LAS EMOCIONES COLECTIVAS Y EL PELIGRO DE SU MANIPULACIÓN
Por H. C. F. Mansilla*
La compleja relación entre razón e intuición —o entre lógica y sentimiento— sigue siendo en América Latina una temática importante, pese a que el Nuevo Mundo se halla inmerso en un acelerado proceso de modernización, que, a su vez, está determinado por la llamada racionalidad instrumental. Una buena parte de la dimensión política y cultural se encuentra, sin embargo, sometida a las emociones colectivas. Y estas últimas han resultado ser proclives a ser manejadas y canalizadas por grupos elitarios de intelectuales y políticos. La significación de este ámbito a largo plazo reside en el hecho de que una porción relevante de la población latinoamericana percibe las intuiciones como el fundamento de la ética de la solidaridad y la fraternidad inmediatas, una moral que presuntamente no puede ser comprendida por la fría razón occidental. El enorme prestigio de que goza la esfera de las emociones y las intuiciones nos muestra, paradójicamente, los indicios de un gran peligro: la probabilidad de que esta dimensión sea manipulada políticamente, como se lo ha visto a lo largo de la historia del siglo XX.
En el siglo XX notables creadores literarios han oscilado entre dos extremos al explicarse a sí mismos esta compleja constelación: (a) Escritores particularmente sensibles llegan a creer que uno mismo es el responsable de sus calamidades. Esto vale sobre todo para individualistas que viven de manera aislada con respecto a su entorno social. (b) Intelectuales con inclinaciones a intervenir en asuntos públicos tienden a suponer que ellos representan la encarnación de la verdad histórica y de la consciencia social de su época. En el caso latinoamericano, por ejemplo, estos pensadores se perciben a sí mismos como los depositarios del memorial de agravios de su nación porque ellos han sufrido junto a su pueblo y así lo pueden «comprender» a cabalidad. Habitualmente ellos suponen que la calidad teórica de su obra, por un lado, y la moral intachable de su vida, por otro, los han predestinado a ese alto magisterio.
Por lo tanto: tenemos que esquivar un sentimiento de culpa que nos atormenta de manera insidiosa porque nos sugiere que no hacemos lo adecuado para mitigar los males de un mundo básicamente injusto, por un lado. Habitualmente esta sensación es difusa en el contenido y vigorosa en sus formas exteriores. Y por otro lado debemos precavernos de la tentación de creer que somos la consciencia intelectual y moral de nuestra época. Franz Kafka es un ejemplo del primer caso. Para él escribir era como rezar una plegaria sagrada: un acto que tenía algo de una lucha contra poderes extraordinarios, una esperanza en torno a algo inalcanzable y una confesión permanente de culpabilidad. Su vida fue un acto ininterrumpido de contrición, aunque él mismo no tuvo claro de qué tenía que arrepentirse. El escribir constituía un artificio contra ese sentimiento, confuso en su núcleo real y dramático en sus manifestaciones. El fracaso de su existencia no se debió a factores externos, sino, como asevera su biógrafo Klaus Wagenbach, a su propia estrategia de supervivencia, que estaba fundamentada en una visión a la vez trágica y engañosa de la vida.
Durante décadas la opinión pública progresista creyó que Jean-Paul Sartre constituía la consciencia moral de su siglo. Sobre este punto Mario Vargas Llosa nos brinda algunas pistas interesantes. Esta función ejemplar de Sartre fue posible durante largo tiempo porque la sociedad contemporánea tiende a la teatralidad y la banalidad, es decir: a la «civilización del espectáculo», en la cual intelectuales como Sartre pueden brillar sin temor a equivocarse. Estos pensadores, dice Vargas Llosa, son exitosos
«por su capacidad histriónica, la manera como proyectan y administran su imagen pública, por su exhibicionismo, sus payasadas, sus desplantes, sus insolencias, toda aquella dimensión bufa y ruidosa de la vida pública que hoy en día hace las veces de rebeldía (en verdad tras ella se embosca por lo general el conformismo más absoluto)».
