UNA HERENCIA CULTURAL NO MUY RICA, CONTROVERTIDA, PERO IMPRESCINDIBLE (A PESAR DE LOS DOS CALIFICATIVOS ANTERIORES)
Por Renán Silva*
Se observa con poca atención la velocidad del cambio social y cultural en Colombia, un proceso varias veces mencionado por sociólogos, historiadores y economistas, pero del que se sacan poco las consecuencias. Se piensa a veces que reconocerlo es ponerse de parte de los gobiernos, de las elites, de las clases dominantes, como se quiera decir, cuando se trata simplemente de registrar un hecho y examinar algunas de sus consecuencias. Una tarea mínima cuando se quiere pensar en una sociedad.
En estas páginas, asumiendo esa idea de un cambio acelerado de la sociedad colombiana en el siglo XX y el ingreso a sorprendentes formas de modernidad, no se quiere establecer un juicio de valor, sino realizar una simple constatación. La insistencia en ese cambio y en sus velocidades crecientes es simplemente para nosotros un contexto que hay que recordar, como telón de fondo y como premisa de un argumento que renglones adelante presentaremos.
Lo que queremos resaltar es tan sólo una de las consecuencias más visibles de ese cambio social y cultural acelerado que ha conocido Colombia en el siglo XX, no sin dejar de advertir que ese cambio no anula ni las desigualdades regionales del proceso (Pasto o Popayán, no son Bogotá ni Medellín) ni la presencia de formas arcaicas, que el tiempo parece destinado a nunca superar, como si se tratara de un pasado inmutable. Por lo demás, no se debe dejar de observar que la extensión de esas nuevas y sorprendentes modernidades no tiene la forma de un proceso lineal, ni ofrece la imagen de un proceso que solo incluyera a las «metrópolis urbanas» y resultara ajeno por completo a las «periferias», a las ciudades pequeñas, a las aldeas y a los pueblos alejados de las capitales, lugares en los que también se puede comprobar la presencia de esas nuevas realidades sociales y culturales, a veces de forma más aguda que en las grandes ciudades, sobre todo si se atiende a los puntos diferenciales de partida.
Es en fin, en nuestra opinión, un proceso «desigual y combinado», para utilizar la expresión de los viejos dialécticos de ayer; un proceso que ha dado lugar a un fenómeno, comprobado por muchos analistas, que no es exclusivo de Colombia, que se asocia más bien con ese proceso fácilmente identificable pero difícil de definir que designamos con la palabra cómoda de «globalización», y que resulta un proceso del que se han hecho pocos análisis históricos y sociológicos cuidadosos, y en el que me parece que tampoco la literatura y el arte se han detenido con el cuidado que el fenómeno merecería.
La consecuencia precisa de ese fenómeno de acelerado cambio social y cultural a que nos queremos referir, tiene que ver con el ámbito de la familia, aunque no se ha generado en el interior de esa institución, ni depende simplemente de la suerte de aquella, que lejos de ser la «base de la sociedad», como dice la sociología espontánea, es una estructura inscrita en la trama general del medio social que la alimenta y determina.
El asunto tiene que ver de manera precisa con las distancias entre las generaciones, con las distancias entre padres e hijos, y por lo tanto con la ausencia de las probabilidades de diálogo entre viejos y jóvenes.
Para comprender el problema que enunciamos, hay que tratar de considerar el conjunto del siglo XX colombiano. La observación sociológica de la realidad colombiana, a través de los más disímiles testimonios, pone de presente que cuando se considera la mayor parte de ese siglo, digamos las siete primeras décadas, se puede comprobar de qué forma, en las diferentes clases sociales, en el campo y en la ciudad, padres e hijos tienden a ser —desde el punto de vista sobre todo de la sensibilidad, de la relación con las formas culturales y las adscripciones políticas, desde el punto de vista de la relación con el consumo, y desde luego desde el punto de vista de las prácticas religiosas—, tremendamente parecidos, como si una misma serie de valores y tradiciones hubieran cumplido para los miembros de la sociedad un papel altamente integrador, lo que hacía de Colombia una nación de grandes homogeneidades, por lo menos en relación con ciertos valores esenciales.
