Sociedad Cronopio

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Una mirada a la decada de 1980: Liberación económica en el este asiático

UNA MIRADA A LA DÉCADA DE 1980: LIBERALIZACIÓN ECONÓMICA EN EL ESTE ASIÁTICO

Por Alan D. Garin*

La tracción económica que el Este de Asia ha logrado ejercer en el contexto de la globalización, por cuyo alcance e importancia no puede ser ignorada, ha generado cierta admiración en algunos, y más de una preocupación en otros.

En América Latina, donde la problemática del desarrollo económico y el comercio está siempre vigente, este proceso ha llamado especialmente la atención. Particularmente en los últimos años, donde el crecimiento económico general de la región ha reavivado debates (aparentemente irreconciliables) en torno a los roles del Estado y del mercado, muchos señalan las experiencias china y coreana como una exitosa «combinaison» a tener en cuenta.

El presente artículo se propone realizar una revisión, a grandes rasgos, de las estrategias de política económica desplegadas por los países del Este de Asia, frente a los desafíos de liberalización económica en la década de 1980, signada por los efectos de las dos crisis del petróleo, una mayor apertura comercial, el agotamiento de los modelos estatistas del socialismo real, y la reevaluación del papel del Estado en la economía. El posicionamiento de cada país, dentro de las nuevas condiciones, determinará buena parte de su desarrollo posterior.

CHINA

A su muerte, Mao Zedong, había legado una China hermética. Tanto en el terreno político —destacándose los estragos de la Revolución Cultural— como en el económico. Si bien es justo destacar que el modelo estalinista de planificación central de la economía permitió el crecimiento de la industria, principalmente pesada, la elite política china, que se encontraba en proceso de reacomodación tras el vacío dejado por Mao, era consciente de la baja productividad, las graves ineficiencias y los desequilibrios que el sistema había generado.

En ese contexto es que Deng Xiaoping, un veterano líder que había sido apartado del Partido por la Revolución Cultural, sucede a Huo Goufeng como el hombre fuerte de China.

La nueva elite gobernante, caracterizada por un pragmatismo («La práctica es la única verdad») recubierto con una nueva retórica socialista, sentará las bases del desarrollo económico chino, cuyas metas fueron explicitadas por el Comité Central del Partido en 1979 de cara al año 2000. En ese sentido, Deng consideraba que el socialismo podía valerse del mercado para lograr una asignación de recursos, y una interacción entre los factores productivos, más eficiente.

En concreto, la política económica de la década puede representarse en tres pilares: Un nuevo enfoque que priorizará la agricultura y la industria liviana de consumo (tanto interno como para la exportación) por sobre la industria pesada; la descentralización del aparato productivo; y la apertura al comercio exterior y las inversiones foráneas.

El diagnóstico en cuanto al letargo de la economía rural se enfocó en la falta de incentivos. Además de promover la diversificación de la producción, se procedió a descolectivizar eliminando las comunas, mediante el novedoso Sistema de Responsabilidad Familiar (SRF).
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Las nuevas unidades de producción serán las familias, que se valdrán de la tierra y las herramientas de trabajo mediante contratos con los equipos de producción, a cambio de ingentes porciones de sus cosechas. No obstante, se permite vender el excedente directamente en mercados libres rurales.

La existencia de familias especializadas, además, se fomentará en la producción industrial rural, el comercio y la prestación de servicios. Se destaca también el apoyo estatal al desarrollo de las casi desusadas EMA (Empresas Municipales y Aldeanas).

Es importante destacar que debido a los extensos plazos contractuales, el nuevo sistema introduce en los productores una conciencia de atribuciones cercana a la de «propiedad».

Como consecuencia se observará un aumento sustancial de la renta rural a principios de la década, así como el declive de los servicios de seguridad social, y la aparición de una creciente desigualdad de condiciones.

En cuanto a la elefantiásica industria urbana, se ensayarán dos planes de reformas. El primero (1979) desregulará precios, y acabará con la planificación centralizada, otorgando verdadera autonomía en las empresas estatales, que ahora funcionarán bajo lógica de rentabilidad (llegando algunas a practicar, tibiamente, la venta de acciones para capitalizarse). También se procedió al fomento de la actividad privada en algunos sectores.

