Sociedad Cronopio

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Oficio

EL OFICIO DE VIVIR

Por Rosaura Mestizo*

«Un homenaje a los niños víctimas en todos

los tiempos y que no entienden la mezquindad

e intolerancia del poder en los adultos».

(Pasos de la pequeña Herta Müller; premio nobel de literatura 2009)

Regresar a la niñez, a la exquisita niñez, tiempo de juegos insensatos y torpes, juegos con la muerte sin saberlo, jugar por ejemplo a las escondidas sin imaginar que se trata de un exilio. Decirle con la mano y a gritos adiós a la casa, sin prometerle volver a sabiendas que allí hay una cama cálida y un lugar propio para cortar margaritas, depositarlas en un jarrón y decorar el espacio dispuesto para comer en familia.

Caminar de la mano de mamá o montar la espalda de papá, mirar de paso el estrecho camino que separa las espigas verde–amarillas anunciando abundancia de pan en poco tiempo, y mas allá, hacia el oriente, reconocer ese árbol milenario, su tiempo desnudo, sus múltiples brotes y el veterano sol que deja al descubierto el rincón propio para atender nuestras soledad o al cántico retoñal de hierbas y pájaros recién nacidos cada mañana.

Observar los puntos donde se han dedicado los mejores momentos y no saber que los ojos se despiden de ellos.

A la distancia, cuando las montañas dejan de serlo y se convierten en colinas minúsculas grisáceas y violetas y la casa desaparece y el árbol se esfuma como los ausentes, y los rebaños del cielo se desdibujan, se siente hambre, mucha hambre, se siente sed, mucha sed, mamá abre la fiambrera, la misma que acostumbra a llevar al río, cuando es día de campo, cuando de ella brotan cerezas, manzanas, panes dulces o medio dulces, carnes secas u horneadas y todas las viandas que mamá prepara con entusiasmo, para ese esperado día de campo.

Viene la exploración del camino hacia la montaña, hacia ese montículo de hechos y seres impredecibles. Abejas zurriando alrededor de las moras que se van asentando en nuestras mochilas, los zarzales que salen al paso para saludar las manos, los tímidos arroyos, de nuevas vidas y tamaños, el paso marcial de las pequeñas hormigas y tantos otros seres que saltan y huyen de nuestra presencia.

Hoy, observo la vianda con el entusiasmo del día de campo. —Es extraño, ayer no madrugamos con mamá a recoger los frutos del bosque, y es verano, no hay mermelada, ni variedad de colaciones, tampoco jamón ni tomates del huerto—. Mamá tan solo coloca sobre sus rodillas un gran pan redondo y lo taja para 3, no hay más, —esta es la cena— murmura. La orden de abandonar éstas tierras de Nitchidorf, en Timisoara, Rumania es inaplazable, no hay tiempo para preparativos para este viaje como cuando vamos a la montaña y nos bañarnos en el río.

Ahora, he perdido la casa, el árbol, el trigo, anochece y papá busca un refugio que protege con ardiente leña. —El tiempo está cambiando— dice mamá, que de vez en vez, toma parte de su chal y se seca las lágrimas. No entiendo porque mamá llora, —éste debe ser un gran paseo, a ¿otra montaña? No sé por qué llora mamá—. Papá camina silencioso, sus ojos siguen un lugar extraviado. Es extraño, no ríe, no hace bromas—. Solo dirige su bestia y de vez en vez voltea y constata que lo seguimos. Algunas veces me mira y me invita a colgarme a su espalda, papá adivina que voy cansada.

Papá es fuerte, muy fuerte, papá fue soldado de las Waffen–SS, el me contó un día de invierno, mientras escuchábamos en mi cuarto los llantos y gritos del cielo. Papá decía que muchos amigos habían estado en la guerra y nombraba a un señor Hitler. Papá decía que él y sus amigos eran despreciados y que ellos solamente apuntaban en batalla. Papá se ponía triste y callaba.

—¿Cuántos días y noches hemos caminado? No sé, solo he visto días noches de prisa, como cuando se abre y se cierra un libro con rapidez, y mi hambre, es cada día más deshabitada de pan.

Esta tarde, es pobre de nubes, tan pobre como mis manos sin las margaritas de casa, sin el gatito que mira debajo de las puertas y pone sus ojos verdes frente a los míos que también son verdes. Los dos nos miramos, yo le sigo y deja en evidencia el ratón moribundo, pero el gato me mira y sigue el juego con el vencido. Hemos encontrado un río, por fin un río, jugoso, sonoro. Mamá decide lavar, papá y yo nos salpicamos de agua y yo grito emocionada, pero papá cubre mi boca con un dedo y hace pssssss. ¿Porqué papá me cubre la boca y me silencia con un psssssss? No lo sé. —mamá mira alrededor, se pone de pie muy de prisa y le hace una seña a papá, para que caminemos rápido. —No comprendo, ¡si yo estaba feliz con el río!

Quiero regresar a casa, quiero mi cama, el gato, levantarme sobre un taburete y dedicarme como muchas tardes de invierno a observar una a una las fotografías enclavadas en las paredes. Detenerme en la risa constante del niño de chaqueta que levanta la mano para despedir a alguien con el pañuelo mientras el tren humea o la de la mujer rusa caída con cara de angustia. También la de papá militar conduciendo un camión con muchos amigos de igual vestido y nabos.

Mamá dice que es imposible volver, no se me ocurre nada, dependo de ellos, de papá y mamá y voy a donde ellos van. Ya mi vestido, ha perdido una manga, cuando llegamos a la gran ciudad. Siento sueño y mamá me levanta. Despierto en una gran sala pobre de fotografías y con muchos hombres gritando a otros y estos otros exhibiendo papeles, también papá. Siento miedo, mucho miedo y me aferro a la huesuda mano de mamá que tiembla sentada sobre un bulto y helada, como un muñeco de nieve. Yo sacudo su cabeza, mamá no responde. Yo grito. Un hombre grita más fuerte que yo para que calle. Papá se acerca al hombre parece que algo le explica. Papá se acerca a mamá y toca su rostro. Mamá sonríe. Papá también.

Papá dice a mamá, querida, el oficio de vivir en estos tiempos, es sobrevivir.

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* Rosaura Mestizo Mayorga, nació en Suesca (Cundinamarca). Es abogada administradora especializada en Gestión Pública. Su vida pública ha estado enraizada al trabajo de la educación y en la motivación constante para el rescate de la dignidad humana a través de programas para la Rehabilitación Social. De ahí, el estilo de sus versos con la mirada retrospectiva para mejorar el presente. Participante de talleres de poesía (Casa de poesía José Asunción Silva—Bogotá), colaboradora en algunos festivales internacionales de poesía. Ha realizado algunos intercambios con poetas escandinavos de quienes ha aprendido la dimensión estética del verso corto. La casa del vino (colectivo) 2005. Semiótica del silencio (2007). Qué nos hereda el tiempo (en desarrollo). Herencias del tiempoemets.blogspot.com y eligiendocaminos.blogspot.com

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