al vínculo entre objeto y mirada o entre sujeto mirado y sujeto mirante? Ese vínculo no pertenece «como lo propone Lacan para definir al amor» al universo que el Yo proyecta sobre el mundo con el objetivo de velar su propia falta. No puede llamarse interés, porque el ámbito de la economía y sus réditos lo que otros llamarían «capital cultural» queda de lado. Tampoco se trata de un hechizo que fascina a un sujeto y lo reduce a la adoración; ni de una atracción como la que reúne a los polos opuestos de un imán (si fuera así, lo que me atraería de una imagen sería precisamente su ser diferente de mí, con lo cual, mi exclusión del ser-imagen estaría garantizada). Ni interés, ni fascinación, ni atracción; la relación entre sujeto mirado y sujeto mirante «se llama aventura» (La cámara lúcida 49).
Como cualquier aventura, la aventura fotográfica está ligada a la peculiaridad «contingencia, singularidad, aventura» (51) constituyen una serie en La cámara lúcida. Como toda aventura, la aventura fotográfica implica un riesgo, aunque el riesgo del aventurero no es nunca el de morir de sed en el desierto, el de perder la vida, sino el de pasar por una experiencia que, en el límite con la muerte, le entregue la vida que no tenía, otra vida. Como la aventura en la isla de Morel, la aventura fotográfica convoca otra geografía e invita a internarse en la selva espesa de los signos, de las imágenes. Es un viaje quieto con los tonos de la iniciación. Como la aventura amorosa, la aventura fotográfica, es al mismo tiempo, bastante trivial. Se trata de hacer de lo banal un espacio en el que sea posible desplegar el poder de lo inesperado, aunque sólo sea como deseo y como promesa.
II.
«Decreté que me gustaba la fotografía en detrimento del cine […] Me embargaba, con respecto a la Fotografía, un deseo “ontológico”; quería […] saber lo que aquélla era “en sí”, qué rasgo esencial la distinguía de la comunidad de imágenes» (27). El primer fragmento de La cámara lúcida despierta una sospecha y convoca una lectura: estamos no sólo frente a una reflexión sobre la fotografía, sino ante un texto sobre el amor y el erotismo.
Embargado por el deseo, el crítico persigue una ontología fotográfica, pero su mirada contempla las imágenes y lejos de ir en busca de lo peculiar, traza equivalencias: «yo no veía más que el referente, el objeto deseado, el cuerpo querido» (23). Referente, objeto de deseo, cuerpo amado se enlazan y se confunden. Se calcan ante los ojos de un lenguaje, por momentos amoroso, por momentos fotográfico. En esa superposición, se advierte con nitidez que el deseo «ontológico» que abre La cámara lúcida guía el itinerario del discurso fotográfico. En este sentido, La cámara lúcida es la respuesta esperada a Fragmentos de un discurso amoroso. El diálogo entre uno y otro texto se revela el gran descubrimiento de Roland Barthes: la retórica amorosa y la retórica fotográfica se rozan y se superponen. Ambas suponen un objeto que posa ante nuestra mirada y al que contemplamos para redimir del olvido y para rescatarlo de esa otra muerte que implicaría suponerlo igual a otros. Hablar de fotografía es convocar a la retórica amorosa y, del mismo modo, el discurso amoroso no puede sino tomar una forma fragmentaria, o venir a nosotros como una imagen, como un fragmento «fotográfico».
III.
Así como el sujeto enamorado se da la tarea de nombrar ese mundo nuevo que descubre, como si fuera la primera vez que el lenguaje lo rozara, así, lanzarse a la aventura fotográfica, entregarse a la experiencia inédita de la fotografía, al mundo nuevo que ella inaugura implica reinventar un lenguaje para abordarla. Si La cámara lúcida es un texto puntuado por las mayúsculas y poblado de neologismos «Operator, Spectator, Punctum» es precisamente porque preguntarse por el rasgo esencial que distingue a la fotografía del resto de las imágenes implica también revisar los conceptos con los que miramos las imágenes. El lenguaje de Roland Barthes es un lenguaje herético que cuestiona y redefine esa «santísima trinidad» —sujeto, imagen, referente— al desestabilizar cada uno de estos términos y trabajar a favor de procesos y no de estados, de devenires y no de identidades.
Con un procedimiento que podría pertenecer al discurso amoroso, La cámara lúcida propone una teoría del devenir fotográfico o una apuesta fuerte por la fotografía como transformación: modelos que devienen imágenes, imágenes que devienen subjetividades, subjetividades que devienen fotografías. Así, Barthes descubre que la representación fotográfica pone en escena, o hace absolutamente literal, aquello que es innherente a la representación moderna: la puesta en crisis de una temporalidad que ordena primero al objeto y luego a su representación; primero un ser del objeto y luego un conjunto de características capturadas por esa copia empobrecida que sería su retrato fotográfico. Sin embargo, aquello que se coloca frente al mecanismo de representación «se trate de un objeto o de un sujeto que dará lugar a un retrato» jamás «es» antes del click de la cámara: «me constituyo en el acto de ‘posar’, me fabrico instantáneamente otro cuerpo, me transformo por adelantado en imagen» (37).
Esa «transformación activa» no es la de alguien que se ofrece como víctima sacrificial para ser reproducido, sino la de alguien que se sabe habitado por la multiplicidad. Porque así como no hay un ser del objeto previo a su representación, tampoco hay un objeto único, entero y coincidente consigo mismo que posa para la cámara. «Ante el objetivo soy a la vez: aquel que quisiera que crean, aquel que el fotógrafo cree que soy y aquel de quien se sirve para exhibir su arte» (41; el énfasis es mío). La fotografía «y el retrato como su género por excelencia» constituye así la puesta en crisis más radical y absoluta del sujeto cartesiano, que incluso avanza sobre el «soy donde no pienso y pienso donde no soy» que propone el psicoanálisis. La fotografía me dice que no soy antes de mi imagen, que no soy sino en tanto imagen. Como el amor, la fotografía me redime de la inmovilidad de lo único.
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* Paola Cortés Rocca se doctoró en Literaturas Romances, Princeton University. Perteneció a la Mellon Fundation; enseñó en la Universidad de Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, University of Southern California y San Francisco State University. Actualmente es investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de la República Argentina. Publicó varios ensayos sobre literatura y fotografía en October, Mosaic, Iberoamericana, entre otras revistas. Es coeditora de Políticas del sentimiento: el peronismo y la construcción de la Argentina Moderna y autora del libro El tiempo de la máquina: retratos paisajes y otras imágenes de la nación.