El tremendo sacudón sufrido por la sociedad colombiana desde mediados del siglo XX, sacudón que hasta el presente no se detiene (un cambio superior por su alcance a todos los que el país había conocido en la primera mitad del siglo XX, incluidos aquellos cambios producidos por el inicial arranque del capitalismo en algunas ciudades del país), produjo nuevas realidades que terminaron por producir distancias (y hasta heridas) enormes entre padres e hijos, entre generaciones viejas y nuevas, y destruyeron una capa de patriarcalismo y conservadurismo social que seguía dominando en el campo de la moral, de las sociabilidades, de las sensibilidades, de los gustos musicales, de las concepciones sobre la vida familiar, y en general en lo que tiene que ver con las aspiraciones respecto del futuro imaginado.
Un lugar en donde de manera explosiva se ha vivido esa profundización del abismo que separa hoy en día a jóvenes y viejos es el de la institución educativa (escuelas, colegios y universidades), lo que constituye en parte, sólo en parte, la base del ambiente enrarecido de equívoco permanente que domina en tales instituciones, y que hace tan difícil que maestros y alumnos encuentren un terreno común de conversación.
En buena medida el asunto más significativo se concreta en la ruptura en el proceso de transmisión cultural entre generaciones, y en el conocimiento de la tradición cultural anterior, que la institución educativa debería asegurar. No es que yo piense que la función de la educación sea la de imponer una tradición que no se debe discutir. Todo lo contrario. Pero para discutirla hay que conocerla. Sin embargo, rota la comunicación —o por lo menos llena de ruidos y de equívocos— el proceso de conocer lo que la sociedad ha producido de valioso, por ejemplo en el siglo XX, en el campo de la cultura intelectual, se vuelve un imposible; y hoy en día, de manera casi unánime, los jóvenes colombianos desconocen la mayor parte de la herencia cultural del país, porque el proceso educativo no facilita ese conocimiento, y no lo puedo hacer porque hace tiempo la comunicación entre viejos y jóvenes se ha interrumpido o está definitivamente rota.
No vamos a idealizar esa herencia. No vamos a decir que es la maravilla de las maravillas, y menos diremos que es el único legado al que tenemos derecho —en cierta manera todas las herencias culturales nos pertenecen si somos capaces de acceder a ellas, si demostramos ser dignos de sus logros—. Nos limitamos a afirmar que conocer ese legado, que nos toca de manera muy directa, puede ser importante, por lo menos para hacer la crítica de dicha tradición.
En Colombia, en la enseñanza universitaria, en el campo de las Humanidades, los nuevos profesores parecen desconocer casi por completo ese patrimonio fabricado en el siglo XX, con esfuerzo y dedicación, y que vale la pena conocer. He hecho mi propio «top» en este terreno, aunque limitándome al campo de las ciencias sociales y la historia, que es el que conozco menos mal y lo presento por si puede servirle a alguien para emprender un proceso de lectura, por fuera de toda norma y de toda rigidez institucional, pensando simplemente en su proceso de formación, en su derecho a conocer para criticar. Lo consigno aquí, aunque antes hago una observación más para los posibles lectores:
Primero recordar lo que ya sabemos. Michel Foucault hablaba con propiedad de «nuestro propio sistema de injusticias» y lo que sigue es una prueba. Además no olvido nunca que Thomas Mann devolvió a Elias Canetti Auto de fe —que aun no encontraba editor y que el escritor le había enviado—, dándole una formal aprobación con una frase de ocasión. Canetti había envuelto la novela de una forma que hacía fácil descubrir si había sido abierta, y efectivamente no había sido abierta. Así son las cosas. De malas Thomas Mann que en esta oportunidad se perdió la lectura de una gran novela.
En razón de que considero que las ciencias sociales y la historia con pretensión de ciencia son recientes, son creación del siglo XX, los extremos 1920 – 1980, me parecen adecuados. Creo además que se debe mirar tanto del lado de autores nacionales como extranjeros que han hablado de Colombia.
Finalmente: el hecho de que esta selección escasamente llegue hasta los años 1970, no quiere decir que luego no se hayan hecho cosas importantes, que siempre es aconsejable, por injusto que sea, esperar que el propio paso del tiempo (la poesía «es una resistencia al tiempo», decía Lezama Lima) nos de alguna señal acerca de qué ofrece la esperanza de ser menos fugaz que lo corriente. Para completar la decena que me había propuesto, en el «Suplemento» agrego dos obras de campos diferentes al de las ciencias sociales, que me parecen dos casos notables de trabajo perdurable.
