Sociedad Cronopio

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Un rinconcito al sur del aburra

UN «RINCONCITO» AL SUR DEL ABURRÁ

Por Marta Lucía Fernández Espinosa*

—Primera parte—

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La diversidad de origen en el tiempo y en la composición poblacional de los barrios de Itagüí, ha generado unas nociones de ciudad heterogéneas, sin el conocimiento de las cuales se haría complejo interpretar la realidad del municipio. Para efectos del presente ensayo y por la proximidad de la experiencia educativa vivida con estas tres comunidades he tomado tres conglomerados poblacionales de las zonas noreste, occidente y suroeste del municipio.

Lo que ha caracterizado a Itagüí no es tanto su condición de ciudad industrial poblada de obreros, sino sus condiciones de carencia, precariedad y acomplejamiento, nacidas de los orígenes de su población, los encuentros entre sus habitantes y las difíciles condiciones materiales de vida, lo que la ha hecho inhibida para el ejercicio de la civilidad propia de la democracia. En mi concepto, la zona occidental aledaña al parque principal de Itagüí, en la que reposa el barrio el Rosario, se hace fundamental para la interpretación de ciertas tendencias que han marcado la historia del municipio. Siendo este el vecino más importante del parque principal y habiendo aparecido en la historia del Municipio más temprano que las otras dos poblaciones con que entraremos en contacto, custodia en su memoria los semblantes característicos del habitante de Itagüí de manera más inexorable que los posteriores pobladores.

Su nombre, que tanto afán por ser cubierto a través de su santificación despertó en la Iglesia, debe proponernos una primera sospecha sobre lo que allí se encubre. La coincidencia en el tiempo del origen de este barrio con las Encíclicas de León XIII [1], que le darían el nombre de «El Papa del Rosario», pudo haber generado la intensión de aquel sagrado bautizo. Ha debido ser muy temprano y al iniciarse el siglo veinte que aquel «escondite» habría tomado el nombre de «El Rincón», porque ya en la década de 1930 a 1940 figura en el Anuario Estadístico de Antioquia como Rincón Santo, según nos lo cuenta Gabriel Mauricio Hoyos y Ángela María Molina en su valiosa Historia de Itagüí; sin embargo sabemos por la tradición que antes de llamarse Rincón Santo, aquel escondrijo llevó también el nombre de «El Rincón de las Brujas», lo que le escuchamos contar en algunas charlas comunitarias a nuestro escritor ya fallecido don Alberto Cadavid Mejía, sobrino de Don Juan Nepomuceno Cadavid, el cura párroco de aquellos tiempos.

No será de extrañarnos que las «gentes de bien» hubiesen tenido serias preocupaciones respecto a nombre tan insidioso por los tiempos del Primer Centenario de aquel, hasta entonces pueblo humilde y recóndito, sin noción de orden ni civilidad alguna, que vivía a su holganza desparramando por las callejuelas sus niguas y pulgas compañeras de sus animales de crianza, las cuales gozaban de buen pastoreo frente a las puertas de la iglesia principal. Un rincón de brujas que se deslizaba por un puente ruinoso hecho de madera con techumbre, hacia el que debería ser el vergel de la civilidad y que ponía en comunicación casi directa a esas gentes «arrinconadas» con la iglesia principal, debió generar muchos desasosiegos a quienes por entonces estaban en los preparativos de las festividades ceremoniosas y nada provincianas del centenario. Digamos que debió ser el tío de nuestro escritor, el párroco Juan Nepomuceno Cadavid quien en 1914 propuso que se cambiara el nombre por el de «El Rosario», y con ello daremos crédito a nuestro emérito don Clímaco Agudelo Ángel, de lo cual dejó testimonio en el proyecto educativo institucional de la Institución Educativa El Rosario (entiéndase «la escuelita del Rincón»), al cual tuve oportunidad de escuchar en ese entonces. Sin embargo Don Clímaco apenas tendría unos cuatro años para aquella data de Juan N. Cadavid, por lo que podríamos atenernos a los datos más exactos consignados en la Historia de Itagüí que escriben don Gabriel Hoyos y doña Ángela Molina según la cual el acuerdo Nº 9 del Consejo Municipal de 24 de noviembre de 1912, ya establecía que el nombre del barrio el Rincón Santo cambiaba por el de El Rosario. Digamos que el Concejo Municipal tuvo la iniciativa, o que el párroco no obró por recomendación de gentes de bien que embelesadas por su sana intención de hacer de ese pobre pueblo una ciudad organizada se concentrarían en la Sociedad de Mejoras Públicas un 24 de diciembre 17 años después por la iniciativa de don Luis Mejía Álvarez, tras alcanzar los extraordinarios éxitos de la celebración del primer centenario. Digamos incluso que aquellas gentes de bien no obraban en representación de partido político alguno. En todo caso, no haré esta afirmación más que a título personal, diré por mi cuenta y riesgo que aquella preocupación por el nombre de tan sospechoso rincón llevaba consigo una moralidad conservadora y católica, de la estirpe jesuítica que tanto denunciaran José María Vargas Vila y Fernando González Ochoa. Una que sabiendo lo que ocultaba, lo disimulaba con intención revistiéndolo de santidad.

