Sociedad Cronopio

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Los limites del modelo integracionista brasileno y sus causas historicas

LOS LÍMITES DEL MODELO INTEGRACIONISTA BRASILEÑO Y SUS CAUSAS HISTÓRICAS

Por H. C. F. Mansilla*

En junio de 2013 y a lo largo de 2015 se llevaron a cabo las manifestaciones públicas de protesta más amplias e intensas de toda la historia brasileña. En la segunda mitad del siglo XX no hubo nada similar contra la dictadura militar. Más de ochenta ciudades vivieron una atmósfera de tumulto contra las dilatadas prácticas de corrupción y las políticas públicas del gobierno y, en el fondo, contra los valores de orientación de las élites gobernantes. En relación con la magnitud de la protesta el número de víctimas y daños ha sido relativamente reducido. Y las manifestaciones se diluyeron paulatinamente, sin que se llegase a una confrontación realmente violenta entre los descontentos y las fuerzas de orden público. Por ello se puede afirmar que todavía hoy la cultura política brasileña representa un clima relativamente cordial y distendido. Brasil tiene probablemente el record mundial de desigualdades sociales comprobadas estadísticamente, pero las formas culturales de lidiar con ellas y con numerosos problemas afines han sido siempre más pacíficas y menos traumáticas que en todos los otros países latinoamericanos. Algunas breves menciones acerca de la historia de esta nación pueden ayudar a explicar este fenómeno.

Cuando los portugueses descubrieron las costas brasileñas por casualidad en 1500, se trataba de una flota que en realidad iba a la India, no encontraron ninguna aglomeración urbana ni tampoco una población numéricamente importante. Al contrario de México y el Perú, toda la región estaba muy escasamente poblada y no poseía recursos económicos importantes, como los que buscaban habitualmente los conquistadores ibéricos: metales preciosos y mano de obra barata. La colonización fue muy lenta, y durante mucho tiempo se restringió a una franja costera relativamente estrecha, donde nunca hubo una población indígena digna de mención. (Las tribus selvícolas más importantes estaban, como hoy, situadas en la selva amazónica, región que brindaba recursos relativamente más abundantes a una población de cazadores y recolectores.) La vida colonial portuguesa se distinguió por una Iglesia Católica más débil y con menos presencia cultural-educativa que en la América española; hay que mencionar asimismo que no hubo Inquisición durante todo el periodo colonial portugués. La escasez de mano de obra fue cubierta con la importación masiva de esclavos africanos, concentrados en el Noreste (Pernambuco, Bahía, etc.), y destinados a cultivos agrícolas, sobre todo a la caña de azúcar, que hasta mediados del siglo XIX fue el principal producto de exportación del Brasil.

Como en otros lugares del gran imperio colonial de Portugal (en la India y en el África), la estrategia cultural prevaleciente fue el sincretismo, que en la praxis cotidiana, no en la intelectual y política, ha significado (a.) una vinculación cooperante entre los distintos grupos sociales y las etnias del país, pese a todas las disensiones y los conflictos, (b.) un interés débil y más bien pragmático en asuntos de religión y credos, y (c.) una paulatina mezcla de las diferentes culturas de origen. Uno de los resultados finales puede ser descrito como la creación espontánea de una cultura que tiende a integrar los distintos elementos constituyentes, a limar diferencias y asperezas y a hacer más o menos comprensibles a los unos los intereses y las peculiaridades de los otros. No se trata, por supuesto, de una meta evolutiva premeditada, sino de la consecuencia práctica de un largo convivir dentro de un marco estatal que desde un inicio mostró ser más tolerante y menos dogmático que el español, menos centrado en marcar diferencias y poco preocupado por algunos aspectos recurrentes de la cultura colonial española, como la pureza de sangre, las claras diferencias de clase y rango y la extirpación de idolatrías.
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Por otra parte, es imprescindible mencionar características referidas a la praxis pública de los indígenas y los afrobrasileños. En contraste con el ámbito andino, los grupos indígenas brasileños actuales hacen valer muy pocas reivindicaciones con respecto a un pasado civilizatorio digno de imitación o a formas políticas e institucionales (como la justicia comunitaria). Sus designios políticos mayores y hoy más publicitados se hallan en la protección de ecosistemas tropicales en peligro, sobre todo a causa de la construcción de grandes represas hidroeléctricas. Es digno de mencionarse que en el conjunto de la sociedad brasileña la temática del medio ambiente concita un interés muy modesto, pese a la gravedad e intensidad de los daños ecológicos. Los intentos de los indígenas por rescatar modelos civilizatorios aborígenes se restringen a fenómenos culturales en sentido estricto: folklore, música, arte, alimentación, prácticas curativas y, excepcionalmente, cultos religiosos. Siempre han sido grupos selvícolas extremadamente pequeños, no vinculados entre sí y sin una consciencia colectiva de haber pertenecido a un modelo civilizatorio que se hubiese extendido por toda la geografía brasileña. Los afrobrasileños, por su parte, tienden igualmente desde el siglo XIX a rescatar elementos y valores en los terrenos culturales y religiosos, en los cuales exhiben una gran creatividad. Su origen exógeno les impide exigir el retorno a una sociedad política diferente de la creada por los portugueses y continuada sin grandes traumas colectivos por los brasileños del presente.

