GRACIAS A LOS POBRES
Por Antonio Vélez Montoya*
«Sea cual sea tu causa, a menos que se limite
la población, es una causa perdida.»
(Wildlife Conservation Society)
Es posible que ya la población mundial haya sobrepasado la capacidad de soporte del planeta, y el daño al sistema ecológico global sea irreversible. Por eso, si los seres humanos deseamos permanecer varios siglos más sobre la tierra, es necesario tomar rápidamente la decisión de frenar el crecimiento demográfico, y luego disminuir la población hasta alcanzar un nivel que nos permita vivir a todos decentemente y, a la vez, que garantice la renovación de los recursos naturales al mismo ritmo de su consumo.
Gracias a los pobres, aquellos que no lo somos tanto podemos todavía disfrutar con cierta holgura de los bienes terrenales. Pero será por tiempo muy corto, pues nuestro planeta tiene cáncer avanzado, con metástasis múltiple: atmósfera contaminada, aguas escasas e impotables, bosques talados, pesca disminuida… Enfermedad terminal que no se cura con la disminución del CO2, como algunos ingenuos piensan.
Es bien sabido que el metano y el CO2 atmosférico ya superaron los niveles tolerables, y que siguen en ascenso vertiginoso. Al resultado se lo llama efecto invernadero: la radiación infrarroja que nos llega del sol queda atrapada entre la superficie de la tierra y la atmósfera, lo que aumenta la temperatura media del planeta. Las consecuencias son variadas y nada amistosas.
Los gases liberados por los vehículos, y otros residuos industriales, caen mezclados con la lluvia, convertidos en ácidos nítrico y sulfúrico. Esta lluvia ácida y la tala exagerada hacen que cada año se pierdan más de cien mil kilómetros cuadrados de selva, de tal modo que en los últimos veinte años ha desaparecido un quinto de su extensión original. De no tomarse medidas correctivas, estos fértiles pulmones verdes, en cuarenta años quedarán transmutados en áridos desiertos. Debe tenerse en cuenta que la selva tropical vive en equilibrio perfecto; si se tala, muy rápido se pierden el fósforo, el potasio y otros minerales básicos, y con ellos desaparece toda la capacidad de cultivo.
A lo anterior debe sumarse el desgaste de la capa vegetal, que algunos expertos calculan en cerca de dos centímetros por año de cultivo. Por otro lado, el estiércol del ganado contiene amoníaco, que combinado con el agua se convierte en nitratos solubles que pasan a contaminar las aguas subterráneas.
El uso masivo de halocarburos en aerosoles, en refrigeradores y en la fabricación de espumas está destruyendo la capa protectora de ozono, que muestra ya agujeros preocupantes. Y lo que es peor, aunque se suspenda hoy el uso de los productos nocivos, su efecto seguirá actuando por un siglo más. Los ríos y los mares están muy contaminados, y cada día los niveles de polución crecen más y más. Los residuos industriales contienen metales pesados y productos químicos sintéticos, sustancias tóxicas caracterizadas por su persistencia, pues no se degradan con facilidad en condiciones naturales. Asimismo, los peligrosos residuos radioactivos se distribuyen y acumulan según procesos muy mal conocidos hasta ahora.
Con la desaparición de los bosques y la contaminación del ambiente, además del deterioro de las condiciones higiénicas para los seres humanos, las otras especies vivas están extinguiéndose a un ritmo no conocido antes. Algunos expertos hablan de entre cuatro y seis mil especies por año, sólo por efecto de la tala de bosques. La pérdida en biodiversidad tiene un costo difícil de estimar, y, con seguridad, los dueños del poder político nunca van a comprender a cabalidad la enorme importancia del problema.
Los combustibles fósiles son finitos, y ya se ha consumido una parte importante de los depósitos originales. Lo que queda, cada vez está más profundo o es de inferior calidad (alguien calculaba que cada año se destruye lo que la naturaleza tardó un millón de años en formar). Además, el consumo per cápita de esta clase de recursos es una variable que aumenta con rapidez al aumentar el desarrollo económico. Esto significa que si todos los países del mundo consumieran energía al mismo ritmo de los países más desarrollados, el petróleo no alcanzaría sino para una generación. Un periodista norteamericano decía con ingenio, al referirse al gran consumo de derivados del petróleo en la agricultura de Estados Unidos, que «the wheat we eat is made of oil rather than soil» (el trigo que consumimos está hecho más de petróleo que de suelo).
