EL APLAUSO
Por Analía Melgar*
No hace falta ningún alimento sagrado ni profano para comulgar. No. La comunión de los seres humanos —hay otras comuniones: la sincronía del canto de los pájaros en los atardeceres después de la lluvia— sucede sonoramente sin necesidad de otro elemento más allá del propio cuerpo.
El aplauso necesita del plural. A veces, son apenas dos o tres los que aplauden frente a un pastel de cumpleaños un poco solitario. Pero siempre hay una comunidad para el aplauso. Raro es que sean dos manos las que aplauden. Se precisan, al menos, cuatro.
El aplauso suena mejor todavía conjugado en primera persona del plural. Cuando ‘aplaudimos’, se siente mejor que cuando ‘aplauden’. Estar incluidos en esa muchedumbre aprobatoria envuelve, acompaña, conjura la soledad. Eso de mantenerse con los brazos cruzados y ser espectador del aplauso ajeno nos coloca en la vereda de la oposición, del aislamiento. Qué grato es sumergirse, aunque sea por unos momentos, en la masa compacta uniforme, conforme, y hacer un unísono de ¡clap, clap!
Es que el aplauso es comunidad en comunión. Un acuerdo establecido en silencio, que explota en ruidosa enunciación. Una afirmación compartida, incluso para decir «no».
Aplaudimos en una marcha pública para hacer oír nuestro rechazo al enésimo intento de aplastar la dignidad. Más allá de las vallas, oídos sordos. Aquí, un estruendo de palmas que resume gritos, abrazos, furia, frustración, y un poco de esperanza.
Con las mandíbulas de todos destilando una codiciosa saliva, alguien propone «¡Un aplauso para el asador!». Antes de que cada quien pueda hincar el tenedor en su primer bocado de chorizo, los asistentes al convite aplauden al maestro de las brasas, que condujo la carne a su punto exacto.
Exacto como el punto de aterrizaje que tocó el piloto de avión: alivio, todos sobrevivimos a un viaje más, bravo, todavía nos queda resto de tiempo para disfrutar de casa, familia, placer o compromisos, allí adonde llegamos. Entonces, sin pensarlo: aplauso, un aplauso corto, con ese eco cerrado que hay adentro de los aviones, un aplauso apurado, porque ya que llegamos y no nos morimos esta vez, ya nos agarra el apuro de encender el celular, agarrar los bolsos, salir del aeropuerto ¡y vámonos!
Roberto sí se murió y nadie sabe qué decir. Tantas ceremonias experimentadas a lo largo de los siglos, y ninguna es suficientemente adecuada para las despedidas definitivas. Como era risueño, alguno propone bailar y cantar. Como le gustaba el café, otro sugiere un brindis caliente. Pero la autoridad religiosa no parece muy convencida de salirse de los usos y costumbres locales. ¿Cómo decir «te queremos; mierda que te fuiste, justo ahora; eras un grande; hasta tus berrinches nos gustaban; te vamos a extrañar»? Pues aplaudiendo: caen unas flores a tu tumba, arrecian aplausos a tu alrededor y los mausoleos se dan vuelta para ver qué disturba su marmórea quietud cotidiana.
Apagón, cae el telón: aplauso. Pero los aplausos son todos muy diferentes. Los artistas de la escena lo saben, sin necesidad de ese instrumento técnico de tosca sensibilidad, llamado «aplausómetro», del que gustan los programas televisivos. Los artistas tienen bien medido el aplauso con el termómetro de su percepción, cuando todavía palpita con ese satisfactorio agotamiento por haberlo dado todo. Hay aplausos que, en lo breve, se les nota la frialdad y el mero compromiso de cumplir con la cortesía, por pura norma de buena educación, de saludar al final del espectáculo. Hay aplausos largos, muy largos, de ésos que hacen que los intérpretes ya no sepan qué hacer después de las reverencias, de lanzar besos, de bañarse en pétalos, y el público sin dejarlos ir… Hay aplausos que tardan en arrancar: la platea necesita de unos segundos para salir del estado de shock por la inmensidad, lo tremendo de lo que acaba de ver y oír, y para recién entonces renacer de su estado de catarsis y poder retornar a la vida real, donde habitan los actores, las actrices, los cantantes, los músicos. Hay aplausos sentados. Hay aplausos de pie. Hay aplausos con ovación, hurras y vítores. Qué lindo es estar en esos; uno se mira con el de al lado, con el de la butaca de más allá, a ver si están tan fascinados, si comparten el mismo entusiasmo. Comulgamos.
