Sociedad Cronopio

1
286

Por «naturaleza humana», quizá más propiamente, que «orden natural», se entiende, para los científicos actuales, al conjunto de dispositivos biológicos que compartimos la especie homo sapiens; que a la vez nos emparenta en el arbusto genealógico de la vida con otras especies, y nos hace únicos como especie. Hay dispositivos comunes, biológicos, desde la capacidad del estornudo hasta los movimientos rítmicos en el coito. No significa que no exista por lo tanto peculiaridades y pluralidad de manifestaciones culturales. La biogeografía se ha ocupado de la importancia del espacio vital en que se asientan las sociedades culturales humanas para la pluralidad de manifestaciones desde el alimento, la guerra, la domesticación de plantas o invenciones como las armas de fuego o la derrota de grandes imperios precolombinos o el cortejo amoroso, entre otros fenómenos que se explican por la influencia del entorno geográfico en el comportamiento humano (Jared, 2007).

Este enfoque de las ciencias contemporáneas no excluye los estudios de las culturas en particular o la historia dentro de procesos humanos con registros colectivos o individuales que nos orientan sobre nuestras tradiciones o herencias.

Sin embargo, la importancia tanto de la psicología evolucionista así como de la biología evolutiva, es la comprobación metódica de que muchos comportamientos humanos, afectivos y cognitivos son innatos. Steven Pinker le ha dedicado un gran libro a este tema y a su debate, La tabla rasa (2003).

Para una refutación crítica y naturalista ver: «El cableado neural innato de Pinker repudia la cultura: intertextualidad e intersexualidad» de Nieto y Castro Nogueira (2006).

Se dirá que las pruebas no son concluyentes. Lo contrario es quizá más cercano a la verdad: las pruebas muestran amplios repertorio biológicos o innatos que compartimos los seres humanos, no sólo entre sí, sino con otras especies genéticamente cercanas.

Quizá el Procurador de la República de Colombia no quiera homologar «orden biológico» con «orden natural», y su orden natural es una invocación a la costumbre, o como lo define la científica Bateson, una referencia «a un sistema teológico y filosófico que tiende a definir como ‘natural’ el sentido común del cristianismo occidental».

Dentro de este sistema de pensamiento religioso, que no siempre fue intolerante con las prácticas homoeróticas, predomina una tradición que concibe la «homosexualidad» como una práctica por fuera del «orden natural». Pero ateniéndonos, por el momento a la «costumbre», la historia también desdice la afirmación de homologar matrimonio con una dimensión sexual «única», donde «la mujer y el varón son portadores de una humanidad completa». Antes de ocuparnos del «matrimonio» y los estudios de John Boswell al respecto debemos decir algo sobre un debate todavía no esclarecido como es el «No existe un gen homosexual», de acuerdo a la concepción del Procurador colombiano, doctor Ordoñez.

Aquí vienen los genes. Quizá no sea un gen, pues siempre se requiere de la concurrencia de muchos genes. Hay hipótesis, no concluyentes sobre ese factor. El gran biólogo Richard Dawkins examina el descubrimiento hecho por el científico D. H. Hamer, en 1993, y publicado con el título: «A linkage between DNA markerson the X chromosome and male sexual orientation», y publicado en la revista Science de dicho año (citado por Dawkins).

Los investigadores del Instituto Nacional de Salud de Bethesda, Maryland, quienes además de destacar patrones como que los varones homosexuales tienen mayores posibilidades de poseer tíos maternos homosexuales y primos homosexuales por el lado de la madre, no del padre, daban como hipótesis de comprobación empírica que «al menos un gen que causa la homosexualidad en los varones es transportada por el cromosoma X» (Dawkins, 2008, p. 146).

Este equipo de investigadores, usando tecnología propia de la biología molecular, identificó «secuencias marcadoras particulares en el código de ADN». Esa región cromosomática era Xq28, cerca del extremo del cromosoma X.

Richard Dawkins ilustra la discusión clarificando cómo se comportan nuestros genes, antes de tomar en serio esta investigación. En primer lugar, afirma Dawkins, los genes a veces se comportan como «planos» y otra vez como «recetas». En un «plano» hay especificaciones precisas, punto por punto. Una casa y un auto son el producto final de un plano. Su cualidad es que son reversibles, esto es, podemos identificar los pasos que los componen. En una «receta», por el contrario, no es posible reconstruir los componentes y cantidades de un gran plato diseñado por un chef. Para Dawkins, los genes a veces se comportan como recetas, otras veces como planos.

