Sociedad Cronopio

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Los emigrantes que llegan al barrio San Javier lo hacen motivados por la vinculación a la industria y por lo menos durante los primeros años del barrio, las familias estaban generalmente constituidas por un padre trabajador obrero vinculado a Curtimbres o Coltejer, y una madre ama de casa; pero esta situación duró poco, porque en los años noventa son pocos los obreros que viven en el sector vinculados a una empresa, «la mayoría se dedican a oficios varios como: venteros ambulantes, negocios de tiendas y cafeterías, oficiales de la construcción, celadores, servicio doméstico, etc. Sólo una minoría goza de trabajos técnicos calificados.» [10]

La posterior construcción de la urbanización Villa Lía en el año 1987, trae consigo una dinámica diferente a este sector ubicado en la región sur occidental del municipio. El capital privado y el Estado hacen incursión para generar unos servicios necesarios a esta nueva población, allí donde una comunidad, la del barrio San Javier, había tenido que lograrlo todo veinte años atrás con el apoyo de sus líderes comunitarios, militantes en su mayoría de la Anapo (tal como me lo contara personalmente don Carlos Parra) que construyeron para la zona las obras civiles necesarias para el asentamiento modesto de las familias pobladoras. En esta época se inicia la construcción del edificio en el que funcionará la Escuela San Javier que al cambiarse de barrio, por moverse una cuadra, va a estrenar un nuevo nombre, esta será la que se llamará Luis Carlos Galán Sarmiento.

Sin embargo no podría entenderse la dinámica de este sector sin la incursión de otros pobladores cuyo asentamiento es eminentemente campesino, se trata de los habitantes de la Vereda la María que habían llegado allí desde 1966 y tomaron posesión de aquellas tierras. Hasta el año 1998 estos habitantes habían realizados gestiones comunitarias para lograr la adjudicación y propiedad sobre esos terrenos sin logro alguno para su beneficio. Estas gentes se han caracterizado por unas condiciones económicas muy humildes, los estipendios que implican las gestiones de escrituración les han impedido gozar de la condición de propietarios debido a sus carencias económicas. La Vereda la María Cuenta con cuarenta (40) hectáreas, y sufre antiguos deslizamientos de tierra. «En el sector existen dos quebradas: una que recoge los nacimientos de agua del sector y otra que recoge las aguas negras, que se desbordan frecuentemente debido a la falta de un alcantarillado. La vereda está dividida en pequeñas parcelas; sólo dieciocho (18) habitantes son propietarios de una hectárea en adelante, estas personas en su mayoría viven de sus productos, encontrándose cultivos perecederos (huertas caseras, yuca, maíz, plátano, guineo y banano) y no perecederos (fríjol y café). Se combina la actividad agrícola con la actividad pecuaria y avícola. Estas pocas familias tienen condiciones para su desarrollo pues cuentan con posibilidades de una buena alimentación; las setentaitrés (73) familias restantes están compuestas de hombres y mujeres en su mayoría campesinos que trabajan en las tierras cercanas con una escasa remuneración, y por un minúsculo grupo de comerciantes que tienen pequeños graneros en sus casas, donde los productos elevan notablemente su precio con respecto al resto de la ciudad mientras que actualmente (i.e. los años noventa) un litro de leche cuesta $700,oo en cualquier lugar, en los graneros de la vereda cuesta$850,oo. Aproximadamente un 50% de la población está vinculado al sector de la construcción, desempeñándose como oficiales y obreros, debido a su escasa capacitación. La producción agrícola es consumida dentro de las familias y no genera ingresos económicos debido al bajo precio de estos productos en el mercado lo que los desmotiva a la actividad comercial, por esta razón, son generalmente compartidos entre los vecinos».