Desde un comienzo la civilización brasileña ha sido una sociedad en expansión horizontal. La ocupación efectiva de un inmenso espacio geográfico y la puesta en valor de sus recursos económicos, que parecen inagotables, han servido de válvula política de escape, aminorando los conflictos sociales, especialmente los redistributivos. Lo que podríamos llamar la línea oficial en la formación de la consciencia histórica, por ejemplo: en la enseñanza escolar ha tratado siempre de integrar a todas las épocas históricas en un gran conjunto armonioso, donde todos los sectores y los periodos aportan su grano de arena a la construcción del gran proyecto nacional. No hubo guerra de independencia: el príncipe heredero de la corona portuguesa se declaró de manera bastante intempestiva en 1822 emperador del nuevo Estado (curiosamente después fue rey de Portugal). Todo siguió como antes. No hubo una impugnación de la era colonial, como tampoco se dio un odio social contra la monarquía después de la proclamación de la república en 1889. El experimento populista de Getúlio Vargas (1930-1945) se disolvió en las aguas tradicionales de la política brasileña. La dictadura militar (1964-1985) ejerció una represión muy moderada, si la comparamos con Argentina y Chile. Importantes partidos que podríamos llamar «conservadores» —el Partido do Movimento Democrático Brasileiro, PMDB, y el Partido Liberal, PL (que ha cambiado varias de nombre por razones prácticas), claramente a la derecha de la corriente opositora principal en la actualidad, el Partido Socialdemócrata Brasileiro, PSDB, de Fernando H. Cardoso, José Serra y Aécio Neves—, han apoyado a los gobiernos de Lula y Dilma desde un comienzo.

La cultura brasileña no ha tenido, hasta bien entrado el siglo XX, rasgos intelectuales politizados. La gran ensayística latinoamericana de habla española (desde Lucas Alamán y Domingo F. Sarmiento hasta Octavio Paz y Mario Vargas Llosa) no ha tenido un desarrollo comparable en el Brasil. Es, en general y con muchas excepciones, una cultura social poco favorable a preocuparse por los agravios del pasado, lo que, evidentemente, va en favor de las élites de turno y más bien consagrada a pensar en el futuro. Uno de los resultados de esta mentalidad es un optimismo muy expandido («el país más grande y bello del mundo»), que, de alguna manera difícil de describir, debilita las confrontaciones ideológicas clásicas. El sistema de partidos es débil y reciente (originado en su forma actual en los últimos años del siglo XX), y fomenta una «interpenetración» muy marcada entre los grupos y las élites políticas.