Lo que sí tenemos es un absolutismo conservador que ha durado más de dos siglos a la cabeza del poder en Colombia, y para conservarse en el poder se han inventado toda suerte de simulacros, derramando la sangre de los colombianos sin pudor, las luchas entre liberales y conservadores del siglo XIX, en todo caso fueron el intento de hacer valer por parte de los liberales un estado laico realmente hijo del liberalismo como ideología del capitalismo, fue con su muerte que moría la República. Los conservadores han traído a la nación un arcaísmo entristecido y humillado de nobleza y aristocracia que jamás vivieron y del que siempre se sintieron sedientos, es por ello que con la sociedad de castas ha podido conservarse intacta por tanto tiempo en la ideología. Cabría decir con Vargas Vila: «No, este país de las horcas y del poder absoluto podrá ser el Nuevo Reino de Granada, pero no es la República de Colombia» [2]. En Colombia se ha apostado por un país jesuítico perverso, que nos ha sido ya descrito por Vargas Vila y por Fernando González, que posa de cristiano allí donde erige un cadalso. Los caballeros de Loyola hablaron siempre al oído de las majestades conservadoras y sacaron su provecho plagando de una doble moral a los colombianos.
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No bastó transformar el nombre por Rincón Santo, de lo cual no he conocido ordenanza alguna, sino que había que hacerlo olvidar. Lo más extraño es que hasta nuestros días y habiendo transcurrido una centuria, todavía tengamos que hacer claridad para diferenciar el Colegio El Rosario, ese que fundara la Sociedad San Vicente de Paúl en 1942, en la región adyacente al parque principal y que funcionara como institución privada desde entonces; de la Institución Educativa El Rosario esa que no obstante hoy esclarecemos que funciona en El Rincón y que todavía es llamada «la escuelita» de manera lisonjera por sus mismas gentes, al servirse allí una educación oficial destinada a los más pobres. Lo excepcional radica en la cortedad del tiempo que duraron aquellos nombres del Rincón o Rincón Santo en la tradición formal y lo mucho que han perdurado en la usanza real. Algo que renuncia a toda santificación y se resiste a ser borrado de la memoria parece querer hablar desde aquel rincón.

Pero mucho más delator de la autoflagelación acomplejada resulta el bautizo que con el nombre del Rincón hacen los habitantes que van llegando a aquel lugar, es como si ellos mismos se supieran ya desde el principio unos arrinconados, unos desdeñados que por no tener nada propio les estaba dado el ocultarse. Debía latir en aquellas gentes mucha cimarronería; cargaban en sus genes los recuerdos de todos los vejámenes civilizadores de los españoles; obraban menos como antioqueños libres colonizadores que dieran a sus terruños recién poblados nombres consensuados en medio de fiestas y jolgorios, y más como esclavos libertos que cargaban con la mala conciencia del arrebato ilegal de su libertad, o como los amedrentados restos de los Nutabes, diezmados y desalojados de sus tierras al sur de la Quebrada Santa Helena y vueltos a expropiar de las tierras que don Francisco Carrillo de Albornoz les concediera en la Estrella por las constantes llegadas de los admirados colonizadores, de los que también hubo desde el principio pícaros, espíritu del que se ha enorgullecido siempre el paisa.

