CIUDADANÍA, ¿CUESTIÓN DE IDENTIDAD O DE PODER?
Por Secundino González Marrero*
En las páginas que siguen se señalan las causas posibles del renacer del concepto de ciudadanía, y se exploran algunas posibilidades de cuantificación, usando indicadores existentes y señalando algunas carencias. Dicho renacimiento puede ser ilustrado con tres ejemplos de diferente calado y consecuencias: la lucha por el empoderamiento de las mujeres —o por la desaparición del empíricamente contrastable déficit de la ciudadanía femenina en términos de, por ejemplo, salarios, poder e influencia— el debate sobre la democracia en América Latina, articulado en torno al informe elaborado por el PNUD y la incorporación en varios países de la Educación para la Ciudadanía como materia curricular en diferentes niveles de las enseñanzas primaria y secundaria.
Si la ciudadanía es, simplemente «una forma de identidad sociopolítica» (Heater, 2007:11) podemos rastrear su origen —y así lo hace el autor recién citado— hasta el sur de la península del Peloponeso, alrededor del año 700 a.C. cuando un sector de los habitantes de Esparta obtenían, no sin todo tipo de privaciones que asociamos a la idea de espartano, un estatus similar de derechos y obligaciones. En su acepción más moderna, y tras un largo paréntesis desde los escritos de Juan Jacobo Rousseau el concepto de ciudadanía irrumpió con enorme fuerza en las ciencias sociales a raíz, como es sabido, de las conferencias impartidas por Thomas H. Marshall en 1949 y publicadas poco después con el título Ciudadanía y clase social. Hay dos elementos centrales en lo expuesto por Marshall. Uno, en el que no vamos a detenernos, es el de que la ciudadanía es compatible con la desigualdad social: «existe una desigualdad humana básica asociada al concepto de la pertenencia plena a una comunidad —yo diría, a la ciudadanía— que no entra en contradicción con las desigualdades que distinguen los niveles económicos de la sociedad» [1].
El segundo aspecto relevante de la aportación de Marshall, del que se tratará aquí, es la concepción integral de una ciudadanía que debe articularse en tres ámbitos. En el primero, el civil, se adquieren los derechos a la autonomía personal, a la propiedad y el acceso a la justicia; en el ámbito político, se obtiene la capacidad para el ejercicio de la participación política; finalmente, en el social, se disponen de los mínimos materiales para una vida digna, el derecho al trabajo y la protección en circunstancias de riesgo o penuria. Siguiendo la experiencia inglesa, Marshall subrayó el acceso secuencial a los tres ámbitos: primero se adquirirían los derechos civiles, mas adelante los políticos y por último y como consecuencia de los dos anteriores, los sociales.
El modelo secuencial propuesto por Marshall ha suscitado algunas críticas por su fundamento histórico, basado en exclusiva en la experiencia británica. Piénsese, por ejemplo, en el caso mexicano, donde la temprana constitucionalización de los derechos sociales en la Constitución de 1917 fue un anticipo de lo que ocurriría en los años posteriores: primero los derechos sociales y, mucho más tarde, los plenos derechos políticos. Por cierto, tal secuencia fue muy común en los regímenes autoritarios —y sigue siéndolo allí donde subsisten— necesitados de una forma de legitimidad que no podía proceder, por su propia naturaleza, del disfrute sin restricciones de los derechos políticos.
Pero más allá de las reticencias a la secuencia propuesta por Marshall, lo interesante es que planteó que la plenitud de la ciudadanía solo se alcanza cuando los tres ámbitos —el civil, el político y el social— se formalizan en normas y se convierten en derechos ejercidos en la realidad. Y no es casual que en las fechas en las que Marshall pronunciara sus conferencias se estuvieran creando los fundamentos del Estado del Bienestar, típico de los estados europeo occidentales de la segunda posguerra mundial [2]. En realidad, si bien se mira, lo que hizo Marshall fue argumentar en el plano histórico–social lo que se estaba incorporando a las nuevas constituciones posbélicas: en el preámbulo de la Constitución francesa de 1946, en la Constitución italiana de 1947 y en la Ley Fundamental de Alemania Federal de 1949.
