Ese mismo espíritu tradicionalista parece alentar mucha de nuestra ambición frente a la historia, que ejerce fascinación hacia las biografías y las genealogías en busca del origen blanco y la historia del parentesco, y que por supuesto no encuentra nada de honorable ni mucho menos cómodo en la tarea de escudriñar las azarosas mezclas raciales de los montaraces pobretones. A las rústicas multitudes les estarán destinadas las estadísticas, los análisis generales, las hipotéticas suposiciones, y es de esa manera como ingresan en la historia; o por lo menos en la historia oficial, la preocupación por la historia de masas a lo sumo merece el insulto de socialista. «El pueblo colombiano siente vagamente todo esto, pero aquí “la verdad perjudica”. ¿Cómo se insultan los que ahora aspiran a gobernar a Colombia en 1942? “¡Usted es socialista!” es el supremo insulto que se arrojan mutuamente. “¡Usted ama al pueblo!” es el insulto supremo. Pero el nuevo orden nos llegará… de fuera. Aquí nadie lo tiene por dentro. El alma de Santander es veneno letal, regado desde la Goagira hasta el Amazonas. Es Colombia el único país del mundo en donde el amor es infecundo y fecunda la mentira. ¡Pobre pueblo patizambo, sin escuela, limosnero, miraculado por la caridad, recibidor de casitas para campesinos, llamado “chusma” por sus dirigentes!» [8]
Las últimas décadas del siglo XIX no habían logrado concretar el proyecto político que condujera a la civilidad, los intelectuales liberales de la nación que mejor alcanzaban a dimensionar los esfuerzos del proyecto independista alcanzaron pocos espacios en la vida pública, y los más firmes ilustrados en el sentido dieciochesco perecerían de muertes violentas, de exilios o de silencios. El pueblo liberal dirigido por aquellos intelectuales tuvo su ocasión de encender un espíritu de conciencia a cerca de su condición económica y política por un breve espacio en el tiempo, el pueblo ralo aupado por los hacendados se aglutinaba en las guerrillas conservadoras que en todo caso eran los ejércitos pueblerinos de esa hidalga casta política conservadora, se ofrecía mercenario en la defensa de su verdugo, en estas huestes no faltaron los indígenas, incluso los del Cauca.
Así iría a despuntar el siglo XX, con vientos de regeneración catequista, que bajo la mirada de sus dirigentes obligaría a los montañeros paisanos a profesar un conservadurismo ajeno a sus tendencias. De Itagüí no partieron ejércitos aquel sábado 12 febrero de 1820, hacia Chorros Blancos para acompañar a José María Córdova en el enfrentamiento con las tropas españolas aún resistentes en el Alto de Boquerón (Yarumal) al año siguiente de la Batalla de Boyacá, y aunque al parecer «don Esteban Ochoa y don Francisco Arango… participaron en la Guerra de los Mil Días» [9], es sabido que antioqueños y costeños eran desertores temerosos de esos conflictos bélicos. Itagüí aparece como escenario de un conflicto civil en 1841 cuando el general Salvador Córdoba apoyado por fuerzas populares de Medellín se enfrenta al gobierno desde ese terreno selvático que era por entonces el Tablazo; sin embargo no es porque Itagüí sea el pueblo que allí resiste, lo que le vincula con este evento es a lo sumo el ofrecimiento estratégico de su geografía. Siendo un municipio antioqueño no habría de extrañarnos su indiferencia frente a los asuntos políticos nacionales, ocupados como estaban los antioqueños en los procesos de colonización, la construcción del ferrocarril, la apertura de un mercado internacional para el café y en la acumulación de las riquezas que darían lugar a la industrialización.
