Sociedad Cronopio

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Robo con banda

REFLEXIONES POST-TRAUMÁTICAS SOBRE UN ROBO CON BANDA SONORA

Por Cristina Hincapié*

Podrá sonar a «paranoia pseudoanalítica» (y tal vez lo sea), o tal vez a «fanatismo cósmico – psicológico» (también muy probable), pero es imposible para mí separar cualquier acontecimiento humano de una reflexión psíquica, sobretodo cuando el universo conspira de formas extrañas y aparentemente incomprensibles para la consciencia, llevándote a la introspección. Este pues, no es sólo un intento de desahogo (es necesario hablar de los acontecimientos traumáticos para darles imagen, diríamos los piscólogos), sino también una reflexión personal frente al hecho y lo que mi alma percibe en el fondo, pero, sobre todo, una anécdota preventiva, para que usted, amigo lector, no caiga en la ingenua trampa de la que fui víctima hoy.

Ya nos había enseñado Nat Geo con sus astutos programas sobre «Juegos mentales» y «El Rey de los Carteristas» lo fácil que resulta engañar la mente humana, y yo, que nunca he negado tal disposición de lo humano a engañar y ser engañado, hoy doy fe de esto.

Eran las 3:15 de la tarde, mientras disfrutaba, como suelo hacerlo, de un paseo en bus rumbo al canal, en la ruta 143 de Guayabal. Llevaba mis audífonos puestos, y en mi celular sonaba «Ballroom blitz» (bombardeo —o ataque— en el salón de baile) de la banda británica Sweet (por cierto una excelente canción inspirada en un «bombardeo» de botellas que recibió la banda en uno de sus conciertos). Con semejante banda sonora activando mi sistema nervioso, me dispuse a bajarme aproximadamente en el mismo lugar que me bajo del bus todos los días, digo aproximadamente porque nunca me para en el mismo sitio, y vi, de la forma más natural que varias personas se pararon al tiempo, supuse que para bajarse justo en la misma esquina en la que yo me bajo, y no intuí nada extraño en el hecho. No soy tan exclusiva como para ser la única que se baja de un bus en la peligrosa esquina de la 30A con la 65, pensé, aunque miento, no lo pensé en ese momento, sino ahora a la luz de una consciencia distinta a la inocente que disfrutaba de la fiesta bombardeada por botellas en mis oídos.

Justo en la escala trasera del bus, un hombre, con rasgos bastante particulares, o muy bien simulados que aparentaban una especie de déficit cognitivo, al verme parada ante la puerta, dejó caer unas llaves a mis pies, y acto seguido, como si de un niño chiquito se tratara, se agarró de mi pantalón y lo jalaba insistentemente mientras repetía «niña, mis llaves», «niña, mis llaves», «niña, mis llaves», «niña, mis llaves». Ante su insistencia y la situación a la que este hombre se enfrentaba, YO, que procuro ser un buen ser humano sobre esta pobre tierra agobiada y doliente, bajé mi cabeza y miré con asombro que mi pie no estaba puesto sobre sus llaves, y que éstas se posaban tranquilas al lado de mi converse morado. «Señor, no estoy pisando nada», le dije… pero mi bondad, o más bien mi ingenuidad, me llevaron a seguir atenta a su tragedia, olvidando la dulce voz de Brian Connolly quien a estas alturas podría estar cantando «now the man in the back is ready to crack as he raises his hands to the sky».

Y mientras me olvido de mí y me preocupo por el dilema del señor que no ve ni entiende, o no hace parte de su plan, que yo no estoy parada en nada, otro sujeto —que, de la forma más natural se puso de pie en el instante justo en el que me paré para, aparentemente, bajarse al mismo tiempo del bus— ubicado a mi derecha, dice: «¿esta llave es suya?», y como mi mirada atenta al drama de las llaves se dirige a mi diestra, expectante al hombre que ha resuelto el lío, otro de los implicados en esta inteligente banda criminal —que de la misma forma natural se puso de pie en el instante justo en el que me paré para, aparentemente, bajarse al mismo tiempo del bus— ubicado a mi izquierda, en cuyo lado llevaba mi extravagante y gigantesco bolso, abrió de la forma más sutil y silenciosa el cierre y tomó mi muy querido equipo celular.
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A estas alturas de la historia, que ocurrió en treinta segundos, el bus se ha detenido completamente y espera que los usuarios nos bajemos en el sitio. Y yo, inocente aún de todo cuanto había pasado, descendí la última escala, y créanme, no recuerdo haber visto que ninguno de los otros hombres —que, de la forma más natural se pusieron de pie en el instante justo en el que me paré para, aparentemente, bajarse al mismo tiempo del bus— se bajara. Pero la ausencia de Connolly me alertó, y mi instinto de supervivencia tecnológica se activó entendiendo que me habían robado el celular.