Sin entrar en la hermosa exposición de Dawkins de cuándo entran los genes a jugar como recetas, su metáfora de los genes como receta es bella y rigurosa:

A modo de una metáfora mejor, escribe, piénsese en el cuerpo como en una sábana suspendida del techo por 100.000 bandas elásticas, todas ellas enredadas y enrolladas unas en otras. La forma de la sábana —el cuerpo— está determinada por las tensiones de estas banditas elásticas tomadas en conjunto. Algunas de estas bandas, […] representan los genes, otras representan factores ambientales (p. 147).

No ahorraré, al posible lector de este ensayo esclarecedor, el placer de seguir a Dawkins en sus elegantes y pragmáticas exposiciones, pero es importante, eso sí, indicar su conclusión para el debate en torno a «los genes homosexuales». La posesión de un supuesto gen (el Xq28) en particular no determina de forma infalible que un individuo tenga comportamientos «homosexuales». Como vivimos en un mundo estadístico, las probabilidades siempre están en juego. El efecto de los genes es como el efecto del humo de cigarrillos sobre los pulmones. Al fumar se incrementa las posibilidades estadísticas de contraer cáncer de pulmones.

Y para el debate, abierto sobre la importancia de lo genético en las conductas homoeróticas, Dawkins concluye:

Sería […] interesante conocer la probabilidad estadística de que un hombre que poseyese un gen particular en la región Xq28 del cromosoma X resultara ser homosexual. La mera prueba de que existe un gen ‘para’ la homosexualidad deja completamente abierto el valor de esta probabilidad.

Y agrega: «Por lo tanto, ya sea que el lector odie a los homosexuales o sea que le encanten, sea que desee encerrarlos o bien ‘curarlos’, es mejor que sus razones para ello nada tengan que ver con los genes» (p. 148).

Por no existir todavía una claridad del peso de los genes en un comportamiento homoérotico, un argumento en pro (hay probabilidad estadística alta de que un conjunto de genes generen un comportamiento sexual) o en contra («No hay un gen homosexual»), no deja de ser una especulación que no contribuye de forma significativa al debate sobre los derechos posibles o negados de las comunidades gays.

Por último, quisiera sustituir el debate propuesto por el Procurador, «y se pueden corregir», por su interés en el «matrimonio» y su precisa definición del mismo. De la «corrección» quizá el ejemplo de los fumadores puede resumir el debate. Se dirá que así como el fumador corre más riesgos de morir de cáncer por fumar, las tendencias homoéroticas pueden manifestarse mayormente en una sociedad que las propicie; se requiere, por tanto, hacer como se hace con los fumadores, a los cuales se les niega cualquier manifestación de sus adicciones en público.

El tema del tabaco requiere otra discusión, pero prohibir el tabaco es tan inútil como prohibir los comportamientos homoeróticos. En el caso preciso de estos comportamientos, se puede afirmar que es universal y están presentes posiblemente en todas las sociedades humanas, a veces en forma ritual, otras como expresión de lazo social, a veces despreciadas, otras altamente valoradas.

Pero antes de dar el origen lingüístico posible de la homofobia, que sustenta el desprecio judeo–católico a estos comportamientos, quisiera introducir una última y breve reflexión que puede esclarecer la discusión propuesta por el Procurador de la Republica de Colombia, y es sobre el «matrimonio».

En el importante trabajo de John Boswell, traducido en español como Las bodas de la semejanza (1996) (Same–sex unions in premodern Europe), se hace un examen, que puede ser debatible, pero que ofrece una perspectiva esclarecedora de la tolerancia en el mundo premoderno a lo que se puede denominar «matrimonio» entre individuos del mismo sexo.

A Boswell se le ha reprochado el de utilizar fuentes bibliográficas que pueden ser, por lo menos, controversiales en su traducción. Pero independiente de este debate, el trabajo de Boswell abre nuevas perspectivas para el debate sobre el «matrimonio» entre personas del mismo sexo.

En su hipótesis, afirma que las uniones entre personas del mismo sexo, eran frecuentes en el mundo premoderno, tanto cristiano como la denominada posteriormente cultura pagana.