El optimismo social y la carencia de distinciones ideológicas claramente contrapuestas han promovido el gran sincretismo cultural, que empezó probablemente como tendencia religiosa. Hoy se manifiesta en formas más o menos colectivas de arte, como las telenovelas, el carnaval, el teatro y el cine. Para todo ello se requiere de una actitud de entendimiento con los otros, aunque sea verbal, indispensable en una sociedad multi–étnica, aunque, curiosamente, monolingüe y, se podría decir, tal vez monocultural: no hay todavía una alternativa clara a la concepción de El hombre cordial, que empezó en la sociología y ha terminado como consigna colectiva de gran popularidad. Pero esta doctrina del «hombre cordial», como aseveró Jessé Souza, tendría la función de una «fantasía compensatoria» para hacer más digerible el subdesarrollo de esa nación: esta sería la ventaja comparativa frente al mundo ya desarrollado. Se daría «la construcción sentimental del oprimido, idealizado y glorificado», que obstaculizaría políticas públicas adecuadas para cambiar ese estado de cosas. El resultado de la doctrina del «hombre cordial» sería una marcada inclinación a la «autocomplacencia» y a la «auto–indulgencia», una «extraordinaria ceguera», nos dice Jessé Souza, que impediría una adecuada comprensión de los desafíos y problemas actuales de la sociedad brasileña. Estos constituyen los aspectos poco promisorios, la contracara preocupante del modelo integracionista.
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Esta temática puede ser ilustrada parcialmente acudiendo a un análisis filosófico de la situación del medio ambiente y, ampliando la perspectiva ecológica, cuestionando el sentido de la vida en sociedades que se encaminan rápidamente a niveles muy elevados de urbanización e industrialización, como el Brasil. La realidad cotidiana brasileña se halla hoy en día signada por factores como la contaminación ambiental, la pérdida de tiempo por congestiones de tráfico, el aire irrespirable, la impresionante acumulación de basura en los mejores barrios, la destrucción de todo lo verde, el horario cotidiano dictado hasta en sus más mínimos detalles por imposiciones de una burocracia despersonalizada, la criminalidad alarmante y la pérdida de la identidad de las ciudades y hasta de los ciudadanos. Los aburridos centros comerciales de estilo provinciano norteamericano se han transformado en los templos y coliseos contemporáneos. Los costes de la modernización han subido tanto en el Brasil, que grupos cada vez más numerosos se preguntan si vale la pena proseguir con el ritmo infernal del progreso material, puesto que los programas de modernización, por un lado, y la calidad de la vida diaria para el ciudadano de a pie, por otro, aparecen como términos en creciente contradicción. En proporción nada desdeñable, es posible que este tipo de preocupaciones haya promovido una parte del descontento masivo que se puede percibir a partir de 2013.

Por ello no es superflua una comparación con el Brasil premoderno. Hacia 1940 esta nación denotaba características mayoritariamente agrarias, tradicionales y premodernas, con una movilidad social muy restringida y terribles desigualdades sociales. Pero no era de ninguna manera una sociedad retrógrada y atrasada. Contaba con unos 40 millones de habitantes, un buen sistema educativo en el área urbana, dos ciudades ya entonces enormes, una industria manufacturera importante y un nivel cultural remarcable. La hospitalidad de los brasileños era proverbial, así como su carácter sensual y extrovertido. La seguridad ciudadana era ejemplar, así como la limpieza y el cuidado de los núcleos urbanos. Sus selvas tropicales estaban intactas y sus costas impolutas. En 2016 el país es simplemente otro. A comienzos del siglo XXI Brasil se ha convertido en la sexta potencial industrial del mundo. Su producción manufacturera es gigantesca y de la más variada índole, y su tecnología de punta (por ejemplo en los campos de la industria bélica, las telecomunicaciones y la aviación) ha resultado admirable. La movilidad social tiene un grado considerable; la esperanza de vida es mucho mayor que antes. El acceso a todos los niveles educativos se ha democratizado fuertemente. Y, sin embargo, el Brasil actual con sus casi doscientos millones de habitantes, sus megalópolis industriales y su ocupación de casi todo el territorio, no es necesariamente una sociedad con una calidad de vida más elevada y más razonable que en 1940. La criminalidad y la inseguridad en las zonas urbanas tienen la triste reputación de hallarse entre las más altas del mundo; sus aglomeraciones urbanas de una fealdad proverbial, abarcan dilatadas barriadas donde imperan el desempleo, la miseria, el crimen y las drogas. El brasileño común y corriente pierde una parte importante de su tiempo en problemas de transporte, en trámites burocráticos enrevesados y superfluos y en una lucha despiadada contra el prójimo.