Digamos pues que estos recién llegados al Rincón al asomar el siglo XX son de esa estirpe de despojados que ha caracterizado nuestra historia, que eran desplazados, los abuelos de todos los desplazados que iba a albergar Itagüí con el correr de los tiempos. Llamaban Rincón a su poblado y con aquel nombre se marginaron a sí mismos desde el principio. No fueron compradores de tierras como mestizos acaudalados, no fueron puestos allí por ningún empresario colonizador, fueron ocupantes de tierra sin proyecto colectivo diferente que el de sobrevivir, por eso iban a albergarse en un pueblo que a lo mejor iría a necesitarlos. Pero muy pronto supieron que aún sin ellos, en materia económica, aquel pueblo marchaba. Estos cimarrones, libertos, ñapangos, montañeros, sin allegados ni dolientes empezaban a tejer para Itagüí la manta que cubriría su manera de ser, la que a fuerza de ser multitudinaria se haría determinante, la del acomplejamiento arrinconado del mestizo para quien las ideas democráticas liberales sonarán como las campanas de su oportunidad sin resultarle siquiera comprensibles. De espaldas a ellos, los pobladores iniciales, parientes de ricos medellinenses, de costumbres católicas y conservadores por afinidad política con la tradición; traían a aquel pueblo la naciente industria antioqueña y las ideas de civilidad bajo el concepto de Mejora Pública.

Aquella miscelánea racial y de diversidad de orígenes culturales dio lugar a seres promiscuos y ruidosos en donde las inciertas y difíciles condiciones materiales de vida agotan todos los tiempos vitales en los cuales ya no queda lugar para la conciencia social; una que nacida de su propio genio y talento, diera cuenta de su propia realidad. Tornábase en una comunidad para la que había que pensar, en nombre de la cual había que obrar. Una democracia mestiza nacida del cristianismo como rasero de igualdad, pero no de la ilustración y por lo tanto no fue el fruto de la racionalidad y el pensamiento político.

No conoció Itagüí en aquellas selvas del nacimiento de pensadores, lo que en cambio sí ha conocido es el de multitudes de murmuradores que en todo tiempo han sido la materia prima de la ficción; se trueca allí el barullo en verdad por la fuerza de la mayoría que por democracia entiende el derecho a parlotear. Este ejercicio cotidiano les enseñó que todo vale por igual, que la verdad y la mentira son cuestión de un buen relato. De estas montañas bajan las ideas de que todos tenemos derecho a que se nos considere buenos escritores, historiadores, poetas, intelectuales, en razón de la democracia; como si la democracia fuera el prometido cielo cristiano de igualdad en donde todos los bienes espirituales son adquiridos por el simple hecho de ser hijos del mismo dios y profesar la misma fe, la democracia de los pordioseros. Es esta la manera como alcanza su máxima evolución la moral de los esclavos, el pensamiento de rebaño, propio del que espera ser reconocido y mendiga el derecho, que farfulle a los oídos de los patricios, experto especulador del intercambio de favores comunitarios por usuras individuales a cargo del estado. La democracia de los arrinconados es el ejercicio individualista más incompetente para asociación alguna, capaz de hacer vender hasta la conciencia.

La extensión que el sector denominado el Rincón ostentó por varios años como atribución geográfica sobre los terrenos en que hoy se distinguen los barrios Fátima 1 y 2 y las zonas campestres de la vereda La María, el morro Guillermo Zuleta (loma de los Zuleta), los Tres Dulces Nombres y los terrenos adyacentes a la quebrada Doña María hasta el puente de Curtimbres; guarda en su memoria esbozos trascendentales para la comprensión de la historia de Itagüí. Desde allí se movía la planta eléctrica del municipio hacia 1928, treinta años después de que apareciera la luz eléctrica en Medellín, nutriéndose con las aguas de la quebrada la Tablaza. En este lugar, pariente por vecindad de otros lugares de importancia arqueológica, reposan los petroglifos, denunciados ante el Instituto de antropología de la Universidad de Antioquia por don Alonso Escobar Montoya desde 1954 [3], que tan mencionados como inexplorados siguen guardando silencio sobre los antiguos pobladores de la región y exigiendo un itagüiseño pleno de voluntad y talento capaz de adentrarse en sus inexpugnables enigmas.
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Este terruño, tal como nos los contaba don Clímaco Agudelo [4], ofrecía a principios del siglo veinte un camino de herradura que serpenteando la montaña venía a desplomarse en los terrenos de Belén aledaños a lo que hoy conocemos como Campos de Paz, fue el callejón obligado que usaran los itagüiseños para llegar a Medellín. Los torcidos y adulterados causes de la Tablaza aún relatan en su recorrido el arrojo y espanto de una querella no resuelta entre la industria y la naturaleza; aún murmuran el descontento que genera la desmedida ambición individual, delatando los límites reales del iusnaturalismo [5] y con él la incapacidad del estado moderno para asegurar los derechos naturales a los ciudadanos de las repúblicas soñadas por los ilustrados.

