LA BIBLIOTECA FAMILIAR
Por Alejandro Castillejo Cuéllar*
Aún campea en mi cabeza con claridad casi pasmosa. Sucedió cuando era apenas un niño, en los años 70 en Colombia, el lugar que terminó por ser, no sin pocas contradicciones, mi hogar. Mi casa fue allanada, en una ocasión, por hombres en vestido camuflado. No recuerdo tantos detalles como quisiera pues se esconden tras el vaho del tiempo. Sin embargo, unas imágenes sí me quedaron impresas: soldados estrujaban cajones y closets, moviéndose ansiosamente de un rincón al otro en el pequeño apartamento, localizado en las postrimerías de la Universidad Nacional. Recuerdo las pedreas, los estudiantes corriendo por las calles huyendo del gas lacrimógeno y los bolillos, escondiéndose tras las jardineras o metiéndose a los garajes de los vecinos que les abrían las puertas. Recuerdo la cancha de baseball de la Universidad, el inclinado edificio de la rectoría a donde me trepaba sin vergüenza, el pasto húmedo recién cortado, la iglesia con su Cristus sicodélico y toda una vida merodeando alrededor de esos edificios.
El Ejército buscaba «propaganda», «panfletos», o cualquier cosa que pudiera probar las relaciones entre mis padres, ambos colombianos, y los movimientos guerrilleros del momento en el país. Quizás habría motivos históricos para pensarlo: mi padre, unos años antes, había estudiado historia en la Universidad de la Habana (y filosofía, hasta que se aburrió de los manuales soviéticos que despedazaron doctrinalmente el pensamiento de Marx), dirigió el periódico Colombia Rebelde, y publicó en la aún existente revista cultural cubana el Caimán Barbudo. En algún momento incluso fue secretario político del Partido Comunista de Colombia en Cuba hasta el día que lo abandonó, irremediablemente, antes de volver al país. La literatura y la historia terminarían por inclinar la balanza indefectiblemente hacia la docencia en la universidad. Mi madre, por otro lado, vivió varios años en el exilio político en la isla (junto con mi hermana mayor, entonces apenas una niña, y quien terminaría residiendo en ese país por varias décadas más) luego del asesinato, junto con varios miembros del efímero Movimiento Obrero Estudiantil Campesino 7 de Enero (MOEC), de su primer esposo durante una emboscada a manos de las fuerzas de seguridad en 1963. Unos pocos años después de aquel acontecimiento, uno de los brazos del MOEC bautizaría su actividad política (antes de desaparecer en 1969 producto no solo de la confrontación con el Estado sino de la arrogancia, del canibalismo interno y la antropofagia metodológica) con el nombre del ultimado: Colectivo Ricardo Otero. Al volver a Colombia, ella abandona toda actividad política definitivamente, aunque nunca fracturó su íntima relación con el proceso cubano.
De aquella tarde aún tengo una imagen algo nebulosa, como perdida, pero presente: mi madre lanzando por la terraza —que quedaba en la parte trasera del apartamento de la Ciudad Universitaria —atados de papeles, enjambres de hojas sueltas y lo que parecían revistas y periódicos mimeografiados, justo antes de que el ejército llegara hasta el tercer piso donde vivíamos. Con el tiempo entendería que, entre otras cosas, eran ejemplares, algo así como mojones temporales en la biografía de las personas, de la revista Bohemia con todo y las canciones y poemas para niños bellamente ilustrados impresos en su contraportada. Siempre llamaron mi atención los colores intensos de aquellas historias. Atados de las revistas colombianas Alternativa y Alternativa del Pueblo en esas ediciones impresas en papel ordinario, copias de los semanarios cubanos Granma, Trabajadores, Ediciones COR (Comisión de Orientación Revolucionaria), y la revista PEL (Panorama Económico Latinoamericano). Hoy aún conservo un archivo con lo que quedó de este material, acaso de ese momento histórico, y de la niñez.