¡Aquí viene el drama!… paré el bus, grité, corrí, pregunté, lloré… pero nada pasó. ¿Nadie te ayudó? Me preguntaba alguien a quien le conté mi historia, y sí. Aquí no termina el truco de los ladrones. Angustiada pregunté y un señor «muy amable», tanto que se bajó del bus para ayudarme a buscar al ladrón, me dijo que era «el muchacho de la camisa azul, el de las llaves», y que había corrido y se había metido en el almacén «de allá». Aquí volví a correr, a gritar, a llorar… pero nada pasó.

Es impresionante la forma en que te engañan. No puedo asegurarles si alguien más se bajó conmigo, si el muchacho de la camisa azul realmente corrió, si el ladrón se quedó en el bus, pero sí que nada pasó. Después de repasar unas cuantas veces la historia, contarla y analizar la situación, les confieso que hasta creo que el señor amable podía tener mi celular en su bolsillo. ¿Quién, en una sociedad como estas, ayuda realmente al que es maltratado, ultrajado o violentado en la calle? ¿Sería este señor tan amable de bajarse en un lugar distinto al de su destino para indicarle a una desesperada muchacha a dónde se fue el ladrón que ni siquiera vio correr?

Y aquí entra en escena la paradoja y con ella la reflexión, mis queridas y queridos. Pues sí, es lamentable ver la indolencia de millones de personas frente al dolor del otro, pero también es evidente que no puede uno confiarse siempre del supuesto drama, porque puede resultar siendo un brillante show de trucos y engaños.

Justo ayer, mi psiquiatra me recomendaba practicar un poco el egoísmo, pero el ego que sólo aprende por la experiencia, tuvo que ser «asaltado» en su más tierna ingenuidad. Tengo una necesidad extrema de ser un buen ser humano en el mundo, pero de esta forma he negado mi humanidad más profunda y la de mis prójimos: lo admito, negando mi maldad he dejado de reconocerla en el otro.

Siempre he considerado que tenemos una gran responsabilidad como seres provistos de consciencia, y que es una tarea ética y moral del ser humano enfrentarse a la sombra individual y colectiva, comprendiendo que todos podemos ser ladrones, asesinos y perversos, pero que nuestra consciencia nos posibilita hacerlo de maneras simbólicas que nos permitan no hacerle daño a los demás. Me cuesta creer a veces en la maldad de la gente, me conmueve todo el tiempo la vida del otro, y sobretodo de aquel que está vulnerable ante una situación, por tonta que sea, pero esto, alerto y reitrero, puede también sesgar la mirada de mi consciencia e imposibilitarme reconocer el mal en mi prójimo.
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No voy a decir que he perdido la fe en la humanidad, porque de alguna forma siempre ha estado extraviada, pero sería absurdo decir que no poseo ninguna esperanza en nuestra pobre raza, pues en un mundo lleno de maldad, mi elección seguirá siendo el amor, no ingenuo, espero, sino real y ambiguo, pero consciente. Bien decía mi maestro el señor Jung un par de años antes de morir:

«De mí estoy asombrado, desilusionado, contento. Estoy triste, abatido, entusiasmado. Yo soy todo esto también y no puedo sacar la suma. No estoy en condiciones de comprobar un valor o una imperfección definitiva, no tengo juicio alguno sobre mi vida ni sobre mí. De nada estoy seguro del todo. No tengo convicción alguna definitiva, propiamente de nada. Sólo sé que nací y existo y me da la sensación de que soy llevado. Existo sobre la base de algo que no conozco. Pese a toda la inseguridad, siento una solidez en lo existente y una continuidad en mi ser.

» El mundo en el que nacemos es rudo y cruel y al mismo tiempo de belleza divina. Es cuestión de temperamento creer qué es lo que predomina: el absurdo o el sentido. Si el absurdo predominara se desvanecería en gran medida el sentido de la vida en rápida evolución. Pero tal no es, o no me parece ser, el caso. Probablemente, como en todas las cuestiones metafísicas, ambas cosas son ciertas: la vida es sentido y absurdo o tiene sentido y carece de él. Tengo la angustiosa esperanza de que el sentido prevalecerá y ganará la batalla».

Disfruten la canción, y no confíen en todo el mundo… ¡pero tampoco dejen de confiar!
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* Cristina Hincapié, psicóloga de la Universidad de Antioquia. Diplomada en Artecuidado (arteterapia) de la misma universidad. Actriz desde chiquita. Candidata a magister en Teología en UPB. Docente universitaria. Teatrera todavía. Cofundadora del Centro C.G.Jung (Medellín), un espacio donde estudiamos y difundimos la psicología desarrollada por el psiquiatra Suizo Carl Gustav Jung, a través de conferencias, grupos de estudio y seminarios constantes. Además trabaja desde hace más de 8 años en televisión, actualmente es presentadora en el Canal Une del programa de tecnología que se llama Versión Beta.

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