Y añade que el magisterio sartreano ha sido precario, además de «ciego, torpe y equivocado». Aunque estas palabras son terriblemente duras, el autor apunta a algo recurrente en los últimos cien años: muchos intelectuales han fracasado en sus predicciones políticas y en su magisterio moral. Las posiciones de Sastre con respecto a Albert Camus son, según Octavio Paz, un ejemplo del «uso perverso» de la dialéctica en la consciencia intelectual europea: «el mal como el necesario complemento del bien». El mal es un momento necesario del desarrollo histórico y cultural y, en el fondo, bueno.
Sobre la compleja relación entre ética y libertad en la obra de Sartre aseveró Octavio Paz:
«El hombre no es hombre: es un proyecto de hombre. Ese proyecto es elección: estamos condenados a escoger y nuestra pena se llama libertad. También conocemos a donde lo llevó esta paradoja de la libertad como condena. Una y otra vez apoyó a las tiranías de nuestro siglo porque pensó que el despotismo de los césares revolucionarios no era sino la máscara de la libertad. Una y otra vez tuvo que confesar que se había equivocado: lo que parecía un antifaz era el rostro de cemento de los jefes. […] ¿Por qué se empeñó en no ver y en no oír? ¿Terquedad, orgullo? ¿Cristianismo penitencial de un hombre que ha dejado de creer en Dios pero no en el pecado? […] Las ideas y las actitudes de Sartre justificaron lo contrario de lo que él se proponía: la desenfadada y generalizada irresponsabilidad de los intelectuales de izquierda (sobre todo los latinoamericanos) que durante los últimos veinte años, en nombre del “compromiso” revolucionario, la táctica, la dialéctica y otras lindezas, han elogiado y solapado a los tiranos y a los verdugos».
A esto no hay mucho que añadir. Sartre predicó contra la nostalgia humanista, propia de intelectuales «burgueses», y propuso a menudo como alternativa conveniente la acción política radical. Pero como dijo Joseph Conrad, la acción consuela; es la enemiga del pensamiento y la amiga de las ilusiones lisonjeras. Por ello tenemos que ser escépticos ante todos aquellos que pretenden poseer la interpretación adecuada del momento histórico, de los sentimientos populares y de las intuiciones colectivas.
Friedrich Schiller fue probablemente la consciencia moral de su época. Él sostuvo que el teatro —su gran pasión— representaba la instancia ética de su tiempo, lo que, por supuesto suscitó posteriormente la cólera de Friedrich Nietzsche. Con sus grandes tragedias Schiller no quiso dar lecciones convencionales de ética; el ser humano debía conocer a sus semejantes y así mismo mediante una literatura que muestre los motivos profundos, que son la base, casi siempre turbia, de nuestros anhelos más nobles. La gran literatura nos enseña las curiosas vinculaciones entre nuestras mejores aspiraciones y los complejos engranajes que la mente inventa para disimular sus intenciones reales.
El mundo del presente, marcado por el relativismo de valores en la esfera moral y por el predominio del principio de eficacia en el campo de la economía, desprecia las normativas éticas y estéticas de pasadas generaciones. Lo dicho hasta aquí parece que corresponde a la dimensión del humanismo, es decir al ámbito de la mera nostalgia, que es casi siempre la esfera de la caducidad. Pero hay que insistir en que la nostalgia posee una función eminentemente crítica, pues es la consciencia de la pérdida de cualidades y valores reputados ahora como anticuados (la confiabilidad, la perseverancia, la autonomía de juicio, el respeto a la pluralidad de opiniones y el aprecio por el Estado de Derecho), que han demostrado ser útiles e importantes para una vida bien lograda. Su dilución conlleva el empobrecimiento de la existencia individual y social en nuestro siglo.
