Sociedad Cronopio

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La cajita azul

LA CAJITA AZUL

Por Diego García Moreno*

Cuando los días amanecían así, blancos, lechosos, salpicados por una lluviecita menuda, como hoy, con una temperatura que te ordenaba ir al armario a buscarte un pesado suéter o a correr a la tina a tomar una ducha caliente, una voz melosa, interior y seductora, te proponía permanecer en la cama, esconderte entre las cobijas, acariciar tu mejilla con la almohada.

Reposa, guarda el calorcito, no te apures, pero tú te debatías entre la lista de oficios atrasados, tareas puntales, obligaciones de siempre, presentías el tarro del café vacío, el refrigerador pidiéndote que le llenaras su vientre con bolsitas de colores. Cómprate un porrón de leche, ya se acabaron los huevos, no tienes queso ni pan, ni miel, ni mantequilla, hace días no traes frutas. Te imaginas una mandarina. Qué lindo sería ver el sonroje de un tomate, una zanahoria o un buen trozo de jamón, y escuchabas el ronroneo tuyo, el murmullo de las tripas propias haciendo bostezos sinfónicos dignos de un puerco adormecido. Tengo hambre, tengo un vacío, y hasta esa insoportable necesidad de ir al baño a vaciar tus líquidos fermentados en la penumbra larga de la noche, se atravesaba con sus impostergables premuras ¿será que no me levanto? ¿será que hago pereza?

Soldado humano que has sido, respondías entonces a la orden fundamental de la anatomía y te encontrabas orinando a cántaros frente a la olleta de porcelana blanca. Silenciabas el murmullo de la ventisca y las dulces tentaciones se diluían al vaciar el inodoro. ¡En acción, vamos, es sábado, aprovecha del día! Qué va. Es el tiempo de una siesta matutina. Y volvías al lecho, dormías, te regalabas una casacadita de improvisados sueños, dejabas que el ritmo de la vida aceptara ese ritual de soberana pereza que creías sería el prólogo fundamental de la vida que desde ese entonces llevarías.

El día es blanco, cae una lluviecita menuda. Es sábado, tengo que levantarme a tomarme una pepa. Cuáles dudas. Cuáles nostalgias de la almohada. El pastillero está vacío. Hay que proveerlo. Todos los sábados de la vida tendré que aprovisionar esta cajita azul sintética, rígida, transparente, donde leo monday morning, tuesday, wednesda. Para cada día han dispuesto unos cajoncitos rotulados con breakfast, noon, eve, bed, sabiduría gringa en inglés, el orden soberano de los días, de las horas, conciencia de la salud de un pueblo que ha aprendido a ordenar y dar órdenes sobre la faz de la tierra. Sólo pienso en cumplir a cabalidad con mi disciplina farmacoterapéutica obligatoria.

El día en que salí del hospital, Sally llegó orgullosa con la cajita azul y con el primer atado de drogas que aprobó la empresa prestadora de salud. Ese señor está irremediablemente enfermo, como constata en su historia clínica, está recién infartado, cateteriado, aprovisionado con un par de stents en su coronaria descendente anterior. Ese señor no tiene salvación. Desde ahora y por siempre tendrá que practicar el ritual riguroso de las drogas. Tenga, señora, revise que el pedido coincida con la fórmula del doctor. Todo coincidía. Sally había hecho un pequeño afiche con las fotos de cada píldora y la dosis diaria que tendría que tomarme. También había llamado al médico homeopático para que diera su apoyo naturalista en el período de recuperación y recomendara sus propias medicinas. Gotitas de sulfurus y grágeas de omegatres, seis y nueve. El plegable contenía la información para una dosis de 14 medicamentos diarios. Y recuerde, retumbaba en mi memoria la voz de Carmen Beatriz, la fisioterapeuta: ¡siempre, hasta el último día de su vida, tendrá que tomarse el copidogrel y la aspirina!

