Sociedad Cronopio

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Adivinos

ADIVINOS Y MENTIROSOS

Andrés Delgado*

En todas las culturas han existido personas que intentan conocer el futuro. Quieren modificarlo.
Conocerlo y cambiarlo, son dos de las obsesiones más violentas del género humano.

En las remotas islas de la Indonesia sobrevive una de las tribus más primitivas de la tierra: los Mentawai. Viven en la profundidad de la jungla y, en sus rituales, los chamanes descifran el futuro ojeando las vísceras de los animales. Al ritmo de tambores, danzas y el delirio producido por la ingesta de plantas alucinógenas, el brujo raja la panza del animal, remueve las entrañas y las observa. El hombre en tapa–rabo desenrolla el intestino y predice la época de lluvias. Un minuto más tarde, el hechicero levanta el corazón aún palpitante y profetiza una abundante época de pesca.
Por otro lado y en otra época, una anécdota sobre Napoleón cuenta que antes de la batalla de Austerlitz, consultó el posible éxito de la empresa con la vidente Sybille de París, una famosa hechicera que atendía a Robespierre y al Zar de Rusia Alejandro. Sybille de París le aconsejó el ataque y Napoleón derrotó, en 1.805, a las tropas austro–rusas. Por estos días, en Medellín, para hablar de adivinación y fantasía, el asunto depende: si queremos saber qué nos sucederá en el futuro, pedimos cita con el Segoviano, o con Saúl, o con el vidente Jerónimo. Pero si queremos potencializar la suerte y hacer una petición, le prendemos una vela a la Virgen de la Candelaria en el Parque de Berrío.

Bien sea en pueblos aborígenes, en civilizaciones ilustradas o católicas, conocer el futuro y poder modificarlo son dos de las obsesiones más violentas. Para que este artículo no resultara tan harto, los editores exigieron que le mezclara, a las notas sobre fantasía y religión, una historia real. «Deje la pereza ―dijeron― salga a la calle y tome nota». Pues bien, aquí va el cuento: cuando uno camina por el centro, los bolsillos terminan llenos de volantes. Papelitos de almacenes, universidades, abogados, talleres y seminarios. Pero el más común, es el diminuto papelito del Profesor Saúl, parasicólogo. En el papel se lee: «Amarro a su ser querido, domino su sentimiento y le quito infidelidad, orgullo, rebeldía y retiro a su rival.»

Después de la diligencia en el centro, esculcando la ropa sucia para la lavadora, encontré el volante del Profesor Saúl y volví a leer: «No diga a qué viene, con sólo mirarlo le digo todo». Nunca he creído en gitanas, clarividentes, astrólogos, numerólogos, curas ni monjas. Sin embargo la última frase me quedó rebotando en la cabeza: «No diga a qué viene, con sólo mirarlo le digo todo». Me imaginé sentado al frente del profesor, eclipsado por su misteriosa mirada, mientras él adivinaba mi pasado, mi presente y contestaba las preguntas de mi incierto fututo. Todo esto, sin que yo abriera siquiera el pico. Imaginando esta escena, descubrí que mi insignificante biografía tendría algo en común con la historia del gran emperador Napoleón: ambos consultamos las profecías de un adivino. De inmediato agarré el teléfono, llamé, pregunté horario y pedí cita.

Al día siguiente estaba en la sala de espera del profesor Saúl. Mi cita era a las 11 a.m. El recepcionista me cobró ocho mil pesos por anticipado. El recepcionista: un sujeto de pantalones morados, camiseta amarilla, anillos en todos los dedos, pelo negro, con gomina, y rayitos rubios tinturados. La seriedad del consultorio se vino a tierra, pero ya había pagado mis ocho mil. De modo que…, a sentarme y esperar.