Acompañados de la iglesia y las ideas conservadoras, los antioqueños estaban redescubriendo la geografía colombiana, dando valor a las selvas anteriormente despreciadas por las ambiciones mineras de los españoles. Los colonizadores antioqueños autorizados luego por Mon y Velarde y en una estrategia paralela a la llevada a cabo por latifundistas que ostentaban las cédulas reales de propiedad, construyeron poblaciones, se hicieron propietarios aún antes de llegar a Antioquia. La nueva figura de la Concesión entregada en pago a un noble recién ascendido a «hijodealgo» o Hidalgo (favores que se compraban a los mercenarios europeos que terciaban entre el poder del rey y el del papa), vieron nacer de sus manos la creación de los pueblos mientras emprendían una empresa. Tal vez por ello a la afamada democratización de la propiedad implantada por los antioqueños no le hizo falta por el momento razonar a cerca de ideas políticas que justificaran las nociones de igualdad, libertad y fraternidad que al mismo tiempo se esgrimían allá por los alrededores de la Bastilla. Es que no iba a nacer en Antioquia ninguna propuesta política que legitimara la democratización de la propiedad, ni las ideas liberales tendrían en este territorio su mejor expresión; baste para ello entender lo que significa ser un «Liberal de Rionegro». Pragmáticos como fueron, dejaron las discusiones formales y racionalistas sobre la construcción de un país a los otros, ellos estaban ocupados en hacerlo desde lo concreto real.
El utilitarismo y el individualismo van con cada antioqueño y se siembra por el occidente colombiano a golpes de hacha, negando que la verdad universal de derecho se imponga por criterios de la razón formal (valga decir las ideas liberales), o que se constate por la verificación con los hechos (valga decir las cédulas de propiedad sobre las tierras poseídas, que ahora parecían entregarse a unos avispados mercenarios que además de huir de un intrincado mundo de espionaje y asesinatos, con cuentas pendientes en otros países europeos, accedía al nombre y a las concesiones antioqueñas y sería custodiado por Jesuitas y Franciscanos como lo fuera en su antigua tierra); lo que llevaba consigo era el criterio de que la verdad tiene una utilidad práctica y esa sólo se constataba por ser la conveniente a los intereses de los individuos. Los pueblos antioqueños se congregaron en torno a un fundador que les garantizara la estabilidad y perdurabilidad de la posesión y propiedad, establecieron con él relaciones de parentescos autorizados como los de padrinazgo; y por supuesto en torno a una ermita que en lo sucesivo estableciera las condiciones conservadoras necesarias para eternizar la posesión sobre sus bienes materiales.
A estos hechos son consustanciales las consecuencias del culto a la personalidad, cuyo mejor entorno es la democracia burguesa; y el racismo que bien pronto aparecerá con la moralización de las palabras: montañero, indio, ñapango, zambo, negro; y que surgirán del contacto entre campesinos incivilizados y citadinos «cultos» todos ellos antioqueños. Una cultura que no trascendería los límites del saber práctico. Del culto a la personalidad quedará constancia por la casi adoración que despiertan los empresarios de la colonización, benefactores de familias pobres con quienes comparten la propiedad de los terrenos selváticos y sin los cuales no podrían iniciar proyecto alguno de fundación de pueblos. Generalmente descendientes de familias ricas de Medellín, los empresarios de la colonización sembraron la noción de igualdad entre los parroquianos de primeras generaciones pero con el correr del siglo XX se hallarían distantes ya de los lazos de parentescos primigenios y desaparecería la noción de familiaridad que se había generado con el trabajo mancomunado de la colonización.
Pero esta historia no es la de los éxitos democráticos, no a todos cubrió la bonanza propietaria de la colonización, no todos alcanzaron acomodo y finalmente no todos llegaban a quedarse, el movimiento de la población empezaba a ser la manera como los antioqueños se relacionaban con el espacio, de acuerdo con la posibilidad de abastecer sus primarias necesidades, no fue la historia feliz de los propietarios, ni la tierra para todos. Tampoco fue la feliz historia del reconocimiento de la condición propia, desde entonces los menospreciados, que cargaban consigo la certeza de la mezcla racial como una culpa, trataron de arrancar de su historia y de su piel la memoria del mestizaje: ochavón (hijo de blanco y cuatralba —hijo de blanco con mulata—), cuarterón (hijo de blanco con tercerón —hijo de indio y blanco—), puchuela (hijo de blanco con ochavón indio), saltatrás (hijo de blanco y albino —hijo de morisco y español—) morisco (hijo de mulato y español), tente en el aire (hijo de cambujo con mestizo tercerón), Cambujo —hijo de chino e india—, Chino (hijo de lobo y negra), Lobo (hijo de indio y negra), zambo prieto (hijo de negra con zambo), son apenas algunos de los nombres de esas complejas redes raciales que iban buscando purificar la estirpe y hacer olvidar el pecado de la mezcla de los blancos con indios y negros o identificando la baja condición humana venida de las mezclas entre negros e indios.
