LA INSTALACIÓN EN ANTIOQUIA EN LA DÉCADA DEL 2000
Editorial Universidad de Antioquia*
La instalación sigue siendo un lenguaje vigente en la escena artística antioqueña después del 2000. Muchos artistas que acudieron a ella en las décadas anteriores siguen teniendo desarrollos importantes como es el caso de Ana Claudia Múnera, Gloria Posada, Carlos Uribe, María Teresa Cano, entre otros. Pero al lado de éstos, surge también otra generación que se ha acercado a este lenguaje con sus propios planteamientos. Entre ellos vale la pena mencionar el trabajo de Mauricio Carmona, John Mario Ortiz, Santiago Vélez, Fredy Alzate, Rodrigo González y Óscar Roldán, entre otros. Libia Posada, una de las artistas más importantes de la instalación en Antioquia, sería una artista puente. Comienza con trabajos muy claros a finales de los noventa, pero sólo en la siguiente década llega a desarrollar sólidamente sus planteamientos. Se incluye también el trabajo de Clemencia Echeverri, quien, aunque ha realizado la mayor parte de sus video–instalaciones en espacios expositivos de Bogotá, es una artista que se formó e inició su carrera artística en Medellín.
Los artistas mencionados, y en los cuales nos detendremos, no son los únicos que han trabajado durante estos años en el ámbito de la instalación, ni sus obras se circunscriben allí exclusivamente. Pero han realizado trabajos muy significativos que hay que tener en cuenta en una mirada retrospectiva a la instalación antioqueña. Aunque hay que hacer la aclaración de que esta mirada todavía es parcial por tratarse de una década que apenas acaba de terminar y de la cual, por lo tanto, no se tiene una perspectiva histórica suficiente.
Los artistas que se abordarán se caracterizan por la flexibilidad con que han usado la instalación. No se trata para ellos nunca de una camisa de fuerza ni de una aspiración, ni representa un corte en sus procesos. Estos artistas vienen y van, y se deciden por la instalación sólo cuando se les presenta como el lenguaje más adecuado para ciertos planteamientos de obras concretas. Pero no tienen ningún problema en acudir después a otro tipo de técnicas. La instalación en esta década, como dice Óscar Roldán, «de ser un fin en sí misma, pasa a ser un medio».
Una de las principales características de los artistas que hacen instalaciones en la actualidad es el interés obsesivo por los materiales con los que trabajan: Carmona y Ortiz exploran los materiales de demolición, Santiago Vélez y Fredy Alzate el agua, mientras este último trabaja también objetos humildes, despreciados por la sociedad de consumo. Libia Posada, por su parte, gira alrededor de los materiales y objetos médicos.
Estos artistas han llegado a la instalación a veces por la vía de la escultura, otros por la vía de la pintura, otros por el camino objetual. Fredy Alzate y Óscar Roldán, artistas muy comprometidos con la pintura, en ocasiones han llegado a sentir que ésta se queda corta para sus reflexiones espaciales o temporales, y saltan al vacío de la instalación. Mauricio Carmona parte del dibujo, que se transforma en una pintura muy matérica hasta definitivamente regarse también en el espacio. Santiago Vélez, John Mario Ortiz y Rodrigo González, por su parte, pasan de objetos escultóricos autónomos a reflexionar sobre el espacio. Clemencia Echeverri parte de la escultura en espacios públicos, que realiza en la ciudad durante los noventa, donde descubre la escala y el espectador, hasta llegar a la video–instalación, un medio más flexible para captar la simultaneidad, la complejidad y la yuxtaposición que cada vez le interesan más. Libia Posada, fascinada por el mundo objetual de la medicina, termina por integrar esos objetos en sus propuestas de instalación.
Es también de anotar cómo en la mayoría de los artistas de esta generación es constante la preocupación por el espacio urbano, la arquitectura y muy particularmente la casa, concebida desde perspectivas muy distintas (formales, sociológicas, estructurales, poéticas, filosóficas) pero que termina por emerger en muchas de sus obras.