Hasta mediados de la década, la actividad industrial creció exponencialmente, cuando comenzaron a observarse desajustes, ligados a la alta inflación. Es por ello que, luego de una breve ‘marcha atrás’, un segundo paquete de reformas se inaugura en 1984 con cambios en el sistema de precios, y flexibilización de las condiciones laborales, en lo que se conoció como eliminación del llamado «tazón de arroz de hierro».

Lo cierto es que el problema entre recalentamiento y reducción será una constante a lo largo del período, y continuará incluso en los años 1990.

Finalmente, el tercer pilar de las reformas, y el más icónico, tiene que ver con la política de «Puertas Abiertas» al comercio exterior, y al ingreso de inversiones extranjeras. Para esta nueva empresa se crearon diversas Zonas Económicas Especiales, en la región costera. China resultó extremadamente atractiva por la barata y disciplinada mano de obra.

Considero menester, también, enunciar los aspectos más problemáticos del proceso iniciado en esos años. Por empezar, a medida que el crecimiento industrial se afianzó, se vio necesaria una mayor inversión en educación, ya sea para la formación de burócratas, expertos, y técnicos, así como para vincular los avances en ciencia y tecnología con la producción.

Por otro lado, las reformas pro-mercado condujeron a un verdadero aumento de la desigualdad («algunos se enriquecerán primero»), entre las diferentes regiones del país, pero también entre los diferentes sectores de la sociedad. En este punto, ante la inexistencia de una burguesía previa, adquiere relevancia el surgimiento de una enriquecida clase empresarial, fuertemente vinculada a funcionarios de partido y del Gobierno, cuyo capital original es de carácter político.
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A pesar de que el ‘guanxi’ (como se conoce a estas verdaderas redes de prebendas) puede ser interpretado como un comienzo atípico, y no tanto, del proceso de acumulación. No deja de suponer un grave problema de corrupción y deshonestidad estructural, que abre puertas a unos y bloquea a otros.

Finalmente, se deberán considerar las consecuencias ambientales de un desarrollo económico de semejantes dimensiones.

Más allá de los diferentes balances que puedan hacerse, el proceso de apertura al mercado sentó las bases y los lineamientos para el espectacular crecimiento chino de los períodos siguientes. No queda duda, en ese sentido, que la década de 1980 fue el verdadero reloj despertador del «gigante dormido».

COREA DEL SUR

La particularidad del desarrollo surcoreano a partir de la muerte de Park Chung-hee en 1979, es que el proceso de reforma económica será acompañado por la vigorización de la sociedad civil, que culminará en la transición democrática.

El nuevo gobierno de Chun Doo-hwan se enfrentará a las consecuencias de las dos crisis del petróleo que comprometieron el desarrollo de la industria pesada en los años 1970. El principal reto, en el corto plazo, era una inflación crónica y galopante, pero, a largo plazo, la preocupación de los burócratas coreanos estaba puesta en la necesidad de aumentar la competitividad de la industria nacional por medio del cambio tecnológico, y la apertura comercial. En efecto, Chun Doo-hwan, y su sucesor Roh Tae-woo, deberán enfrentarse a la instalada lógica mercantilista, presionados por sus socios comerciales, sumado a fuertes tensiones con los chaebol y los sindicatos.

El comienzo de la década estará signado por políticas de restricción fiscal y monetaria para paliar la inflación, como en Japón. Se destaca la reducción de factores de costo, como los salarios, el aumento de la tasa de interés (que irá descendiendo a lo largo de la década), y la aplicación una sistema de tipo de cambio flexible, para devaluar el won.
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El principio del «gasto balanceado» inaugurará una ortodoxa política fiscal que buscará evitar elevados déficits, además de reformularse la intervención estatal en la economía, que había permitido altos niveles de concentración de la producción en los chaebol. Se redujeron así los controles y se privatizó la banca. Se promovieron fusiones y ventas de compañías para disminuir la sobrecapacidad.

A lo anterior se sumó la apertura a la inversión extranjera, y la reducción de barreras arancelarias, fomentando la competencia externa.

Pero, pese a los esfuerzos, la concentración económica no se redujo. Por el contrario, el gran capital supo reacomodarse a la nueva situación, y la renuncia del Estado a determinadas herramientas (como la dirección del crédito) terminaron por perjudicar a las PYME.

