Sociedad Cronopio

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El amante que reclama

EL AMANTE QUE RECLAMA

Por José Manuel Frías*

Desde el día en que me abandonó, Lourdes no volvió a ser la misma. De nada sirvió que una semana después acudiera, henchido de celos y dolor, a arrancarla de su maldito silencio. Ella no se negó. Regresó a mi lado, pero inundó mi vida de una presencia tan vacua como la de un mueble. Al menos en el reloj del salón—comedor late un corazón a cada segundo: tic, tac, tic, tac.

¿Por qué, Lourdes? ¿Por qué?

Siempre fuimos felices. Desde el día en que nuestras miradas se cruzaron por primera vez, nos reconocimos. ¿Es eso posible? ¿Puede ser que la maquinaria del Gran Arquitecto esté tan magistralmente diseñada que, allá en algún lugar inconcebible para nuestro simplón razonamiento, se encuentre escrito el futuro? ¿Tal vez ese destino fluctúa a lo largo de nuestro torrente sanguíneo, impreso en nuestro código genético? ¿Quizá por ello ya la conocía aun sin conocerla?

Nos amamos con un ardor tan verdadero, que jamás necesitamos de fingimientos, ni amantes secretos, ni medias verdades. Fue un amor puro, como sólo puede serlo aquel que te une hasta la muerte. Incluso más allá de ella.

Pero a Lourdes no le importó, después de hacerme el hombre más feliz del mundo durante veinte años, abandonarme. Algo presentí; esas cosas se intuyen. Lo veía en su triste mirada, que parecía querer ocultar un fatal desenlace, o en esa palidez mortal que la aquejaba en ocasiones, cuando por fin se dignaba a mencionar a un tercer individuo, entrometido en nuestras vidas.

Entonces se marchó.

No pude soportar más de ciento setenta horas sin ella. La casa era un infierno donde me consumía sin consuelo. Y los celos, Dios mío, los celos eran insoportables. Dormía poco y mal, presa de terribles pesadillas, de temblores que hacían que me estremeciera en una cama que se me antojaba enorme y vacía, de unas fiebres que, por desgracia, no llegaron a arrancarme la vida.

Por ello decidí acudir a su nueva morada, sacarla de allí a rastras si fuera necesario, separarla de su nuevo amor tan pronto como fuera posible. Ella me dejó hacer sin un solo reproche, sin ofrecer la más mínima resistencia.

¿Es que aún me quieres, Lourdes? Si es así, ¿por qué esa mirada perdida? ¿Por qué esa ausencia de palabras? ¿Por qué no me amas como antes?

Su comportamiento ya no es el correcto; hasta Raquel, nuestra asistenta, se ha dado cuenta. Por eso evita mirarla, y tuerce el gesto al servirle el almuerzo o la cena. Y Lourdes, como revancha, deja el plato intacto.

Vas a caer enferma, mi amor. Vas a mostrar de nuevo tu palidez glacial, esa que ahora aparece cubierta de maquillajes y ungüentos.

Así de hermosa estaba cuando la encontré, pintarrajeada para su amante, en su espaciosa mansión.
¿Acaso eso fue lo que te gustó de él, amor mío? ¿Su inmenso palacete, custodiado por altas verjas?
Salté por sus afiladas puntas como un poseso, mirando constantemente a mi alrededor, tratando de ver en la oscuridad algún rastro de los fieles guardianes del engreído amante, o los obedientes perros que custodian el recinto.
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Me guié en la penumbra, movido por mi torpe instinto, durante minutos, horas, hasta que distinguí su habitación a lo lejos, donde estaría abrazada a su nuevo amor, compartiendo su lecho.

Pero ahora duermes conmigo, Lourdes, querida. Ahora vuelves a llenar el vacío que dejaste. Y te abrazo cada noche y tú me ignoras. Y hacemos el amor en la madrugada, el silencio sólo roto por mis gemidos. Tu mudez y tu falta de caricias me desesperan, como también la mueca de tu rostro, cada vez más marcada, como si me despreciaras. No mostrabas esa cara cuando te encontré, en aquella cama que no era la nuestra. ¿Acaso él te hace más feliz que yo?

Estaba realmente hermosa aquella noche. Se puso guapa para otro que no era yo.

Rompí la puerta de la habitación de una patada, sin preocuparme lo más mínimo por él. Más bien al contrario; lo desafiaba. Casi deseaba encararme de frente con ese maldito ladrón que la había conquistado. Pero me recibió un sepulcral silencio.