La recuperación del concepto de ciudadanía es simultánea —es, en realidad, otra forma de hablar del mismo asunto— a la discusión sobre la calidad de la democracia y ambas se deben al mismo fenómeno: la expansión de la democracia en el último tercio del siglo XX. La crisis de los autoritarismos —pese a la persistencia de importantes áreas no democráticas— ha sido facilitada por la consolidación de la democracia como forma mayoritariamente deseada para la organización de la vida política. Más allá de la estéril polémica sobre el fin de la historia —el triunfo de la democracia y el capitalismo— parece innegable que, al menos a medio plazo, la democracia ha llegado para quedarse, ha adquirido un valor universal, esto es «que la gente en cualquier lugar pueda tener una razón para considerarlo valioso» (Zen, 2001: 12). Como dice Larry Diamond (2003: 22) «Hoy la democracia existe en prácticamente todos los tipos de Estado y está presente de forma significativa en casi todas las regiones del mundo. Aparece en cada una de las grandes tradiciones religiosas y filosóficas (…) Es mucho más común en los países desarrollados (…) pero también se da entre aquellos países que son muy pobres». Con datos de 2002, Diamond señala que el 62,7% del total de los países era en ese momento democráticos, frente al 27,3 % que lo era en 1974, justo al comienzo de lo que, a partir del conocido texto de Samuel Huntington, se ha acabado llamando la tercera ola democratizadora. Y, por cierto, última ola hasta el momento ya que la tasa de reversión hacia formas autoritarias ha sido, año tras año, consistentemente muy baja.
La universalización de la democracia ha generado, de manera aparentemente paradójica, un intenso debate sobre su calidad. Desaparecido el enemigo autoritario, elites de diverso tipo, movimientos sociales de diferente articulación y proyecto —jóvenes que ya se la encontraron hecha, por ejemplo— e incluso ex autoritarios inconscientemente nostálgicos y aún no acabados de reciclar, formulan ahora de manera más o menos sistemática críticas a la falta de democracia de las democracias realmente existentes [3].
En los ámbitos académicos —y en los más prosaicos de las agencias gubernamentales— se ha reflejado, y en ocasiones lo ha precedido, el análisis sobre el estado de las democracias. El primer paso lo dio Raymond Gastil, cuyo método para medir cuan democráticas eran las democracias —y cuan autoritarias eran las no democracias— acabó siendo la base de lo que a partir de 1978 se convertiría en el informe anual de Freedom House. Dicho informe evalúa el grado de democracia a partir de la combinación de dos indicadores, los derechos políticos y las libertades civiles, con una gradación que va de 1 —más libre— a 7 —ausencia de libertad—. El informe del Freedom House ha sido de enorme utilidad pues, entre otras cosas, permite hacer correlaciones entre el grado de libertad y otros índices (grado de desarrollo humano, religiones dominantes, etc.). Su carácter periódico ha permitido, además, estudiar tendencias generales y variaciones específicas país por país. Sin embargo, tiene al menos un asunto polémico que le es propio y un problema analítico que le es «heredado». La cuestión polémica interna deriva de la mayor importancia relativa que se la da a asuntos como la iniciativa privada o la libertad de empresa frente al respeto de los derechos humanos. Así, un régimen carente de propiedad privada y / o libertad de mercado, pero que no aterroriza a la población, puede quedar peor calificado que otro que, por ejemplo, ejecuta condenas de muerte sin temblarle el pulso o tortura a sus opositores con todo entusiasmo, pero permite actividades privadas más o menos libres en el ámbito económico. En otras palabras, es discutible afirmar que China sea menos autoritaria que Cuba, tal y como se señala en el último informe de Freedom House (2007) [4].