Esa cajita azul me propinó la primera ofuscación post–infarto. Sally había sacado de sus sobres las pepitas y las había dispuesto en las alacenas. ¿Cómo sé yo cuál es cuál? Aquí no hay ningún letrero. Sólo pildoritas de colores, pepitas coquetitas, malparidas pepas. Mi primera reacción sonó a reproche. A Sally le provocó mandarme para la mierda pero se contuvo. No quería provocar un ofusque que desembocara en una nueva crisis cardiaca. Que el señor tiene un trombito en la punta del corazón que está atrapado en una terminal de una arteria. De allí la razón de tanta droga. Porque aparte del copidogrel y la aspirina, tendrás que tomar la warfarina que es un coagulante bien difícil de dosificar. Tendrás que hacerte tomas de sangre cada 5 días y cuando logres estabilizar los índices de INR entre dos y tres, sabremos cuáles tomarás durante los próximos tres, cuatro, seis meses. Y recuerda que esta semana tendrás que inyectarte en la barriga estas inyecciones.

Estoy llenando por cuarta vez cada cajoncito con las drogas recetadas por el doctor Santacruz. Pacientemente, como me ha recomendado en sus fórmulas, ubico las pastillas de la mañana, las del mediodía, la tarde y aquellas para antes de acostarme, en su sitio. He aprendido a partir en dos con mi navaja suiza, aquellas que deben ingerirse en medias dosis al levantarme y después de la cena. Ya podemos bajarle la intensidad al metroprolol, dijo el doctor en la última revisión. Media píldora cada ocho horas. El copidogrel sí tiene que ser para siempre, no lo olvide, una pastilla de tantos miligramos al día. Los cinco miligramos de warfarina se los dejamos durante entre tres y seis meses más. Cuando vuelva a consulta le haremos un scan y veremos si el trombo que quedó retenido en el extremo de la arteria en la punta del corazón, no se ha movido. Si ha sido asimilado por la superficie del corazón lo suspendemos. Mientras tanto, no se le ocurra pelear, caerse, cortarse, herirse la boca, no use seda dental, no haga acrobacias extremas ni artes marciales. Si cuando defeque u orine llegase a detectar rastros de sangre nos avisa inmediatamente. Recuerde que peligra tener una hemorragia.

Salió el sol. Es por la tarde. Almorcé un sancocho de sierra delicioso. Qué bueno salir por segunda vez. Logré controlar la modorra de la mañana escapándome de compras. Quiroga, ¿qué hacés? Estaba en la cama esquivando la blancura del día, la lloviznita deleznable. ¿Vamos a comprar pescado? Dudó, recordó las múltiples referencias de precio, calidad, diversidad que ofrecía el supermercado de la 69 con diecisiete ¿Vamos de una? ¿En media hora? Listo. Te recojo en la quinta.

El pelo húmedo y peinado. Blancos los dos por la acumulación de semanas en la penumbra. Los cerros de un verde fundamentalista, como si nunca se hubieran quemado, como si jamás pudieran ser víctimas de los pirómanos urbanos, le hacían buen conjunta a mi Toyota color esperanza. El radio hablaba de los parques nacionales, el ambientalismo en auge, de la esperanza hídrica que es Colombia para la región. No hablamos de las inundaciones. No miramos hacia la sabana y sus recién estrenados lagos. Ni mencionamos que el gobierno ha dispuesto comprar todas las hectáreas anegadas para devolvérselas al río. ¿Será cierta tanta buena voluntad? Agua y sol, ansias de devorar fauna marina.