Allí estaba su cama, en un rincón del cuarto. Cuando me acerqué, mis ojos se inundaron de lágrimas.

Me dejaste por él, Lourdes.

De un tirón descorrí la pesada colcha que la cubría, quedando al descubierto su cuerpo. Sus ojos serenos me observaron. La abracé, temblando de tristeza y alegría, de ira y amor. Le pregunté si quería volver conmigo. Le hice mil promesas. Le juré que me convertiría en el mejor hombre del mundo, que la querría, si acaso eso era posible, mucho más que antes. Y ella me dejó hacer.

¿Por qué has cambiado tanto, Lourdes? ¿Acaso desde que te poseyó ya eres suya?

Así debe de ser, y tengo miedo. Porque al igual que yo fui a buscarla al lecho de su amante, sé que él acude a veces al mío, quizá para recuperarla. Lo sé porque en ocasiones, en mitad de la noche, lo he visto. Es alto, enormemente alto, y viste de negro. Pasa ante nosotros, dejando ráfagas de olor a carne en descomposición.

¡Largo de aquí! ¡Ella ya no te quiere! ¡Me ama a mí! ¡Ha vuelto a mi lado! Lourdes ha regresado a una mansión no tan grande como la tuya, pero ocupada por menos inquilinos. Su habitación ahora no huele a moho y humedad, y el edredón ya no es de madera. ¡Fuera de mi casa!
Pero el amante, aquel que se interpuso un día entre nosotros, me ignora. Sigue paseando cerca de la cama, burlándose de mí, con el rostro cubierto por una capucha para que no pueda ver su sonrisa.
En ocasiones me muestra su guadaña, amenazándome, reclamando a Lourdes como si fuera suya.
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TOC, TOC

¿Boletín oncológico o Playboy? Elijo Playboy, ni punto de comparación. En los boletines, en las imágenes de las mamografías, aparece alguna que otra teta, pero no hay color. Con o sin silicona, las de la revista visten más. Y esta rubia de las páginas centrales tiene unos pechos, lo que se dice, a capricho.

Esto es lo que tiene ejercer de médico de urgencias en un horario de noche dentro de un hospital de especialidades, que uno cuenta con tranquilidad y tiempo muerto (con perdón) para admirar semejante arte gráfico. Y vaya par de meninas que tiene la chica de la foto.

El rin rin del teléfono me saca de mi ensimismamiento y digo adiós a la rubia.

—Diga…
—Eduardo, ¿puedes venir a la segunda?
—¿Un fiambre?
—Total —responde Sara—. En la 12.

Siguiendo las instrucciones de la enfermera, monto en el ascensor y subo a la segunda planta. Recorro el largo pasillo y entro en la habitación número 12, donde mi compañera me espera a los pies de una cama ocupada por un anciano. Éste tiene los ojos entrecerrados, la nariz afilada, la piel estirada en la zona de las mejillas. Se mantiene totalmente estático; ni siquiera advierto movimiento de respiración en su pecho. El fonendoscopio hurga en su corazón, pero lo descubre detenido como un motor estropeado. En las muñecas y en el cuello no se aprecia el pulso. Está muerto, sí.

Sara llama a los familiares mientras yo aviso a la funeraria, que no tardará en llegar. Entre tanto, los enfermeros introducen el cuerpo del difunto en la bolsa de plástico, dentro de la cual es trasladado al depósito, en el sótano.

La familia del anciano llega veinte minutos después, mira con ojos llorosos el cuerpo decrépito y rellena algunos documentos. Casi al instante acude el coche fúnebre. Los empleados de la funeraria entran su camilla móvil por la puerta trasera de la morgue. Sobre esta descansa el robusto féretro. El inquilino es invitado a penetrar en el que será su último hogar y la tapa se cierra.

Un sencillo proceso al que estamos más que acostumbrados, pero que siempre nos deja con un mal sabor de boca.
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—¿Cómo supisteis lo del muerto? –le pregunta Sara a Andrés, uno de los enfermeros, mientras cierra la puerta del nicho metálico del depósito— ¿Frasquito de nuevo?
—¡Oh! —les interrumpo—. Eso son bobadas, y lo sabéis.
—No son bobadas –responde el compañero—. Luis y yo estábamos en enfermería, y alguien golpeó en la puerta. Allí no había nadie. Sara no tardó ni un minuto en llamarnos.
—Bobadas —repito, marchándome del depósito mientras hago aspavientos con las manos, riéndome de mis crédulos compañeros.