La sola existencia de aquellos nombres nos relata la realidad del acomplejamiento y el arribismo que ha precedido la convivencia entre las gentes americanas sometidas por esa cultura española; la antioqueña entre ellas, es en Colombia la más inconmovible en esta manera de segregación. Que el concepto de humanidad no sea condición a la que se accede por igualdad y por derecho natural, iría a demostrarlo la existencia de una discriminación que clasifica los niveles de humanidad. Y que en principio supone ya una moralización de la genealogía y la existencia. La mácula había inoculado la cultura de los que por no ser debían buscar un deber ser, y a este lugar llegaba el primero quien demostrase su origen castizo, que en todo caso no podrá ser otro que el procedente del blanco de mejor cuna de la península ibérica.
Hacia 1900 cuando Medellín contaba con 45.000 personas, el Rincón no contenía poblador alguno de acuerdo con la memoria de don Clímaco Agudelo, era un sector selvático que para 1914 ya contaba más o menos con 68 casitas. Sin embargo cabe la duda a cerca de la fecha de su poblamiento, ya que don Marco Tulio Espinosa Acosta sitúa el nombre del Rincón Santo entre 1832 y 1911 [10]. Y esto parece decirnos que así como desde los inicios del siglo XVII, una larga centuria después de la llegada de los españoles, estas tierras, que empezaron a ser motivo de apropiaciones, adjudicaciones y ventas, pasaron a ser propiedad de los foráneos, los cuales no mostraron interés en habitarlas; al parecer realmente no ofrecían atractivo alguno a sus propietarios, que conservaban su vivienda lejos de estas tierras. Un rincón selvático y silencioso que por más de cuatrocientos años parece inhabitado, de repente en catorce años posee ya 68 familias, de acuerdo con la valiosa memoria de don Clímaco. De atenernos a la memoria de los testigos y su mirada no entraríamos a conocer bien la situación, pero lo que si nos regala esa memoria es la mirada que sobre el sector se tenía desde el valle central, como eran mirados o sentidos por aquellos blancos que habitaban el valle de la que sería la ciudad industrial. De ese bosque parecían llegarle ecos del pasado, sin más evidencias allí alojaron a sus comunidades primigenias y hasta le dieron bautizo, allí parecía haber brujas, pero lo que si no parecía era que hubiesen existido habitantes. Hacia 1883 cuando don Clímaco no había nacido, del municipio existían varios censos de los cuales uno en especial, por señalar sectores de poblamiento, va a delatar la existencia de pobladores en el Rincón (que incluso ya era «Santo») antes de iniciar el siglo XX. En el censo de 1883, pueden identificarse cuatro importantes sectores de Itagüí que en las bases de datos del ilustre profesor Víctor Álvarez Morales, figuran así: Sector 1: Buga-Tigre y Prado con 523 habitantes; Sector 2: Manguala y Doña María con 1441 habitantes; Sector 3: Bosque y Rincón Santo con 2024 habitantes y Sector 4: Centro y Ferrería con 1137 habitantes.
«Sector 3 Bosque y Rincón Santo, que comprende los partidos del Bosque y Rincón Santo, cuyos límites son los siguientes: La desembocadura del arroyo “Chavehondo”, aguas arriba hasta el nacimiento en el Manzanillo, de este parte siguiendo toda la cordillera arriba, límite con Belén, hasta la portada de una casa llamada “Panza” frente a la carretera, de aquí siguiendo arriba hasta el frente de Doña María siguiendo por todo el arroyo hasta donde desemboca Chavehondo. Primer lindero formado por el comisionado Juan Saldarriaga en el año de 1883, con arreglos en la ley del 1 de abril de 1858.»
Trescientas noventa (390) familias aproximadamente se situaban en el Rincón Santo hacia 1883, agrupados mayoritariamente bajo los apellidos: Estrada con 264 miembros, Restrepo 225, Gómez 106, Quiroz 76, Molina 66, Saldarriaga 65, Álvarez 59, Velásquez 56, Londoño 54 y un largo séquito de apellidos que desde aquellos bosques cotorrean sobre historias y orígenes de los itagüiseños.
