UNA REFLEXIÓN SOBRE LA TRIBALIZACIÓN DE LA JUVENTUD
Existe en el sentido común de la sociedad, asociada a lo juvenil, la idea de las tribus juveniles o tribus urbanas donde encontramos un ejercicio de exotización, de construcción de diferencia, sobre los jóvenes, asociándolos a los grupos indígenas-etnicos, la categoría evidencia una incomprensión cultural entre dos grupos: los jóvenes y los adultos.
Desde esta categoría de tribu hemos tenido el referente conceptual para acercarnos a movimientos como los emos, los gamers, los rastas, los metaleros, los darketos, los punketos, los hípsters y los otakus, por señalar algunas de las más famosas manifestaciones contemporáneas. El concepto lo acuña el sociólogo francés Michel Maffesolí en su libro El tiempo de las tribus (1988) buscando comprender la condición de juventud posmoderna, así intenta iluminar la condición gregaria-ritual-premoderna como reacción de los jóvenes al consumismo e individualismo posmoderno. A la larga, muy probablemente, esta idea de los jóvenes agrupados en tribus, hoy poderosamente difundida y creída, ha hecho más mal que bien.
Cuando pensamos a nuestros jóvenes como pertenecientes a una tribu les generamos distancia, imaginamos que esos valores que ellos ahora profesan son muy diferentes a los propios y por tanto prácticamente incomprensibles. Al rendirnos en la tarea del diálogo y la relación con el joven, al ubicarlo por fuera de nuestra sociedad y cultura le estamos generando un estereotipo y un estigma, y tenderemos a culpar de su novedoso comportamiento a oscuros agentes externos como las «modas internacionales» o las «malas influencias extranjeras» que los ideologizan, los convierten a sus sectas y les «lavan la cabeza». En cualquiera de los casos el acto de tribalizarlos será una rendición al ejercicio de diálogo y comprensión desde la propia sociedad- cultura.
Si hay una característica que funda a los jóvenes es, tal vez, su movimiento, su ductilidad. Sabemos que todo movimiento implica evolución, es decir adaptación y cambio. La juventud encarna en nuestras ciudades la fuerza vital con la que estas se construyen y con frecuencia encarnan poderosas fuerzas que igualmente la destruyen. En cada uno de los individuos que componen la ciudad habita la tensión de estos opuestos, sin embargo es en la juventud donde esta paradoja, muchas veces, exige imperiosas respuestas.
La vorágine de violencia que vive la ciudad de Medellín desde hace ya varias décadas ha marcado, como no podía ser de otra manera, la mayoría de las construcciones académicas en general, pero muy especialmente las que se han ocupado de pensar la juventud. Así la arquitectura de la categoría joven se ha constituido en el vertedero de numerosas etiquetas, entre ellas la de tribus, que intentaron explicar la contingencia de aquellos impredecibles habitantes. Basta hacer una revisión panorámica a la bibliografía, sobre ellos construida, para darse cuenta que la sexualidad «irresponsable»; los embarazos no deseados, los abortos, las enfermedades de transmisión sexual, el consumo de drogas licitas e ilícitas, los desórdenes alimenticios y las conductas violentas e ilegales reúnen de lejos el grueso de lo que se ha dicho sobre los jóvenes en la ciudad de Medellín.
Hasta cierto punto esta tendencia en los estudios académicos es comprensible. Miles de jóvenes atravesados por la violencia y reducidos por las drogas y el maltrato, sobrepasados por la posibilidad de enfrentarse a una paternidad de la que, tal vez, ellos carecieron, da piso a que las investigaciones invirtieran sus esfuerzos a dar luces sobre estas temáticas en concreto.
Tras un ejercicio de revisión de las investigaciones académicas sobre los jóvenes percibo un corte punitivo, correctivo y sobre todo descriptivo. Entonces los jóvenes se encuadran como patológicos y/o infractores; desde tal perspectiva es mandatorio el construir políticas de salud pública que corrijan dichos actos inadecuados-peligrosos. Desde esta óptica la sexualidad juvenil no se percibe como una construcción y exploración del cuerpo y las emociones sino es encuadrada como problemática social y rápidamente devorada como una estadística; es, entonces, una infractora (a las «normas sociales»), un asunto a atender y corregir por parte de la salud pública.
Ocurre algo parecido con un sin número de actos juveniles: las drogas, el alcohol, sus episodios agresivos, su forma de vivir el cuerpo, no son signos que interroguen y cuestionen al conjunto de la sociedad sino que son problemas de orden o salud pública que amenazan la «armonía social», el statu quo. Ciertamente algunos actos ponen en riesgo no tanto lo social sino principalmente a ellos mismos, pero es ahí donde radica la fuerza subversiva de dichos actos. Si la interacción producida por los jóvenes logra alterar parte de la realidad urbana, imponiendo nuevos consensos debemos pensar éstos desde posturas que escapen a los ya conocidos encuadramientos de tribalidad, delincuencia, desencanto, anomia, apatía, patología, anomalía o de carencias innatas (adolescencia).