Nunca he creído en fenómenos paranormales, ni en fantasmas ni chorradas de ese estilo. La vida dura lo que dura el cuerpo y, después, catapum, nos morimos y ahí se acabó todo. Nada de túneles iluminados ni familiares al otro lado, esperándonos con los brazos abiertos como si fuera un día de fiesta. Te mueres y punto.

Por eso me río del resto de empleados, al menos de la mayoría, de esos que creen en la existencia de Frasquito. ¿Que quién es Frasquito? Un fantasma. Sí, es una idiotez, pero los que llevan trabajando más tiempo en este hospital aseguran que existe, y que ya estaba aquí antes de que ninguno de ellos cruzara por primera vez el umbral de piedra. Concretamente desde hace trescientos años.

Cuentan que este hospital fue fundado hace tres siglos merced al buen hacer de un religioso y un caballero de los Tercios de Flandes. Éste último tenía a su servicio a un bonachón criado morisco llamado Frasquito, quien parecía desvivirse por el centro hospitalario, ayudando en todo y a todos. Aquí murió, precisamente, en el aljibe que usaba de hogar y donde tenía a su disposición un camastro.

Y claro, cómo no, dicen que tras su muerte su figura aún se aparece por los pasillos y salas del hospital, jugando con los enfermeros, tirándoles de la ropa, cambiando objetos de sitio y, sobre todo, avisando de la muerte de un paciente justo en el momento en que esta se produce, antes de que los propios facultativos nos enteremos.

Lo dicho, chorradas.

Otra noche más de sosegado trabajo. No se esperan muchas complicaciones. Por lo que he visto en las fichas, ningún paciente se encuentra en estado crítico. Así que he traído un par de libros para echar el rato hasta que llegue el relevo a las ocho de la mañana.
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En mi despacho hay una televisión, pero tras encenderla y observar la bazofia de programas que emiten a estas horas, la vuelvo a apagar. Tal vez más tarde ponga la radio para oír alguna que otra tertulia. Quizá, incluso, uno de esos espacios relacionados con el misterio, donde presuntos especialistas se empecinan en la existencia de seres de otros mundos o de muertos que regresan del otro lado para atormentar a los vivos.

Toc, toc.

Suelto el libro.

—¡Adelante!
Nadie contesta.
—¿Quién es?

Me levanto y abro la puerta de la habitación, pero al otro lado no hay nadie. Miro a ambos extremos del pasillo, aunque uno no tiene salida, y nada. Alguien que habrá dado sin querer al pasar, pienso.
Regreso a mi asiento y abro el libro que iba a empezar a ojear. Es una novela histórica ambientada en los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial, con escarceos amorosos y todo. A ver qué tal está.

Toc, toc.

Una luz se enciende en mi cerebro y echo a correr a toda prisa, abriendo la puerta de golpe. Al no ver a nadie, me doy prisa en llegar al extremo abierto, pero ni encuentro a nadie ni oigo pasos, a pesar de que entre el tipo de suelo y el eco, cualquier pisada suele retumbar con gran sonoridad.

Regreso con la lengua fuera. Hijos de puta, pienso, sonriendo. Ya me la están jugando. Seguro que se han inventado algún mecanismo para golpear la puerta y huir de alguna manera, para darme una lección por no creer en fantasmas o espectros o como quiera que se llame a los seres de ultratumba.

Esta vez no me siento. La sorpresa se la voy a dar yo a ellos. ¿De quién habrá sido la idea? ¿De Sara? No, no creo. Seguro que ha sido ese cabrón de Luis. El muy capullo. Ahora verá.

Me quedo junto a la puerta, con la mano sobre el pomo.
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Toc, toc.

Abro de golpe, esperando ver la cara de pasmo de Luis o de Andrés, o por qué no, joder, de Sara. Pero el rostro pasmado es el mío, porque ni hay nadie, ni veo a mis compañeros corriendo. Silencio total. ¿Cómo puede ser, si he abierto justo cuando ha sonado?

Por un momento me asusto y mis pulsaciones se disparan. ¿Será verdad todo eso de Frasquito y sus avisos? Frasquito, el agorero. No, no puede ser. Pero echo a andar a paso ligero para subir a las plantas superiores, no sé si para buscar a mis compañeros y amonestarlos por su pueril comportamiento, o para comprobar si ha muerto algún paciente.

Recorro a toda prisa los pasillos hasta llegar a la escalera principal, aunque ahí detengo un poco la velocidad, ya que entre la impresión y la carrera apenas puedo respirar. Tomo algo de aire y empiezo a subir. Salgo al nuevo pasillo y camino por las habitaciones. No veo a ningún enfermero. Tampoco a ningún paciente que aparente tener problemas. Las máquinas que chequean a los enfermos graves no emiten sonidos de alarma.