Tanto en el Barrio Simón Bolívar como en el Barrio San Javier, a pesar de sus grandes diferencias, la constante del surgimiento de sus condiciones materiales y culturales está ligada al trabajo comunitario que realizan sus propietarios en busca del mejoramiento de la calidad de vida de sus vecinos. Esta participación activa de las comunidades no estará presente en El barrio el Rosario que empezará a contar con una escuela por estas mismas épocas, a pesar de ser el barrio más antiguo del municipio «Cuenta Don Clímaco que «en el año de 1962 el Concejal Feliz Montoya Mejía gestionó e hizo posible que el Municipio adquiriera la casa de propiedad de los herederos de Marcos Zuleta (quien fuera asesinado por cuestiones familiares) y que quedaba ubicada en la misma dirección que hoy ocupa la Institución Educativa el Rosario. El barrio no tenía escuela, cuenta don Clímaco, y todos los niños viajaban hasta la escuela urbana de Itagüí. En 1963 construyeron tres (3) aulas y fue creciendo con los años» [11]. El Rosario no vio nacer de su trabajo organizado como comunidad a su escuela; estos habitantes no parecen querer cohesionarse en torno a sus necesidades colectivas sino que desde entonces se muestran proclives a la solicitud de favores a los políticos. Sin embargo el barrio el Rosario es mucho más cercano a los barrios San Javier y Vereda la María por sus condiciones materiales de vida, por sus orígenes humildes y sus carencias y en todo caso muy lejano de la realidad del Barrio Simón Bolívar con quien no sostiene similitudes más allá del mismo patronímico.
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Don Clímaco Agudelo nos había contado allí en la Escuelita El Rosario, que aquél barrio no había sido fruto de planeación alguna, que sus pobladores habían llegado allí de manera desordenada y que creció allí en la zona más cercana a la plaza principal sin que nunca a nadie se le ocurriera implantar allí una urbanización organizada. Aunque no nos lo hubiese contado nuestro insigne y memorioso don Clímaco, un paseo por la zona nos invita a observar la caprichosa disposición de sus casitas, recostada de soslayo unas contra otras, o dando la espalda a algún vecino dibujando callejones y laberintos que terminan en escalas y que con frecuencia hacen difícil el acceso a rincones de habitantes que moran allende los solares. El pequeño caserío del barrio San Javier con dos límites naturales precisos la hacen un callejón entre dos Marías: recostado contra la montaña que hoy alberga a la vereda la María y las aguas de la quebrada Doña María; habría nacido por el loteo que realizó don José Molina Montoya y la adquisición por compra que realizaron sus habitantes. Aunque parece un barrio más ordenado, no nació tampoco de planificación alguna. Podría pensarse que el barrio Simón Bolívar responde a normas de planeación más cercanas a la ciudad moderna, aunque también se hubiese dado por la adquisición de terrenos y la construcción entre vecinos arbitradas por su Centro Cívico. La noción de planeación surgió allí por no haberse ofrecido como zona de asentamiento popular. Para el momento de un nacimiento el barrio se ubicó en las tierras de la planicie, con cercanías al centro de la ciudad y retiro suficiente de la quebrada doña María a la que tiene por vecina. Eran éstas unas épocas en donde el medio ambiente parecía no ofrecer grandes preocupaciones, por lo que en la lógica de población se privilegiaban los asentamientos urbanos en las planicies y la cercanía a los centros de desarrollo, en especial a la industria. Un concepto de valorización de la tierra de habitación que hoy se ve profundamente modificado, debido a lo irrespirable del ambiente cercano a las zonas industriales. En Itagüí, las tierras montañosas despreciadas por las clases altas y medias en los momentos iniciales, fueron dejadas a los asentamientos urbanos populares. Los conceptos de valorización hoy privilegian las zonas montañosas como espacios habitacionales adecuados a la salud. Itagüí no había planificado su desvalorización, la había hecho posible con su indiferencia y su desprecio por lo popular, había perdido su oportunidad de tener en su territorio unas zonas realmente adecuadas para la habitación, de espaldas a la mayoría de sus pobladores había legislado para favorecer su desarrollo como zona industrial, y de ese modo en el lenguaje catastral se había especializado en hacer poblados estrato tres (planificados), rodeados de invasores que irían a ser los estratos uno y dos (no planificados); con unos pobladores que iban a requerir mucha acción asistencial por parte del Estado y de esa manera se había creado allí la condición favorable para quien tiene por empresa hacer política.