El segundo problema del informe de Freedom House, el heredado, tiene que ver con la tradición dominante en la ciencia política respecto de la democracia. La opción mayoritaria hacia una democracia de mínimos, tal y como fuera planteado primero por Schumpeter y luego y con mayor impacto por Robert Dahl, hace que la medición de la democracia se oriente fundamentalmente hacia el ámbito del régimen político. ¿Son las elecciones libres y justas? ¿Están las libertades de expresión y asociación suficientemente garantizadas? ¿Pueden los ciudadanos votar y ser votados? ¿Se respeta la libertad de expresión? El objetivo de los informes de Freedom House es, adaptándolo a lo propuesto por Marshall, la ciudadanía política, por lo tanto, nada que objetar que sus indicadores se limiten al ámbito de lo político. Sin embargo, insisto, lo medido no nos dice nada sobre las actitudes, valores y comportamientos de los ciudadanos: nada nos dice sobre la virtud cívica.
Tales carencias pueden sortearse usando otro indicador, el Informe Mundial de Valores (Inglegart et al, 2005), que, tras la experiencia del Eurobarómetro, se lanzó a analizar las pautas culturales y políticas de alrededor de 100 sociedades, usando dos dimensiones centrales, la secular —religiosa y la materialista— postmaterialista [5] y su impacto en varias ámbitos, entre ellos en el político, donde la combinación de lo secular con el postmaterialismo se convierten en un sólido cimiento para la democracia.
Una propuesta que sintetiza y amplía los índices anteriores es la presentada por la Intelligence Unit de la revista The Economist a principios de 2007, con The Economist Index of Democracy. Las diferencias con el índice de Freedom House se encuentran en dos ámbitos. En primer lugar, en la forma de medir, donde la escala de 1 a 7, con franjas cada 0.5 puntos, es sustituida por la medición de 1 a 10, incluyendo decimales, y donde el incremento de la numeración refleja por tanto linealmente un incremento de la calidad de la democracia, lo que permite una indexación más afinada. Así, en el caso de Freedom House, Estados Unidos, sin matices, queda puntuado, junto a 49 países más y sin distingos entre todos ellos, con un 1, mientras que la evaluación de The Economist, Estados Unidos, con una —relativamente— baja calificación en derechos civiles (8.53 / 10, justo como México), queda situado en el puesto 17, por detrás, entre otros países, de Malta y España. Volviendo al anterior ejemplo sobre Cuba y China, en el caso del índice propuesto por The Economist la isla queda situada en el puesto 124, dentro de la categoría «autoritaria», en la que también se sitúa China, aunque aún más retrasada, en la posición 138 [6].
Esta distinta evaluación de los sistemas políticos cubano y chino entre Freedom House y The Economist deriva de la segunda diferencia, que es una diferencia sustantiva: qué es lo que se mide. En lugar de limitarse a indicadores relativos al régimen político, el índice del The Economist extiende su mirada al ámbito de la sociedad, a los valores cívicos, a los ciudadanos. Mantiene los indicadores comunes (elecciones libres y justas, respeto por las libertades civiles…) aunque con algún cambio, pero incorpora, para evaluar el grado o la calidad de una democracia otros nuevos: cultura política y participación, a su vez desagregados en variables más específicas y mensurables: voto, pertenencia a partidos o sindicatos, actitud hacia la democracia, lectura de periódicos, interés hacia la política, etc. [7].
El índice de The Economist nos permite, pues, conocer y medir mejor la calidad de una democracia, porque evalúa tanto el respeto del régimen político hacia las normas y prácticas que asociamos con la poliarquía, como la actitud de los ciudadanos hacia el sistema político. Si combinamos este índice con el de desarrollo humano, propuesto por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, dispondremos, volviendo a Marshall, de un buen mapa del estado de la ciudadanía en los ámbitos civil, político y social [8].