Ese estado burgués, tan proclive a favorecer las élites en desmedro de las multitudes y que para entonces ofrecía unas tentaciones adicionales en un pueblo «arrinconado» que invitaba a las industrias a establecerse en sus tierras con la prebenda de favorecerse de la exención de impuestos y el uso indiscriminado de su hidrografía. Un rincón que guarda en su memoria el pavor de las inundaciones le recuerda a Itagüí las generaciones sucedidas década tras década, que antes de aprender los puntos cardinales debían aprestarse en los oficios de armar y arrastrar carretas por las empedradas calles del pueblo para recoger agua en las afueras de la Cervecería y Coltejer, porque a los itinerarios cotidianos de sus gentes se sumaba cada día el del racionamiento del agua, todavía en la década de los años ochenta del siglo XX. Un rincón que ha nutrido con sus gentes las necesidades de los mercados emergentes en todos los tiempos vividos por la economía marginal del municipio, como corresponde a sus orígenes; un rincón en el que se ha guardado la doble moral del paisa citadino a modo de muladar. Un rincón desde donde se han dado cita los poderes individuales suplantando los estatales para hacer las leyes de la ciudad por sus propias manos, imponiendo toques de queda y límites (que hoy se dan en llamar invisibles) entre vecinos que jamás han suscitado querellas legales por los terrenos sino por los territorios de poder; un rincón como ese que ha puesto por testigo horrorizado su paisaje y llevado a las aguas de su Borrasca (la quebrada Doña María) los cadáveres de los imprudentes que osaron desconocer la geopolítica del desmedro. Un corredor que llamaba a los distinguidos visitantes a esconderse subrepticios allende el puente de madera hacia los boscosos trechos para cambiar pasiones y desenfrenos por donativos, dejando que las sangres se religaran con ímpetu voluptuoso en obediencia al mandato natural de la fecundación. Un rincón que en su tufillo hogareño rememora los fétidos efluvios de los pútridos restos bovinos que la fabricación de las afamadas suelas de Itagüí ha arrojado a los torbellinos de la Doña María desde 1926. Un vasto territorio verde venido a menos, una magnífica geografía montañosa entre cuyas alturas hoy no se dan cita las compañías constructoras para vender a precios exorbitantes el preciado oxígeno y el paisaje que actualmente encarece las viviendas campestres de los municipios vecinos.

Esta envidiable geografía que custodia las aguas de la Tablaza, tributarias de la doña María, cuyas óptimas condiciones climáticas y orográficas bastarían para llenar todas las ambiciones ambientales y los más escrupulosos estándares de hábitat en el mundo, se conservan a discrecional distancia de las altas clases en los orígenes de su poblamiento. Pasa a este extenso bosque respecto al centro del municipio, algo semejante a lo que sucedió a Itagüí respecto del centro de Medellín, en aquellas zonas pudieron estar ubicadas fincas agrícolas, con un escaso número de familias de sus primeros habitantes, que al parecer no usaron como vivienda durante el siglo XVIII, pero que para finales del siglo XIX se encuentra más habitada que las otras zonas de poblamiento encontradas por el censo de 1883. Esa extensión que en principio fuese más amplia condenó a retiro y arrinconamiento a los unos de los otros y señaló como margen natural el cause de la Doña María, haciendo una la condición para unos y muy otra para los otros… En aquel sector irían a quedarse los «montañeros» que para los civilizados de principios de siglo veinte (y en ello Itagüí no es una excepción), eran esa ralea de gentes pobretonas y ñapangas que obtenían su sustento de la producción del suelo y que vivían en las altas e inhóspitas zonas montañosas lejanas de la civilización. Todo antioqueño busca entre sus ancestros un pariente que hubiera nacido en el centro de Medellín para demostrar la nobleza de sus orígenes, y está en su cultura que todo antioqueño de «pura sepa» presume de haber nacido en el Parque de Berrío; con lo que esa división entre los habitantes de las montañas y de las ciudades delata aún un principio de segregación que se preserva en la cultura de sus gentes.