Las historias y los lugares de los que escuchaba hablar en aquella época hacían parte de toda una serie de personajes y eventos centrales en el último medio siglo en América Latina. La Habana, así no se quiera admitir, estuvo en el centro de muchos cruces históricos y geopolíticos. Circulaban en mi casa como cuentos y hacían parte de la historia familiar: el Hotel Nacional en La Habana, Maternidad Obrera, el trabajo en la caña, las Declaraciones de la Habana, la carta de despedida del Che al viajar a Bolivia (donde moriría «traicionado» por el «Partido» en Bolivia) leída a viva voz por «Fidel» —entonces apenas con 32 años de edad—, en la abarrotada Plaza de la Revolución por los días del asesinato del «Comandante Guevara», así como el proceso de Playa Girón y la preparación militar contra la invasión (fallida) y la Crisis de los Misiles. Tengo también en mis manos no sólo los documentos sonoros, grabaciones que atestiguan esos años y que se escuchan como manifestaciones telúricas de una época, sino también una pequeña colección de fotos, un álbum familiar.
Hay una particular: en blancos y negros turbios y pálidos, retrata un encuentro con el Che en la Habana, posiblemente hacia el año 1963. Mi madre, junto a otros, dándole la espalda a la cámara, se encuentra frente a él, conversando. Con un aspecto algo descomplicado y tabaco en boca, el Che se ve relajado en la cabecera de la mesa de reuniones. En un instante parece que jugara ajedrez, pero en realidad se dirige a los otros presentes. De pronto, justo en el instante en que el fotógrafo presiona el obturador, en el segundo cuando se da una especie de ambigüedad entre la rigidez de la postura y espontaneidad de la vida, mi hermana voltea el rostro hacia la cámara. La luz del flash ilumina su cara, su tez blanca, sus ojos expresivos e inquietos, y el moño famoso que sostiene su pelo. Este encuentro, junto con otros que se darían con los años, entraría a la historia, al álbum familiar, y a la biblioteca, como una forma de testificación llena de complejidades, de ausencias, de horizontes. Podría decir que de los muchos nombres que se escuchaban formar parte de esta historia (y con cuyos fantasmas me he cruzado irremediablemente a lo largo de los años), muchos han muerto, otros tantos asesinados, no pocos totalmente anónimos, y varios transitando por caminos incluso insospechados y contradictorios. No solo los nombres de los más importantes, sino de aquellos que también terminarían en Colombia viviendo vidas comunes y corrientes. El álbum familiar, que si hubiera sobrevivido la itinerancia de la época, estaría impregnado de personas que ya no están y cuya única arma fue la palabra. En verdad, en estos cincuenta años de guerra, mucha, mucha gente ha quedado en el camino. Me sorprende cómo en nuestros actuales ejercicios de memoria institucional no se reconoce esta trama de la historia, esta madeja de decisiones.
II
Sin embargo, durante la intromisión de las fuerzas de seguridad, lo que encontraron fue una biblioteca familiar donde mis padres habían depositado, archivado, el relato de sus propios intereses. La de ellos no era una biblioteca de trabajo, sino de pasiones, de itinerarios de sentidos, de los recorridos geográficos y sensoriales de la existencia. En aquella biblioteca se encontraban José Martí y Simón Bolívar, figuras centrales de las luchas anticoloniales en América Latina, Karl Marx y El Capital (en la icónica traducción de Wenceslao Roces), incrustado en paredes llenas de libros de historia latinoamericana desde México hasta Chile. Anaqueles con los pensadores de la Ilustración, rastros de la Viena de fin-de-siècle, con volúmenes de la Historia General de las Civilizaciones a cargo de Maurice Crouzet, al igual que múltiples colecciones de historia de la humanidad en editoriales que, francamente, no se si aún existen en Buenos Aires o Barcelona. He visto cómo librerías de segunda mano, ventas callejeras y mercados de pulgas —a veces atendidos por desheredados a lo largo del continente latinoamericano, de Quito a Misiones—, apilan montañas de estos libros y ediciones, parte de bibliotecas familiares de otros que fungen como testigos de épocas aparentemente ya pasadas. Entrar a estos lugares es como entrar a donde lo profundamente extraño y lo increíblemente íntimo y familiar se condensan. Pero ¿qué quiere decir olvidar un libro, abandonarlo al castigo del tiempo? ¿Qué quiere decir, volviendo a estos libros transeúntes, cuando una idea —un argumento o un concepto— ya no tiene el poder interpretativo que tenía, que su modo de escritura ha «pasado de moda», que su ritmo es insostenible corporalmente?