La Itagüí de acaudalados descendientes de españoles, que pasó en los siglos XVII y XVIII también a manos de blancos venidos a menos y mestizos prósperos era la del valle, aquella que servía para el cultivo y la ganadería; y no la de las tierras que iban a denominarse el Rincón, esas se conservarían como selvas poco atractivas. Los intereses sobre Itagüí eran nuevos para el siglo XVII ya que había cesado la explotación aurífera que conservara el interés de los acaudalados por la antiguamente promisoria Santa Fe de Antioquia, Medellín se iba tornando de simple estación de paso en capital provincial, lo que iría a consolidarse hacia el siglo XIX. La Itagüí de 1674 contaba con diez familias, siendo el sector con menos población de Antioquia que encontró el censo de 1675… en 1786 contaba con (2075) dos mil setenta y cinco personas, entre los que se contaban 131 esclavos… Es al parecer un lugar que ejerce atracción de nuevos pobladores cincuenta años después. En 1835 parece haber aumentado su población y de alguna manera podría entenderse que los recién llegados no estaban nada acostumbrados a la vida de ciudad, lo hace pensar el surgimiento de normas que apuntan a establecer disciplinas entre los nuevos vecinos con manifiesta desconfianza de los pobladores ya establecidos frente a los foráneos hábitos que llegaban con pretensiones de establecerse, tal como lo describen Gabriel Mauricio Hoyos y Ángela María Molina, el numeral 23 del reglamento de policía de ese año daba a estos la autoridad y responsabilidad sobre los inmigrantes, que a pesar de los movimientos poblacionales eran tratados como extranjeros expresamente. Y que en su numeral 30 hacía prohibición de llevar la imagen de la virgen llamada la «pastora» [11] de visita a las casas, entre jolgorios. Eran los tiempos de la primera Guerra Carlista que acontecía en España entre 1833 y 1840, tiempos en los que se enfrentaban por la sucesión al trono Carlos María Isidro de Borbón e Isabel II, tiempos en los que se imponía la imposibilidad de reinado a las mujeres. Lejos estaban ya los tiempos en que a las pastoras se les aparecía la virgen en los montes, y que los Caballeros de la Orden de Calatrava hubiesen fundado una ermita para la virgen del Monte, que se llamó a si misma «la pastora». Estos eran los tiempos en que los capuchinos implantaban la fe popular en la «Pastora» y en los que Barquisimeto (Venezuela) la tendría por patrona. Pero en los que el proyecto antiliberal, radicalmente opuesto al proyecto de Bolívar, establecido por los antioqueños ya había afianzado su rumbo y empezaba a imponerse a Colombia. Por esta razón la Pastora, fundadora de creencias y domesticaciones populares en Venezuela, sería prohibida en Antioquia para evitar las reuniones populares en las que podría albergarse alguna idea revolucionaria o bolivariana.