Es verdad que en muchos casos posiblemente estas uniones no tenían una connotación sexual, y también es posible que en algunos casos más que exaltadas fueron toleradas por comunidades cristianas que no veían en ellas un pecado tan terrible como posteriormente lo fue considerado. Hasta el siglo XIII, la actitud de la Iglesia fue, sin embargo, por decir lo menos, de tolerancia o de condenas sin consecuencias prácticas desastrosas para los individuos que las practicaban.

La adelphopoiesis o la fraternidad juramentada, argumenta Boswell, fue una ceremonia aceptada por los miembros de la iglesia primitiva. En esa ceremonia los hombres juraban una hermandad y una unión que los hacía parte, no solo de una comunidad religiosa, sino de una filia indisoluble.

De acuerdo con el resumen hecho por el escritor mejicano José María Pérez (2010) del trabajo de Boswell, la primera referencia moderna sobre este ritual fue hecha por el filósofo ruso Páovel Florenski en 1914, quien hizo una descripción de la liturgia del rito.

Dos hombres, miembros de la iglesia, se ponen frente a un atril donde reposan una cruz y las Santas Escrituras, el mayor a la derecha, el más joven a la izquierda, y repiten letanías en las que imploran por la unión amorosa que los ligará para siempre. En la ceremonia se leen los versos de la primera carta a los Corintios (12:27 a 13:8) y el Evangelio de San Juan (17:18.26).

«A los dos se les ata con un cinturón, sus manos se colocan en los evangelios y a cada uno se le entrega una vela ardiendo. Se lee después el Padre Nuestro; los contrayentes reciben los regalos santificados de una copa común, luego se les lleva alrededor del atril mientras se dan la mano y se canta el siguiente troparion (breve himno o estrofa cantada): «Señor, mira desde el cielo y ve»; intercambian besos; y los presentes cantan: «¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos igualmente en uno!» (Salmos 133:1) (Pérez, 2010).

Boswell trae varios ejemplos históricos, entre ellos el de san Sergio y san Baco, mártires y posteriormente santos, quienes se unieron bajo este ritual en el siglo IV, como ilustración de esta práctica y esta unión.

Es importante no olvidar que las primeras reflexiones que hace Boswell en su libro son acerca del concepto «matrimonio» a lo largo de varias lenguas y momentos históricos en Occidente. Quizá cuando hacemos referencia al concepto de «matrimonio» solemos evocar una práctica que se consolidó en el Medio Evo como lo muestra el historiador Philippe Ariés en sus dos ensayos, «El amor en el matrimonio» y «El matrimonio indisoluble» aparecidos en la obra conjunta Sexualidades occidentales (1987).

Con estos ejemplos no quisiéramos agotar el debate del cristianismo frente a las prácticas homoeróticas, sino indicar que existen matices, y que si bien desde el siglo XIII ha predominado la intolerancia, la persecución y el prejuicio en la visión predominante en esta religión, también es posible mostrar otras orientaciones para el debate actual sobre la unión y derechos de las parejas del mismo sexo.

Por último, quisiera cerrar esta presentación con un comentario histórico–lingüístico, que posiblemente originó la vertiente homofóbica que ha animado al pensamiento judeo–cristiano, y que ha tenido consecuencias en los siglos posteriores.

Byrne Fone, investigador de la City University of New York, en su esclarecedor libro Homofobia, una historia (2008), trae un dato interesante sobre el origen de este largo desprecio por siglos de las prácticas homoeróticas.

Quizá el mito fundacional de la homofobia judeo–cristiana surja con el célebre pasaje de «Sodoma». Por siglos se ha debatido su significado. De acuerdo a este profesor «la desaprobación judeo–cristiana de actos homosexuales se basa posiblemente en una traducción errónea y sin duda alguna, en un trágico malentendido» (p. 120). ¿Y en qué consiste esa traducción errónea?

En palabras de Fone:

La lectura tradicional del Génesis se basa en el crucial verbo ‘conocer’; se interpreta que la exigencia por parte de los sodomitas de conocer a los ángeles como la causa de su devastador castigo. En el texto hebreo, el verbo es yadha. Yadha aparece unas novecientas veces en el Antiguo Testamento, y casi siempre significa ‘llegar a familiarizarse con’. Sin embargo, agrega Fone, en un puñado de casos yadha también se puede entender, quizá de un modo eufemístico, que implique actividad sexual con alguien (Fone, 2008 p. 114).