Pesa sobre la mirada a lo juvenil el desestimo social sobre sus mundos de vida, se les otorga una muy limitada importancia. Aún se mantiene la vieja asociación de la juventud, «con un mal pasajero», «una enfermedad que se cura con los años» (una adolescencia de adultez).
No se puede olvidar que lo anómico de hoy será lo canónico del mañana. Los jóvenes reaccionan ante la inestabilidad estructural de sus sociedades, que no están en capacidad de incorporarlos, que les transmite mensajes paradójicos e incongruentes. Les pide alargar la educación y la especialización para darse cuenta que al final de ese largo y costoso camino no hay un trabajo ‘estable’ o ‘bien remunerado’. Les pide ser ciudadanos plenos, mientras les imposibilita las vías de acceso a este tipo de ciudadanía.
Debemos poner la mira en otras realidades, en nuestro caso las juveniles, buscando entenderlas en su contingencia. Se trata entonces de pensarlos en y desde las coyunturas que habitan no desde un lugar extraño, exótico (propio de tribus). Generalmente ellos se encuentran al margen, necesitan estarlo. El mundo establecido, definido; el mundo adulto, es un lugar anquilosado para la vitalidad-ductilidad que los caracteriza. Por ahí la movilidad constante de los skaters y BMX bikers «malogrando» el espacio público, los lascivos movimientos de los jóvenes reggaetoneros en los sitios nocturnos ignorando la buenas maneras y el recato, el estruendo de sus músicas, las latas de pinturas en los morrales de los grafiteros que «profanarán» el espacio público, los gritos en las tribunas de los estadios y los barristas poniendo en peligro el orden de las calles, las contemporáneas y progresivas tendencias de alimentación macrobióticas-vegetarianas-veganas, las transgresiones de las normativas sexuales y de género, las vanguardias artísticas y estéticas, las nuevas matrices perceptivas-sensibles, sus territorialidades tan determinantes y tan móviles, las tensiones gregarias y de distinción-al mismo tiempo-, las migraciones de jóvenes a Medellín y su negociación con los nuevos códigos culturales, las nuevas religiosidades y espiritualidades juveniles, los movimientos juveniles y sus propuestas-construcción de lo político tan a contra pie de las tradicionales que los tildan de apolíticos.
Las conductas que más fácilmente podrían calificarse como patológicas, aberrantes, nocivas y destructivas pueden también leerse como mensajes cifrados para el mundo adulto. Es decir, esos actos nos están hablando de manera contundente de una forma de estar en el mundo que emerge muchas veces en contravía del mundo establecido, el de los adultos. Una de las características del proceso de convertirse en adulto es, finalmente, aceptar las reglas impuestas por el sentido común. La juventud en parte se niega a ello de ahí que caracterice mayormente lo juvenil su ímpetu, su rebeldía e irreverencia. Se trata de intentar dislocarse de las lógicas de aquello ya establecido, planeado, petrificado. Se busca entonces pertenecer a un grupo en el que el acto de reconocer y ser reconocido es fundamental; en donde los códigos cifrados puedan ser leídos y respetados por otros. Se trata al fin de construir un mundo en contraposición del mundo adulto hegemónico. Por supuesto ello tiene mucho de conflictivo, de anómico, de peligroso, generando malestar y miedo a los mayores y a la sociedad en general.
Este desencuentro estructural entre el mundo juvenil y el adulto produce incomprensión y muchas veces rechazo- estigma. Lo que los adultos podrían intentar es reconocer la vitalidad y la capacidad de los jóvenes para interrogar y adaptarse al mundo en el que viven. Pero no solo desde actos «tradicionales» como la cultura, la educación formal, la familia patriarcal o la política clásica, sino desde los actos cotidianos de su diario vivir que generalmente pasan desapercibidos o en el mejor de los casos son etiquetados como irracionales, lúdicos, fatuos, corporales, propios de juventud. Una mejor lectura de estos comportamientos nos permitirá acercarnos a nuestros jóvenes y acompañarlos durante esta etapa de trans-formación.
___________
* Darío Blanco Arboleda es doctor en Ciencia Social de El Colegio de México. Ha sido docente de la universidad Nacional Autónoma De México, de El Colegio de México y de la Universidad de Antioquia. Ha participado en numerosos eventos académicos relacionados con las ciencias sociales tanto en Colombia como fuera del país. Es autor del libro «Los colombias y la cumbia en Monterrey. Identidad, subalternidad y mundos de vida entre inmigrantes urbanos populares». Asimismo ha publicado numerosos artículos académicos en revistas especializadas.