Algunos aplauden con las muñecas flojas, y las manos se les vuelven palomas torpes y chistosas que no alcanzan nunca a despegar. Otros, separan y tensan los dedos, y dejan resonar sólo las palmas ahuecadas: parece que así es más elegante, o «aflamencado», ¿será? La aristocracia prefiere dejar la izquierda fija y abierta, y hacer rebotar sobre ella las falanges y las yemas de la derecha —habilidad sólo apta para diestros, que debe invertirse para los zurdos—, mientras la cabeza, y sobre todo la nariz, dan una especie de respingo.
Hay versiones alternativas para el aplauso: chocar las manos contra los muslos, o golpear con los pies debajo de las butacas —los artistas saben recibir con afecto y agradecimiento este gesto fácilmente decodificable— y también es válido agregar al aplauso silbidos y chiflidos, pero son más susceptibles de prestarse a confusión. Existe incluso un aplauso irónico, pero cede su potencia sonora a lo visual: se trata de reducir el aplauso de las manos al de los dedos índices, que casi no son audibles, pero son señal indudable de que quien así lo hace desea aplaudir sólo con una mínima proporción de su ser.
Un discurso magnífico se remata con un aplauso: sincero, de los admiradores; facilista, de los aduladores. Un edificio se inaugura, se corta la cinta roja: ¿qué sigue? ¡Clap, clap! Cuando el maestro termina su clase, los alumnos agradecen con aplausos. Cuando, entre la multitud, se abre paso aquel hombre famoso, los curiosos aplauden. Los meses de sequía quedan atrás con el anuncio del aguacero que traen los primeros gotones gordos: abrazos, bailoteos… y aplausos.
También hay situaciones en las que sería pertinente aplaudir, pero cierto código escondido como un tabú, parece reprimirlo: después de un glorioso orgasmo, en la sala del hospital para recibir al bebé recién parido, a la firma de un divorcio…
Logros, conquistas, éxitos se coronan con aplausos. Se aprueba una ley: aplausos en el Congreso. Obtiene su licenciatura el hijo: la familia aplaude. Match point: aplauso. Adioses y protestas también se ratifican con aplausos.
Los seres humanos aplaudimos a menudo, comulgamos a menudo, nos volvemos comunidad a menudo; para conjurar la soledad y conjugar en plural, aplaudimos.
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* Analía Melgar (Buenos Aires, 1979) es licenciada en Letras Modernas, por la Universidad de Buenos Aires. En el ámbito editorial, se desempeña como editora y traductora, en medios dedicados al arte, a la cultura y a la educación. Como periodista especializada en artes escénicas, sus artículos son publicados en revistas y diarios de Argentina, Uruguay, México, Ecuador y España. Es la editora de Justa y de Revista DCO-Danza, Cuerpo, Obsesión. Participa como conferencista y maestra en seminarios, congresos y cursos dedicados a la literatura y a la cultura del cuerpo. Coordina la Comisión «Investigación Coreográfica», del Centro Cultural de la Cooperación. Paralelamente, desarrolla una intensa labor de práctica y difusión de la danzaterapia entre niños, adultos y personas con discapacidad, desde hace quince años. Ha bailado en diversos teatros y espacios no convencionales de Argentina y México. analiamelgar@gmail.com
Este texto apareció publicado en www.revistajusta.com