Sin embargo, esto no fue todo lo que había en aquellas estanterías. Por supuesto, y quizás de mayor importancia, había ediciones de Santiago Rueda de A la Recherche de Temps Perdu de Marcel Proust, en la traducción de Pedro Salinas (cuya poesía ojeaba desde muy adolescente); el críptico Ulises de James Joyce; los Diálogos de Platón; Leaves of Grass del viejo Whitman (testigo de un momento con ilusiones), y obras de Fiódor Dostoievski y Lev Tolstoi (con todo y las historias de Bolita); los esotéricos Sonnets de William Shakespeare, y las obras de Thomas Mann, Robert Musil, y por supuesto, los acetatos hoy rayados de Otto Klemperer, Bruno Walter o von Karajan interpretando a Beethoven, a Mahler o a Brahms. Al ver esto retrospectivamente, me hago consciente de que leer y escuchar (incluso si son desordenadas estas actividades) son una curiosidad hoy día, particularmente (o quizás paradójicamente) para académicos que son presa voluntaria no sólo de un aterrador y aburridor monologismo sino de la jerga del experto encumbrado. La amplitud de la biblioteca más bien destaca las intuiciones, el deseo de buscar conexiones escondidas, subterráneas, entre preguntas y cuestiones aparentemente separadas por el tiempo y por el espacio.
En un bello y sobrecogedor pasaje de Desempacando mi biblioteca, Walter Benjamin hace referencia a la «biblioteca» como algo más que un estante: un depositario histórico, un encuentro de múltiples instantes. Si se pudiera leer la historia escondida y cifrada de una persona a través de los lomos de sus libros, se podrían explorar diversas dimensiones de su vida. Dependiendo de su posición o su localización en el estante y en la distribución general, dependiendo del tipo de libros que se dejen a la vista o «a la mano» (para volver a usar el término de Heidegger), o de los que se «esconden», se podría quizás identificar la existencia de transformaciones telúricas individuales, e indagar por las formas como llegaron hasta sus manos, por los recorridos, por los azares, por los prestamos y hasta los robos. ¿Qué dejamos a la vista de los extraños, cómo recorremos la biblioteca, cómo se la enseñamos a alguien (si lo hacemos) y en qué orden temporal o espacial? ¿Qué escondemos de la mirada inquisitiva de los conocidos, de los buscadores de defectos, y de los acumuladores? Sabemos de la íntima relación entre la memoria y el espacio a través de sus poéticas, entre la identidad y el lugar: en estos estantes, esa relación se hace más peculiar, más evocativa.