«A comienzos del 50 mundialmente se avanza en planes reguladores, normas, zonificación, estratificación social, renovación urbana y procedimientos de control para su cumplimiento; en América Latina se cuenta con consultorías extranjeras (Wienner y Sert, de Barcelona, asesoran planes en Medellín y Bogotá) y nuestras ciudades recibían los impactos del período de violencia de fines de los 40, desbordándose hacia sus periferias. Ya se expresaba la brecha entre lo planeado y lo real, entre las políticas y prácticas institucionales y las dinámicas del crecimiento y la conurbación urbana: baja cobertura estatal y privada, aceleración de demandas insatisfechas, crecimiento de asentamientos populares (toma de tierras y venta de terrenos no planificados, o «urbanización pirata», que encontró una oportunidad para explotar su patrimonio, lo cual fue penalizada en el 68). Comienza la muy significativa participación de los pobladores en construcción de vivienda y ambientes urbanos y esta forma de producción de ciudad, basada en sobrevivencia y resistencia, expresa y, en cierto sentido, resuelve las tensiones socio-políticas por el espacio… En los 70, se acelera el crecimiento urbano y dándose la conurbación de Medellín, Envigado, Bello e Itagüí. La «upaquización» de la economía favorece los propietarios del suelo y los sectores de construcción, inmobiliario y financiero. El Banco Central Hipotecario (BCH) y el Instituto de Crédito Territorial (ICT) ejecutan proyectos masivos de vivienda con experiencias no convencionales que propician la consolidación de hábitats bastante integrales. Mas para fines de los 90 hay un reduccionismo con escandalosas minimizaciones del lote y sobre-explotación de la renta del suelo a favor de propietarios y sector inmobiliario, impidiendo la futura consolidación del tejido social, económico y cultural inherente al concepto del hábitat. Para la mirada institucional «la ciudad» corresponde a lo planeado y «lo otro» se concebía como marginal o subnormal, fuese legal o ilegal; era visto por fuera de la «ciudad» del urbanismo, desde cuya visión «lo popular no es ciudad» (idea que aun persiste). La hipótesis sobre la incapacidad de la planeación tradicional para abordar el poblamiento se confirma cuando más del 50% de la construcción simbólica, material y económica de la ciudad quedan por fuera de ella.» [12]

Ante los ojos de las autoridades y de los indiferentes vecinos de Itagüí, no pocos fueron los «barrios piratas» que iban surgiendo en los setenta; aún en las márgenes de la avenida que de la cervecería Pilsen conduce hacía la autopista, recordamos haber visto nacer uno de ellos, que por entonces conservaban la bandera nacional en su puerta, no tenían rutas de acceso directo que no fuese por entre los terrenos baldíos en que hoy se sitúa La Institución Educativa Avelino Saldarriaga y el Almacén Éxito, que en los años setenta del siglo veinte, eran mangas oscuras en la noche y terreno de pastoreo en el día. Frente a aquel sector que inspiraba un gran temor entre sus vecinos por venir de allí «apartamenteros» muy frecuentes en los setenta, se situaba el Barrio la Independencia con casas y calles planificadas. Muy probablemente unos y otros habitantes no pertenecían a la misma clase social, o así se veía en aquellos momentos, y aunque las distancias económicas reales iban a desaparecer en pocos años, en los que unos y otros serían por igual propietarios y trabajadores, las distancias sociales venidas del clasismo de sus gentes, quedarían manifiestas en su arquitectura. Marginalidad y falta de planificación serían dos caras de la misma moneda.