Eran estos también los tiempos en que se institucionaliza el día miércoles como día de mercado en la plaza central. Tiempos de las nuevas oleadas colonizadoras hacia el suroeste antioqueño que se llevaron itagüiseños y de paso trajeron nuevos pobladores al parecer no muy bien avenidos a juzgar por sus costumbres y aspavientos paganos que ameritaron las normas policiales y las sismatiquerías de la iglesia. Para 1883 Itagüí contaba con una población de 5.138 habitantes, de acuerdo con el censo del 20 de septiembre de ese año. De ellos 1287 eran mujeres dedicadas a la administración del hogar, 1118 eran agricultores, 117 arrieros, 336 artesanas la mayoría mujeres, 210 sirvientes, 116 comerciantes, 18 costureras, 11 aseadores, 13 ganaderos, 7 empleados públicos, 2 médicos, 2 curas, 3 legistas, 3 cabuyeros, 3 herreros, 1 hilandera, 1 joyera y 1 albañil; 7 capitalistas, 3 propietarios y 3 negociantes; 17 vagos, 12 institutores para 626 estudiantes; 1212 menores de edad que no alcanzan la edad escolar. El 39% de la población total de Itagüí en 1886 vive en el Bosque y Rincón Santo y esta tiene los núcleos de población más importantes dedicada a los oficios de agricultores y administración doméstica, seguida de estudiantes y menores de edad, los cuales aglutinan el 82% del total de la población allí asentada, lo que hace pensar en una familia campesina numerosa [12] que se integra a la cabecera municipal a través del estudio de sus hijos de manera frecuente y muy posiblemente a través de la iglesia que, hasta el momento, no se había construido en el sector. El 18% de la población restante está ubicada en oficios que dentro del municipio ocupan un lugar importante, llegando a estar en este lugar el 100% de la población que se ocupa en ellos, es el caso de aseadores y médicas (parteras), seguidas por los sirvientes que son el 62% y las institutoras que del sector son el 58% de todas las que posee el municipio para la época, de modo que más de la mitad de las maestras de Itagüí vienen del Bosque y Rincón Santo; sin embargo, de las 7 maestras 5 pertenecen a las familias de don Víctor y don Vicente Espinosa; del hogar de don Víctor Espinosa y doña María Espinosa están Celina y María Teresa, y del hogar de don Vicente Espinosa y doña Bárbara Montoya: Clara Rosa, Ana Rosa y doña Bárbara. Para este momento en el sector del Centro como institutores se cuentan Don Nolasco Betancur y Doña Etelvina Restrepo en los mismos menesteres. Por la abundancia de estudiantes en todo el municipio para la época que superaría la distribución de cincuenta estudiantes por maestro, y el lugar privilegiado que ocupaba un maestro en estos momentos en la historia de los pueblos, es de suponerse que las familias que albergaron en sus senos maestros y maestras, eran familias prestigiosas y de reconocimiento social.
La existencia de comerciantes (21%), arrieros (31%) y artesanas (33%) en proporción semejante a la existente en el resto del municipio integran a la región con los demás sectores en condiciones más o menos equitativas. Estos hacen pensar en una vocación comercial, que sin lugar a dudas debe llamarnos la atención, ya que en efecto no se trata de una clase comerciante en desarrollo, sino de un servicio de transporte con recuas y mercancía seguramente en su mayoría ajenas, esto a juzgar por la condición de pobreza de sus campesinos que aún bien entrado el siglo XX es ya bastante visible. Los agricultores del sector conforman el 41% del total que de ellos existen en Itagüí de finales del siglo XIX, y en la misma proporción se encuentran agricultores en el Sector de Centro y Ferrería; lo que hace identificar un municipio con una vocación eminentemente agrícola, de la cual se nutre su artesanía. En efecto todo el entorno antioqueño no ofrecía para entonces una visión diferente, caseríos incrustados en tapetes verdes con apenas unas visibles alturas desde donde repiqueteaban los campanarios. Una importante diferencia entre el sector y el centro es que no existen allí negociantes, capitalistas, ganaderos y propietarios. El 100% de los capitalistas y el 53% de los ganaderos estarán ubicados en la zona central, así como el 33% de los propietarios y los negociantes; compartiendo estos oficios con personas ubicadas en la Manguala y Doña María, que igualmente se ubican en el valle del poblado. No hay ningún vago en el Rincón Santo, mientras que en los otros tres sectores no carecen de ellos. Condiciones que hacen pensable que estas gentes ubicadas allí antes de despuntar el siglo XX no son forasteros, y que en este sector se despliega una actividad económica de importancia, que hermana a los habitantes del municipio en torno a las condiciones materiales de vida.
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Estoy más que fascinada con este relato. No niego que me tomo tiempo leerlo, pero más tiempo me ha tomado releerlo.
En tus palabras viajo, y observo desde tus ojos la historia de Colombia vista desde Itagüí; camino entre el pasado, el presente y el futuro de mi pueblo. Si la historia refería el siglo XIX, yo me paseaba incomoda entre mi infancia, sintiendo sin remedio el dolor que produce ver como esta historia viaja cíclicamente entre el poder y la angustia del reprimido.