Malthus nos previno hace ya más de dos siglos, pero la especie humana, que se jacta de sapiens, no ha podido entender una verdad tan simple. Mientras el desorden crece, las fricciones entre los hombres aumentan, los cinturones de pobreza se ensanchan, la basura se multiplica exponencialmente, el tráfico de vehículos se vuelve inmanejable y las neurosis y otras enfermedades causadas por la tensión siguen en ascenso. Cuando al fin saquemos de la arena nuestra cabeza de avestruz, estaremos rodeados de congéneres por todos los costados, en rapiña por recursos que ya serán irremediablemente insuficientes.
Se calcula que hace diez mil años, cuando el hombre recién había descubierto la agricultura, existían solo cinco millones de habitantes, menos que los que tiene hoy una ciudad de tamaño intermedio. El crecimiento poblacional era lento, de tal suerte que en 1798, cuando Malthus hizo sus predicciones, la población mundial era apenas de 900 millones. En 1960 era de 3.000 millones, de 5.000 en 1987, de 6.000 millones en el 2000 y de 7.000 millones en el 2012. En una década más se habrán agregado otros mil millones de harapientos y, si no hay una debacle mundial, en apenas dos décadas, «mañana», seremos 9.000 millones, mal distribuidos, hacinados y pobres. Amén de otros compañeros indeseables, que nos roban recursos en cantidades no despreciables y crecen a la par de la población: cucarachas, ratas… Mas otros comensales inseparables: perros, gatos, caballos, pájaros y otras «mascotas», que consumen en buena medida. En Estados Unidos solamente hay 60 millones de gatos y 50 millones de perros.
La huella ecológica es el número de hectáreas requerido para sostener una persona, o el área productiva necesaria para generar los recursos vitales: cultivos, pastos, bosques, ecosistemas acuáticos… Y para, a la vez, asimilar los residuos producidos. Algunos analistas estiman que nuestro planeta dispone de apenas 1,8 hectáreas por habitante. Sin embargo, con la población actual, la huella ecológica es un poco mayor de 2,9, lo que significa que estamos consumiendo por año una vez y media más recursos que los que el mundo puede generar y soportar. A eso se suman varios millones de especies animales que también viven aquí, con nosotros.
El país con la mayor huella ecológica por persona, 10,7 hectáreas, es Emiratos Árabes Unidos; le siguen Qatar, con 10,5 hectáreas, Dinamarca, con 8,3, y Estados Unidos con 8. Para China, en este momento la segunda potencia mundial, está un poco más arriba de 2, mientras que India apenas supera una hectárea. Por supuesto que los chinos, los nuevos ricos, aspiran a equilibrarse con Estados Unidos. Imposible, chinos, les respondemos de una vez, pues, poseyendo una población equivalente a la de cuatro Estados Unidos, de consumir solo una mitad de lo que estos privilegiados consumen, la carga total para el planeta sería equivalente a dos Estados Unidos juntos. ¿De dónde los vamos a sacar si ya hemos tocado fondo y nuestro vecino Marte está muy lejos? Y si India, con una población equivalente a un poco más de tres Estados Unidos, pero pobres en su mayoría, pide con justicia lo mismo que China, serían 1,5 Estados Unidos más para la cuenta. Y ¿qué haremos cuando los países africanos, pobres, superpoblados y creciendo en población exponencialmente, y con una medicina que les está alargado la vida media, aspiren a paliar un poco su pobreza?
La repuesta es igual: hindúes, paren ya su crecimiento económico y mantengan su pobreza, porque el planeta no alcanza para tanto nuevo rico. Porque este mundo sí alcanza ahora, pero destruyendo riquezas no renovables, y gracias al sacrificio diario de miles de millones de pobres desnutridos. Y ustedes, africanos, sigan en su pobreza, que el planeta no alcanza.
Sin embargo, el problema no termina allí: ¿qué hacer con los demás pobres de este mundo, que por justicia elemental merecen una mejor suerte? Son más de dos mil millones, mal contados; es decir, otros seis Estados Unidos. Tendrán que seguir en la miseria. Y tampoco hemos terminado: quedan aún comensales en camino: mil millones de nuevas almas, equivalente a un poco más de tres Estados Unidos, que se agregarán a la población mundial en la próxima década; pobres en su mayoría, pues son estos, con holgura, los de mayor tasa de crecimiento.