El Itagüí de Los años setenta ya contaba entre otras, con estas tres instituciones educativas y con sus pobladores tras ellas, con sus historias comunitarias y sus luchas disímiles; con sus habitantes recién llegados y los más antiguos; con sus obreros organizados, sus campesinos empobrecidos, y sus mayorías dedicadas a oficios varios, hormigueando por doquier en busca de asegurar sus condiciones de vida. La falta cotidiana de agua y calles pavimentadas será la noticia común que hará de los habitantes de Itagüí unos especiales dentro del Valle de Aburrá, los habitantes de «Itagüecos» que todas las mañanas madrugaban a hacer filas en las afueras de las fábricas (dueñas irrestrictas del agua), haciendo sonar las rodachinas de las carretas por las calles empedradas, para acopiar agua potable en sus tradicionales canecas a las cuales se les extraía el agua en las cocinas por el sistema de sifón o a las que en algunos hogares se les había adaptado una llave. Habitantes mendigos de agua que esperaban una vez a la semana en medio de algarabías el carro cisterna que llenara sus tradicionales tanques del preciado líquido. Unos seres para los que la cotidianidad incluía revisar antes de acostarse, que la llave del tanque se encontrara abierta para recibir algunas gotas durante la noche con las cuales poder asear las casas; y de manera cotidiana debía desinfectar sus lavaderos para hacer morir las larvas que crecían todos los días con las aguas pantanosas de su acueducto. Unos seres que de amar su historia, no dejarían que desaparecieran de sus arquitecturas tradicionales los profundos tanques construidos al lado del lavadero en cada patio, en cada casa. Pero aún, hasta el patio ha ido desapareciendo, y con él el cielo que otrora se colaba por las casitas tiñendo la arquitectura de esperanza, las casas hoy se han vuelto habitáculos enceguecidos que apenas si permiten la reproducción de la fuerza de trabajo. Por balcones y ventanas aparecen hoy las ropas recién lavadas, buscando sofocadas por un poquito de aire y de sol, aunque esté atestado de material particulado.
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Estas difíciles condiciones materiales en que se desenvolvía el municipio, sumadas a los descontentos obreros, harán latir en Itagüí el movimiento social de sus comunidades. Las ideas políticas revolucionarias que animaban a los obreros en sus luchas y a establecer sus exigencias en los sindicatos, atraían a los intelectuales medellinenses; tal fue el caso de filósofo antioqueño Estanislao Zuleta. «En el año 76 viajó una comisión a Bogotá a distribuir el periódico en sindicatos y universidades. A su regreso informaron que habían recibido un decidido respaldo de unas muchachas caleñas de la Universidad de Los Andes, probablemente no muy izquierdistas, pero si muy hermosas, caso éste en que debe abandonarse todo sectarismo. Otros viajamos a Medellín. Esta comisión la integramos Pepe Zuleta, Gustavo González, Carlos Mier y este suscrito. Anduvimos sindicatos, universidades, fábricas, sin encontrar ningún eco. Como la fábrica de textiles, Satexco, estaba en huelga, fuimos a saludar a los obreros que se encontraban reunidos en una carpa grande. Nuestro compañero Gustavo se fajó un discurso bueno y breve, al que ninguno de los presentes le prestó mayor atención, de lo ocupados que estaban jugando dominó y cartas. En Curtiembres de Itagüí, que también estaba en huelga, tampoco encontraron eco las palabras de Gustavo, que como sindicalista que había sido era el más hábil de nosotros para hablar en público» [13]. Según lo narra en esta entrevista que se le hizo en Medellín a sus cuarenta y ocho años de edad, Estanislao había pensado con entusiasmo que estas luchas obreras eran ya una garantía de cambio social; pero así como Cali lo había sorprendido con grupos de estudio que ya leían el Capital, se llevó una gran decepción en Itagüí. Un gran intelectual nacido en La Estrella y que conoció y vivió por estas tierras, Juvenal Herrera ya había participado en la Huelga de Pilsen en 1967, año en el que el mundo conocerá la novela Cien Años de Soledad. Líderes sindicales e hijos de obreros se darán cita en las carpas de los obreros en huelga; la presencia de organizaciones sindicales obreras, agrupaciones de izquierda, nacientes partidos obreros, estudiantes universitarios, darán origen a nuevos movimientos culturales que disputarán ante las fuerzas del poder local su lugar en la historia. A las luchas por las condiciones laborales de los obreros se sumarán las luchas por el derecho a los servicios públicos de los que los itagüiseños se hallaban tan desprovistos. Este momento de unidad popular que concentraba en sus luchas a habitantes de todos los barrios de Itagüí protagonizó su historia en los años setenta, que logra adentrarse aún en los años ochenta, lo que podríamos evidenciar al recordar el Paro Cívico de 1981, en donde el liderazgo estará concretamente en el barrio San Pio. Sin embargo una historia de los movimientos políticos de la izquierda habrá de dar cuenta de las relaciones temerarias que se establecieron entonces entre grupos de diversas corrientes de izquierda, entre balbuceos aún se cuenta óomo de las bases de simpatizantes de integrantes del EPL, el M19 y el ELN se dieron enfrentamientos que dieron lugar a numerosas muertes en su lucha por el liderazgo sobre las masas populares en Itagüí. Más susurrante aún parece deambular entre las generaciones mayores, que conocieron el proceso de cerca, la evidencia de que muchos actores de los grupos de izquierda se incorporaron al narcotráfico y al paramilitarismo con funestas consecuencias para la naciente organización comunitaria, que para entonces dejó en Itagüí asesinatos y desapariciones de líderes comunitarios. «A principios de los 80 un grupúsculo guerrillero llamado ‘Estrella Roja’ llegó hasta la taberna 15 letras, en Itagüí y ametralló a ‘Don Berna’, quien había estado en las filas guerrilleras y ahora trabajaba para la mafia. A pesar de que recibió 17 tiros, sobrevivió. La venganza fue atroz. Entre 1984 y 1985 fueron asesinadas por lo menos doce personas tanto en Itagüí como en la Universidad de Antioquia.» [14]