Indiquemos finalmente que esta idea de hablar sobre tal punto es desde luego también un intento de volver sobre esa comunicación perdida de la que arriba hablé, refiriéndome a un sector particular del trabajo del pensamiento. Pero otro tanto se puede hacer en muchos otros terrenos: el de la ciencia natural, el de la literatura, el de la pintura…
ANTONIO GARCÍA: Geografía económica de Caldas. 1936/1938. Con métodos y con enfoques nuevos, diciendo cosas no conocidas, y estudiando por primera vez con cuidado un problema fundamental del siglo XX colombiano: la colonización antioqueña. Un estudio en gran parte no superado, que anuncia a un errante (y a veces equívoco) intelectual colombiano, autor de una cincuentena de libros, muy poco conocido por los universitarios de hoy.
GERARDO REICHEL–DOLMATOFF: Los Kogi. 1951. La nación mestiza que Reichel– Dolmatoff y Alicia Dussán mostraron en su gran obra sobre Aritama, no olvida que las sociedades indígenas no mestizas —en ese entonces— existían, sin necesidad de convertir esa diferencia en un exotismo. Obra de riqueza antropológica mayor y de fecha temprana, reconocida en el propio campo de la teoría social como contribución sustantiva, más allá del «caso» que estudia. Los Kogi es una brillante monografía que ilustra sobre una idea de sabiduría, más allá de la ciencia y del monopolio Occidental de su definición.
JAIME JARAMILLO URIBE: El pensamiento colombiano en el siglo XIX. 1956. Para las dos o tres últimas generaciones de historiadores colombianos la historia del país apesta, pues les parece una simple suma de violencias. El siglo XIX les parece igual de horrible: una combinación de guerras civiles y retórica inútil. Jaramillo Uribe demostró de manera temprana, en un abultado libro que pocos leen, que ese siglo es desde el punto de vista intelectual de un valor inmenso. En tiempo record y con mirada despierta y crítica los nuevos hombres de letras republicanos de ese país en formación, fueron capaces de actualizar en el contexto de la nueva sociedad, el legado ilustrado de sus predecesores e iniciar el acceso acelerado al nuevo pensamiento político liberal que caracteriza a la sociedad moderna; y lo hicieron en tiempo record y de manera creativa. Esa es la historia que cuenta en ese libro don Jaime Jaramillo: la historia de la incorporación de una parte sustancial del patrimonio cultural de la modernidad.
ORLANDO FALS BORDA: El hombre y la tierra en Boyacá. 1957 —para la edición en castellano de un trabajo en inglés de 1955—. El título es de hecho una síntesis de una de las grandes vertientes de la formación de la sociedad colombiana y habla de un problema que otra vez ha vuelto a la actualidad, para recordarnos que las sociedades campesinas no solo existen, sino que merecen existir. Fundación de la ciencia sociológica en Colombia (que en el futuro conocerá pocos trabajos de mejor calidad que éste, si es que existen siquiera trabajos similares), anuncia el trabajo de uno de los pocos intelectuales colombianos de reconocimiento internacional en el siglo XX —más allá de lo que se piense de su obra— y de un utopista, sectario y loco —ninguno de los calificativos niega al otro, todo lo contrario—, que hasta el último momento estuvo preguntándose por lo que llamaba «la realidad social».
LUIS EDUARDO NIETO ARTETA: El café en la sociedad colombiana. 1958. ¿Hay sociedad colombiana —entre 1880 y 1980— sin café? ¿Se puede imaginar en ese siglo a Colombia sin el café —desde la espantosa catedral de Manizales hasta las victorias de Lucho Herrera— sin la acumulación de divisas en manos de la Federación de Cafeteros? Las esmeraldas y el oro siempre han estado ahí, lo mismo que el petróleo; la cocaína vino más tarde, como el nuevo ciclo del oro, que llegó para mal, bajo la forma depredadora de minería ilegal. Pero por cerca de casi cien años, el aroma del país lo dio el café.
VIRGINIA GUTIERREZ DE PINEDA: Familia y cultura en Colombia. 1965. No lo olvidemos: en Colombia no hay ciencia social en el siglo XX sin mujeres. En gran medida son sus creadoras. La galería es amplia, pero la selección es breve. Quedémonos con esta insigne investigadora y profesora que durante medio siglo, o algo más, persiguió una de las más complejas y terribles instituciones sociales: la familia, por todos los rincones de nuestra geografía, produciendo una larga serie de obras mayores y menores de la que citamos solo la principal. ¿Sabrán las feministas de los últimos treinta años que ni uno solo de sus trabajos sobre el tema se acerca a la gran obra de doña Virginia?