En una esquina de la sala, una estatua de buda lucía su panza a las lámparas de neón. Al lado, una vitrina con frascos de jarabes amarillos, rojos, azules y naranjados. En la misma vitrina, más abajo, ramas secas, verdes, largas y flores. Estampas de santos, patronos y ángeles. Velas, cruces, estampillas y cuarzos. Los cuadros en la pared eran paisajes apocalípticos con pirámides, unicornios y explosiones galácticas. Detrás de los rayitos rubios del recepcionista: una imagen de la Virgen del Carmen. Por lo visto el Profesor Saúl, en busca de darse un hálito de misterio, diseñó una estrafalaria mixtura de budismo, chamanismo, cristianismo y new age.

Al cabo de cinco minutos, me hicieron pasar a una oficina. Un señor me tendió la mano. Era un sujeto de unos 60 años, como cualquier señor de 60 años. La oficina era estrecha y oscura. A duras penas cabía el escritorio y las dos sillas. Nos sentamos y me miró fijamente. Recordé el papelito: «No diga a qué viene, con sólo mirarlo le digo todo». Para que la cosa funcionara, yo tenía que poner cara de bobo desconsolado. De modo que giré la cabeza, me rasqué la garganta, y volví a mirarlo, esta vez, con una perfecta cara de idiota, la que mantengo todos los días y a toda hora. El señor me miró con intensidad.

―¿Ya ha venido por acá? ―preguntó.
―No ―dije.
―Bien ―contestó él, —baraje estas cartas y elija nueve de ellas al azar.

Revolví veintidós cartas, saqué nueve y El Profesor las invirtió sobre el escritorio. Eran cartas con dibujitos. Me estaba leyendo el tarot. Ahora sé que se trataba del tarot, y que eran veintidós cartas, porque cuando salí de la consulta me fui derechito a un café–internet a buscar en la Wikipedia. Pero en ese momento, en la oficina del Profesor, yo no sabía qué diablos era ese Poker con figuras medievales. Estaba decepcionado de Saúl. Yo esperaba que descubriera mi historia con solo mirarme.

Luego de mirar las cartas, el señor me dijo lo que a todo el mundo: «el trabajo va a mejorar, en el amor hay buenas posibilidades, usted es una persona buena y honrada». Resumiendo la retahíla y como conclusión, se puede decir que el chamán Mentawai, trabado y ojeando un pulmón de gallina, es más puntual con sus predicciones que Saúl y su sartal de vaguedades.

Así como Napoleón creía firmemente en las predicciones de Sybille de París, y el salvaje pueblo Mentawai en las vísceras de animales, hoy en día las personas siguen cultivando una ridícula fe en adivinos, parasicólogos, astrólogos, numerólogos, tabatólogos, cafetólogos ―cualquier cosa que signifique eso de cafetólogos― y en otros santos. La gente que lee el horóscopo, que se baña en jarabes de colores y aguas benditas, o se cuelga un escapulario o enciende una vela a Jesús crucificado, es gente a quien le fastidia pensar en los accidentes y el azar.

Resulta demasiado inocente guardar la esperanza que una minúscula vela encendida y un Padre Nuestro pueda siquiera tentar el azaroso y descomunal transcurrir del futuro. La misma ingenuidad se repite en el incauto que cree que una carta del tarot, una vela, la energía de las estrellas o la sombra de un chocolate, tenga el poder para reventar la dinamita y el caos de los hechos que se avecinan. Aún así, y a pesar de que ninguna de estas prácticas ha soportado una demostración científica, hay toneladas de personas que siguen creyéndolas.

Los Mentawai con sus delirios y pizperetas en tapa–rabos no dejan de producirnos una risita. La misma gracia produce la gente prendiendo velas en una iglesia. La misma candidez, la misma fe en una fantasía. Igual de cómico resultó Saúl con su tarot. Ahora, si por puro azar y coincidencia los hechos de la realidad llegan a cruzarse con las oraciones y las predicciones, tanto aborígenes como parroquianos ven en la simple casualidad una muestra del poder divino, una prueba de la misteriosa facultad del brujo, del vidente, del santo o del sacerdote.