Con sus distintas aproximaciones, problematizaciones y soluciones espaciales, en todo caso, ninguno de ellos siente haber llegado a un puerto definitivo con su trabajo instalacional. Este sólo hace parte de los procesos particulares de sus obras, que en algunas ocasiones han llegado a concretarse en productos emblemáticos del arte contemporáneo antioqueño. En los siguientes textos se trata de seguir un poco estos procesos y de describir algunos de los trabajos más logrados de caminos estéticos que están todavía en construcción.
LIBIA POSADA. ESPACIOS CORPORALES
Como médica y artista, Libia Posada mira el cuerpo a través de los objetos y materiales que utiliza en sus instalaciones. Pero alude, más que a un cuerpo biológico, a uno atravesado por la política, el discurso científico, con unas reflexiones cercanas a las teorías de Michel Foucault sobre la relación entre la práctica médica y el poder. La enfermedad también es entendida en este sentido no como una simple dolencia física individual, sino como una patología social y colectiva. Este cuerpo, sin embargo, no suele aparecer en la primera parte de su obra (1999–2006): es un cuerpo ausente, aunque todo remite a él. Sus instalaciones de la década del 2000 más emblemáticas en este sentido son:
—Máquinas de curar, 2002. Una serie de máquinas dispensadoras de dulces que se transforman en proveedoras de medicamentos psiquiátricos, los cuales pueden obtenerse introduciendo unas monedas. El público no sabe que son placebos. En una de las paredes aparece una lista de indicaciones y otra de contraindicaciones, las cuales son idénticas entre sí.
—Terapia respiratoria aguda, instalación–acción con enfermeras, 2003. Cilindros de oxígeno dispensan este gas vital a la sala de exposición y a los visitantes. Dos enfermeras proporcionan permanentemente mascarillas y dialogan con el público. Una mesa de cirugía en el centro completa el conjunto.
—Sala de rehabilitación, instalación–acción con un grupo de enfermeras, 2003. Ocupan el espacio sillas de ruedas, muletas, instrucciones de uso, carpetas con dibujos y fotografías de prótesis, encuestas sobre síndrome postraumático. Un grupo de enfermeras de un hospital cercano hace allí sus turnos y habla con los espectadores.
—Lección de anatomía, 2004. A partir de la apropiación de un esquema corporal usado en las escuelas para enseñar anatomía a los estudiantes, la artista elabora una serie de afiches en los que las imágenes de una niña y un niño han sufrido mutilaciones en sus extremidades. En el espacio se disponen unas mesas de carácter clínico, ocupadas a su vez por manuales de anatomía y psiquiatría y cajas de instrumental llenas de lápices.
Los cuerpos del público son necesarios para la activación de las instalaciones de Libia Posada. Son los espectadores quienes, al ponerse las camisas de fuerza, ingerir las pastillas psiquiátricas de dispensadores, aspirar el oxígeno de las pipetas, medirse los brazos como posibles candidatos a una prótesis en caso de desmembración, terminan de completar la propuesta. Estos cuerpos siempre se despliegan en un espacio que es físico pero también psicológico, emocional y afectivo. En sus instalaciones el espacio se vacía. El color blanco se apodera de la sala. También el silencio. Pero este grado cero no es posible porque precisamente el espectador, su conciencia, su memoria táctil, olfativa, sensorial y visual no son una tábula rasa. Están cargados. Así pues, aunque exteriormente se da este vacío espacial no sucede lo mismo en el espectador. Éste lo llena con las asociaciones que le permiten esos austeros pero simbólicos objetos que funcionan como detonantes de la memoria individual y colectiva. Cuando la artista cuestiona estos espacios médicos, al tiempo está cuestionando los espacios expositivos, en una doble lectura, como cuando propone oxigenar los cuerpos pero también el circuito artístico en Terapia respiratoria aguda.