MARIO ARRUBLA: Estudios sobre el subdesarrollo colombiano. 1960–1970. Es difícil dar una fecha a esta obra. Mis recuerdos y lo que me dijeron mis amigos mayores es que se trata en primera versión de las discusiones que Estanislao Zuleta y Arrubla hicieron en el interior del partido comunista, y que luego uno de los autores redactó por su cuenta. Es el libro insignia de por los menos dos generaciones de colombianos. Alimento de radicales y gentes de armas, resume, en prosa magnífica, lo peor de nuestro extremismo y de nuestra falta de perspectiva histórica para juzgar las posibilidades de la sociedad colombiana —de hecho el libro se preguntaba si el colombiano llegaría hasta el final de los años 1970—. Ejemplo máximo de inversión de la realidad y de sometimiento de los hechos a los deseos, obra dedicada, desde luego al Che Guevara. Con el tiempo no ha hecho más que poner más de presente sus defectos, pero igualmente una percepción temprana de la globalización, lo que sorprende aun, si se tiene en cuenta que es una queja del nacionalismo criollo, vestido de marxismo, contra la ausencia de una «industria nacional».
GERMÁN COLMENARES: Historia económica social de Colombia. 1973. El primero de los tres tomos de una historia moderna de la sociedad colombiana en la época que designamos como «sociedad colonial». Un marxismo atemperado, una historia económica bien asimilada, un diálogo inicial con lo mejor de la historiografía europea de esos años —La Escuela de los Annales—, fue nuestro alimento espiritual y el comienzo de formación de una nueva generación de historiadores que luego hicimos cosas muy diferentes, pero siempre bajo el ejemplo de esta forma nueva de estudiar de manera documentada la historia de una sociedad.
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BIBLIOTECA LUIS ÁNGEL ARANGO. —Democracia y cultura—. Un verdadero «lugar de memoria» para muchos colombianos que por algo más de medio siglo descubrimos allí, de manera gratuita, amplia, sin censura, algunos de los mayores tesoros de la cultura, y no sólo en el plano bibliográfico, también en el de la música y la pintura. Ha sido la gran aliada en el proceso de formación cultural de miles de colombianos —sobre todo de bogotanos— que han encontrado en la BLAA un lugar para establecer una relación intensa con las ciencias y la cultura. En su segunda etapa, después de la partida de Jaime Duarte French, y bajo la dirección de Jorge Orlando Melo, se convirtió en el emblema mayor de la relación entre democracia y cultura de masas y amplió sus servicios a todo el país, a través de la red de Bibliotecas del Banco de la República.
DORIS SALCEDO. —Pintura, sociedad e intervención política del arte—. No hay por qué ocultarlo. El mundo de las instalaciones y del «performance» puede ser también el mundo del engaño y del simulacro. Pero puede ser lo contrario, y en buena medida, en algunos de sus exponentes, y más allá de la rabia explicable pero injustificada de Fernando Botero, en Colombia lo ha sido; y no sólo en el caso de Doris Salcedo. Lo que más me impacta es la manera como ha logrado acercar, lo que en otras evoluciones artísticas ha sido un fracaso: la crítica política y la imaginación artística.
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* Renán Silva es Sociólogo e historiador, realizó sus estudios en Colombia y en Francia. En este último país fue alumno de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales y se doctoró en la universidad de Paris I, en Historia moderna. Es profesor titular jubilado de la Universidad del Valle (Cali, Colombia), en donde trabajó por más de 20 años en el departamento de Sociología, es hoy en día profesor titular del Departamento de Historia de la Universidad de los Andes (Bogotá, Colombia). Es autor de una quincena de libros que se ocupan de temas de historia social, cultural y política. Se pueden citar algunos de sus títulos más conocidos: Saber, cultura y Sociedad en el Nuevo Reino de Granada, siglos XVII—XIII, Los Ilustrados: genealogía de una comunidad de interpretación y Estudios sobre la Ilustración, todos títulos referidos a la época de la dominación monárquica en América hispana y de manera particular en el Nuevo Reino de Granada. Sobre el siglo XX ha publicado República liberal, intelectual y cultural popular, Sociedades campesinas y transición social y Saber y política en los años cuarenta en Colombia. Han circulado mucho en medios universitarios de América latina sus ensayos de historiografía, recopilados en A la sombra de Clío.