Hay, sin embargo, algunas carencias. Una de ellas es puramente técnica, y de solución relativamente fácil. Algunos aspectos de la ciudadanía civil están insuficientemente estudiados. En concreto, la relación entre los ciudadanos y el sistema de justicia. Olvidado dicho sistema hasta hace poco por parte de los estudiosos —más allá de los enfoques puramente jurídicos— estamos empezando a saber, gracias al análisis sistemático de los procesos judiciales y de las sentencias, en qué medida el acceso a la justicia y, solo en aparente redundancia, a una justicia justa, están garantizado para todos los ciudadanos: un déficit especialmente notable en América Latina (Pásara, 2004). La segunda es algo más compleja, ya que parte de una debilidad en el enfoque de la ciudadanía: y es la concepción de esta como un conjunto de derechos sin la contrapartida de las obligaciones. Así de pronto ¿no deberíamos incluir en cualquier análisis de la calidad de la democracia y de la construcción de la ciudadanía un índice sobre, por ejemplo, la evasión fiscal? ¿Y la corrupción socialmente consentida y/o compartida? ¿Y el respeto ciudadano a las normas? ¿Y el cuidado de los bienes públicos?
No deja de ser notable que el rescate y adaptación a la modernidad del viejo concepto peloponesíaco de ciudadanía haya perdido por el camino —con pocas excepciones— su componente de responsabilidad ante la polis. Platón decía que «son ciudadanos ejemplares aquellos que (…) respetan las leyes y ejercitan el autocontrol, cualidades estas que se inculcan en las escuelas públicas». Aristóteles, en una definición de enorme vigencia, argumentaba por su parte que «ciudadano, en general, es el que puede mandar y dejarse mandar, y es en cada régimen distinto; pero el mejor de todos es el que puede y decide mandar y dejarse mandar (…) acorde con la virtud» [9].
Las propuestas para medir la ciudadanía —o la calidad de la democracia— revelan, pues, bastantes aciertos y avances, pero también algunas carencias. En general, con la excepción parcial del índice de The Economist, se orientan más al régimen que a la comunidad. En el conjunto de baremos usados para medir los déficits de ciudadanía la carga de la prueba recae en las instituciones, las elites y las normas políticas o, dicho de otro modo, en los derechos del ciudadano: pero plantear la ciudadanía desde el acento en los derechos, si bien es gratificante para las audiencias, es notablemente insuficiente para dotar de vigor al corpus cívico. Una reivindicación de la ciudadanía que no asuma responsablemente los deberes y obligaciones para con el conjunto social y político limitará notablemente su desarrollo. Si los ciudadanos demandan, pero no aportan, corremos el riesgo de una democracia trunca.
NOTAS
[1] Es más, señala, junto a Tom Bottomore, que la propia ciudadanía se había convertido en ciertos aspectos en el arquitecto de una desigualdad social legitimada» (Marshall y Bottomore, 1988: 20 – 22).
[2] Aunque hay autores que remiten la génesis del Estado social a la época del canciller Bischmark.
[3] Por cierto, son críticas que tienen una larga tradición en el pensamiento político, al menos en lo que se refiere a la componente liberal de las democracias (desde Rousseau a Peter Bachrach y su Crítica de la teoría elitista de la democracia). Desde el lado opuesto, resultan de interés las reflexiones de Fareed Zakaria (2003) donde argumenta que quizás lo que hace falta es más liberalismo y «menos» democracia, dados los riesgos que para las libertades individuales han derivado de gobernantes elegidos democráticamente, como Vladimir Putin o en su momento Alberto Fujimori.
[4] La diferencia no es un consuelo para los ciudadanos chinos, ya que si bien Cuba está en la categoría 7, la de menor libertad, China solo asciende hasta el 6.5.
[5] Esta última dimensión se refiere a la primacía que se da a la supervivencia material (orden, seguridad, empleo…) frente a la «autoexpresión», típica de sociedades que han alcanzado un elevado nivel de desarrollo y cuyos miembros se preocupan por bienes «inmateriales» : la ecología, la autoestima, el respeto y el énfasis en las diferencias, etc. (Inglehart, 2007).