Magnifico la forma como ésta monografía de la historia de Itagüí hace un verdadero recorrido entre la economía que transita de lo manual a lo industrial; la indiferencia política que divaga entre lo “moral” y lo “justo”; la sociedad que se avergüenza de sus raíces, la cultura destrozada por la apatía; la educación y la erradicación de sus verdaderas bases y sobre todo, la parte de la tierra y sus campos vendidos y revendidos; aquí puedo descubrir la realidad de un municipio que se debate entre el amor y el odio de sus coterráneos.
Hay quienes pretenden “borrar del mapa” la historia que nos pertenece, otros en cambio se avergüenzan de pertenecer a ella, pero no se dan cuenta que la historia está en las letras y las letras fugándose incansable entre los llamados “Locos” del pensamiento.
Me siento privilegiada de haber leído este ensayo y descubrir la historia de indiferencia que nos mantiene oprimidos, pero siento la fuerza de tus palabras que aunque dolorosa y fatídica representa para mí una esperanza. Al conocer nuestra historia podemos reconocernos en un proyecto colectivo de mirar con ojos críticos y actuar bajo el amparo de no caer en los mismos errores.
Gracias infinitas por compartirnos ésta, nuestra historia. Gracias infinitas a tu capacidad de análisis, investigación y sobre todo a tu fascinante forma de dominar las palabras.
Tuve el privilegio de conocer una rectora de algunos colegios públicos de Itagüí. Su sonrisa lúcida, sus cabellos vivos y dispersos, su mirada y su voz apasionante, nada que ver con las señoronas rectoras de la decadencia del desgastado sistema educativo del país. Los políticos reaccionarios la persiguieron, la molestaron, la “castigaban” mandándola a los peores “rincones” de colegios. La declararon loca, y ella con su sabiduría les siguió en el juego de la locura, y le ganó una partida al Estado ciego de poder, a las vanidades de poderes locales burlescos, que no saben, ni uno ni otros, para que tienen colegios y rectores, mientras la juventud era cooptada para la ambición burgués en su nueva expresión que era la mafia.
Luego, Marta Lucía Fernández, la ex rectora, pudo ser lo que le dio la gana: loca, mamá, cocinera, filósofa, historiadora, solitaria, escritora, amiga, amante. Y en una casa hermosa de Itagüí, sin que nadie se diera cuenta, escribió los pensamientos más altos y por ello los más profundos sobre la condición humana. Escribió su colosal “Pentimento”, obra que poco a poco se ganará su lugar en el espacio de lo bien escrito y de lo bien nombrado, indicando que en estas tierras sí puede nacer la sabiduría, -y para despecho de los hombres y de algunas mujeres-, la sabiduría hecha mujer.
Marta, luego colega y cómplice de nuestra Escuela Zaratustra, nos regalaría ensayos, cuentos surgidos de una manantial inagotable de conocimientos, sensibilidad y la picardía de aquellos que saben leer el futuro en lo pasado, mientras que los demás andan embobados en un eterno presente sin símbolos ni sueños.
Ahora ella pública un ensayo, que es una monumental historia de Itagüí, una historia que supera los relatos anecdóticos de las historias de los territoritos mal contados, y escribe la historia de una parte diría ella, de tres partes; pero digo yo, del todo lo que ha sido Itagüí, pueblo como expresión de reaccionarios y excluidos, que se encontraran en el crisol de la violencia.
Celebro hoy esta historia de Itagüí que nos regala Marta Lucía Fernández, para conmover y desacoplar nuestras concepciones de vidas sin pasado. Espero con ansiedad las dos partes posteriores de este trabajo, e invito a los despiertos y a las despiertas para que lean esta obra.
Hagamos el elogio hoy, leyendo esta creación y no esperemos cien años más, para que venga un político reaccionario de esos que pululan tanto en Itagüí, y sin haber leído nunca a nuestra escritora, pretenda luego hacerle un homenaje con una placa en un muro para olvidar; diciendo que habrá que “rememorar” a aquella pensadora olvidada,… pero que todos sabemos, nunca la leyeron, y que ellos, para esa oligarquía local, solo fue una loca ex rectora.
El homenaje se lo debemos hacer es hoy, en estos instantes, que sabemos que nuestra amada filósofa es también la historiadora que estábamos necesitando en Itagüí.
Frank David Bedoya Muñoz
24 de agosto de 2015