En alguna parte leí que en el fondo es lo mismo colgarse un escapulario o llevar un cuarzo. Ambos son amuletos que se llevan para «atraer bienes y alejar males». Tanto el uno como el otro termina siendo lo mismo: un ejemplo de nuestra imaginación y fantasía. Pero ¿Por qué al hombre le hace tanta falta la irracionalidad y la falta de lógica? La ilusión, la magia, la religión y las quimeras son nuestras armas en contra de la mansa indiferencia de la naturaleza y su rabiosa potencia. Es cierto que la música, la literatura y en general el arte también alivia nuestra necesidad de cultivar el disparate y el absurdo, pero eso es tema para otro artículo.

El tarot, el cuarzo, el escapulario, las velas, las vísceras de una gallina, la religión, revelan nuestra frustración frente a la vida. La cruda realidad nos aplasta. Para responder a esta frustración, caímos en un delirio: creer que somos hijos de dios. Por causa de alguna demencia, sufrida desde tiempos inmemoriales, y después de Darwin, no hemos podido aceptar que somos unos simples monos que caminan por el mundo. Motivados por una tremenda vanidad, nos llegamos a creer inmortales. «La vida después de la muerte» no es una idea promovida solamente por los cristianos. Ahora, con la invasión de la Nueva Era, la inmortalidad, la reencarnación, y la idea del «eterno retorno», se continúa promoviendo nuestra pedantería.

En la oficina de Saúl, de las nueve cartas que retiré al azar, recuerdo cinco: El loco, La rueda de la fortuna, El ermitaño, La justicia y La muerte. Busqué retener en la memoria las otras, pero la alharaca del sujeto no me dejó concentrar. El diagnóstico final fue muy serio: tenía que retirar las malas energías y potencializar las buenas. Como cualquier parroquiano, necesitaba un tratamiento.

―Y ¿cuánto vale el tratamiento? ―pregunté.
―Trescientos cincuenta mil ―contestó el señor.
¡¿Trescientos cincuenta mil?! ―repetí mentalmente.
―Estoy interesado, ―dije y pensé: «qué robo».
―Y ¿esa plata es para qué?

Entonces me dijo muy serio y preocupado que yo tenía que hacer un altar: un santo, velas y riegos. Debía repetir oraciones, bañarme con jarabe y hacer bebidas con ramas secas. Todo esto, por supuesto, lo compraba en la vitrina de afuera.

―Pero es que no tengo plata ―le dije.
―Haga un adelanto hoy que después paga el resto, ―contestó― recuerde que las malas energías no dan espera y usted tiene esas cartas de La muerte y El loco, que son cartas de muy mala vibración.
―¿Y si las revuelvo otra vez para que no me salga La muerte ni El loco?
―¡Nooo, eso no se puede! ―contestó fastidiado.

Casi suelto la carcajada. Entonces le dije al payaso, con disfraz de señor, que volvía en la próxima quincena.

―Empiece hoy, ―dijo con impaciencia― se lo recomiendo, vaya y preste la plata, además aquí se le garantiza el trabajo, nosotros tres llevamos catorce años trabajando en esto.
―¿Cuáles tres?
Me contestó que en el consultorio trabajaban tres «maestros».
―Pero ¿usted es el Profesor Saúl, verdad? ―pregunté pensando en el volante de la calle.
―No, ―contestó― soy Héctor, Saúl es el de la recepción.
¡Carajo! El de los rayitos en el pelo ―pensé.

Finalmente, con cualquier excusa logré escarparme de allí, pensando en que, con razón, me cobraron anticipado.
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*  Andrés Delgado ha sido soldado, panadero, ingeniero, vago y periodista. La proporción de libros que lee y olvida —tiene una memoria espantosa— es de 4, 2 y 1. Cuatro que presta, compra dos y roba uno. Está enamorado, cayendo en picada, bailando salsa y llevando a sus hijas —ya son 3— a la ciclovía los domingos por la mañana. Su blog es https://moleskin32.blogspot.com

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