[6] Cuba mejora respecto de China en pluralismo (3.52 contra 2.97) y en participación política (3.89 frente a 2.78). Recuérdese que se trata de una escala de 1 a 10.
[7] No se trata aquí de detallar todos los criterios utilizados por el informe, por lo demás, accesible en The Economist (2007: 9 – 11) sino destacar las innovaciones propuestas con el índice de Freedom House.
[8] Y por cierto, de los 20 países con más democracia, 17 de también están entre los 20 con más desarrollo humano. Francia, Italia y el Reino Unido tienen más desarrollo que democracia, mientras que Malta, Alemania y la República Checa tienen más democracia que desarrollo. México, curiosamente, ocupa la misma posición en los dos índices: la 53, que corresponde, respectivamente a «democracia con problemas» y «desarrollo medio».
[9] Citados ambos en Heater (2007: 35 y 40).
BIBLIOGRAFÍA
Bachrach, Peter. 1973. Crítica de la teoría elitista de la democracia, Amorrortu, Buenos Aires.
Diamond, Larry. 2003. «¿Puede el mundo entero ser democrático? Revista Española de Ciencia Política, Núm. 9, pp. 9 – 38.
Freedom House. 2007. Freedom in the world, www.freedomhouse.org
Heater, David. 2007. Ciudadanía. Una breve historia, Alianza, Madrid
Inglehart, Ronald et al. 2005. World Values Survey, https://www.worldvaluessurvey.org
Inglehart, Ronald y Christian Welzel. 2007. Cultural Map of the World, https://www.worldvaluessurvey.org
Kymlicka, Will. 2007. «La evolución de las normas europeas sobre los derechos de las minorías: los derechos a la cultura, la participación y la autonomía». Revista Española de Ciencia Política, Núm. 17, pp. 11 – 50.
Marshall, Thomas H. y T. Bottomore. 1998. Ciudadanía y clase social, Alianza, Madrid.
O’Donnell, Guillermo. 2004. «Notas sobre la democracia en América Latina», en PNUD, La democracia en América Latina, PNUD, https://democracia.undp.org
Pásara, Luis (comp.). 2004. En busca de una justicia distinta. Experiencias de reforma en América Latina, Instituto de Investigaciones Jurídicas, Universidad Nacional
Autónoma de México, México.
PNUD. 2007. Índice de Desarrollo Humano, www.undp.org
The Economist. 2006. The Economist Intelligence Unit Index of Democracy, www.economist.com/media/pdf/DEMOCRACY_INDEX_2007_v3.pdf
Zakaria, Fareed. 2003. El futuro de la libertad, Taurus, Madrid.
Zen, Amartya. 2001. «Democracy as a universal value», en Larry Diamond y Marc Plattner, eds. The Global Divergence of Democracies, John Hopkins University Press, pp. 3- 16
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* Secundino González Marrero es Profesor Titular del Departamento de Ciencia Política y de la Administración I, Facultad de Ciencias Políticas y Sociología, de la Universidad Complutense de Madrid. Catedrático del Instituto Internacional de Estudios Políticos Avanzados “Ignacio Manuel Altamirano” de la Universidad Autónoma de Guerrero (México). Es Licenciado en Ciencias Políticas y Sociología. Doctor en Ciencia Política por la Universidad Complutense de Madrid. Asignatura que imparte: Actores y Sistemas Políticos de América latina. Líneas de Investigación: Procesos de cambio político en América Latina, Transiciones en África, Déficit democrático y reforma institucional. Últimas publicaciones: “El valor de la transición como paradigma político”, Revista Temas para el Debate, nº173, abril, 2009; ”Antología de malos entendidos”, con Silvia López, Ediciones Confusas, Matagalpa, 1998.