Al llegar a este punto creo vislumbrar una posición más o menos aceptable en el enfoque teórico de Hannah Arendt, para evitar o, por lo menos, para aminorar la naturaleza elitaria de las interpretaciones concernientes a sentimientos e intuiciones colectivas, que a menudo conllevan un intento de manipulación emocional. Ella afirmó que nunca quiso influir sobre los seres humanos y mucho menos formar una escuela de adeptos. Y añadió enfáticamente: «Yo quiero comprender», es decir: entender el mundo y sus habitantes. «Comprender significa también analizar el lastre que el siglo nos obliga a llevar y soportarlo con plena consciencia, sin negar su existencia y sin dejarse aplastar por su peso». Y este esfuerzo cognitivo incluye la capacidad empática de percibir lo particular y lo fortuito, aquello que la razón tradicional a menudo deja de lado. El esfuerzo teórico de Hannah Arendt incluye un procedimiento hipotético y aproximativo con respecto a los fenómenos que deben ser estudiados, sin dejar de lado una dimensión normativa, inspirada por los conocimientos y las dudas de la gran tradición humanista.
El esfuerzo de comprensión brinda una gran satisfacción intelectual: un sentimiento de hogar, porque comprender el mundo es una manera de reconciliarse críticamente con la sociedad. La reconciliación con el mundo nunca puede ser completa. Esto es precisamente lo que nos impele a seguir indagando y nos hace avanzar por la áspera senda del conocimiento: ninguna interpretación es definitiva, ninguna exégesis está por encima de la crítica. Al mismo tiempo hay que pensar sin baranda, como dice Hannah Arendt, sin un apoyo que simultáneamente nos obliga a tomar una dirección determinada o, más precisamente, nos seduce suavemente a adoptar una meta y una ideología prefijadas. Hay que atreverse a reflexionar sin guías dogmáticas. El resultado de comprender —operación siempre precaria y provisional— puede ser el surgimiento de un sentido del contexto. Si comprendemos la historia de nuestra sociedad, nos damos cuenta aproximadamente del sentido de nuestra propia evolución. Entender es también exponerse a una realidad incómoda, a veces peligrosa. Al percatarnos de la naturaleza de un régimen totalitario, por ejemplo, comprendemos la pertinencia de un juicio valorativo sobre el mismo, y así podemos dar un paso a la resistencia contra un modelo de terrible injusticia, disimulada mediante una ideología que apela a nuestros prejuicios y anhelos. En las ciencias sociales latinoamericanas ha faltado hasta hoy una interpretación relativamente respetuosa de los hechos históricos (por ejemplo: de la Revolución Cubana), que simultáneamente analice los dilatados prejuicios y las emociones sociopolíticas de las masas populares.
Ante estas aporías, ¿cómo orientarnos? Desde la Antigüedad clásica, uno de los métodos acreditados en estos casos es el estudio de los nexos entre teoría y praxis, entre retórica y realidad. Uno de los grandes temas de la ensayística latinoamericana ha sido el análisis de las actividades públicas de los intelectuales. Los que hablan en nombre de las poblaciones involucradas y descifran las emociones y las intuiciones para el uso cotidiano contemporáneo reiteran las prácticas elitarias tradicionales y las rutinas políticas de vieja data. Por ello estos movimientos y sus dirigentes no pueden ser exonerados del reproche de perpetuar valores conservadores de orientación. Debemos, por consiguiente, seguir el ideal socrático: tratar de diluir los prejuicios prevalecientes, sin establecer nuevos dogmas.
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* Hugo Celso Felipe Mansilla, nació en 1942 en Buenos Aires (Argentina). Ciudadanías argentina y boliviana de origen. Maestría en ciencias políticas y doctorado en filosofía por la Universidad Libre de Berlín. Concesión de la venia legendi por la misma universidad. Miembro de número de la Academia Boliviana de la Lengua y de la Academia de Ciencias de Bolivia. Fue profesor visitante en la Universidad de Zurich (Suiza), en la de Queensland (Brisbane / Australia), en la Complutense de Madrid y en UNISINOS (Brasil). Autor de varios libros sobre teorías del desarrollo, ecología política y tradiciones político-culturales latinoamericanas. Últimas publicaciones: El desencanto con el desarrollo actual. Las ilusiones y las trampas de la modernización, Santa Cruz de la Sierra: El País 2006; Evitando los extremos sin claudicar en la intención crítica. La filosofía de la historia y el sentido común, La Paz: FUNDEMOS 2008; Problemas de la democracia y avances del populismo, Santa Cruz: El País 2011; Las flores del mal en la política: autoritarismo, populismo y totalitarismo, Santa Cruz: El País 2012.