Esta biblioteca en particular representaba una especie de bifurcación, de sisma intelectual: expresaba una tensión entre el interés por América Latina (y sus historias de expropiación), por una parte, y el conocimiento de Europa, por otra, por su «gran cultura», como diría George Steiner. En otras palabras, representaba una tensión entre la teoría que hablaba (no sin grandilocuencia, pero con sentido histórico) del «destino» y el «papel» del ser humano durante momentos de cambios casi tectónicos, y la literatura, la subjetividad, y lo poético, provenientes del mismo mundo que había colonizado y exterminado en función de la Fe, la Razón o la Civilización a millones de congéneres. Sabemos que la Civilización está construida sobre montañas de cadáveres, que ni la razón ni la racionalidad técnica son un antídoto contra la insania, por el contrario, nos pueden llevar a ella. Al final, eugenesias, eutanasias y biopolíticas de todas las especies políticas, «tecnificadas» o no, «comunitaristas» e «individualistas», «seculares» y hasta «religiosas» fueron influidas por los «universales» del siglo XIX (y los anteriores) y por la «certidumbre» aplicada de la ciencia y la técnica. La auscultación telescópica de la biblioteca, la imagen del desprendimiento del papel, es el instante originario que puso en peligro el archivo en tanto arkhé, en tanto origen: una penetración del poder arcóntico del Estado, como propondría Derrida para leer la signatura de ese lugar imaginario de autoridad y de autoría que llamamos el archivo. Esa violencia, la de aquella tarde, fue una violencia sobre el origen, epistemológica. Quizás ese momento fue lo que me llevó a estudiar la experiencia multiforme de la violencia, de los Townships en Sudáfrica a Toul Sleng en Camboya, de Auschwitz y Dachau a la Maison des Esclaves en Dakar, de las audiencias de la Comisión de la Verdad en el Perú a las «versiones libres» en Colombia, de Mapiripán y los hogares de desplazados en Colombia a las esquinas de los lujosos centros comerciales en Bogotá, llenas de gente «invisible» deambulando. Mi trabajo en Sudáfrica, entre sobrevivientes del Apartheid y torturadores que tenía que entrevistar, entendí que la pobreza de unos es consubstancial con la riqueza de otros, que la violencia no está allá, localizada en otro mundo, sino que nos configura, nos entreteje a todos, porque no es sólo un «acto» sino también una serie de relaciones. Parece obvio, pero no lo es para todo el mundo.
III.
Los años del allanamiento seguían siendo los años de la «Revolución Cubana», donde nací. Creo que mi cuerpo y mi subjetividad aún «recuerdan» el viaje de «retorno» a Colombia desde la Habana, tras trasegar, de manera macondiana, un mes entre los aeropuertos de Praga y París debido a la geopolítica de la época. No habían vuelos de la Habana a Bogotá. Aquellos eran los años en que la idea de un «futuro utópico» para la Humanidad (por extraño que pueda parecer esta frase ahora) era reclamado por movimientos sociales y políticos, incluso armados, que emergieron a lo largo y ancho de lo que hoy llamamos el Sur Global: la historia de América y del África, cuando leídas entretejidas por largas temporalidades, es también la historia de expoliaciones sistemáticas y sistémicas desde la llegada de los colonizadores en sus diferentes hordas. Nuestros programas de estudios internacionales «obliteran» estas relaciones históricas para mimetizarse conceptualmente con el llamado Norte Global.
Era una «época» de descolonización llena de expectativas (insatisfechas en algunos registros y secuestradas por la mediocridad en otros), de hombres y mujeres como Steve Biko y el movimiento de liberación contra el apartheid, Agostinho Neto en Angola, Aimé Césaire, los debates entre Frantz Fanon, Albert Memmi, Jomo Kenyatta, Kwame Nkrumah y Léopold Sédar Senghor, entre muchos otros que en Colombia ignoramos, en torno a la question coloniale. Era la época cuando los ecos del asesinato de Patrice Lumumba, primer ministro del Congo, en 1961 a manos de la Inteligencia belga y los cesionistas de la provincia de Katanga (por no mencionar la indiferencia de los Soviéticos y la politización de las Naciones Unidas), aún se oían. Su potente voz, durante el discurso el día de la ceremonia de independencia el 30 de Junio, retumba como uno de los momentos más dignos de aquella generación. Nueve millones de africanos murieron de hambre y de golpes para satisfacer las ínfulas coloniales, el «proyecto de civilización» y el emporio cauchero de Leopoldo II en el Congo Belga, entre finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX.
Eran, al mismo tiempo, las décadas de geopolíticas globales y democracias a medias, de dictaduras militares en Chile, Argentina y Sudáfrica (en su vertiente más consolidada y legalista). Regímenes y «pecados» totalmente instrumentales y secretos dentro de la Guerra Fría, hoy se han convertido en parte del lenguaje de la política internacional. Si no véase Abu Ghraib y el uso del confinamiento solitario, como lo hacía el Apartheid. Asimismo, las purgas de Stalin, la renovación de guerras neo-coloniales en Vietnam —donde se liquidaron 3 millones de civiles a punta de bombardeos indiscriminados y napalm—, y el desenfreno étnico colectivista en Camboya plantearon una serie de preguntas complejas a las organizaciones de la época: ¿es posible realmente pensar en una sociedad radicalmente diferente? Para muchos intelectuales de izquierda latinoamericanos era sólo una cuestión de tiempo. Pero ese momento nunca llegó, la «revolución» no estaba en realidad «a la vuelta de la esquina», como se decía. Todo lo contrario: la llamada «utopía real» se desvaneció como un castillo de naipes. El recuerdo del allanamiento a mi casa, la imagen de unos extraños inspeccionando la intimidad de mi espacio viviente, me lleva al tiempo cuando ciertas concepciones del futuro y el «destino» parecían ineludibles.