La «nostalgia» de una ciudad ideal hace desear un origen mítico, esa nostalgia no era la enunciada por las mayorías recién llegadas a Itagüí, sino el ideal del propietario que ya a principios del siglo XX expresaba con añoranza la tristeza de la pérdida de sus tradiciones eminentemente católicas y religiosas, con el advenimiento de bárbaros extranjeros, venidos de las regiones vecinas que les hicieron soñar con mejorar lo público e ir creando a lo largo del siglo XX la fábula primigenia para erigir un municipio que del origen de su nombre hace un mito y se conforma con cualquier explicación, sin haber jamás requerido de evidencias para sus creencias, que rinde culto a un cacique imaginado y que a falta de jefe tribal del cual hacer descender su heredad pretende cohesionar la hermandad mítica en torno a un tiempo primitivo fabulado, la hace cabriolear en torno a un padre de mármol y óleo.
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Sin embargo ese pasado ideal que hace ambicionar el eterno retorno es también una leyenda; el siglo XIX de las élites antioqueñas no había parado de ser un acomodamiento a nuevas estrategias económicas que bajo ideales emprendedores tornaban su mirada a la agricultura y la ganadería con ánimos eminentemente comerciales tras el ocaso de la minería. Habían sido los tiempos en que la capital del departamento dejara de ser Santa Fe de Antioquia y recayera el protagonismo en la Medellín que menos de un siglo después habitaría don Fernando González Ochoa y sus amigos Panidas, la del comercio naciente que no abandonaba esa inadmisible mezcla de cristianismo y discriminación y se mostrara por ello apegada a las tradiciones, toda suerte de ellas a fin de impedir las mezcolanzas raciales. No resulta difícil comprender en Don Tomás Carrasquilla ese mismo espíritu nostálgico que le hace añorar las fiestas católicas tradicionales de la familia. El costumbrismo y el romanticismo como expresiones literarias de principios de siglo irán a confesar esa brecha que generaba la despedida del mundo colonial y el ingreso al mundo urbano. Aquellos tiempos ideales pretéritos eran los tiempos rurales que iban siendo abandonados para construir la ciudad del burgués moderno, y que hicieron pensar a sus gentes acaudaladas que aquellos orígenes allende los mares que separaban a ricos de pobres en estas tierras, los habían emparentado con los señores feudales y les garantizaban noblezas que los habían separado desde siempre de los plebeyos: indios, negros, mestizos y mulatos. Unos tiempos antiguos se evocaban como tradición, que en todo caso no parecían añorar las batallas libertadoras de comienzos del siglo XIX, sino los campanarios, los castillos, el feudo, los ejércitos del señor y las seguridades en la conservación de las distancias entre unas y otras clases sociales, una añoranza del feudalismo no vivido y que por profesión de fe se aseguraron a sí mismos que había llegado a su memoria nostálgica con fragancias amaderadas y humedad salada en las embarcaciones españolas, de donde habían descendido sus abuelos materno y paterno; asunto que no sería tratado con tanta claridad en el siglo XVI, pero que sería definitivo en el siglo XVII, cuando puritanos estadounidenses y colonizadores «antioqueños» llegan a América. Aquellos tiempos perdidos y añorados de los acaudalados ricos y conservadores antioqueños de principios del siglo XX, padecían de ceguera frente a la realidad vivida en los violentos enfrentamientos a lo largo del siglo XIX con los liberales. «Los guerreros liberales han sido los continuadores de los guerreros inmortales; sin ellos la grande obra estaría por tierra, y reyezuelos cómicos como Itúrbide [6], habrían reemplazando la sombra que proyectaba en el continente, el fantasma de los reyes católicos» [7]. En aquellos ensueños de hidalguía se irían a instalar los ideales de la oligarquía nacional con más ambiciones aristocráticas que liberales en lo que atañe a su convicción política.
(Continua página 2 – link más abajo)

2 COMENTARIOS

  1. Estoy más que fascinada con este relato. No niego que me tomo tiempo leerlo, pero más tiempo me ha tomado releerlo.

    En tus palabras viajo, y observo desde tus ojos la historia de Colombia vista desde Itagüí; camino entre el pasado, el presente y el futuro de mi pueblo. Si la historia refería el siglo XIX, yo me paseaba incomoda entre mi infancia, sintiendo sin remedio el dolor que produce ver como esta historia viaja cíclicamente entre el poder y la angustia del reprimido.