En 2005 realiza Neurografías, una serie de dibujos elaborados con gasa quirúrgica, que se asemejan a las imágenes diagnósticas del cerebro, la médula espinal, etc., pero que en otras ocasiones representan armas. Desde entonces el trabajo de Libia Posada se abre a otras temáticas. En sus siguientes obras el cuerpo ya no será una ausencia sino una fuerte presencia. Empieza a interesarse, además, por temas de género (Evidencia Clínica I y Evidencia Clínica II). Sin embargo, a pesar de la ampliación de su espectro, la artista sigue trabajando el lenguaje médico y explorando tanto el espacio como los recintos exposicionales.
En Evidencia clínica II: Re–tratos, obra con la que participó en el Encuentro Internacional de Arte de Medellín (2007), interviene la sala del siglo XIX del Museo de Antioquia. Partiendo de la pregunta ¿dónde está la mujer en esta colección?, encontró retratos de severas matronas, niñas inocentes, jóvenes encantadoras, mujeres voluptuosas. Pero faltaba un tipo de imágenes que la artista viene trabajando: la de la mujer golpeada (Evidencia clínica I). La artista ve allí una patología social de la cual estas mujeres son un síntoma. Ve una sociedad que produce este tipo de mujeres y luego las esconde. Entonces decide construir esa imagen que no está. Sustituye once retratos femeninos de esta colección por fotografías de mujeres en cuyos rostros se ha reconstruido, mediante técnicas de arte forense, la evidencia física de una golpiza.
Realiza así una serie de retratos que se apropian de imágenes canónicas del museo y las reemplazan. De esta manera contamina toda una sala del museo, desafía la mirada hegemónica del hombre, la aséptica del arte, la moldeadora del retrato tradicional. Todo ello, gracias a unos procedimientos de implantes, inserciones, cortes, transplantes, amputaciones realizadas en este espacio con la mayor precisión quirúrgica. Ante el silencio cargado del poder, estas imágenes oponen la dignidad de otro silencio; ante los ojos ciegos, la mirada de frente; ante los ideales de la belleza, la fealdad de sus síntomas. El resultado es desconcertante, demoledor, transformador. Una sala muda se llena de todas las voces de las mujeres que siempre callaron. El cubo blanco de la sala se ensucia y complejiza. La composición ideal se desbarata. Las imágenes canónicas se deshacen. Ha construido un espacio sobre otro espacio.
RODRIGO GONZÁLEZ. ESPACIOS ARQUITECTÓNICOS
En cuanto a la preocupación por temas arquitectónicos, Rodrigo González, quien ha tenido una amplia trayectoria en la escultura, hizo una instalación emblemática para el MAMM y para la biblioteca Efe Gómez de la Universidad Nacional —sede Medellín— a finales del año 2000. La obra activó las características espaciales de cada lugar, de una manera inédita. Esta instalación llamada Campo–cauce consiste en el emplazamiento de 6.000 veletas (construidas en hierro, bambú, algodón, y lienzo) colocadas en el piso, que al moverse logran alterar la percepción del espectador y usuario habitual de este espacio. Encima de estas veletas el artista colocó 19 estructuras aéreas (realizadas en mimbre, bambú, algodón, lona, bombillas) en forma de balsas que penden del techo y que entran en diálogo tanto con las estructuras arquitectónicas como con las veletas del piso. Con esta intervención de movimiento, color, liviandad y luz, las sólidas estructuras arquitectónicas son interrogadas, pero sobre todo revitalizadas, flexibilizadas y sometidas a una nueva lectura.
MAURICIO CARMONA. ESPACIOS NEGATIVOS
El espacio para Mauricio Carmona no es una preocupación formal o abstracta. Para él es la ciudad, y por ello la recorre, la fotografía, hace su inventario. Pero no le interesan sus espacios positivos. Lo que rastrea, como un sabueso, un arqueólogo, un historiador, son sus agujeros negros, sus baches, sus paréntesis. Esos donde se deshace el discurso optimista del progreso de la modernidad, pero que también conjuran el desarraigo de los no lugares de la posmodernidad. Carmona observa todos esos puntos de quiebre. Pero no lo hace entonando un canto de cisne nostálgico. Interesado por la materia, sabe de su alquimia, de sus perpetuas transformaciones, de su maleabilidad. Sabe que lo sólido sólo es un estado, que el presente sólo es un momento en el incesante transcurrir. Que las ciudades todos los días se construyen y destruyen.