IV.
Pero el tiempo ha pasado, y las circunstancias han cambiado. La memoria del allanamiento se esfumó un día, y ya casi nadie habla de «utopías», por más «irreales», «teológicas», «consumistas», «tecnológicas», «traicionadas» (como escribiera Trotsky), «imposibles» o «reevaluadas» que puedan ser. La resonancia de eventos políticos internacionales, la han convertido, por lo menos en el sentido que se aludía anteriormente, acaso en una idea casi totalmente desacreditada, una caricatura histórica. Al caer Die Berliner Mauer (el Muro de Berlín), al desvanecerse el imperium soviético, de la noche a la mañana, se dio sepultura a la «utopía» como posibilidad y como concepto, desplazada, vaciada de cualquier contenido positivo. Creo que la imaginación social del futuro ha sido tecnificada a través de las promesas de nuevos mundos imaginados en el discurso de la transición, una compleja dialéctica entre la continuidad y la fractura con relación a la violencia.
Aún así, irónicamente, el mundo es hoy día tanto o más pobre que hace veinte años, no obstante hayan más tecnologías de gobierno que prometen imposibles mundos a nombre de un futuro donde reina el consumo masivo y la competencia individualista: en el mundo, según cifras oficiales, más de la mitad de la población vive en medio de la destitución histórica, y de ahí, un porcentaje importante (un ser humano constituye un porcentaje importante) en una miseria abyecta e inimaginable para aquellos en otras «latitudes» (cognitivas, geográficas, o sociales) donde la prosperidad parece ser (ingenuamente) un derecho natural. Cuando el rostro del otro no es sólo una cifra o una estadística, sino una mirada, es imposible e inmoral no pensar en el futuro como posibilidad y en la responsabilidad (como académico) que se tiene ante esa persona. Para algunos, esta masa de humanidad en guerra con la vida es experimentada sólo a través de los medios visuales y escritos, si acaso. Incluso, me atrevería a decir que investigadores que se abrogan la propiedad de una experticia profesional (para usar un aterrador eufemismo) sobre los problemas que emergen en medio de esta situación, no tienen un sentido real de las guerras sobre las que a veces hablan tan técnica, y rara vez, elocuentemente, en «simposios internacionales» y en el circuito académico.
¿A dónde voy con esta historia? Cuando veo mi biblioteca hoy, recuerdo que cuando mis padres hicieron parte del mundo de las universidades, ellos recibieron una «idea» de futuro por realizar, cristalizado en el término mismo «utopía» y sus contenidos históricos específicos. Su trabajo, su pensamiento, y su escritura coexistían con esa posibilidad. Hoy, con un pie mal situado allá, en ese «proyecto» (el de un mundo menos desigual), y otro en el presente, una generación entera ha heredado sus retazos, sus girones, y su aparente imposibilidad. Lo que digo es que ese es un lugar muy difícil de habitar, intelectual y moralmente, al menos para mi. Surge entonces la pregunta central: ¿en qué consiste la labor intelectual (si es que aún existe), la labor del maestro (si no ha desaparecido) de cara a estas rupturas o ausencias? Me cuesta mucho pensar que la labor del intelecto, y no olvidemos que dedicarse a las «ideas» (por ponerle un nombre) es de por sí un privilegio, se pueda reducir al darwinismo académico tan común hoy en día, a los índices de citación y sus cordones sanitarios, a la producción de textos irrelevantes que nadie lee, y a imaginarias pasarelas por donde deambula el culto a la hoja de vida.