En consecuencia, no quedan dudas razonables de que el mundo nuestro ya está superpoblado. Pero los optimistas no se inquietan: el mundo es ancho y propio, dicen, y pleno de recursos. Además, la ciencia todopoderosa es capaz de salvarnos, tal como el cine nos tiene acostumbrados, justo en el último segundo.
Disminuir las emisiones de CO2 es deseable y sano, pero muy costoso. Pero esto es apenas una parte del problema, y no toca el meollo del asunto, la superpoblación. Simplemente se está enfocando la mirada hacia un punto álgido, pero no el más. En el hipotético caso de que los gases de invernadero desciendan a niveles tolerables, ya la superpoblación y la población agregada en ese periodo destruirán el entorno de una manera que hace por completo perdidos los compromisos de Kyoto y Copenhague.
Mejor no perdamos más tiempo con estas cuentas. La realidad cruda es que el mundo revienta de habitantes, y que los hombres que manejan el poder siguen con la cabeza enterrada en la arena, sordos al bullicio de las grandes metrópolis, que ya no tienen recursos para atender la multitud de desempleados, ni poseen la sólida y compleja infraestructura de soporte que se requiere.
La especie humana está en vías de extinción y a su paso se llevará una parte sustancial de la biosfera. O esperamos un milagro: multiplicación de los panes y los peces, a fin de resolver el problema alimentario. De lo contrario desaparecemos todos aplastados por el tropel, a pesar de la vieja advertencia de Malthus. Porque esos miles de millones de pordioseros no dejarán en paz a los millones que no lo son. Dos analistas poblacionales se preguntan: «¿Cómo creer que los miles de millones de seres humanos adicionales que los demógrafos anuncian para un futuro próximo se dejarán encerrar en inmensas bolsas de pobreza y nos dejarán gozar con toda tranquilidad de nuestra civilización industrial saturada de bienes de consumo?»
Conclusión: el mundo que nos tocó no tiene ya remedio, salvo que eliminemos a todos los pobres, solución macabra, inmoral e inviable; o que los pobres aumenten su pobreza creciente y la soporten con cristiana resignación (recordémosles que de ellos será el reino de los cielos; no este, por supuesto); o que recurramos a la solución jocosa de Jonathan Swift: añadir bebés a la dieta. De paso, digamos que los jefes políticos no han podido entender aún estas verdades elementales. Ya lo entenderán sus hijos, por las malas. Alea jacta est.
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* Antonio Vélez Montoya. Nacido en Medellín en 1933. Es ingeniero Electricista de la Universidad Pontificia Bolivariana (Medellín) y Máster en matemáticas de la universidad de Illinois (Estados Unidos). Ha sido profesor de tiempo completo en el área de matemáticas en la Universidad de Antioquia, Pontificia Bolivariana, Eafit y Universidad del Valle. Estuvo vinculado durante una década al departamento de Investigación Operativa de Coltejer. Fue jefe de Planeación de la Universidad de Antioquia y Director Académico de la Universidad de Medellín. Es autor de los siguientes libros: Álgebra Moderna (Universidad de Antioquia, Medellín, 1989), El hombre, herencia y conducta (Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, 1990, segunda edición), Del big bang al Homo sapiens (Universidad de Antioquia, Medellín, segunda edición, 1998), Medicinas Alternativas (Planeta Colombiana, Bogotá, 1997), Parasicología: ¿realidad, ficción o fraude? (Alfaguara, Bogotá, 2000), Principio y fin y otros ensayos (Universidad de Antioquia, Medellín, 2000), Parapsicología: ¿realidad, ficción o fraude? (Taurus, Bogotá, noviembre del 2000), Neuróbicos: desafíos para la inteligencia (Dann Regional, noviembre del 2002, con Juan Diego Vélez como coautor), De Pi a pa: ensayos a contracorriente (Lengua de Trapo, Madrid, noviembre del 2002), Homo sapiens (Villegas Editores, Bogotá, 2006), Pensamiento creativo (con Ana Cristina Vélez y Juan Diego Vélez como coautores, Villegas Editores, Bogotá, agosto de 2010), Manual de Ateología, Tierra Firme Editores, Bogotá, 2009 (con otros autores). Pensamiento Creativo (Villegas editores, coautores Juan Diego Vélez y Ana Cristina Vélez), El humor (Fondo Editorial Universidad EAFIT, Medellín, 2012).