Estas preocupaciones las empezó a rastrear en la pintura y fue la pintura la que le mostró el camino, le enseñó la técnica, le dio la paleta y le abrió la vía del espacio. Sus primeros trabajos bidimensionales se fueron cargando. Sus colores se hicieron pastosos, matéricos, con fuertes ecos de Tapies como en su versión de Horizontes del 2002. Cuando su obra se despliega decididamente en el espacio, lo hace siguiendo los juegos que su pintura matérica ya le había planteado: un movimiento de estratos, de capas, de yuxtaposición de elementos, de vaciamientos y rellenos, de amontonamientos y sustracciones. «El espacio entra a agredir la superficie» y el espectador es envuelto por esa atmósfera del deterioro. Después de todas estas exploraciones, texturizaciones, cargas, salidas del marco, y una inmersión en las ruinas de la Casa Barrientos, llega a su primera instalación, Deconstrucción, en el Centro Colombo Americano de Medellín.
En los procesos tradicionales de restauración de una ruina, el arquitecto pasa con una mano blanca borrando los estragos del tiempo. La estrategia de Carmona en la sala del Colombo es la inversa. Lo que hace es de–construir precisamente el cubo blanco, descongelar lo congelado, ensuciar lo impoluto, cargar lo indiferente, llenar de sonidos los silencios de la asepsia, contaminar de olores lo desodorizado. Convocar los detritos de los lugares antropológicos con su carga de identidad, relación e historia de los que habla Marc Augé a un mundo donde todo esto se ha deshecho.
Así, el salón es inundado por materiales de demolición en un manejo de los objetos con claras resonancias de arte povera. Las paredes blancas son cubiertas por retazos de papel de colgadura viejos o se les despoja de su pintura hasta dejarlas en la desnudez del ladrillo. Se simula la huella de una puerta tapiada. El pulcro piso de la galería se recubre con una segunda piel de caóticos tablones viejos. Con ellos, el piso se mueve literalmente, creando una perturbadora sensación de desequilibrio. La luz blanca es sustituida por la de una bombilla mortecina que termina por realizar la transformación espacial. El olor a humedad de los materiales y el polvo que ellos arrastran completan la contaminación.
La mutación fundamental que hace Carmona con esta instalación es llevar el espacio a un primer plano, poner en él todo el énfasis, cuando hasta el momento sólo funcionaba en un segundo plano como escena neutra para que los cuadros se colgaran. La emergencia de un espacio recargado, enfatizado, hiperbolizado, entra en una radical tensión con el resto de la sala, la cual sigue funcionando como un cubo blanco. El espacio en su positivo y negativo se confrontan en la intersección de los pisos: el caótico y rancio del cuarto, el impoluto y diáfano de la galería.
Lo que sucede en este cuarto es una colisión de dimensiones y temporalidades. De un espacio positivo con uno negativo. De uno presente con uno pasado. De uno aséptico con otro sucio. De uno indiferente con otro cargado. De uno unidimensional con otro pluridimensional. De uno plano con otro que se desgaja en capas. De uno amnésico con otro cargado de historias. De uno racional con otro mítico. De uno público con otro privado. De uno desmaterializado con otro exuberantemente matérico. De uno silencioso con otro vociferador. De un espacio sólido con uno líquido. El ejercicio espacial se ha realizado hasta el fin: los espectadores llegaban a buscar la obra y salían decepcionados porque no había allí nada, a no ser una experiencia extrema de la memoria, del pasado, de la fragilidad, de lo mutante, de lo efímero. Sólo encontraban el espacio, o sus huecos, o sus baches, o sus agujeros negros.
___________
* El presente texto hace parte del capítulo 4 del libro electrónico «La Instalación en el Arte Antioqueño, 1975–2010», publicado por la Editorial Universidad de Antioquia. Autores: Alba Cecilia Gutiérrez Gómez, Armando Montoya López, Luz Análida Aguirre Restrepo y Sol Astrid Giraldo Escobar.