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* Alejandro Castillejo Cuéllar es antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia, profesor asociado del Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes (Bogotá, Colombia). Es doctor en Filosofía y Antropología de la New School University (EE UU) y magister en artes de la misma universidad.
Recorrer este artículo de Alejandro Castillejo es como desempolvar la vida y para mí, llegar a la conclusión que vale la pena haberla trasegado.
Como médico egresado de la U Nacional también me tocó transitar los senderos de los ideales del cambio social y emigrar en los tiempos del estatuto de seguridad donde tener amigos en la izquierda o colaborar activamente con la revista Alternativa o el movimiento Firmes nos hacía «sospechosos» (perfilados diriamos ahora) y presa de los organismos de seguridad del Estado. Me tocó dejar escondida mi biblioteca en un socavón húmedo de un garaje donde 5 años después regresé a rescatarlo e incrementarlo porque pude constatar que el mundo de las ideas en España y Francia me habían acrecentado la obsesión por leer. Victor Hugo y los Miserables (en versión francesa) me ayudaron a fundamentar aún más la vigencia de la consigna de la Revolución Libertad, Igualdad, Fraternidad, que hoy cobran con el Covid-19 inusitada vigencia.
De tanto leer pasé a escribir El Sueño de la Humanidad una diatriba contra la politiqueria y la corrupción, que en su versión inicial titulé Hasta que el Pueblo dijo Basta! y obviamente ninguna editorial quiso publicarme, no por mala, sino por subversiva.Guardé su manuscrito por 25 años (por temor válido a ser asesinado por uno de los señalados, en sentido figurado, aclaro) y aún sigue sin ser publicada.La tengo empastada en un lugar escondido como señala Alejandro, pero no por verguenza, sino » por si las moscas»
Hoy comparto biblioteca con mi hija menor y tenemos tal cantidad de libros que nos tocó armar sucursal en nuestra casa de campo para iluminar las tardes y acompañar las noches de insomnio o las madrugadas de ansiedad por devorar sus páginas
Pero esto es un espacio más para un comentario hacia este bello poema existencial de Alejandro que a disquisiciones mías.
Por eso paro aquí no sin inclinarme antes reverencialmente ante esta pluma sincera y rica de Castillejo que me permitió revolcar mis neuronas para evocar aquella época gloriosa y seguir anhelando el cambio que sigue estando vigente para todos hoy,
La Humanidad bien puede Trascender las diferencias, hacer la Paz, Tener Prosperidad y Ser Feliz ( asi sea leyendo y escribiendo, por ahora).
Estoy de acuerdo sin lugar a dudas con el punto de vista de Alejandro. Vivimos en una época en la que la actividad del intelectual se encuentra en jaque, no sólo por la desintegración de la antigua utopía sino también por la manera en la que el consumismo, el mercantilismo y el materialismo del presente parecieran haber tomado posesión del espíritu de la especie. La pregunta en torno al “por qué” y el “para qué” pensar o escribir es no sólo apremiante, sino que implica además una muy difícil resolución. Los caminos del pasado parecieran agotados, por las razones que sean, la única opción que tenemos es tratar de descubrir un nuevo sendero intelectual, en lo político, en lo artístico, en lo filosófico, que nos conduzca a un espacio futuro en el que podamos residir. Nos encontramos un poco a la deriva como los artistas europeos de la primera década del siglo XX, con la gran diferencia que ellos eran conscientes que Occidente se dirigía a la catástrofe mientras que nosotros habitamos la época en la que preside una aparente “libertad absoluta” sentada en el regazo de la democracia occidental. No estoy seguro cual será para Alejandro el destino del académico, del pensador en general, en el siglo XXI, pero para mí el sentido del arte en este nuevo milenio, y en particular de la literatura, radica en el desenmascarar una no-libertad que se mimetiza entre nosotros como “libertad absoluta”. Desintegrada la utopía colectivista, tenemos la responsabilidad histórica de cuestionar de manera profunda el totalitarismo mercantilista, consumista e individualista del presente. Saludos a Alejandro por un estupendo artículo.