Es también este momento, uno que nos dará amplio conocimiento del semblante de los itagüiseños. Juan Camilo Maldonado Tovar de la Pontificia Universidad Javeriana presenta en el año 2009 su Tesis denominada «La Acción Comunal en el municipio de San Gil: entre la institución y el movimiento social». Trae a colación el trabajo de Beatriz Elena López de Mesa «Movimientos sociales urbanos y hábitat: estudio de los movimientos comunales, de adjudicatarios de vivienda, cívico y sindical de Fabricato y Coletejer, en Bello e Itagúí, 1982-1986». Trabajo que la investigadora de la Universidad Nacional de Medellín realizó en 1991. El movimiento cívico de la comunidad que se desplegó durante la década de los ochenta en Itagüí, se vio fragmentado por dos directrices comunales según narra la investigadora; uno liderado por las acciones comunales del sur y otro por la asociación municipal de juntas. «Mientras que las primeras fueron activas promotoras de las movilizaciones, la segunda se limitó a jugar un papel ambiguo de apoyo verbal pero obstaculización pragmática, aliada con la administración. La Asociación delatará incluso, ante la policía, a los líderes del comité. Estos actos produjeron resentimiento tanto en el comité de Juntas de Acción Comunal del Sur como en el Comité Cívico. En últimas, lo que evidencian es la profunda contradicción que existe en un movimiento, cuyas bases abogan por una relación antagónica con el Estado, y sus líderes de segundo nivel «son más líderes políticos que comunales», tal como denuncian los del comité del sur. Nada más ilustrativo que esta historia para resaltar el dilema comunal, resquebrajándose por dentro ante dos llamados de obediencia: las bases populares y el Estado». [15] Nos atendremos al adagio «mal de muchos consuelo de tontos» tan popular en los dichos y refranes de nuestros abuelos; diremos que no somos tontos y que como habitantes de este municipio eso es lo que hemos visto acontecer a través de los tiempos. Y que como ya he dicho anteriormente, ha sido la manera como los mendigos del poder se han hecho líderes comunitarios para vender el alma del pueblo, para negociar con sus necesidades, para obtener beneficios individuales con su oficio de embaucadores, que timaron la promesa verbal y que se aproximaron como mendigos ante los representantes del Estado y ofrecerse voluntarios en el proyecto de corrupción tan característico de nuestras administraciones itagüiseñas. Las Acciones Comunales del sur lideradas por la de San Pio, que fueron apoyadas por los medios de comunicación y aún por los párrocos, fueron defraudadas por sus propios compañeros de luchas comunitarias agremiados en la Asociación Municipal de Juntas que van a aliarse con la administración municipal. Este momento no solo aumentó el desinterés hacia la participación comunitaria sino que dejó en las organizaciones de izquierda un mal sabor, ya que sus divergencias y la lucha inescrupulosa por el liderazgo, pusieron en primer plano intereses minoritarios y olvidaron su tarea de apoyarse en las masas y obrar en provecho de las mayorías.
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Pero los años setenta habrían de contarnos también otras historias. Aquellas eran las épocas de las «galladas» o las «barras». Un habitante desprevenido pudo observar que grupos de jóvenes tenían su territorio de acuerdo a su heladería, bar o taberna de preferencia. Provenientes de sectores más humildes los guapos «camajanes» eran cotidianamente habitantes de los bares en donde construyeron sus historias heroicas y sangrientas, entre milongas porteñas y Daniel Santos, entre el marihuano y los mocasines, con su pinta desordenada y sus cuchillos afilados, peleadores camajanes perdieron su vida por el honor de la querella. El Gran Café y El Rey del Compás les albergaron por costumbre, pero en los barrios también hicieron historia otros bares; aún recordamos las muertes cotidianas del Bar Orión, una cuadra arriba de la actual Clínica Antioquia, sus charcos de sangre en las mañanas de verano cuando camino al colegio el pavimento empezaba a rumorar la historia de la reciente noche. ¡Hubo «muñeco» decían los vecinos!, en la noche anterior un malevo había muerto; lo había matado otro de su estirpe. Esos camajanes no fueron jamás en Itagüí los antecesores de los actuales delincuentes, no lo fueron de los sicarios de los ochenta, no fueron jamás parientes de los paramilitares. No los vimos serlo.
(Continua página 3 – link más abajo)