Las traducciones del hebreo al griego o al latín dan a la palabra yadha la significación de conocer, con implicaciones sexuales. Más recientemente se le traduce como «hacer coito con» o de «abusar de». Es más, la palabra, hace referencia al acto heterosexual. Algunos lo justifican con el pasaje en que Lot dice de sus dos hijas, «que no han conocido (yadha) hombre».

De acuerdo a Fone, fue Filón, en el primer siglo de la era cristiana, el primero en darle a la palabra hebrea yadha, una connotación de comportamiento homosexual, pues traducía yadha como «lascivia servil e indecente pederastia» (citado por Fone, 2008, p. 132).

Como afirma Fone, este pasaje bíblico de Sodoma tiene menos importancia como anécdota que como interpretación, con trágicas consecuencias posteriores para un grupo de individuos humanos en las sociedades occidentales.

Son estos puntos, creo, los que deben ser considerados en el debate sobre los derechos (matrimoniales, adoptivos, patrimoniales) de parejas del mismo sexo. Considerarlos puede atemperar en algo el uso de la ley como una mascada de los propios prejuicios. O el uso de la ley, en el peor de los casos, como una de las tantas estrategias de las prácticas homofóbicas en las sociedades presuntamente regidas por una constitución política secular.

En una conferencia dictada por el filósofo Richard Rorty, y que ha aparecida con el título Una ética para laicos (2010), trae el reproche o el lamento de Benedicto XVI, quien afirmaba que la Iglesia cada vez le resultaba más difícil saber en qué creer. Por ejemplo, con respecto a la homosexualidad, considerada por la Iglesia, tradicionalmente, como «un desorden objetivo en la estructura de la existencia humana». Esto contrasta con la tolerancia de grupos sociales más abiertos y laicos, presentes en los campus universitarios o en las ciudades cosmopolitas.

Y se pregunta el filósofo:

«¿Tiene razón la Iglesia cuando afirma que existe una suerte de estructura de la existencia humana que puede funcionar como punto de referencia moral, o bien nosotros, en cuanto seres humanos, no tenemos otras obligaciones humanas que la de ir alternativamente ayudándonos a cumplir nuestros deseos, alcanzando con el ello la máxima felicidad posible?» (Rorty, p. 14).

Esa pregunta, un tanto retórica, la debemos responder afirmativamente, en una sociedad laica y plural. Las leyes, por su parte, en esta sociedad, deben propiciar herramientas para que cada individuo alcance sus objetivos como ciudadanos, en el marco igualitario de los derechos. Y los jueces, más allá de sus prejuicios o límites, velar para que así sea.

CODA

Puede considerarse que una intervención racional de carácter científico o histórico no modifique las concepciones conservadoras en una sociedad. Pero independiente de esa pretensión es un deber intelectual, ético y político propiciar en una sociedad, tanto para sus jueces como para la población en general, marco de discusiones plurales. No disolverá posiblemente las tendencias homofóbicas de la sociedad, pero la democracia no solo se funda en la mayoría sino en la defensa plural de modos de vida.

Esos modos de vida, que no se discuten aquí, incluyen un debate más amplio, más allá de las reivindicaciones de los derechos de los grupos homoeróticos, y es de replantear conceptos como «familia», «matrimonio», derechos individuales o colectivos. Ese debate se enmarca en un límite más amplio, el de la solidaridad humana, sin la cual, cualquier debate ético o político es insustancial o poco práctico.

“El gen homosexual”. Cortesía de “En el vientre materno” de NatGeo. Pulse para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=0TwzVf8u1K8[/youtube]
________
* Orlando Arroyave Álvarez es Psicólogo y Magister en Filosofía. Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas, y adscrito al Departamento de Psicología de esta facultad, de la Universidad de Antioquia (Medellín–Colombia). Miembro del Grupo de Investigación Psicología Social y Política, de la misma universidad.

El presente ensayo fue su conferencia presentada en marco del V Encuentro de Disidencia Sexual e Identidades Sexuales y Genéricas, el 8 de junio de 2011 en Ciudad de México F.D., en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.

1 COMENTARIO

  1. Sin importar si la condición es ser homosexual, estar embarazada de un hijo no deseado, o el gusto por drogas recreativas, es inaceptable padecer prohibiciones basadas en argumentos tan etéreos y subjetivos como la moral cristiana. La decisión de como se quiere llevar la vida es personal y nadie tiene porque interferir en ella siempre y cuando ésta no tenga consecuencias probables para los demás miembros de la sociedad.
    Su artículo es claro y objetivo en sus apreciaciones.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.