El Brasil constituye hoy una sociedad extremadamente violenta, insolidaria, sin rasgos de una identidad original, salvo en el campo del folklore y la música popular. En amplios sectores sociales los medios masivos de comunicación han generado una genuina estulticia colectiva, que está vinculada a expectativas siempre crecientes de mayor consumo, más diversión y descenso marcado de normas éticas. El exagerado optimismo de la población y su propensión por el gigantismo, tienen que ver con el infantilismo producido por una cultura popular ligera y trivial. La esperanza de un mejoramiento permanente del nivel de vida se revela como ilusorio ante la dilapidación irresponsable de los recursos naturales, pero también a causa de la acrecentada anomia socio–política, la miopía incurable de las clases dirigentes y el nivel inenarrable de la corrupción. La sensualidad de antaño se ha transformado en un libertinaje hedonista, determinado por criterios comerciales. El sistema político es inestable, los partidos son meras maquinarias electorales sin capacidad de articular y viabilizar las demandas de la población. La corrupción en todos los niveles es indescriptible por su intensidad y expansión, y la élite política no se diferencia fundamentalmente de una mafia criminal. La distancia entre los más pobres y los más ricos es mucho mayor que hace medio siglo; en lugar de las antiguas diferencias de rango y origen hoy el dinero es el criterio que define claramente las capas sociales, y que las separa de modo brutal. El número de universidades y organizaciones no gubernamentales consagradas a tareas educativas es inmenso y, sin embargo, las creaciones intelectuales y la investigación científica alcanzan sólo una dimensión muy modesta.
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Dentro de poco el bosque tropical será un mero recuerdo literario. La desertificación de una buena porción del territorio es ya un problema cotidiano. El vocablo Brasil proviene de un árbol de corteza roja del mismo nombre, muy estimado como colorante. Esta especie fue talada tan vorazmente en las décadas siguientes al descubrimiento del Brasil (1500), que se encuentra totalmente extinguida desde mediados del siglo XVI. La identidad nacional se halla curiosa e intrínsecamente vinculada a una destrucción del medio ambiente tan temprana como exhaustiva. Ningún paisaje se salva de una contaminación ambiental de extraordinaria magnitud. ¿Valió la pena el enorme esfuerzo modernizador? O dicho en una perspectiva más amplia: ¿Tiene sentido, ya a mediano plazo, acabar con los últimos bosques y poner en peligro los ecosistemas naturales por conseguir un desarrollo material según el modelo norteamericano?
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* Hugo Celso Felipe Mansilla, nació en 1942 en Buenos Aires (Argentina). Ciudadanías argentina y boliviana de origen. Maestría en ciencias políticas y doctorado en filosofía por la Universidad Libre de Berlín. Concesión de la venia legendi por la misma universidad. Miembro de número de la Academia Boliviana de la Lengua y de la Academia de Ciencias de Bolivia. Fue profesor visitante en la Universidad de Zurich (Suiza), en la de Queensland (Brisbane / Australia), en la Complutense de Madrid y en UNISINOS (Brasil). Autor de varios libros sobre teorías del desarrollo, ecología política y tradiciones político-culturales latinoamericanas. Últimas publicaciones: El desencanto con el desarrollo actual. Las ilusiones y las trampas de la modernización, Santa Cruz de la Sierra: El País 2006; Evitando los extremos sin claudicar en la intención crítica. La filosofía de la historia y el sentido común, La Paz: FUNDEMOS 2008; Problemas de la democracia y avances del populismo, Santa Cruz: El País 2011; Las flores del mal en la política: autoritarismo, populismo y totalitarismo, Santa Cruz: El País 2012.

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