Corro de nuevo hacia el descansillo, más nervioso que antes. No sé por qué. Quizá la situación me ha superado. ¿Estoy empezando a asustarme? ¿A creer en los sucesos paranormales? Al llegar de nuevo a la escalera siento un mareo. Realizo un par de respiraciones lentas, pero me cuesta meter el aire en los pulmones. Ahora entiendo lo nefasta que es la imaginación cuando se desborda, lo fácilmente sugestionable que es la gente. Y eso por sólo un par de golpes en una puerta.

Subo a la segunda planta y hago el mismo recorrido, con el estómago revuelto, con ganas de vomitar. Todo en orden. No veo a ningún moribundo. Sudando a mares trepo a la tercera y última planta, entendiendo que mis compañeros deben estar abajo, en la enfermería. Pero, a estas alturas, quiero comprobar que todo esté bien en el resto de habitaciones.

Recorro todas las salas, me acerco a todas las camas, y después decido bajar. Al pasar bajo el dintel de una de las puertas caigo al suelo a plomo. Me ha dado un mareo, pero me recupero pronto y me pongo de pie, dispuesto a bajar para recriminar a mis compañeros, si es que han sido ellos los de los golpes, aunque ahora empiezo a dudar.

¿Frasquito? ¿Ha sido Frasquito el del toc, toc?

No creo que pueda bajar por mi propio pie. Un fuerte dolor en el pecho me hace caer de nuevo al pisar el primer escalón, empapado en sudor y con ganas de vomitar. Intento gritar mientras ruedo por la escalera, pero apenas tengo fuerzas. Me siento fatigado, y el solo esfuerzo de protegerme la cabeza para que no se dañe me consume.

Al chocar contra la pared del recodo empiezo a entender. No sé si existe Frasquito. No sé quién ha golpeado la puerta de mi despacho. Pero, quien haya sido, ha presentido una muerte. Y no la de un paciente.

Soy médico de urgencias. Sé distinguir los síntomas de un infarto. Mientras pienso esto, un dolor agudo se apodera de mi brazo izquierdo y pierdo el sentido.
* * *

Los presentes relatos hacen parte del libro de relatos de terror «Canción de cuna. 15 relatos estremecedores», disponible en Amazon.

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* José Manuel Frías (Málaga, 1977) se dedica al periodismo de investigación desde hace más de dos décadas. En la actualidad es presentador, reportero, guionista, asesor y corresponsal de diferentes medios de comunicación de radio y televisión a nivel internacional, y publica de manera habitual en las revistas Más Allá, Año/Cero, Sexologies y Sensuality. A los ocho años escribió su primera novela, a los doce envió su primer manuscrito, y desde entonces no ha dejado de llenar páginas en las que terror y misterio fluctúan de manera inquietante. Muestra de ello es su reciente libro de relatos de terror «Canción de cuna». En el aspecto literario, ha publicado con la editorial Almuzara las guías «Málaga Misteriosa», «Granada Misteriosa», «Sevilla Misteriosa», «Almería Misteriosa» y «Extremadura Misteriosa». Con la editorial Cydonia ha publicado «50 lugares mágicos de Andalucía» y «50 lugares mágicos para enamorados». Con otras editoriales como Ipunto, Jákara y Círculo Rojo, ha sacado a la luz «El secreto del Dalai Lama», «La historia prohibida», «Málaga Insólita», «Málaga Negra», «Tras las huellas de Fray Leopoldo», «Misterios del Sur», «Las cuatro columnas», «Extremadura Insólita», «Una historia escrita con sangre» y «10 noches en 10 lugares mágicos». Ha sido finalista en los certámenes de relatos de terror «Círculo Rojo» en las ediciones I y III, con sus relatos «La cosecha del padre Damián» y «Un año por un millón de euros». En televisión ha trabajado para Canal Sur (Tierra de Nadie) y Canal Extremadura (Extremadura Insólita), además de haber colaborado como contertulio con diferentes televisiones nacionales (Tele 5, Antena 3, TVE1, TVE2, CUATRO). En radio, además de dirigir y presentar «Límites de la Realidad» desde el año 1995, es corresponsal de Espacio en Blanco (RNE) y de Milenio 3 (SER), y ha llevado a cabo secciones en COPE y Cadena Ser. Es miembro numerario de la Academia Malagueña de las Artes y las Letras Santa María de la Victoria. Web personal www.josemanuelfrias.com

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