1 COMENTARIO

  1. Hace unos pocos meses, leí la primera parte de “UN «RINCONCITO» AL SUR DEL ABURRÁ” escrito por Marta Fernández y publicado por la revista Cronoscopio.
    Ahora, atenta, leo la segunda parte de esta monografía que más que fascinación genera en mí una reflexión profunda sobre la tierra que me vio nacer.

    En este segundo artículo, Marta Fernández relata con gran pasión la historia de Itagüí; habla de la educación, la creación de los barrios, el sindicalismo, la política y la mafia; pero también hace énfasis en los movimientos sociales, las luchas obreras, el sentir colectivo y cómo sorprendentemente a través de los tiempos, existen procesos que absorben los métodos de idealistas y progresistas que repensaron este municipio de una manera diferente a lo que vivimos hoy en día.

    Marta Fernández en su segunda monografía habla de la creación de las juntas de acción comunal y de los comité cívicos y como estos se vieron atacados desde el interior por algunos de sus miembros; la autora dice textualmente “…los mendigos del poder se han hecho líderes comunitarios para vender el alma del pueblo, para negociar con sus necesidades, para obtener beneficios individuales con su oficio de embaucadores, que timaron la promesa verbal y que se aproximaron como mendigos ante los representantes del Estado y ofrecerse voluntarios en el proyecto de corrupción” (p.2). Estas palabras punzan aún mi cabeza, me avergüenzo de permitir que esta historia siga repitiéndose y de ver como aún los líderes siguen vendiéndose por míseros favores políticos.

    Pienso una y otra vez donde quedaron las voces de los obreros, los bohemios estudiantes universitarios, los artistas e intelectuales que adornaban a Itagüí; donde quedaron sus luchas; ¿No pasaron de la heladería?

    Aquí los movimientos siguen vivos pero acallados. No sé si sea por cansancio, por miedo o por no perder una miserable “untadita” de la opulenta malversación de los fondos públicos de Itagüí, tal vez se volvió más importante el “Good Will”, o tomar un tinto contando sus hazañas de izquierdistas mientras dicen: “Yo ya luche, sigue usted” y ciegos de egoísmo, alardean de sus últimas informaciones confidenciales, mientras critican y juzgan, condenan y callan.

    Aquí todavía hay rezagos de esos obreros inquietos, de esos filántropos progresistas, de esos artistas que luchan por la justicia social. Aquí en este municipio corren la sangre de quienes lucharon por ver agua en las casas, barrios organizados, colegios y educación para todos, bibliotecas y escuelas de arte; Yo reconozco en los ojos la pujanza de mis ancestros en varios de mis amigos.

    Ya no es hora de esconder los papeles, limpiar nuestras manos y seguir con la misma historia de autodestrucción que durante décadas hemos vivido; llego la hora de unir fuerzas. Leamos y releamos nuestra historia y marquemos un precedente en este municipio. Participemos, tomémonos el poder que nos corresponde, seamos participes de los procesos y sobre todo, volvamos a mirar hacia Itagüí con amor.

    Por ahora, solo les pido que lean la monografía de Itagüí escrita por Marta Fernández “UN «RINCONCITO» AL SUR DEL ABURRÁ” y que la revista Cronoscopio ha publicado ya dos de las tres partes que componen esta importante historia de mi tierra.

    ¡Bienvenidos a repensar Itagüí!

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