    Magnifico la forma como ésta monografía de la historia de Itagüí hace un verdadero recorrido entre la economía que transita de lo manual a lo industrial; la indiferencia política que divaga entre lo “moral” y lo “justo”; la sociedad que se avergüenza de sus raíces, la cultura destrozada por la apatía; la educación y la erradicación de sus verdaderas bases y sobre todo, la parte de la tierra y sus campos vendidos y revendidos; aquí puedo descubrir la realidad de un municipio que se debate entre el amor y el odio de sus coterráneos.

    Hay quienes pretenden “borrar del mapa” la historia que nos pertenece, otros en cambio se avergüenzan de pertenecer a ella, pero no se dan cuenta que la historia está en las letras y las letras fugándose incansable entre los llamados “Locos” del pensamiento.

    Me siento privilegiada de haber leído este ensayo y descubrir la historia de indiferencia que nos mantiene oprimidos, pero siento la fuerza de tus palabras que aunque dolorosa y fatídica representa para mí una esperanza. Al conocer nuestra historia podemos reconocernos en un proyecto colectivo de mirar con ojos críticos y actuar bajo el amparo de no caer en los mismos errores.

    Gracias infinitas por compartirnos ésta, nuestra historia. Gracias infinitas a tu capacidad de análisis, investigación y sobre todo a tu fascinante forma de dominar las palabras.

  2. Tuve el privilegio de conocer una rectora de algunos colegios públicos de Itagüí. Su sonrisa lúcida, sus cabellos vivos y dispersos, su mirada y su voz apasionante, nada que ver con las señoronas rectoras de la decadencia del desgastado sistema educativo del país. Los políticos reaccionarios la persiguieron, la molestaron, la “castigaban” mandándola a los peores “rincones” de colegios. La declararon loca, y ella con su sabiduría les siguió en el juego de la locura, y le ganó una partida al Estado ciego de poder, a las vanidades de poderes locales burlescos, que no saben, ni uno ni otros, para que tienen colegios y rectores, mientras la juventud era cooptada para la ambición burgués en su nueva expresión que era la mafia.

    Luego, Marta Lucía Fernández, la ex rectora, pudo ser lo que le dio la gana: loca, mamá, cocinera, filósofa, historiadora, solitaria, escritora, amiga, amante. Y en una casa hermosa de Itagüí, sin que nadie se diera cuenta, escribió los pensamientos más altos y por ello los más profundos sobre la condición humana. Escribió su colosal “Pentimento”, obra que poco a poco se ganará su lugar en el espacio de lo bien escrito y de lo bien nombrado, indicando que en estas tierras sí puede nacer la sabiduría, -y para despecho de los hombres y de algunas mujeres-, la sabiduría hecha mujer.

    Marta, luego colega y cómplice de nuestra Escuela Zaratustra, nos regalaría ensayos, cuentos surgidos de una manantial inagotable de conocimientos, sensibilidad y la picardía de aquellos que saben leer el futuro en lo pasado, mientras que los demás andan embobados en un eterno presente sin símbolos ni sueños.

    Ahora ella pública un ensayo, que es una monumental historia de Itagüí, una historia que supera los relatos anecdóticos de las historias de los territoritos mal contados, y escribe la historia de una parte diría ella, de tres partes; pero digo yo, del todo lo que ha sido Itagüí, pueblo como expresión de reaccionarios y excluidos, que se encontraran en el crisol de la violencia.

    Celebro hoy esta historia de Itagüí que nos regala Marta Lucía Fernández, para conmover y desacoplar nuestras concepciones de vidas sin pasado. Espero con ansiedad las dos partes posteriores de este trabajo, e invito a los despiertos y a las despiertas para que lean esta obra.

    Hagamos el elogio hoy, leyendo esta creación y no esperemos cien años más, para que venga un político reaccionario de esos que pululan tanto en Itagüí, y sin haber leído nunca a nuestra escritora, pretenda luego hacerle un homenaje con una placa en un muro para olvidar; diciendo que habrá que “rememorar” a aquella pensadora olvidada,… pero que todos sabemos, nunca la leyeron, y que ellos, para esa oligarquía local, solo fue una loca ex rectora.

    El homenaje se lo debemos hacer es hoy, en estos instantes, que sabemos que nuestra amada filósofa es también la historiadora que estábamos necesitando en Itagüí.

    Frank David Bedoya Muñoz
    24 de agosto de 2015

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