Llegamos. Pesca–mar o surti–mar? Algo así. Tres pisos. Edificio azul de arquitectura paisa muy reciente. Un narc–decó moderado. Muchos parqueaderos. Mucho campero de vidrio blindado. Mucha señora de tacón puntiagudo subiendo las escaleras. Segundo piso. Todo práctico. Fila india en torno a congeladores horizontales exhibiendo cuanto filete y mariscos aparecen en el diccionario. Pulpo, calamar, langostino, langosta. Mero, salmón, corvina, lenguado, sierra. Cada pieza en su bolsita plástica. El atún rojo, la trucha, el bagre, los caracoles y las ostras. Puerto Bogotá a cuarenta y cinco grados abajo del horizonte de nuestra vista. Una canastilla llenándose de paquetitos. ¿Trajiste la tarjeta? Cuán poca esperanza le quedan a las especies marinas si estas culturas ancestralmente carroñeras se convierten en devoradoras de la fauna marina. Los cerdos se sonrojan de la dicha y cantan como hienas. Los perros callejeros no tendrán que ser disfrazados de conejos en los mataderos clandestinos. Aparece un pato a mitad de camino. Mirále el precio ¿lo compramos? A la canasta lo echamos tras firmar el convenio de comérnoslo juntos la semana entrante. Qué dicha. Pagamos. Qué precio. Qué orden. Qué mañana tan bien aprovechada.

Tres meses atrás, a mi regreso de Isla Fuerte, traje un viajadito de ñame. El sol seguía haciendo efecto y me proponía recetas. Pero la palabra sancocho opacaba las demás. Seguro fue por el efecto esplendoroso del ñame. Si no lo comemos ahora, se podrirá. Cogí un cuchillo bien afilado y puse el tubérculo sobre una madera. Le quité su piel terrosa. Lavé los trozos, los lancé a la olla a presión. Piqué plátano colisero, cebolla, pimentón, jengibre, ajo. Agua, un poco de vino, leche de coco, pimienta, sal. Todo fuego alto. Al primer hervor introduje los trozos de sierra. En dos minutos estaban blancos, límpidos, como el amanecer que se fue, y volví a sacarlos. Dejé el perejil y el cilantro para el final. Sonreí al probar, al aprobar el primer sorbo, qué delicia. Sally ¿quieres almorzar? Saqué la cajita azul. Busqué saturday, noon, abrí el compartimiento y saqué la warfarina, la media pastilla de lovastatina, una grágea de omega trés, unas gotitas de sulfurus y terminé con un vasito de leche y una galletita de oreo. Un pecadito para olvidar el estrés.

Qué bueno salir por segunda vez. Hoy no he caminado. El único ejercicio ha sido darle la vuelta a unos refrigeradores repletos de pescado. Qué bueno sería hacer un ejercicio más contundente, más espiritual. Claro, hay Feria del libro. ¿Sally, vamos a la feria? No, mi amor, tengo que terminar las traducciones. Nati, Nati. Nati no está. Sergio y Mavila están ocupados, se van a recorrer el mundo desde el martes y están ordenando sus enseres, o desordenándose entre despedidas. Fulanito de tal está ausente, perencejo no contesta. Busco el chat del Facebook. ¿Quién estará por ahí un sábado a las dos de la tarde? Los punticos verdes frente a los nombres de los amigos conectados. A ver, a ver. María Clara, ¿aceptarías ser la lazarilla de un post–infartado en la Feria del Libro? Sería un honor.

A las cinco y cuarto timbró el teléfono. Estamos abajo. Ciao, mi amor. Me voy para la feria…

¿Llevas el pastillero, mi amor?

P. D: Este texto nació en forma de carta para Catalina Villar.

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* Diego García Moreno. Director de cine colombiano nacido en Medellín. Cursó estudios en la École Louis Lumière de París. Sus trabajos más representativos son los documentales Las castañuelas de Notre Dame (2001), La canoa de la vida (2000), Colombia con–sentido (2000), Colombia horizontal (1998), Colombia elemental (El trompo, La arepa y La corbata, 1992–1995). En ficción ha realizado Balada del mar no visto (1994) y Haciendo maletas (2000). Fue investigador del Institut National de l’Audiovisuel de Francia y fundador de Alados, Corporación Colombiana de Documentalistas.Cuenta con un blog consultado por los cinéfilos: https://diegogarciamoreno.blogspot.com

«Cajita azul» relata la etapa de convalecencia que vivió el autor luego de una crisis cardiaca.

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