Al igual que en China, durante la primera parte de la década se busca aplazar la problemática de la desigualdad. En este caso, bajo el eslogan de «crecimiento primero, y distribución después».
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No obstante, a mediados del decenio, el favorable contexto internacional por las llamadas «tres bajas», contribuyó a una rápida expansión económica. Y en 1987, el año de las elecciones, la producción creció más del 12%. Será para esta época cuando, debido a los disturbios sindicales y las huelgas, se pone de relieve la cuestión distributiva, y en diversos sectores se acordarán aumentos salariales. Pero en 1989 el recalentamiento de la demanda interna generó nuevas alzas inflacionarias, y un importante déficit comercial.

En un balance general, las reformas de los años 80 permitieron mantener altas tasas de crecimiento económico, y condujeron a la inserción del país al nuevo contexto comercial global (complementadas con una formidable inversión en ciencia y tecnología aplicada a la producción). Pero también queda claro, luego de la crisis de 1997, que este crecimiento no se logró sino sobre una estructura muy vulnerable ante el sector externo, y en un contexto interno políticamente complejo que no favoreció a la comunicación, ni a la complementariedad entre la política económica y los agentes de la producción.

COREA DEL NORTE

Distinta fue la realidad del vecino del norte, la República Popular Democrática de Corea, en donde el agotamiento de la economía central, planificada a principios de los años 80, no significó un cambio de paradigma en los principios Juche de autosuficiencia y autarquía. Incluso aunque el Estado debió declararse en bancarrota a mitad de la década, y además el hecho que desde 1978 ninguno de los planes septenales haya cumplido sus objetivos, hicieron que el país se mantuviera en el ostracismo económico.
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Las autoridades recién comenzarán a evaluar unas tibias y lentas aperturas a la inversión extranjera en la traumática década siguiente, ante la severa crisis (durante los años 90 el PBI se contraerá un 22%), acompañada de hambrunas, e inclemencias naturales.

JAPÓN

Si bien el Japón estaba acostumbrado a ciclos de expansiones, restricciones, y caídas relativas de la producción y el consumo, la crisis de 1973 marcó el fin de la era de crecimiento acelerado, que supo colocar a la nación nipona como segunda potencia económica del mundo capitalista.

Es cierto que el gobierno nipón no era ajeno a políticas de austeridad monetaria, que ayudaron, por ejemplo, a reducir la inflación generada por la segunda crisis del petróleo. Pero en cuanto a la desregulación general de la economía, los japoneses tenían una visión diferente.

El concepto de ‘kesei kanwa’ tiene más que ver con una relajación de los controles, que con la ausencia del Estado en el terreno económico. De allí que las reformas del sector financiero, las privatizaciones, y la mayor apertura económica tuvieron un ritmo bastante más lento en Japón que en las demás economías industrializadas.
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De todos modos, como en Corea del Sur, no cabe duda que la burocracia y la clase política se vieron obligadaos a reformular sus históricas relaciones con los keiretsu, que le habían ganado al país el apodo de «Japón S.A.», desproveyéndose de diversas herramientas de intervención y planificación.

Además, criticando el alto superávit de la cuenta corriente japonesa, las presiones occidentales para una mayor liberalización comercial se fueron intensificando a lo largo de la década.

En 1985, tras la liberación de los tipos de cambio de 1971, y en parte como consecuencia de los planes del G-7 de incentivo a la inversión y al consumo doméstico, el yen entró en una apreciación constante, que durará hasta 1989. Se abre así el conocido período de la «burbuja» financiera.

En concreto, la apreciación del yen generó, por un lado, el incremento de los valores de las acciones y las propiedades, dejando un amplio margen a la especulación. Y por el otro, ante el encarecimiento de los costos locales, muchas empresas japonesas comenzaron a invertir y producir en el exterior (primero en Estados Unidos, y más tarde el Sudeste Asiático).
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Es en ésta época, y en vistas de la pérdida de competitividad, cuando también vuelve a adquirir importancia la inversión en tecnología para reducir los costos del trabajo.

Se intentó endurecer el crédito para ir descomprimiendo la burbuja, pero ya era tarde. A fines de 1989 se derrumbó la bolsa de Tokio, abriendo un largo período de estancamiento y letargo económico.
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